Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Los premios y castigos públicos

¿dignifican y estimulan?

o ¿corrompen y humillan?

 

 

Catolicismo Nº 97 - Enero de 1959

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Un amigo de nuestro periódico pidió que nos pronunciáramos sobre el hecho  de estar siendo abolida en diversos liceos la costumbre de conferir premios a los mejores alumnos. En la raíz de esta nueva actitud está la idea de que otorgar recompensas públicas es doblemente nocivo: en los beneficiados con la medida, se excita la vanidad, y en los demás deja complejo de culpa o inferioridad.

Por ser un tema que afecta directamente al mantenimiento de los ambientes sanos, abarca una apreciación de costumbres venerables, y es básico en la vida de una civilización, nos hemos decidido a tratarlo en esta sección.

En realidad, se trata de un problema que excede el ámbito escolar, y toca directamente al de las honras y castigos en las sociedades humanas.

Según la doctrina de Santo Tomás, el hecho de que una persona posea cualidades auténticas, y sea reconocida y honrada como tal por la sociedad, es un bien superior a la salud o a la riqueza, e inferior solamente a la gracia de Dios, que trasciende todos los bienes. (cfr. IIa. IIae., q. 129, a. 1, c.; IIa. IIae., q. 129, a.3, c.).

Así, privar a los mejores de honras a las que tienen derecho es flagrante injusticia, pues es inflingir daño, y daño gravísimo, precisamente a los que merecen lo contrario.

Además, la concesión de premios, de suyo, no envanidece a los hombres verdaderamente virtuosos, sino que les incita al progreso en la virtud. En cuanto a los otros, no los deprime, sino más bien les convida a una loable imitación.

Fue lo que enseñó San Pío X, en el Breve "Multum ad excitandos", de 7 de febrero de 1905, relativo a la Orden Suprema de la Milicia de Nuestro Señor Jesucristo, esto es, la más alta condecoración honorífica de la Santa Sede y, por tanto, de toda la Cristiandad: "Las recompensas concedidas al mérito contribuyen poderosamente a suscitar en los corazones el deseo de practicar actos generosos, pues si revisten de gloria a los hombres que hicieron méritos singulares ante la Iglesia o la sociedad, sirven también de incentivo a todos los demás, para que sigan el mismo camino de gloria y honra. Según este sabio principio, los Pontífices Romanos, Nuestros Predecesores, han considerado con especial afecto a las Ordenes de Caballería, como otros tantos estímulos para el bien. Por iniciativa de ellos, muchas Ordenes han sido creadas, otras, instituidas anteriormente, fueron restauradas en su primitiva dignidad y dotadas de nuevos y mayores privilegios".

En este espíritu, la Santa Iglesia estableció diversas honras para estimular a los seglares. Así, también dispone de varios títulos honoríficos para premiar a los sacerdotes. Es característico en este sentido el título de Monseñor o el de Canónigo honorario.

Y por otra parte, también tiene la Iglesia ceremonias propias para inflingir la nota de infamia a quien la merece. Basta mencionar el terrible ritual de la degradación de sacerdotes o, en la Edad Media, la ceremonia análoga que se hacía con los caballeros que se habían hecho indignos.

En nuestra primera ilustración, el diseño de la placa de la Orden de Cristo, en clase única. Su forma, su color, el hecho de deber ser usada ostensivamente en el pecho, todo, en fin, marca la intención de la Iglesia de dejar patente a los ojos de quien la contempla los méritos del portador. En la segunda, reproducimos un grabado en madera, de 1565, en el que un caballero está siendo degradado. La Caballería era un sacramental. La degradación del caballero se hacía, si no con la intervención de la Iglesia, sí con su plena aprobación. Aquí vemos, cómo el caballero que desmereció de su grado con algún crimen infamante está montado, por escarnio, en un como que caballo de palo, que es un poste de la cerca. A un lado, cogido por un paje, está su corcel, del cuál ha sido obligado a bajar. La ceremonia va avanzada. Ya lo han despojado del yelmo y de los guantes, lanzados por tierra. Dos caballeros con traje de ceremonia le están quitando ahora los brazaletes, y así, pieza a pieza, le quitarán toda la armadura. Aglomerado en el lugar de la ejecución, y desde lo alto de las ventanas, el público asiste horrorizado y edificado a la ceremonia. 

*    *    *

¿Reminiscencias de otros tiempos? No. Esta ceremonia, aunque bastante descolorida, subsiste en todos los ejércitos modernos, bajo la forma de degradación militar. Y hasta hace poco, la Iglesia aplicaba con cierta frecuencia penas de infamia, con gran ventaja para la defensa de la moralidad pública, así como otorgaba —y sigue haciéndolo— honras a seglares y eclesiásticos beneméritos.


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