Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana

 

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Editorial Femando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

Primera edición, julio de 1993.

Segunda edición, octubre de 1993

© Todos los derechos reservados.


NOTAS

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la segunda edición, octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


APÉNDICE IV

 

La aristocracia en el pensamiento de un Cardenal del siglo XX, controvertido pero nada sospechoso de parcialidad a favor de ella

El extenso y erudito homiliario titulado Verbum Vitae—La Palabra de Cristo, elaborado por una comisión de autores bajo la dirección de Mons. Ángel Herrera Oria, [1] entonces Obispo de Málaga, presenta en las páginas 720 a 724 de su tercer tomo un esquema para orientar homilías en el que se contienen algunos puntos de la doctrina de la Iglesia sobre aristocracia. Pasaremos a transcribir párrafos del mismo, acompañándolos con algunos comentarios. [2]

El esquema comienza por considerar a la aristocracia en función de la sociedad y no en función del Estado: “La aristocracia es un elemento necesario en una sociedad bien constituida.” Y añade enseguida: “Recordemos lo que enseñan la filosofía, la teología y el derecho público cristianos acerca de la aristocracia.”

1. Sentido filosófico

‘‘Aristócratas son los mejores”, de acuerdo con el sentido etimológico de la palabra. Ésta “lleva embebida en sí la idea de perfección, la idea de virtud”.

En efecto, “la aristocracia tiene hábitos virtuosos”. Se habla aquí de hábitos “de entendimiento y de voluntad”, por los cuales “sobresale la aristocracia”.

“El tipo de aristócrata, individualmente considerado, que engendra la filosofía antigua, es el sabio.”

Son virtudes fundamentales de la aristocracia “la perfección moral y el amor al pueblo”.

2. Sentido Teológico

“La Teología arroja torrentes de luz sobre este concepto de aristocracia y pone fundamentos sólidos al derecho público cristiano.”

“Aristocracia es perfección. El aspirar a la perfección es un deber del cristiano

“a) ‘Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’ (Mt. 5, 48).

“b) ‘El justo practique aún la justicia, y el santo santifíquese más’ (Apoc. 22.11).

“c) ‘Camina en mi presencia y sé perfecto’, dijo Dios a Moisés.”

Ahora bien, “¿En qué consiste la perfección?

“Santo Tomás contesta:

“1. La perfección de la vida cristiana consiste principalmente en la caridad [es decir, en el amor a Dios]

“2. Porque cada uno se dice ser perfecto en cuanto alcanza su propio fin, que es la última perfección de la cosa.

“3. La caridad es la que le une con Dios, que es el último fin de la mente humana, porque ‘el que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él’ (I Io. 4-16) (cfr.2-2q. 184 a. 1.2.3 c; ibíd., q. 81 a. 7 c).

“Por consiguiente, por la caridad especialmente se alcanza la perfección de la vida cristiana.”

De ahí se deduce que:

“Esta idea luminosa es la que se debe tener muy presente, porque ella vivifica toda la sociología y toda la política en el capítulo de la aristocracia.

“a) Aristocracia es perfección.

“b) Perfección es fundamentalmente caridad cristiana.”

3. El derecho público cristiano

“Aristocracia y propiedad. No se repara lo bastante en el hecho de que uno de los fundamentos de la propiedad privada consiste en el deber de perfeccionarse.”

León XIII enseña en la Rerum Novarum que “los bienes se poseen como propios y se administran como si fueran comunes. Es decir, que, ‘satisfecha la necesidad, el decoro y la perfección’, lo que resta hay que darlo en limosna. Se habla muchas veces de la necesidad y del decoro y se olvida la perfección, que es un deber.”

De ahí el esquema pasa a hacer algunas reflexiones que, lamentablemente, el ambiente igualitario de nuestros días va sepultando en un completo olvido.

“A los que viven en el mundo y tienen familia cumple el deber de perfeccionarla y de elevar en sus hijos el decoro y consideración social de la familia, cristianamente entendidos.

“Con tal que se viva bajo el influjo de la caridad cristiana, los padres deben procurar, en lo posible, que en ciencia, en arte, en técnica, en cultura, en todo, sus hijos sean mejores que ellos. No para educar vanidosos, sino para ofrecer a la sociedad, en beneficio del pueblo, generaciones más perfectas.

“Los aristócratas deben, sobre todo, tener muy presentes, para importarlos y aplicarlos, todos los progresos técnicos, sociales, etc., que puedan satisfacer las necesidades de las clases más indigentes.”

Estas enseñanzas hacen patente que el empeño de las aristocracias en que haya a lo largo de sus sucesivas generaciones una continua mejora de viviendas, mobiliario, trajes, vehículos, así como de modales y porte personal, es un aspecto esencial de ese caminar hacia la perfección global para mayor gloria de Dios o para el bien común de la sociedad temporal.

Esta búsqueda de bien común no dispensa en absoluto al perfecto aristócrata católico de ser solícito en atender celosamente los derechos de las clases necesitadas. Los aristócratas que así sean, se convierten en “los mejores”, que han sido calificadas un poco antes como “elemento necesario en una sociedad bien constituida”.

4. Aristocracia social

El esquema pasa a tratar ahora no ya del aristócrata en cuanto individuo sino de la familia aristocrática.

“El aristócrata, al perfeccionarse él y perfeccionar a su familia, crea una institución dentro de la sociedad, que es la familia aristocrática.”

El texto deja bien claro que, para ser fuente y propulsora de ese impulso hacia lo alto, la propia contextura familiar le es a la aristocracia de gran utilidad, pues es en el seno de las familias de todas clases sociales donde se constituyen las tradiciones propias a cada una, y es en la convivencia familiar donde los padres y mayores encuentran las condiciones psicológicas y las mil ocasiones propicias para comunicar a los más jóvenes sus convicciones y el fruto de sus experiencias. Así, la acción propulsora rumbo a la “perfección” puede conseguirse en excelentes condiciones. Esta acción tiene por principal objetivo no sólo el bien individual de los miembros de la familia y el bien de la propia familia considerada en su conjunto, sino también el propio bien común de la sociedad.

En efecto, la sociedad es un ente colectivo más duradero que las familias; éstas, a su vez, son más duraderas que los individuos que las componen a lo largo de las diversas generaciones, y aquello que es más duradero sólo recibe beneficios de la fuerza propulsora de la aristocracia, en la medida en que esta última tenga una acción propulsora teóricamente tan duradera como la propia sociedad.

A la tradición le compete asegurar la durabilidad, los rumbos y las características de esta fuerza propulsora.

Prosigue el esquema:

“Dijérase que las propias virtudes y la propia perfección tienden a hacerse hereditarias.

“Esa institución no puede ser egoísta; debe ser eminentemente social y preocupada por el bien de los demás.”

De los principios aquí enunciados con tanta claridad se deduce la justificación de uno de los aspectos hoy en día más incomprendidos de la aristocracia: la herencia.

No son pocos los que afirman parecerles justo que se otorgue un título nobiliario a quienes practiquen acciones arduas y que revelen destacadas cualidades personales, máxime cuando dichas acciones, además de servir de ejemplo para muchos, producen por sí mismas importantes beneficios para el bien común; pero, añaden, no se justifica que dichos títulos nobiliarios se transmitan a los descendientes de quien los ha recibido, pues muchas veces los grandes hombres tienen hijos medianos que no merecen los galardones recibidos por sus mayores.

En realidad, la aplicación de este raciocinio impide que se formen familias nobles y hace tabla rasa de su misión propulsora para el continuo perfeccionamiento del conjunto del cuerpo social, perfeccionamiento que es un elemento indispensable para la continua y arrebatadora andadura de una sociedad, de un país, rumbo a todas las formas de perfección deseadas por los individuos que aman a Dios, que es la propia Perfección.

En otros términos, es justo tomar en consideración y premiar a los grandes hombres, pero no lo es, ni corresponde a la realidad de los hechos, negar la misión de esas grandes estirpes como propulsoras de países en ascensión.

“La llamada aristocracia histórica está basada en la naturaleza humana y es muy conforme a la concepción cristiana de la vida, si encaja en las exigencias de ésta.

“No hay escuela comparable al hogar de una estirpe auténtica y cristianamente aristocrática.

“Cuando sabe cumplir con sus deberes, la sociedad debe respetarle aquellos medios que necesita para este supremo magisterio social.

“Palacios, cuadros, pergaminos, objetos de arte, obras maestras, viajes, bibliotecas, etc.

“Todos son elementos que pertenecen directa e inmediatamente a las grandes familias.

“Si bien el uso de esos bienes ha de encuadrar en la doctrina ascética y social de la Iglesia.

“Cuando se usan para formar ciudadanos selectísimos en beneficio de la comunidad, y en ese uso se observa el sentido cristiano genuino de la vida, se puede decir que son una especie de forma de propiedad pública y colectiva, puesto que toda la sociedad se beneficia de ellos.

“La aristocracia es tan conforme a la sociedad cristiana, que una sociedad no puede llamarse perfecta sino cuando se da en ella la institución de la aristocracia. La aristocracia sana es flor y nata da la civilización cristiana.”

En la literatura católica sobre la aristocracia este género de conceptos van escaseando cada vez más; sin embargo, dichos conceptos jamás han sido desmentidos por el Magisterio de la Iglesia, y no podían faltar en una obra como ésta, que afronta a la aristocracia especialmente dentro del contexto de la civilización cristiana, modeladora de todas las naciones de Occidente.

5. Aristocracia en la familia

Hablando aún sobre las relaciones entre aristocracia y familia, el esquema aborda un delicado y altísimo aspecto de la vida de una clase aristocrática.

“A. Por cierta analogía se puede decir que el poder aristocrático dentro del hogar está reservado a la mujer.

“a) La autoridad corresponde al marido.

“b) Pero la mujer dentro de la familia es un elemento de moderación y de consejo.

“c) Es un elemento de relación entre el padre y los hijos.

“1. Por ella muchas veces son eficaces cerca de los hijos las órdenes del padre.

“2. A través de ella llegan al padre las necesidades y los deseos de los hijos.

“B. Santo Tomás dice que el padre gobierna a los hijos con gobierno ‘despótico’, en el sentido clásico de la palabra, y la mujer con gobierno ‘político’.

“a) Porque la mujer es consejera y participa del poder del padre.

“b) La mujer, por otra parte, tiene como la representación de la caridad dentro de la familia. Es como la personificación de la misericordia en el hogar.

“c) Es la que debe estar más atenta a las necesidades de hijos y criados y más pronta a mover al padre para que las remedie.

“C. En el Evangelio aparece muy claro el contraste entre la falta de misericordia, de caridad, de espíritu aristocrático de los apóstoles en la escena que comentamos [3] y la inefable misión aristocrática que desempeñó María Santísima en las bodas de Cana.

“a) Atenta a las necesidades de los demás, María se acerca a quien puede remediarlas para exponérselas.

“b) Y después se acerca al pueblo, representado en los criados, para inculcarles que sean obedientes.”

Esta comparación entre la misión de la aristocracia en el Estado y la nación con la de la mujer —esposa y madre— dentro del hogar es un poco sorprendente para el lector moderno, pues las escasas obras de divulgación sobre la aristocracia hoy existentes han habituado, a justo título, al público a ver en ella la clase militar por excelencia, lo que parece muy poco afín a la misión de la esposa y madre en la familia.

Sin embargo, no por ello deja de ser esta comparación rica en sabiduría. Para verla en su justa perspectiva es necesario tomar en consideración que la guerra se ejerce normalmente contra el extranjero; y Santo Tomás trata aquí de la misión de la aristocracia en la vida interna normal del país en tiempos de paz, y no en cuanto espada que lo defiende contra el enemigo externo.

Era inherente a la aristocracia medieval y, en parte, a la del Antiguo Régimen, que cada una de las familias que la constituía reuniera en torno suyo un conjunto de otras familias o individuos de un nivel social menos elevado, a ella vinculados por relaciones de trabajo de diversas índoles, de mera vecindad, etc.

En las ciudades de aquellas épocas, era normal que se alzasen viviendas populares junto a palacios, mansiones o simples residencias de familias acomodadas. Esta vecindad entre grandes y pequeños repetía a su manera la atmósfera familiar del hogar aristocrático, constituyendo así un halo discretamente luminoso de afectos y dedicaciones en torno a cada familia aristocrática.

Por otra parte, las relaciones de trabajo, por el simple efecto de la caridad cristiana, tienden siempre a desbordar del mero ámbito profesional hacia el personal. Durante los largos periodos de convivencia en el trabajo, el noble inspira y orienta a quien está debajo de él, y este último, a su vez, hace lo mismo con relación al noble: le informa de sus aspiraciones y diversiones, de su modo de ser en la Iglesia, en la corporación o en el hogar, y también de las circunstancias concretas de la vida popular y de las necesidades de los desvalidos. Todo esto constituye, en fin, el circuito de interrelaciones entre el mayor y el menor que el Estado post-1789 procuró sustituir en cuanto le fue posible por la burocracia, es decir, por las oficinas de estadística e información, y por los siempre activos servicios de información policial.

Es a través de esas burocracias como el Estado anónimo (sin hablar aquí de las grandes sociedades anónimas macro publicitarias) inspira, propulsa y manda a la nación por medio de funcionarios también anónimos.

Recíprocamente, la nación habla al Estado a través de la boca anónima de las urnas electorales; anónima hasta el último refinamiento cuando el voto es secreto y el Estado ni siquiera puede saber quién ha votado de uno u otro modo.

Este conjunto de anonimatos evita en lo posible la presencia del calor humano en las interrelaciones del Estado moderno.

Muy distinta era la índole de los países dotados de una recta aristocracia. En ellos, según lo que anteriormente se ha visto, las relaciones eran, en la medida de lo posible, personales, y la influencia que el mayor ejercía sobre el menor, así como la que, a su modo, este último ejercía sobre el primero, se fundaban en una relación de afecto cristiano establecida de parte a parte. Afecto que traía consigo como consecuencia la dedicación y la confianza mutuas, y que llegaba a crear de hecho una sociedad entre los domésticos y patrones, de modo similar a como el protoplasma rodea el núcleo de una célula. Basta leer lo que dicen los verdaderos moralistas católicos sobre la sociedad heril para tener una noción exacta de cómo era este tipo de relación.

En las corporaciones, la relación entre maestros, oficiales y aprendices repetía también en amplia medida la bendecida atmósfera de la familia, y así por delante.

Ahora bien, este contacto vivo no englobaba únicamente aquello que las modernas legislaciones de trabajo llaman fría, seca y funcionalmente “patrones y empleados”. A través de sus sirvientes y de los profesionales que les prestan servicios, los de categoría más elevada, fueran nobles o burgueses, acababan por conocer las familias de sus subordinados, como éstos conocían las de sus patrones. En mayor o menor grado, conforme la orgánica espontaneidad de un movimiento social bueno, esas relaciones no se establecían tan solo entre individuos, sino también entre familias. Eran relaciones de simpatía, benevolencia y ayuda, que venían de arriba hacia abajo; y relaciones de gratitud, afecto y admiración, que se remontaban desde abajo hacia arriba.

El bien es, de por sí, difusivo. A través de las capilaridades de esos sistemas, el grande acababa conociendo miserias anónimas —porque la miseria aísla y hace desconocido a aquel sobre el cual se abate—, y le era dado remediar, en la mayor parte de los casos, a través de las manos delicadas de su esposa y de sus hijas, tantos dolores que de otro modo no habrían sido aliviados.

Pero en este valle de lágrimas también el grande conocía sus horas amargas. A veces sus enemigos lo cercaban, le amenazaban, le agredían física o políticamente. Entonces la más firme muralla que defendía esta grandeza que súbitamente se tambaleaba estaba compuesta por las incontables dedicaciones que se erguían desinteresadamente para protegerle, a veces hasta con riesgo de la vida.

Esto que se ha dicho con los ojos puestos en la vida urbana, es superfluo repetirlo a esta altura de la exposición para la vida rural, de tan propicia que era esta última a crear la atmósfera y las relaciones aquí descritas.

Así fue la vida en el feudo; así lo fue también en el campo cuando, extinguido el feudalismo, las antiguas relaciones entre señor y vasallo perdieron su alcance político, pero continuaron existiendo en el mero ámbito del trabajo; y así continúa ocurriendo en esta o aquella región de este o aquel país, incluso en la fuliginosa última década de siglo y milenio en que vivimos.

En la perspectiva del Estado monárquico con algo de aristocrático y algo de democrático considerado por Santo Tomás, la aristocracia participa en el poder del rey como la esposa en el poder del marido dentro del hogar. Le corresponde, pues, hacer llegar al padre —en este caso al Rey— mediante una acción moderadora, tan propia al instinto materno, el conocimiento emocionado de esta o aquella necesidad de sus hijos —es decir, de los pobres, de los pequeños y desvalidos que se encuentren el ámbito de influencia bienhechora de su casa solariega— y conseguir del padre, ablandando su corazón, el correspondiente remedio.

Siempre en esa misma perspectiva, así como a la madre le cabe abrir el corazón de sus hijos para esta o aquella orden de su padre, le corresponde a la Nobleza el disponer el ánimo de los estamentos subordinados para un filial acatamiento de los decretos del rey.

6. Aristocracia política

Hasta aquí se ha tratado de la aristocracia considerada en sí misma en cuanto clase social. De ahora en adelante el tema pasará a ser la misión de la clase aristocrática en la vida política y social del país.

A quienes les haya podido parecer excesivamente conservadora, e incluso reaccionaria, la doctrina de los anteriores apartados tal vez les sorprendan agradablemente las palabras con que el esquema aborda el tema de la aristocracia política.

“La aristocracia social tiene una función que ejercer directa e inmediatamente cerca del pueblo. Pero por ley natural ejercerá siempre una función política cerca del poder. Participará del poder en beneficio del pueblo.”

Tras hacer referencia de paso al gobierno “llamado mixto, donde tiene su función la ‘monarquía’, la aristocracia y el pueblo” como “el mejor gobierno, según la filosofía católica”, el esquema continúa:

“La aristocracia, colocada entre la autoridad suprema, digamos monarquía, en sentido filosófico, mando de uno, y el pueblo, es elemento de moderación, de ponderación, de continuidad, de unión”.

En esa perspectiva:

“1. La monarquía sin aristocracia fácilmente conduce al absolutismo.

“2. Pueblo sin aristocracia no es pueblo; es masa.

“3. La aristocracia defiende la monarquía y la modera.

“4. La aristocracia es cabeza del pueblo, educadora del mismo, encauzadora de sus energías.

“5. Aristocracia sin pueblo es oligarquía, es decir, privilegio odioso de una casta en la sociedad.”

7. Misión social moderna de la aristocracia

El esquema enumera a continuación algunas características que deben encontrarse en la moderna aristocracia: “Moderadora del poder; consejera; conocedora de las necesidades del pueblo; defensora del pueblo cerca de la autoridad suprema; educadora del pueblo; ordenadora y encauzadora de las actividades del pueblo; ha de utilizar todos los recursos de la técnica y del progreso social en beneficio, sobre todo, de las clases más necesitadas.”

Esta enumeración no es exhaustiva. Parece haberse hecho con el empeño de evitar que —como ocurre con tanta frecuencia— la aristocracia sea tachada de clase minoritaria monopolizadora de privilegios en detrimento del pueblo.

De hecho, el esquema señala desde el principio la tendencia de la aristocracia hacia la perfección en todas las cosas por amor a la Perfección absoluta que es Dios. Esto la lleva a propulsar al prójimo —inclusive por medio del decorum de la vida mediante las artes, mobiliarios, habitaciones, adornos, etc.— hacia todas las formas de perfección: antes que nada, hacia la perfección de virtud, pero también hacia la de talento, buen gusto, cultura, instrucción... y hasta la técnica. Todo ello debe difundirse por el cuerpo social entero, elevándolo a medida que la aristocracia se eleva a sí misma como tal.

Ahora bien, para que esta acción de elevarse se realice adecuadamente a través de la aristocracia es necesario ponderar que, como hemos descrito anteriormente, sus miembros han de ser aquellos “mejores”, cuya presencia en el poder como dirigentes de una nación constituye la aristocracia en cuanto forma de gobierno.

Estas consideraciones permiten observar cuánto depende la forma de gobierno de las condiciones religiosas y morales del cuerpo social, sobre todo, pero también de las de otros tipos.

8. La nueva aristocracia

También trata el esquema sobre aquello que llama “nueva aristocracia”.

Si se desea tener una idea exacta sobre la necesaria pero prudente renovación de las aristocracias, hay una metáfora que describiría el hecho con casi entera precisión: el método de purificación en ciertas piscinas contemporáneas. En ellas el agua se renueva incesantemente, pero de un modo tan gradual que pasa desapercibido, o casi desapercibido, para quienes tratan de observar el fenómeno. Se trata, pues, de una renovación auténtica. Sin embargo, la masa de agua está lejos de fluir rápidamente, y menos aún con una precipitación torrencial, impetuosa, revolucionaria podría decirse.

“Con casi entera precisión”, hemos dicho poco un antes, y no, “con entera precisión”, pues en la piscina, la renovación, por más lenta que sea, tiene por objetivo el desaguar de toda la masa de agua, mientras que en la renovación de la Nobleza no es precisamente eso lo que se debe desear; por el contrario, cuanto más lenta ésta sea, tanto mejor será. En efecto, la Nobleza está tan vinculada a la tradición por su propia naturaleza por lo que lo ideal sería que el mayor número posible de familias nobles se conservara indefinidamente por los siglos de los siglos, bajo la condición de que esto no se diese en beneficio de elementos esclerosados, muertos, momificados y, por tanto, incapaces de participar de manera válida en el acontecer ininterrumpido de la Historia.

Esta metáfora corresponde a lo que se ha dicho sobre esta misma materia en el presente libro, [4] y entra en entera sincronía con todo lo que se encuentra a ese respecto en la citada obra del Cardenal Herrera Oria.

“Siendo la aristocracia elemento necesario de una sociedad bien constituida, parece natural, como principio práctico, que se salven las aristocracias históricas, que de ordinario conservan grandes virtudes; y que al mismo tiempo se creen otras aristocracias.

“La aristocracia no puede ser cerrada. Una aristocracia cerrada se hace casta, que es la antítesis de la aristocracia, porque la casta como tal no conoce el principio de la caridad, que es el alma de la aristocracia.

“Desgraciadamente, no pocas veces el virus mundano, al infiltrarse en los medios aristócratas, convierte a éstos en círculos herméticos.

“El gran problema moderno en este campo es precisamente rehacer las clases aristocráticas y crear nuevas formas de aristocracia.”

De ahí nace una pregunta: si una aristocracia ha decaído, y sus miembros ya no son los mejores sino los peores, ¿qué se debe hacer?

Sería preciso crear nuevas clases aristocráticas, sin omitir que se haga lo posible para rehabilitar a la antigua aristocracia: Queda entendido, sin embargo, que si ésta no se deja levantar conviene no pensar más en ella. Si la aristocracia degenera, al cuerpo social le corresponde la misión de engendrar alguna otra salida para la situación, lo que se hará, en la mayor parte de las ocasiones, de modo instintivo y consuetudinario, buscando el apoyo de los elementos sanos que componen la sociedad.

Decimos “instintivamente” porque en las situaciones de emergencia son habitualmente más eficaces el sentido común y las cualidades del pueblo que los planes, a veces brillantes y seductores, de soñadores o burócratas, constructores de “paraísos” y “utopías”, los cuales, por no estar fundados en la realidad, sólo generan, en la mayor parte de las veces, fracasos y decepciones.

*   *   *

Pero si en la aristocracia no existen “mejores”, si no hay en la plebe quien quiera asumir, en virtud del principio de subsidiariedad, la misión de propulsar hacia lo alto, y si en el propio clero se nota una carencia análoga, parece levantarse un problema: ¿Cuál es, entonces, la forma de gobierno que puede evitar la ruina de esa sociedad, de esa nación?

Para resolver este problema no han faltado quienes se hayan puesto a elucubrar soluciones políticas en virtud de las cuales un gobierno supuestamente compuesto de hombres buenos conseguiría resolver la gran cuestión de un modo casi mecánico y desde fuera de un cuerpo social que no está en buenas condiciones.

Ahora bien, cuando todo el cuerpo social no está en buenas condiciones, el problema es pura y simplemente insoluble, y la situación se configura como desesperante: cuanto más se intenta remediarla, tanto más se enreda en sus propias complicaciones y acelera su propio fin. Las situaciones desesperantes sólo pueden resolverse cuando un puñado de personas con Fe, esperando contra toda esperanza —“contra spem in spem credidit” (Rom. IV, 18), elogio que San Pablo hace de la Fe de Abraham— continúa esperando y esperando; es decir, cuando almas llenas de Fe recurren humilde e insistentemente a la Providencia para conseguir de ella una intervención salvadora. “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae” [5] (Antífona de la fiesta de Pentecostés).

Sin ello es vano esperar que alguna forma de gobierno, sociedad o economía, la salve. “Nisi Dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam” [6] (Ps. CXXVI, 1).

El denso esquema sobre aristocracia que acabamos de comentar, extraído de la significativa obra elaborada bajo la dirección del Cardenal Herrera Oria, termina con las siguientes consideraciones:

“Decir, pues, que hacen falta almas aristocráticas en nuestros días, es decir que hace falta una clase que se eleve sobre las demás por su nacimiento, por su cultura, por sus riquezas, pero antes que nada y sobre todo por sus virtudes cristianas y por su misericordia sin límites.

“Aristocracia sin reserva abundante de virtudes cristianas perfectas es rótulo vacío, historia sin vida, institución social decaída.

“Su amor, su espíritu y su vida han de ser el espíritu, la caridad y la vida de Cristo.

“En definitiva, sin perfección cristiana habrá aristocracias de hecho y de fachada, pero no aristocracias auténticas, de obras y de derecho.”

Si el lector toma en su sentido propio y natural estas últimas palabras del esquema, se dará cuenta de que está contenido en ellas un juicio sobre la aristocracia del tiempo en que el Cardenal Herrera Oria publicó su obra: “Hace falta una clase que se eleve sobre las demás por su nacimiento...”; es decir, la aristocracia de aquellos días, en concreto, no cumplía esa misión, su misión.

Si el esquema contuviese un elogio sin reservas a la aristocracia de su tiempo no hay duda de que sería acribillado con objeciones de unilateralidad, diciendo que, aunque la aristocracia tiene notables cualidades, tiene también graves defectos. Ahora bien, el presente juicio peca por unilateralidad, pero en sentido opuesto. A favor de la verdad histórica ha de decirse que si bien la aristocracia de los años 50 mostraba tener numerosos defectos, es imposible negar que afloraban en ella señaladas cualidades.


NOTAS

[1] BAC, Madrid, 10 vols., 1953-1959.

Mons. Herrera Oria fue una de las más destacadas figuras de la Iglesia española en el siglo XX. Nació en Santander en 1886. Siendo aún seglar, fundó en 1909, en compañía del Padre Ángel Ayala, S.I. la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Tuvo también una marcada actuación en movimientos como Pax Romana y Acción Nacional. En 1911 dio origen al diario “El Debate”, del cual fue director hasta 1933, año en que fue nombrado presidente de la Junta Central de Acción Católica. En 1936 se dirigiría a Suiza para hacer sus estudios eclesiásticos. Ordenado sacerdote en 1940, volvió a España tres años más tarde. En 1947 fue consagrado Obispo y destinado a la diócesis de Málaga, en la cual permaneció hasta 1966, año en que renunció por razones de edad y falleció en 1968. Había sido nombrado Cardenal en 1965 por Pablo VI.

Su figura como pensador, escritor y hombre de acción fue objeto de ardientes controversias, sobre las cuales no viene al caso aquí tomar posición. Es de notar, sin embargo, que mientras sus más entusiastas admiradores se sitúan normalmente en el centro y en la izquierda, quienes con no menos calor discrepan con él forman parte habitualmente de la derecha. El texto sobre aristocracia aquí citado cuenta, pues, con la aprobación sin restricciones y quizá con la colaboración directa de un alto Prelado nada sospechoso de parcialidad a favor del estamento nobiliario.

Con respecto a su participación en la elaboración del referido homiliario, Mons. Herrera Oria hace las siguientes advertencias en el prólogo de la misma: “La obra no es mía, aunque sea mía la idea, la alta dirección y una parte del texto. La obra es fruto del trabajo de una comisión, cuyos miembros constan al final de este prólogo.” Más adelante vuelve al asunto: “La obra es fruto de un trabajo en equipo. Yo he colaborado con un grupo de personas muy competentes en sus respectivas materias.” (Op. cit., prólogo tomo I, pp. LXV y LXXI).

[2] El autor advierte que han sido realizadas dos ligeras alteraciones en el orden de presentación de los apartados con respecto al original. Este se ha hecho sin perjudicar en nada el pensamiento de los autores del esquema y permitiendo que este conserve toda su fluidez y riqueza de expresión.

[3] El presente esquema es uno de los veinte que desarrollan el Evangelio de la multiplicación de los panes (Jn., VI, 1-15).

[4] Cfr. Capítulo VII, 9.

[5] Enviad vuestro espíritu y todo será creado; y renovaréis la faz de la Tierra.

[6] Si el Señor no guardare la ciudad, en vano vigila el centinela.