“El noblesse oblige hacía parte del credo de la aristocracia de Chesapeake como del de la Francia del Antiguo Régimen. La gente de las clases media y baja solía considerar al gran propietario de tierras como una persona cortés, amable, un juez justo y comprensivo en el tribunal, pronto para tender su mano auxiliadora incluso antes de que se le pidiera ayuda. Un gentleman conocía a sus vecinos de todas las categorías y los llamaba por su nombre. Sobre todo, los agricultores más importantes estaban convencidos de constituir una clase que tenía la obligación de servir y gobernar bien, como contrapartida de los privilegios que les correspondían por nacimiento”

 

Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

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NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Los Estados Unidos de América:

En un Estado democrático, florecen con sorprendente

vigor tradiciones y anhelos aristocráticos

 

CAPÍTULO IV

El nacimiento de una aristocracia en las diversas colonias

y la formación de una nobleza americana

 

1. El Sur colonial: Virginia, Maryland y las Carolinas

Virginia: La aristocracia de los grandes agricultores.

Fundado en 1607, Virginia fue el primer establecimiento permanente inglés en el Nuevo Mundo, y el modelo para otras regiones, especialmente para la de Maryland.

La colonización fue realizada por la Virginia Company of London, empresa comercial de Colonización constituida por nobles, aristócratas y hombres de negocios. Una carta patente del Rey Jaime I le concedió el territorio en propiedad. En 1624 la empresa cedió sus derechos a la Corona.

El comienzo fue incierto. Los primeros colonizadores eran más bien aventureros atraídos por la esperanza de hacer fortuna rápidamente. Sin embargo, con la llegada de nuevos pobladores, la colonia creció en habitantes y en estabilidad.

La Company concedió la propiedad de las tierras a quienes se estableciesen en ellas con sus familias. Así se constituyeron más de cuarenta haciendas, manors o plantaciones de considerable tamaño [1].

Los señores de muchos de esos manors se tornaron rápidamente independientes. Pero a mediados del siglo XVII la mayoría renunció a su autonomía en beneficio de un rudimentario orden social con base en la propiedad de la tierra y en el modelo de la aristocracia rural inglesa. “Adaptaron —señala Louis Wright— su ‘aristocratismo’ a las imposiciones de las nuevas circunstancias” [2].

La abundancia de recursos naturales conjugada con una gran movilidad social facilitó la adquisición de riqueza y rango. Como señala el historiador Daniel Boorstin “en los primeros años (...) muchas familias de Virginia fueron fundadas por comerciantes o artesanos, (...) que adquirieron vastos latifundios y luego pudieron acceder al estilo de vida propio de un aristócrata del campo” [3].

Nace una nueva aristocracia.

A partir de 1620, llegaron a Virginia algunos hombres con fortuna y de buena condición social: segundones de la aristocracia inglesa y de hombres de negocios, yeomen con buena situación y comerciantes. Aunque Andrews señala que “en comparación con los de nacimiento humilde, había pocos hombres de buena clase”; que los comerciantes fueron numerosos y que “ellos y sus descendientes se convirtieron en hombres ricos y en fundadores de algunas de las más conocidas familias de la Virginia colonial” [4]. Se les llama “fundadores de dinastías”.

Dowdey describe la afloración de esta aristocracia rural: “los atributos sociales propios de la aristocracia fueron siendo desarrollados junto con el estilo de vida cortés y elegante que caracterizaba a la sociedad. Pero esta fue la evolución de un orden colonial fundado por emigrantes ambiciosos cuyos rasgos no estaban asociados habitualmente con los de los aristócratas en sentido social. (...) Ellos vinieron a mejorar sus fortunas en el nuevo país y, por la fuerza de las circunstancias y por mutuo acuerdo, al principio formaban una aristocracia tan sólo en el sentido formal de gobierno de unos pocos. (...)En Virginia, las primeras familias que alcanzaron una elevada posición establecieron los patrones del orden vigente, y en su segunda y tercera generación evolucionaron hasta convertirse en una clase dirigente, o aristocracia” [5]. Esta fase inicial de la colonización de Virginia terminó en 1641 con el nombramiento de Sir William Berkeley como Gobernador.

Sin embargo, Wrigth muestra que “los grandes días de la aristocracia rural de Virginia, vendrían en el siglo XVIII, pero ya antes de 1700 estaban establecidas muchas de las familias que serían importantes en las generaciones posteriores [6]. En efecto, según Boorstin, a finales del siglo XVII, “Virginia se había convertido en una aristocracia (...) La mayoría de las familias que habrían de gobernar la colonia años después habían sentado ya los cimientos de sus fortunas en extensas propiedades rurales adquiridas antes de 1700. (...) a mediados de ese siglo probablemente no eran más de cien familias las que controlaban la riqueza y el gobierno de la colonia” [7].

Las plantaciones.

Tras años de cultivos de subsistencia en una economía cerrada y auto suficiente, los colonizadores emprendieron la plantación de tabaco, producto de exportación altamente lucrativo que permitía acumular grandes fortunas y adquirir grandes extensiones de tierra. Como se ha visto, esto estimuló la expansión hacia el oeste y también la aparición de una nueva estructura agraria: la del monocultivo en latifundios con trabajo esclavo y en función de los mercados ultramarinos. Este sistema desarrollado sin grandes centros urbanos consagró el dominio político y social de los agricultores.

Así describe Boorstin la vida en una gran plantación: “Había centenares de esclavos, artesanos blancos, capataces, lacayos y comerciantes que producían tabaco para ganar dinero, alimentos para el consumo interno y fabricaban herramientas, aperos y vestidos tanto para uso propio como para venderlos en los mercados locales y extranjeros, hacia donde era llevada, algunas veces, en los propios navíos del agricultor” [8].

El renombrado especialista sudista Richard M. Weaver sostiene que los pilares del feudalismo del Sur eran “la relativa autosuficiencia de la plantación; la noblesse oblige de su propietario; las distinciones sociales entre quienes habitaban en ella, que tenían el efecto de crear respeto y lealtad en lugar de envidia y odio; el sentido de pertenecer a aquella tierra, presente también en sus habitantes más humildes” [9].

Por su parte, el historiador social Jack Greene dice que las plantaciones estaban “diversificadas y eran, en algunos casos, quizá hasta comunidades casi autosuficientes, que rápidamente se convirtieron en el ‘principal símbolo de la sociedad de Chesapea-ke’” [10], es decir, de la región bañada por la bahía del mismo nombre.

Los mayores agricultores negociaban directamente con la Metrópoli. Poseían sus propios almacenes, navíos y puertos. Además, se empeñaron en la lucha contra los indios belicosos. Por todo ello, Wright hace notar que “la independencia de la vida de la plantación, la responsabilidad de dirigir los negocios, y las necesarias obligaciones sociales para con la comunidad, sirvieron para convertir a los mayores propietarios en líderes (...) Enseguida se colocaron en la situación de aristócratas del campo” [11].

Estas familias ejercían el poder político hereditariamente. “En Virginia —dice Wright— no había aristocracia titulada, pero sí algo equivalente a ella: los grandes que tenían asiento en el Consejo de Estado” [12]. “Actuaban —agrega— como jueces de paz, como jefes de policía del condado, como coroneles de la milicia local, como miembros del Consejo de Estado [órgano consultivo del Gobernador] y de la Cámara de los Burgueses” [13].

Wertenbaker resalta que “la sociedad era aristocrática, y no democrática”. Y explica: “un grupo relativamente pequeño de personas monopolizaba los escaños del Consejo de Estado, de la Audiencia y, en buena medida, los de la Cámara Baja de la Asamblea, dominaban también los consejos parroquiales, ocupaban todos los puestos de mando en la milicia, construían imponentes mansiones, contrataban tutores para sus hijos, poseían cada uno varias plantaciones, además de tal vez decenas de miles de acres desocupados en el Piedmont o en el Valle de Virginia. Inmediatamente después venía la yeomanry, mucho más numerosa, compuesta por los propietarios de pequeñas plantaciones de entre cincuenta y doscientos acres. Prósperos, inteligentes, autosuficientes, celosos de sus derechos en el siglo XVII, formaban la columna vertebral de la región y el peso de su influencia se sentía en las Asambleas Generales (...) pero miraban hacia la aristocracia en busca de liderazgo, tanto en materia política como económica” [14].

Esa clase alta ejercía el poder público con tacto indiscutido según escribe Boorstin: “Por sus condiciones estaban aptos para distribuir las dignidades y puestos públicos con una sabiduría impresionante, si no infalible” [15].

Papel militar de la élite colonial.

La milicia era importante en las regiones fronterizas, dada la amenaza de indios hostiles y de escaramuzas con las colonias españolas. El liderazgo militar recaía sobre los hacendados, quienes ocuparon los más altos puestos de la milicia colonial y en la cual tenían el rango correspondiente a la posición que ocupaban en la comunidad [16].

Aunque no habían seguido la carrera militar, los hacendados generalmente eran nombrados coroneles. “Al principal agricultor de cada condado se le designaba comandante de la milicia y de las fuerzas navales de la jurisdicción y le era dado el título de ‘coronel’. No era sólo el responsable de la instrucción de la milicia en tiempos de paz y de ponerse al frente de ella en los momentos de peligro, sino que también, entre otras cosas, debía asumir algunas tareas relativas a la ejecución de la ley” [17].

Dowdey señala que “el título de ‘coronel’ no era en absoluto algo vacío; indicaba, por el contrario, un alta posición, y se tomaba tanto cuidado en usarlo al dirigirse a uno de ellos como en dirigirse a un lord” [18].

El sentido de las obligaciones sociales de los hacendados.

La aristocracia de los agricultores tenía un sentido muy agudo de sus obligaciones sociales y predisponía a sus miembros para servir al bien común, muchas veces sin remuneración o con perjuicio de sus intereses.

Este hecho desmiente el mito de que fueran tiranos ávidos de poder y ventajas. Wright esclarece el asunto con mucha precisión: “Es demostrablemente falsa la noción algunas veces expresada por los cínicos de que los agricultores ricos monopolizaban todo el poder civil y militar exclusivamente en propio provecho. De una época anterior habían heredado el sentido de la obligación de servir al Estado y ocupaban con frecuencia cargos públicos tediosos y no remunerados sin quejarse. Cuando se requerían sus servicios en la milicia acudían sin dudarlo, aunque esto significara perjuicio personal y pérdida de un tiempo valioso” [19].

En su análisis de la sociedad de Chesapeake, Carl Brindenbaugh presenta el sentido del bien común y el desvelo por los inferiores como siendo parte del noblesse oblige, que fue uno de los rasgos más cultivados por esta aristocracia. “El noblesse oblige hacía parte del credo de la aristocracia de Chesapeake como del de la Francia del Antiguo Régimen. La gente de las clases media y baja solía considerar al gran propietario de tierras como una persona cortés, amable, un juez justo y comprensivo en el tribunal, pronto para tender su mano auxiliadora incluso antes de que se le pidiera ayuda. Un gentleman conocía a sus vecinos de todas las categorías y los llamaba por su nombre. Sobre todo, los agricultores más importantes estaban convencidos de constituir una clase que tenía la obligación de servir y gobernar bien, como contrapartida de los privilegios que les correspondían por nacimiento” [20].

Arriba: En Williamsburg, la aristocracia de Virginia parecía ser una gran familia. Cuadro de Alfred Wordsworth Thompson en el Metropolitan Museum de Nueva York.

Abajo: Refinería de azúcar (el edificio rojo a la derecha) en una típica plantación de Virginia.

Los aristócratas del Sur tenían la costumbre de visitarse entre sí. Nació así una vida social intensa y elegante centrada casi exclusivamente en las plantaciones. De ella emanó la proverbial hospitalidad sudista que subsiste hoy en día. “Las amenidades de la vida —escribe Wright— en la plantación impulsaron el cultivo de las cualidades sociales propias de la aristocracia. Los caballeros y las damas seguían la educación tradicional que desarrollaba en ellos el arte de agradar. Se esperaba que prestaran una atención adecuada a sus maneras, a aprender la técnica de comportarse con educación y conversar de un modo agradable, a ser elegantes en la danza y al menos moderadamente versados en asuntos musicales y literarios” [21].

Los aristócratas de Virginia buscaban sus modelos en Europa y, con frecuencia, iban a educarse allí. “América, —explica Wecter— sin la cultura del hacendado de Virginia en el siglo XVIII, habría sido considerablemente más gris y estéril. A pesar de todas sus vanidades, el hacendado de Virginia tenía buen gusto. Con frecuencia se había educado en Eton, Winchester, Oxford, Cambrigde o el Middle Temple. (...) e incluso había estado en París o Roma durante un Grand Tour” [22].

En esta clase alta había un deseo irresistible de usar un blasón debidamente otorgado por el College of Arms de Londres en nombre del rey. “El ansia de poseer un blasón —comenta Wright— muestra claramente el deseo de la aristocracia de Virginia de ser como la aristocracia de la Metrópoli. (...) De acuerdo con un antiguo nobiliario de Virginia, más de ciento cincuenta familias tenían derecho firmemente establecido a [un escudo de armas]” [23].

Los grandes agricultores se convirtieron en figuras arquetípicas: “Eran los modelos (...) que establecían las costumbres y los valores, los estilos y los gustos y, sobre todo, las actitudes” [24].

Detalle del cuadro The Road to Penn’s Manor, 1701 por J. L. G. Ferris.

Ellos erigieron mansiones que servían de “sedes dinásticas a la manera de la alta aristocracia inglesa” [25]. Wertenbaker pinta esta tendencia: “En las orillas del James, del Potomac y del Severn vinieron a levantarse una serie de mansiones que, en la dignidad y equilibrio de sus proporciones, en el encanto de los detalles, nada tenían que envidiar a las de la propia Inglaterra” [26].

En ellas, los hacendados reunieron enormes y elegantes bibliotecas que eran, en muchos casos, el centro de la mansión. La lectura y la conversación eran pasatiempos cotidianos. Wertenbaker describe con justicia a la aristocracia del Sur como una “clase rica, educada, culta y muy leída, cuyos temas de interés variaban desde los asuntos de Estado hasta la astronomía, desde la música hasta la filosofía, desde la medicina hasta la jardinería” [27].

El apasionamiento de la aristocracia de Virginia por la elegancia sólo fue superado por la nobleza francesa [28]. A finales del período colonial esta aristocracia había conferido a la sociedad sudista un brillo que marcó profundamente la historia americana y causa admiración hasta hoy: “El cuarto de siglo que va desde 1740 hasta 1765 vio el mayor florecimiento de lujo que se haya conocido jamás en este país: sedas, joyas, servicios de oro y plata, vinos franceses y españoles, retratos, carruajes hechos en Londres, carreras de caballos con fuertes apuestas, cacerías de zorros, conciertos, bailes y representaciones de teatro. (...) La gente importante no necesitaba afectar la simplicidad republicana que llegó a ser una moda, tal vez fingida, tras las revoluciones americana y francesa” [29].

Cambio de actitud.

Los agricultores que habían adquirido los hábitos y las maneras de la aristocracia pasaron a ver el comercio como algo propio de personas de condición social inferior [30]. La posición de mando, autoridad y responsabilidad en la comunidad les hacía perder el instinto mercantil que caracterizó a sus antepasados. Incluso se había instalado en los grandes propietarios “un amor caballeresco por la guerra, no muy diferente del de los caballeros de otrora. (...) el agricultor ya no era un comerciante, sino un caballero. El espíritu comercial se había convertido para ellos en algo nítidamente desagradable” [31].

Este cambio de actitud estimuló el espíritu patriarcal. Son significativas las palabras de William Byrd, de Virginia, quien habla a comienzos del siglo XVIII: “Como un patriarca, tengo mi pueblo y mi rebaño, mis siervos y mis siervas, y todo tipo de comercio entre mis propios siervos, de modo que vivo en una especie de independencia de todo menos de la Providencia” [32]. En efecto, “separado de sus vecinos, el hacendado pasaba la vida en un aislamiento casi tan grande como el de los barones feudales de la Edad Media. La plantación era para él un pequeño mundo, cuyas actividades se ocupaba en dirigir, y este mundo modelaba su carácter mucho más que cualquier influencia exterior” [33].

Movilidad social.

La movilidad de la jerarquía social de Virginia permitía que los pequeños propietarios rurales aumentasen sus posesiones y fuesen eventualmente incorporados en la aristocracia rural. Del mismo modo, algunas de las familias de la aristocracia podían decaer de nivel social. Wright constata este fenómeno: “Jamás llegaron a constituir una casta. Al igual que en Inglaterra, había un constante flujo y reflujo en las filas de la clase alta” [34].

Esta flexibilidad social confirió al Sur colonial un carácter pacífico y estable. Los conflictos sociales eran algo prácticamente desconocido. La gente de Chesapeake, comenta Carl Bridenbaugh, “consiguió establecer una sociedad agrícola estable, en la cual no había disturbios” [35].

Maryland.

En 1632, con carta patente, el Rey Carlos I de Inglaterra concedió al católico George Calvert, primer Lord Baltimore, el territorio del actual Estado de Maryland con poderes similares a los de un soberano local, incluyendo el derecho de repartir tierras y otorgar títulos de nobleza y honores. Calvert quería convertir la colonia en un refugio para los católicos perseguidos en Inglaterra, pues la carta patente concedía libertad religiosa.

La colonización estuvo a cargo de su hijo Cecil y de sus descendientes. En 1634, el segundo Lord Baltimore envió a la colonia un grupo de entre dieciséis y veinte gentlemen, en su mayoría católicos, y entre doscientos y trescientos arrendatarios predominantemente protestantes.

La colonia fue próspera y pacífica en la primera década de existencia, pero enseguida se extendieron a ella los conflictos políticos y religiosos que habían estallado en Inglaterra. La victoria de los sectarios puritanos y republicanos de Cromwell sobre los monárquicos atizó convulsiones religiosas, sociales y políticas también en Maryland. La mayoría protestante se rebeló contra el lord proprietor católico y contra los lords of manor, llevando a cabo saqueos y depredaciones en nombre del Parlamento Inglés dominado por los puritanos.

En 1654, la facción puritana de Maryland se rebeló nuevamente contra la tolerancia religiosa y exigió que fueran aplicados a la colonia los estatutos anticatólicos en vigor en la Metrópoli. Por fin, el gobierno suprimió la libertad religiosa para los católicos.

Sydney Ahlstrom, profesor de Historia en la Universidad de Yale, escribe: “Los puritanos victoriosos prohibieron el catolicismo, saquearon las propiedades de los Jesuitas, exiliaron a todos los sacerdotes y ejecutaron por lo menos a cuatro católicos. Lord Baltimore sólo recuperó sus privilegios de propietario en 1657, bajo la condición de que Josias Fendall, protestante, fuese nombrado gobernador” [36].

La restauración de la dinastía de los Estuardo en la persona de Carlos II, en 1660, hizo que los Calvert recuperaran sus primitivos derechos. Pero la antipatía de los protestantes contra los católicos minó la estabilidad del sistema de manors e impulsó la colonia hacia la democracia revolucionaria.

En 1689, un año después de la deposición de Jaime II, la autoridad de los propietarios católicos de Maryland fue usurpada nuevamente por una rebelión protestante. En 1691, Guillermo III revocó la carta patente concedida a Lord Baltimore y Maryland se convirtió temporalmente en una colonia real de religión oficial anglicana. Los Calvert sólo fueron nuevamente investidos de su autoridad como propietarios en 1715, tras renunciar a la Fe católica.

Carácter feudal de los manors de Maryland.

La vida rural de Maryland rivalizaba en brillo con la de Virginia. Por su semejanza, ambas sociedades formaban un todo llamado la sociedad de Chesapeake. Como ya fueron descritas las estructuras de Virginia nos limitaremos a señalar algunas diferencias con la aristocracia de Maryland y a evocar su sistema parafeudal de manors. En efecto, el más completo y duradero intento de implantar en las colonias el sistema inglés de manors fue realizado en Maryland durante el primer medio siglo de vida de la colonia.

Una de las razones del logro de Maryland fue que la noble familia propietaria residiera realmente allí. Provistos de los más amplios poderes, los Calvert “se consideraban a sí mismos —son palabras de Dixon Wecter— señores feudales de sus tierras, veían a los hacendados como barones suyos y a los trabajadores como sus labriegos [37].

En 1632, el Rey Carlos I de Inglaterra concedió al católico George Calvert, primer Lord Baltimore (derecha), el territorio del actual Estado de Maryland con poderes similares a los de un soberano local. La colonización estuvo a cargo de su hijo Cecil (izquierda) y de sus descendientes. Abajo, la villa de Baltimore en 1752. Pocos años después, en 1776, era ya un importante puerto y la novena ciudad norteamericana.

La proprietorship de Maryland, con sus manors, cortes manoriales y enfeudamientos secundarios, funcionó vigorosamente. Comenta Richard Weaver: “La estructura feudal era políticamente deseable porque, al convertir al gran propietario en verdadero señor de sus dominios, se simplificaba la administración. Lord Baltimore reconoció este hecho cuando concedió poderes manoriales en Maryland. (...) Cerca de sesenta propiedades fueron concedidas en esos términos y dirigidas más o menos como una manor inglesa medieval, hasta la época en que se fueron transformando en su versión norteamericana: la plantación sudista” [38].

Fue tal el éxito alcanzado por los Calvert que Paul Wilstach afirma: “Se estableció una analogía entre el Lord Proprietor, los Lords of the Manors y los pequeños propietarios de la colonia de Potomac, por una parte, y el rey, los barones y la aristocracia inglesa, por otra” [39]. De acuerdo con Marshall Harris “la autoridad y el poder conferidos a Cecil Calvert eran verdaderamente regios, sin que nada de importancia se reservara el rey, con excepción de la suprema soberanía. Maryland era un señorío feudal de cepa medieval” [40]. Por su parte, Andrews dice de Maryland: “Toda la región era un palatinado, una gran baronía, dentro de la cual, en una relación feudal con el propietario, se encontraban los lords of manor y los pequeños propietarios, con sus granjas (...) que imitaba en lo posible las características de una baronía inglesa” [41].

Evergreen House en Baltimore: una de las mansiones aristocráticas en el Estado de Maryland.

Para ser lord of manor un propietario debía poseer como mínimo mil acres de tierra y ser investido como tal por el lord proprietor o por su gobernador.

A mediados del siglo XVII, había lords of manor que presidían pequeñas cortes, con sus barones, oficiales de justicia, coroneles, arrendatarios y campesinos. Siguiendo el modelo feudal, la justicia era administrada por los lords a través de dos tribunales: el Court Barón y el Court Leet. Las disputas eran juzgadas según leyes, costumbres y reglamentos propios. Allí los arrendatarios y campesinos juraban fidelidad a su señor [42].

Andrews muestra como se reflejaron las distinciones sociales en el orden político: “Por orden del lord proprietor, a los ocho consejeros (...) que eran siempre lords of manor, se les añadían otros siete, cada uno de los cuales debería ser también lord of manor. (...) Estos quince consejeros formaban la cámara alta de la Asamblea, compuesta por los agricultores ‘más capaces’, la cual constituía una especie de Cámara de los Lords colonial” [43].

LAS CAROLINAS.

En 1633, Carlos II otorgó las Carolinas a ocho nobles que sobresalieron combatiendo por la causa de la dinastía de los Estuardo, siendo algunos de los más brillantes aristócratas de la época.

Salón de música de la mansión Breakers en Rhode Island.

Tras un comienzo difícil, la colonia se desarrolló rápidamente. El Conde de Shaftesbury, uno de los propietarios, promulgó las Constituciones Fundamentales de Carolina. Ese documento estaba destinado a “evitar una democracia excesiva” y crear una “nobleza hereditaria” fundada en la propiedad de la tierra.

En su historia de Carolina del Sur, Louis Wright afirma que las Constituciones Fundamentales “prescribían una sociedad jerárquica con una nobleza rural compuesta de ‘landgraves’ y ‘caciques’ [sic] en la cumbre. Inmediatamente después venían los commoners —que podían ser lords of manor— seguidos por los pequeños propietarios y los yeomen [44].

Las Constituciones crearon un Parlamento bicameral con poderes jurídicos y administrativos en la cámara alta, y capaz de sancionar o vetar las leyes en la cámara baja.

Los historiadores suelen resaltar que dichas Constituciones no lograron implantar el sistema social tan cuidadosamente detallado en ellas. Sin embargo, “aunque este orden nobiliario no haya conseguido sobrevivir —explica Frederic Jaher—, la aristocracia hizo su aparición en los parajes costeros por la década de 1690. Gran parte de sus tierras y de su poder permaneció hasta la Guerra Civil en manos de sus descendientes directos” [45].

Wright confirma esta aseveración: “a pesar del fracaso del plan para establecer una nobleza, (...) se instaló efectivamente una aristocracia del género que permaneció durante casi dos siglos” [46].

La aristocracia colonial.

Frederick P. Bowes, especialista en la época colonial de las Carolinas, señala que el orden social aristocrático fue una consecuencia de las Constituciones Fundamentales [47].

Wright compara las clases altas de Carolina y de Virginia, observando que ambas colonias desarrollaron aristocracias análogas a la nobleza inglesa, aunque diferían notablemente entre sí. “Las grandes familias de Virginia —dice— que llegaron a principios del siglo XVII eran más conscientes de su antigua tradición aristocrática y más deliberadas en su esfuerzo por reproducir padrones de vida similares a los de la aristocracia rural de la metrópoli. (...) Eso no quiere decir que la aristocracia de Carolina del Sur fuera menos consciente de su posición social que sus vecinos de Virginia, ni que estuviera menos preocupada en ostentar las señales externas propias de la clase alta” [48].

Así sintetiza Bridenbaugh la formación de la clase alta de las Carolinas: “Basada en fortunas amasadas con el cultivo del arroz y del índigo, o con el comercio, se creó en menos de cuarenta años una plutocracia de agricultores, que buscaba transformarse en una aristocracia según los moldes del Viejo Mundo” [49].

Ella también demostró un alto sentido del deber, tomando sobre sí “la ejecución gratuita de muchos cargos públicos con el deseo de demostrar espíritu cívico y reducir el gasto público”, como reconoció en 1770 el Gobernador de Carolina del Sur, William Bull II [50].

La inmigración de numerosos hugonotes expatriados de Francia fue importante para los primeros tiempos de Carolina del Sur. Eran personas de elevada condición profesional y social o artesanos especializados. Muchos de ellos se enriquecieron, se casaron con miembros de las mejores familias y fueron incorporados a la aristocracia local.

La brillante vida social de Charleston.

Charleston fue la única ciudad de importancia en la región hasta mucho después de la Guerra de la Independencia. Ninguna otra ciudad del Sur tuvo el mismo brillo. Wright, en su libro sobre la historia de Carolina del Sur, dice que “Charleston, como Venecia en su apogeo, era una ciudad-estado gobernada por una oligarquía inteligente y culta, compuesta por grandes familias que consiguieron monopolizar el poder, generación tras generación” [51].

Bridenbaugh la describe como “el gran centro de la alta sociedad de las Carolinas (...) ofrecía un espectáculo maravilloso de vida elegante, elevada por encima de la esfera de lo común. (...) Allí se reunían las personas para quienes la delicadeza, el encanto y el refinamiento constituían el summum bonum [52].

Wecter refiere que el célebre escritor y filósofo conservador inglés Edmund Burke “relata que, de todas las ciudades norteamericanas, era Charleston ‘la que más se aproximaba al refinamiento social de las grandes capitales europeas’”. A fines del siglo XVII Crèvecoeur comparó el papel de Charleston en Norteamérica con el que tuvo durante mucho tiempo Lima en América del Sur [53].

Y observa Wright: “Charleston dedicó sus mejores esfuerzos a imitar el beau monde del Londres más distinguido. Sus principales ciudadanos se mantenían al par de las modas y las noticias venidas de la metrópoli inglesa. (...) Las familias más ricas contrataban ayos e institutrices para sus hijos, y los mandaban con frecuencia a Inglaterra o al Continente para que completaran su educación. (...) Establecieron, en suma, una cultura urbana de refinamiento y sofisticación” [54].

Terminaremos con una vivaz descripción hecha por Wertenbaker: “Charleston se convirtió en el centro de una sociedad refinada, que se complacía en exteriorizar su riqueza en bellas mansiones, bailes suntuosos, lujosos jardines, costosos banquetes, entretenimientos musicales, espectáculos teatrales, retratos al óleo, clubs literarios, finos muebles y vajillas de plata. (...) Pese a haber sido la riqueza la base de esta refinada sociedad, con el tiempo, ser rico ya no era suficiente para ser admitido en ella” [55].

Charleston era el gran centro de la alta sociedad de las Carolinas. La ciudad ofrecía un espectáculo maravilloso de Bellas mansiones, vida elegante y costumbres aristocráticas.

 

Abajo, óleo de John Singleton Copley (1775), retratando a uno de los grandes propietarios agrícolas de las Carolinas, Ralph Izard y su mujer.

Al lado, Baltmore State, una bella mansión en Asheville, Carolina del Norte.

2. Nueva Inglaterra: Massachusetts, Connecticut y Rhode Island

Los tiempos iniciales: la “sociedad religiosa” de los puritanos.

En 1620, el Mayflower trajo los primeros inmigrantes —los pilgrims (peregrinos)—, secta protestante que no reconocía ni la iglesia anglicana ni al rey como jefe religioso. “La mayoría (...) —observa Charles Andrews— tenía poca o ninguna educación” [56].

“Es difícil imaginar un grupo de emigrantes ingleses más insignificante desde el punto de vista social”, añade Wecter [57]. Por su sectarismo estos pilgrims no se mezclaron con los inmigrantes posteriores.

A partir de 1629 gran número de puritanos calvinistas ingleses vinieron al Nuevo Mundo para fundar un estado de cosas según sus principios religiosos igualitarios: una iglesia sin jerarquía ni pompa, sin ceremonias ni adornos, gobernada por las leyes e interpretaciones bíblicas de sus “teólogos” y ministros “divinamente” iluminados. Además, se sentían obligados a fundar una “Jerusalén” calvinista en el Nuevo Mundo, libres de toda interferencia del Estado.

Eran de mejor condición social y económica que los pilgrims, siendo organizados y dirigidos por hombres ricos de la clase media británica, con educación y con experiencia política. Charles Andrews los describe así: “Había en primer lugar, algunos de alta posición, vinculados con los pares del reino; en segundo, algunos significativos squires ingleses —influyentes aunque poco numerosos— siempre llamados ‘Misters’; en tercer lugar, yeomen y goodmen, con sus respectivas esposas, también de clase media, pero inferiores a los squires. (...) En cuarto lugar estaban los arrendatarios que trabajaban las demesnes, campesinos de baja condición, (...) que en muchos casos vinieron probablemente en grupos que seguían a un jefe” [58].

Entre los puritanos el “gobierno civil y espiritual recaía sobre una oligarquía de magistrados y ministros” [59], mientras que el orden social era dictado por un “comunita-rismo jerárquico” [60] centrado en las ciudades y aldeas.

La llegada del Mayflower, por James G. Tyler. Hotel Mayflower, Washington.

Como señalan Williams, Current y Freidel, por lo general “cada uno de ellos recibía para sí un solar en el pueblo, compartía los pastos y los terrenos comunes, y cultivaba las áreas que le eran designadas en los campos circunvecinos. (...) Era un vestigio del sistema de manors, aunque aquí la corporación de la ciudad ocupaba el lugar del Señor feudal” [61].

Las primeras décadas de estas colonias se caracterizaron por gobiernos dogmatizados e intolerantes incluso en comparación con los otros grupos protestantes.

En efecto, al formar un estado religioso condenaron al ostracismo a quienes no juraban adhesión a sus doctrinas calvinistas. La jefatura social y religiosa puritana se arrogaba el gobierno de la comunidad. Según Andrews, el líder puritano John Winthrop, uno de los principales fundadores y primer gobernador, estaba profundamente convencido de que “para bien de todos, el poder debía mantenerse en manos de quienes tienen por vocación cristiana el gobernar, y su número había de conservarse tan pequeño como fuera posible. (...) Estaba convencido de que no se debía confiar en el pueblo para elegir una autoridad tan importante como la de Gobernador” [62].

Alrededor de 1640 estalló un gran número de disidencias y la comunidad puritana se transformó “en un conjunto de grupos desvinculados entre sí, muchas veces irreconciliablemente enfrentados” [63].

La década de 1660 presenció el ocaso del proselitismo puritano. El peculiar aspecto religioso de la colonia “perdió su antigua preeminencia en la vida de comunidad” [64].

Una élite urbana y mercantil.

Conforme se desvanecía el fanatismo religioso, los líderes puritanos se abocaron al comercio. En 1684 la Corona asumió el control de la colonia. Esto, como señala Greene, “eliminó efectivamente de entre los colonos cualquier vestigio de la idea de que formaban una comunidad especial, divinamente escogida” [65]. Al mismo tiempo, aceleró la formación de élites de tipo mercantil que prosperaron en muchas ciudades costeras de Nueva Inglaterra y dominaron la vida social, política y económica de los centros urbanos regionales. Gradualmente dieron lugar a una élite bastante diferente de la de los agricultores del Sur. Escribe Wertenbaker: “Fue el suelo más bien estéril de Nueva Inglaterra el que le proporcionó su clase de pequeños hacendados en vez de una aristocracia de agricultores; sus bosques los que hicieron posible su industria de construcción naval; sus grandes bancos de bacalaos y arenques los que convirtieron Gloucester, Salem y Marblehead en centros pesqueros; sus numerosos y excelentes puertos los que estimularon el comercio e instituyeron su aristocracia mercantil” [66].

Jaher añade: “La rápida aparición de un liderazgo mercantil en ciudades portuarias como New Haven, Salem, Newburyport, Beverly y Boston inhibió la realización de una comunidad deiforme. Casi desde la fundación de Boston, un enclave comercial ejercía una considerable influencia en los asuntos de la ciudad. Esta élite asumió funciones de autoridad social, gobernó los recursos esenciales de la comunidad, y desarrolló una identidad colectiva (...) ocupó cargos públicos de importancia” [67].

También Homer Carey Hockett, profesor emérito de Historia de la Universidad Estatal de Ohio, hace notar que “antes de que Boston alcanzase sus diez años de existencia, los mercaderes reivindicaron una parte de la influencia de que disfrutaba el estamento hidalgo” [68].

Refiriéndose a la clase comercial de Boston, afirma Carl Brindenbaugh: “Gracias al comercio del puerto, crecieron en número e importancia hasta la última década del Siglo XVII, en la que alcanzaron la dignidad de una clase económica y social que desafiaba la supremacía del clero puritano” [69].

Algunas características de este liderazgo político.

Las familias de comerciantes fueron adquiriendo el aspecto de una élite mercantil. Explica Wright: “Antes de que pasaran dos generaciones desde la fundación de Boston, Newport, New York, Philadelphia y otras ciudades, los mercaderes y comerciantes ya estaban añadiendo navíos y almacenes a sus posesiones, acumulando capital, construyendo mansiones confortables y a veces imponentes, y estableciendo dinastías familiares” [70].

Los más ricos y orgullosos de esa incipiente élite fueron, según Wright, los grandes comerciantes con navíos propios [71]. Jack Greene considera que los miembros de aquella élite mercantil “aspiraban, como la clase alta de Chesapeake, a reproducir en América la cultura aristocrática de la Gran Bretaña de aquel tiempo. Con esa finalidad, construyeron casas mayores y más confortables y las llenaron con muebles ingleses y europeos y con otros artículos de moda, hicieron donaciones caritativas, llenaron sus ciudades con impresionantes edificios públicos, crearon una legión de asociaciones voluntarias urbanas, (...) en todas partes el comportamiento de las élites de Nueva Inglaterra estaba calculado para reforzar la tradicional y necesaria asociación entre riqueza, posición social y autoridad política” [72].

Arthur Schlesinger pone de relieve que “el liderazgo social y político pertenecía por costumbre a los ‘bien nacidos’: el clero, los profesionales liberales y los comerciantes más ricos. Los escaños de las asambleas, los puestos en los lugares de culto y en las procesiones eran distribuidos cuidadosamente para marcar las diferencias sociales” [73]. Brindenbaugh confirma esto [74].

A finales de la época colonial, afirma Nettels, “los comerciantes del Norte también se equiparaban a la clase de los agricultores del Sur en influencia política. Generalmente controlaban el Consejo del Gobernador y los Gobiernos locales de sus ciudades” [75].

NUEVA YORK. Patroons holandeses y manors ingleses.

Nueva Holanda, más tarde Nueva York, fue fundada en 1624 por holandeses como puesto avanzado para el comercio de pieles en el Río Hudson. Una carta patente expedida en 1629 hacía posible que los inmigrantes con capital suficiente adquiriesen grandes extensiones de tierra. Se dieron entonces los primeros pasos para el establecimiento de un sistema semifeudal de manors, otorgados a un señor conocido como patroon. Éste “disfrutaba de derechos similares a los de un lord of a manor inglés. (...) Podía imponer reglamentos con fuerza de ley, mantener juzgados manoriales, (...) recaudar impuestos y vender u otorgar a terceros la tierra que había recibido” [76].

Lyndhurst: una de las muchas mansiones situadas a lo largo del río Hudson.

En 1664 Nueva Holanda fue conquistada por el Duque de York. Cuando éste fue coronado Rey de Inglaterra, se convirtió en colonia real.

Williams, Current y Freidel describen la continuidad de la estructura social de la colonia: “El Duque delegó sus poderes a un gobernador y un consejo, confirmó los ‘patroonships’ holandeses ya establecidos (...) y distribuyó propiedades rurales semejantes entre los ingleses para crear así una clase de propietarios influyentes leales a él” [77]. En su estudio sobre la vida colonial en el valle del Río Hudson, la historiadora Maud Goodwin describe asimismo que “fueron erigiéndose muchos nuevos manors hasta que los lords of the manor tomaron las proporciones de una aristocracia rural” [78].

Como señala Marshall Harris, “las grandes haciendas manoriales creadas por las subsiguientes concesiones hechas por la Corona inglesa se distinguían con dificultad de sus primos mayores, los patroonships holandeses” [79].

Este modelo social aristocrático duró varias generaciones. Produjo una rica clase de señores y otra de arrendatarios, que eran los que trabajaban la tierra. Desafiados muchas veces por el Gobierno local, los lords of manor estaban obligados a luchar constantemente para defender sus derechos. Por fin, hacia la segunda década del siglo XVIII las diferencias entre manors y grandes propiedades rurales habían desaparecido casi completamente [80].

Pese a la disminución de sus derechos legales y de su jurisdicción, la aristocracia rural conservó su posición social. Como explica Sung Bok Kim, especialista en la historia colonial de Nueva York, “sería un error suponer que la amputación de su señorío sobre el manor dejó a los propietarios sin poder político. (...) El mero hecho de que poseyeran grandes extensiones de tierras y tuvieran grandes fortunas los colocaba en la cumbre de la jerarquía social de la provincia y les proporcionaba una variedad de respetables cargos públicos, los cuales les otorgaban, a cambio, una considerable influencia. (...) los propietarios de esos manors (...) se referían a sí mismos como ‘lord’ o ‘lord proprietor’, evocando el título que les había sido concedido en su antigua carta patente” [81].

Una clase dirigente formada por propietarios rurales, comerciantes y abogados.

Las élites de Nueva York tenían una mezcla de aspectos de la aristocracia rural de las colonias del Sur y de las clases dirigentes urbanas, comerciales y profesionales que predominaron en Nueva Inglaterra.

A comienzos del siglo XVIII, Nueva York contaba con lords of manor y grandes propietarios de tierras muchos de los cuales, como señala Wright, eran “comerciantes que se habían enriquecido (...) procuraron empeñadamente conseguir tierras en el interior del país, y llegaron a poseer propiedades con la extensión de una baronía. Hacia finales de siglo, los gobernadores del Rey convirtieron algunas de esas propiedades en manor, e invistieron a sus propietarios con los privilegios concedidos a los lords of manor en Inglaterra” [82].

Estos lords of manor y los riquísimos propietarios de Nueva York estaban más cerca de las élites sudistas que de las clases dirigentes políticas y comerciales puritanas. “El antiguo patriciado era más semejante a la aristocracia del Sur que a los comerciantes, magistrados y ministros puritanos que gobernaron la colonia de la Bahía de Massachusetts” y vivía “con un esplendor de barones, que rivalizaba con el de los hacendados de Virginia y Carolina del Sur y que raramente existía en la mas bien igualitaria Nueva Inglaterra” [83].

A pesar del dinamismo mercantilista de la ciudad de Nueva York, la preeminencia social de la colonia “pertenecía a la aristocracia rural, que vivía con una elegancia feudal en sus grandes propiedades a lo largo del Hudson y dominaba los asuntos de la provincia con ayuda de sus relaciones, de negocios o de matrimonio, con las ricas familias de comerciantes de la ciudad de Nueva York” [84].

Los abogados más eminentes se unieron a los grandes propietarios y a los hombres de negocios y “muchas de las principales familias tenían miembros en las tres categorías” [85]. Esta unión es también constatada por la historiadora Virginia Harrington: “Social, política y económicamente, los propietarios rurales, abogados, y hombres de negocios formaban una única y privilegiada clase dirigente (...) Generaciones de matrimonios habían fundido a esos tres primeros grupos” [86].

El control político de la élite colonial sobre Nueva York.

Durante el período colonial, los cargos públicos, como el de Juez de Paz, eran ocupados con frecuencia por los propietarios o por alguno de sus leales arrendatarios. “El propietario de un manor podía ser nombrado comisario de las carreteras de su distrito, y encontrarse con la responsabilidad de trazarlas y mantenerlas. Podía ser consultado por el Gobierno sobre el nombramiento de oficiales para la milicia y de los jueces de paz de su distrito, y podía, también, serle dado rango suficiente para asumir el mando de su milicia” [87].

Algunos manors gozaban del especial privilegio de contar con un escaño en la cámara legislativa del Estado. Dichos asientos eran normalmente ocupados por el propio lord of manor, por un miembro de su familia, o por alguien indicado por él.

Políticamente, según Nettels, “los magnates dominaban el gobierno local a través de los jefes de policía, sus aliados, y administraban justicia entre sus arrendatarios. Después de 1693 actuaron en el legislativo provincial, especialmente en la asamblea, donde algunos ocuparon lugares como representantes de sus propiedades, y dominaban siempre las elecciones en sus distritos” [88].

PENNSYLVANIA: Una utopía igualitaria de fondo religioso.

En 1681, William Penn, hijo de un monárquico que luchó por los Estuardo, fue nombrado por el Rey Carlos II lord proprietor de las tierras que compondrían los Estados de Pennsylvania y Delaware. Poco después, William Penn las convirtió en un refugio para la secta Quaker, que era perseguida en Inglaterra.

En 1681, William Penn, hijo de un monárquico que luchó por los Estuardo, fue nombrado por el Rey Carlos II (a derecha) lord proprietor de las tierras que compondrían los Estados de Pennsylvania y Delaware (Thomas Gilcrease, Institute of American History and Art, Tulsa, Oklahoma).

Abajo, William Penn firma un tratado con los indios. Arriba, a la izquierda, la ciudad de Filadelfia (capital de Pennsylvania) en 1723, que se convirtió, ya en el siglo XVIII, en la segunda ciudad del Imperio Británico, después de Londres. Grabado de Thomas Birch.

Los cuáqueros habían surgido en el siglo XVII. Por su igualitarismo radical, representaban la extrema izquierda de la revolución protestante en Inglaterra. Nadie insistía más que ellos en las tesis igualitarias y democráticas. Afirma Boorstin que eran “conocidos por su desprecio hacia las formalidades y jerarquías, por su inconsistencia doctrinaria y su antipatía hacia los dogmas” [89].

William Penn imaginó un estado de cosas miserabilista e igualitario, sin el lujo y la opulencia aristocráticos. Mas la sociedad sin clases con base en un amor fraterno pronto probó ser una utopía. Aparecieron enseguida las diferencias de clases y de grupos sociales.

Luego desembarcaron inmigrantes de diversos orígenes y los cuáqueros se quedaron en minoría dentro de su colonia. Filadelfia, la capital y ciudad más importante, se convirtió en un centro cosmopolita [90].

Los cuáqueros consiguieron mantener el Gobierno en sus manos y tuvieron la preeminencia social y la autoridad que habían despreciado en el Viejo Mundo. Observa Boorstin que “se dieron cuenta de que si seguían sus doctrinas religiosas al pie de la letra encontrarían grandes dificultades para gobernar su colonia. Una cosa era vivir según los principios cuáqueros y otra muy diferente gobernar de acuerdo con ellos” [91].

El progreso material tendió a formar élites.

Pennsylvania disfrutó de un medio siglo próspero, en que fue “el centro de la vida cuáquera en América (...) deslizándose ‘de la comunidad hacia la contabilidad’” [92]. Las personas mejoraban su posición a medida que crecían en riqueza. Señala Wertenbaker: “Filadelfia, (...) recibía en sus muelles los mayores navíos transatlánticos y (...) la riqueza agrícola que venía del interior del país”. Esto hizo que se formara una élite mercantil [93]. Wright agrega que “bajo el impacto de la prosperidad, los comerciantes cuáqueros construyeron residencias confortables, las amueblaron con lujo, y vivieron de acuerdo con el mismo estilo preferido por los demás grandes” [94].

Filadelfia: capital económica y cultural.

Filadelfia era la ciudad norteamericana preeminente del siglo XVIII. “Se convirtió en la segunda ciudad del Imperio Británico, se jactaba de contar con algunas de las más poderosas familias de comerciantes de América” [95]. “Solamente Londres la superaba en habitantes —señala Lipset— Filadelfia y otras capitales coloniales de América eran centros de una cultura comparativamente alta para su época: contaban con universidades y sociedades doctas, y su élite estaba en contacto frecuente con la vida intelectual y científica de Gran Bretaña” [96].

Esta élite asimilaba los estilos y las corrientes de pensamiento más en boga. “En las décadas centrales del siglo XVIII, las ideas de la Ilustración francesa —laica, racionalista, humanista, democrática, igualitaria e individualista— fueron traídas a América a través de la floreciente ciudad de Filadelfia” [97]. Muchas ideas que más tarde desencadenaron la Revolución Americana fueron cultivadas en los grandes salones de esta próspera capital.

GEORGIA: El malogro de un planteamiento filantrópico.

Aunque el liderazgo social de Georgia estaba aún en fase de desarrollo a finales del período colonial, esta colonia merece una mención especial. Fue establecida en 1732 con base en utopías filantrópicas y no religiosas, y tenía por objetivo evitar la expansión española en territorios fronterizos despoblados.

La Corona concedió esta colonia a un grupo de veintiún propietarios liderados por James Oglethorpe. Estos la fundaron como una empresa sin carácter de lucro. Una de sus finalidades era ofrecer una oportunidad a quienes estaban endeudados, habían caído en la pobreza, o entrado en conflicto con las leyes inglesas de la época. Según su líder Oglethorpe, la colonia quiso dar refugio y una nueva oportunidad a “quienes estuviesen más afligidos y fuesen virtuosos y competentes” [98].

A los colonizadores les fue negada toda participación en el gobierno. Hasta los menores detalles de las decisiones eran dictados por Londres. La iniciativa individual fue sofocada a tal punto que Boorstin escribe: “Quienes emigraban a Georgia habían de sufrir tanta imposición que la colonia tenía más el aspecto de una prisión bien administrada o de un ejército de mercenarios que el de una colonia de hombres libres” [99].

El sistema de posesión de tierra era semejante a los esquemas socialistas utópicos ensayados en otras partes durante el siglo siguiente y, como en todas partes, tuvo desastrosas consecuencias. A cada colono le eran concedidos cincuenta acres de tierra. El límite máximo de una propiedad era de quinientos acres. Las propiedades no podían ser enajenadas ni divididas, y sólo podían ser legadas en testamento a un heredero masculino. A falta de éste, la propiedad revertía a la empresa. Este sistema impidió la formación de una élite local. Los colonizadores no tenían la oportunidad de subir en la escala social como en las demás colonias.

Muchos de los que se sentían constreñidos por los reglamentos lucubrados en Londres decidieron abandonarla y probar suerte en otros lugares. “No se sabe exactamente qué parte de la población abandonó Georgia a mediados de siglo en busca de oportunidades mejores en Carolina y otras colonias”, observa Boorstin. Es cierto que fueron muchos pues “Georgia estaba camino de convertirse en una colonia desierta” [100].

Ante el fracaso del experimento la compañía devolvió su patente a la Corona en 1752. Georgia terminó convertida en una colonia real; sólo entonces comenzó a dar las primeras señales de progreso.

3. El anticatolicismo a lo largo del período colonial

Las guerras religiosas que devastaron Europa a partir del siglo XVI repercutieron en las Américas, especialmente en la inglesa, donde dominaba el protestantismo. Con excepción de las de Maryland, las élites de las diversas colonias estaban formadas por sectarios protestantes cuya adhesión al igualitarismo de su religión implicaba una mayor o menor antipatía en relación a la jerárquica Iglesia Católica. Esa agresividad era estimulada, especialmente en las colonias de Nueva Inglaterra, por las continuas y sangrientas luchas contra los católicos franceses de Québec y sus aliados indios. El historiador Sydney Ahlstrom afirma: “La historia de las colonias está repleta de un abierto y explícito anticatolicismo (...) Los católicos americanos enfrentaron discriminaciones en todas ellas, incluso en Maryland” [101].

En Pennsylvania los católicos fueron menos perseguidos que en las demás colonias y por eso se establecieron allí en mayor número. Sin embargo, en la época de la Reina Ana, esta colonia fue obligada a aplicar las leyes inglesas que negaban a los católicos el derecho de votar y de ocupar cargos públicos. Esas leyes rigieron las colonias durante toda su existencia.

En Nueva York, tras la caída de los Estuardo y la ascensión de Guillermo de Orange fueron suprimidas las libertades de los católicos. En 1701 les fue negado el derecho al voto y a ocupar cargos públicos. Más de treinta gobernadores administraron la colonia hasta la Independencia sin que la situación mejorara. A los sacerdotes católicos les estaba prohibido pisar el territorio. Durante más de setenta y cinco años no se toleró ni siquiera una iglesia católica abierta al culto. Las Misas se celebraban ocasionalmente y en la clandestinidad.

Por ello, “salvo Maryland y Pennsylvania, donde pequeños islotes de catolicismo consiguieron sobrevivir sea a la luz pública, sea casi en secreto —afirma Ahlstrom—, la historia de la Iglesia Católica a finales del período colonial no pasa de meros rumores, ‘tradiciones’ sin sustancia y cautelosas suposiciones” [102].

Esto privó a las élites coloniales de la preciosa contribución que el espíritu católico habría aportado para su formación social y cultural, y para el florecimiento de un tipo humano más genuinamente cristiano y aristocrático.


NOTAS

[1] Cfr. ANDREWS, The Colonial Period of American History, vol. 1, pp. 128-129.

[2] WRIGHT, The First Gentlemen of Virginia, p. 46.

[3] BOORSTIN, The Americans: The Colonial Experience, p. 100.

[4] ANDREWS, The Colonial Period of American History, vol. 1, pp. 208-209.

[5] Clifford DOWDEY, The Virginia Dynasties, Little, Brown & Co., Boston, 1969, pp. 9, 14.

[6] WRIGHT, The Thirteen Colonies, pp. 174-175.

[7] BOORSTIN, The Americans: The Colonial Experience, p. 103.

[8] 5) BOORSTIN, The Americans: The Colonial Experience, p. 108.

[9] Richard M. WEAVER, The Southern Tradition at Bay: A History of Postbellum Thought, Arlington House, New Rochelle, 1968, p. 52.

[10] Jack P. GREENE, Pursuits of Happiness, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1988, p. 92.

[11] WRIGHT, The First Gentlemen of Virginia, p. 57.

[12] WRIGHT, The First Gentlemen of Virginia, pp. 54-55.

[13] WRIGHT, History oft he Thirteen Colonies, pp. 309-310.

[14] WERTENBAKER, The Old South, pp. 10-11.

[15] BOORSTIN, The Americans: The Colonial Experience, p. 112.

[16] Cfr. American Military History, Center of Militar History of the United States Army, Washington (D.C.), 1989, p. 28.

[17] WRIGHT, The First Gentlemen of Virginia, pp. 52-53.

[18] DOWDEY, The Virginia Dynasties, p. 44.

[19] Louis B. WRIGHT, The Cultural Life of the American Colonies 1607-1763, Harper & Row Publishers, New York, 1957, p. 6. Copyright@ 1957 de Harper & Row, Publishers, Inc. Reproducido con autorización de Harper Collins Publishers, Inc.

[20] Carl BRIDENBAUGH, Myths and Realities: Societies of the Colonial South, Greenwood Press, Westport (Conn.), [1952] 1981, p. 16.

[21] WRIGHT, The First Gentlemen of Virginia, p. 79.

[22] Dixon WECTER, The Saga of American Society: A Record of Social Aspiration 1607-1937, Charles Scribner’s Sons, New York, [1939] 1970, p. 24.

[23] WRIGHT, The First Gentlemen of Virginia, p. 60. Cita a BROCK, The Colonial Virginian, p. 12.

[24] DOWDEY, The Virginia Dynasties, p. 124.

[25] DOWDEY, The Virginia Dynasties, p. 368.

[26] WERTENBAKER, The Old South, pp. 47-48.

[27] WERTENBAKER, The Old South, p. 70.

[28] Cf. Thomas Jefferson WERTENBAKER, Patrician and Plebeian in Virginia, Russell & Russell, New York, 1959, p. 111.

[29] WECTER, The Saga of American Society, pp. 22-23.

[30] Thomas Jefferson WERTENBAKER, The Golden Age of Colonial Culture, Cornell University Press, Ithaca, 1970, pp. 10-11.

[31] WERTENBAKER, Patrician and Plebeian in Virginia, pp. 73, 102.

[32] Apud Jan LEWIS, The Pursuit of Happiness, Cambridge University Press, Cambrigde, 1983, p. 12.

[33] WERTENBAKER, Patrician and Plebeian in Virginia, p. 54.

[34] WRIGHT, The First Gentlemen of Virginia, p. 48.

[35] BRIDENBAUGH, Myths and Realities, p. 51.

[36] Sydney E. AHLSTROM, A Religious History of the American People, Yale University Press, New Haven, 1972, p. 335.

[37] WECTER, The Saga of American Society, p. 29.

[38] WEAVER, The Southern Tradition at Bay, p. 48-49.

[39] Paul WILSTACH, Potomac Landings, Doubleday, Page & Co., Garden City (N.Y.), 1921, p. 66.

[40] HARRIS, Origin of the Land Tenure System in the United States, p. 121.

[41] ANDREWS, The Colonial Period of American History, vol. 2, p. 293.

[42] Cfr. WILSTACH, Potomac Landings, p. 60; y WERTENBAKER, The Founding of American Civilization, pp. 309-310.

[43] ANDREWS, The Colonial Period of American History, vol. 2, p. 329.

[44] Louis B. WRIGHT, South Carolina: A Bicentennial History, W.W.Norton and Company, New York, 1976, p. 40.

[45] Frederic Cople JAHER, The Urban Establishment: Upper Strata in Boston, New York, Charleston, Chicago and Los Angeles, University of Illinois Press, Urbana (Ill.), 1981, p. 320.

[46] WRIGHT, South Carolina: A Bicentennial History, p. 41.

[47] Cfr. Fredrick P. BOWES, The Culture of Early Charleston, University of North Carolina Press, Chapell Hill, 1942, pp. 115-116.

[48] WRIGHT, South Carolina: A Bicentennial History, pp. 102-103.

[49] BRIDENBAUGH, Myths and Realities, p. 116.

[50] Apud JAHER, The Urban Establishment, p. 329.

[51] WRIGHT, South Carolina, p. 100.

[52] BRlDENBAUGH, Myths and Realities, pp. 116-117.

[53] WECTER, The Saga of American Society, p. 32.

[54] WRIGHT, The Cultural Life of the American Colonies, p. 19.

[55] WERTENBAKER, The Golden Age of Colonial Culture, p. 129.

[56] ANDREWS, The Colonial Period of American History, vol. I, p. 274.

[57] WECTER, The Saga of American Society, p. 37.

[58] ANDREWS, The Colonial Period of American History, vol. I, p. 502.

[59] JAHER, The Urban Establishment, p. 15.

[60] Digby BALTZELL, Puritan Boston and Quaker Philadelphia, The Free Press, New York, 1979, p. 124.

[61] WILLIAMS, CURRENT y FREIDEL, A History of the United States, p. 60.

[62] ANDREWS, The Colonial Period of American History, vol. 1, pp. 438-439.

[63] GREENE, Pursuit of Happiness, p. 60.

[64] Ídem, p. 61.

[65] Ídem, p. 60. Cita a Robert POPE, New England versus the New England Mind: The Myth of Declension en “Journal of Social History”, vol. 3 (1969-1970), p. 105.

[66] WERTERNBAKER, The Golden Age of Colonial Culture, pp. 8-9.

[67] JAHER, The Urban Establishment, pp. 15, 16.

[68] Homer Carey HOCKETT, Political and Social Growth of the American People, 1492-1865, The Macmillan Company, New York, 3ª ed., 1940, p. 73. En Nueva Inglaterra, el término gentry, que hemos traducido aquí por estamento hidalgo, se usaba para designar la clase constituida por los magistrados y ministros puritanos, muchos de los cuales descendían del estamento hidalgo inglés.

[69] Carl BRIDENBAUGH, Cities in the Wilderness, Alfred A. Knopf, New York, [1938] 1966, p. 38.

[70] WRIGHT, The Cultural Life of the American Colonies, p. 30.

[71] Cfr. WRIGHT, The Cultural Life of the American Colonies, p. 34.

[72] GREENE, In Pursuit of Happiness, p. 7.

[73] Arthur Meier SCHLESINGER, New Viewpoints in American History, The Macmillan Co., New York, 1922, p.73.

[74] Cfr. BRIDENBAUGH, Cities in the Wilderness, p. 38.

[75] Curtis NETTLES, The Roots of American Civilization, p. 311.

[76] WRIGHT, The American Heritage History of the Thirteen Colonies, p. 129.

[77] WILLIAMS, CURRENT y FREIDEL, A History of the United States, pp. 43, 44.

[78] Maud Wilder GOODWIN, Dutch and English on the Hudson, Yale University Press, New Haven, 1919, p. 47.

[79] HARRIS, Origin of the Land Tenure System, pp. 93.

[80] Cfr. Sung Bok KIM, Landlord and Tenant in Colonial New York, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1979, p. 87.

[81] KIM, Landlord and Tennant in New York, pp. 107 y 122.

[82] WRIGHT, The American Heritage History of the Thirteen Colonies, p. 165.

[83] JAHER, The Urban Establishment, p. 160.

[84] SCHLESINGER, New Viewpoints of American History, p. 73.

[85] WRIGHT, The Cultural Life of the American Colonies, p. 41.

[86] Virginia D. HARRINGTON, The New York Merchant on the Eve of the Revolution, New York, 1935; Peter Smith, Gloucester (Mass.), 1964, p. 11.

[87] KIM, Landlord and Tenant in Colonial New York, p. 123.

[88] NETTELS, The Roots of American Civilization p. 309.

[89] BOORSTIN, The Americans: The Colonial Experience, p. 41.

[90] BALTZELL, Puritan Boston and Quaker Philadelphia, p. 143.

[91] BOORSTIN, The Americans: The Colonial Experience, p. 43.

[92] BOORSTIN, The Americans, p. 43.

[93] WERTENBAKER, The Golden Age of Colonial Culture, p. 9.

[94] WRIGHT, The Cultural Life of the American Colonies, p. 43.

[95] WRIGHT, The Cultural Life of the American Colonies, p. 42.

[96] Seymour Martin LIPSET, The First New Nation, Basic Books, New York, 1963, pp. 92-93.

[97] BALTZELL, Puritan Boston and Quaker Philadelphia, p. 4.

[98] BOORSTIN, The Americans: The Colonial Experience, p. 79.

[99] Ídem, p. 87.

[100] Ídem, p. 95.

[101] Sydney AHLSTROM, A Religious History of the American People, pp. 558-559; véase también William REICHLEY, Religion in American Public Life, The Brooking Institution, Washington (D. C), 1985.

[102] AHLSTROM, A Religious History of the American People, p. 341.