Plinio Corrêa de Oliveira

D. Antonio de Castro Mayer

D. Geraldo de Proença Sigaud

Luis Mendonça de Freitas

 

Socialismo y

Propiedad Rural

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Sección I

 LA OFENSIVA DEL SOCIALISMO CONTRA LA PROPIEDAD RURAL


 

TITULO I

LA “REFORMA AGRARIA SOCIALISTA” Y NUESTRA REALIDAD RURAL

 

CAPITULO I: Aspectos positivos de nuestra realidad rural

 

Popularidad del “fazendeiro” [1] en la tradición brasileña

Hasta hace poco tiempo, el “fazendeiro” era objeto de consideración y de estima indiscutida por parte de todas las clases sociales del País. Su figura, como se delineó en las primeras décadas de este siglo, es bien conocida por todos.

a) Como legítimo propietario

b) Como vigoroso hombre de acción

c) Que de sus tierras daba trabajo y sustento a los empleados

Señor de tierras adquiridas por medio del trabajo arduo y honrado o por una legítima sucesión hereditaria, no se contentaba con sacar de ellas, perezosamente, lo estrictamente necesario para su subsistencia y la de los suyos. Por el contrario, movido por una noble ansia de creciente bienestar y elevación cultural, aspiraba él al pleno aprovechamiento de la fuente de riqueza que tenía en sus manos. Para esto franqueaba sus tierras liberalmente a familias de trabajadores manuales que, llegados de todos los extremos del Brasil y de las más variadas regiones del mundo, buscaban en el campo las condiciones de una existencia honesta y segura. Dedicado de sol a sol a la dirección de la faena rural, el propietario, asociado así a los trabajadores manuales en la tarea de sacar del suelo recursos de que uno y otros vivirían, era verdaderamente el “pater”, el “patrón”, de cuyos bienes y de cuya actuación todos recibían alimento, techo, ropa y medios de ahorro, en la medida de la situación y de la cooperación de cada uno.

d) ... de los cuales era el aliado natural

Como las relaciones de trabajo, cuando son bien entendidas, no se restringen a su esfera, sino que naturalmente generan comprensión, estima y mutuo apoyo en las diversas necesidades de la vida, la armonía entre el “fazendeiro” y el colono creaba, frecuentemente, el hábito de aconsejarse éste con aquél, recibiendo protección y amparo en las más variables situaciones; como también engendraba en el trabajador una fidelidad, a veces heroica a su patrón. Este es uno de los más típicos y luminosos elementos de nuestra tradición en materia de relaciones de trabajo.

La nítida conciencia, en la opinión pública, de esta íntima y profunda conjugación de esfuerzos y de intereses, se mantuvo en nuestro País por mucho tiempo y, gracias a Dios, todavía existe en gran medida. Era, y es, uno de los mejores títulos del “fazendeiro” a la estima general.

e) Como hombre de élite en constante progreso cultural

La historia de nuestras viejas estirpes de propietarios rurales es muy anterior a la época cuyo cuadro acabamos de trazar. Es la historia de un progresivo ascenso. Nacida espontáneamente de las profundidades del orden natural de las cosas, la propiedad agrícola dio origen entre nosotros a una élite social que fue, desde el comienzo, compuesta de pioneros valientes y dinámicos, a quienes sucedieron generaciones de agricultores fijados en sus tierras y en lucha constante con la naturaleza bravía de la selva. Poco a poco, la rudeza de la tierra se fue atenuando; una tradición agrícola cada vez más completa fue estableciendo los métodos de trabajo, los sistemas de cultivo, y la práctica juiciosa y eficiente de las actividades rurales. El agricultor iba, con esto, quedando menos absorbido por sus funciones. Al mismo tiempo, las ciudades se iban multiplicando y las comunicaciones con el Viejo Mundo se iban tornando más seguras y rápidas. Firme ya en la base económica que su trabajo y el de sus mayores le habían formado, el “fazendeiro” sentía en sí la conciencia de que la simple posesión de un patrimonio no basta para crear una élite digna de tal nombre. De la tradición luso-brasileña, profundamente marcada por la influencia cristiana, había heredado valores de alma inestimables que importaba pulir y acrecentar en la convivencia con los centros urbanos del Brasil y del exterior.

f) ... pero siempre ligado a la tierra

De de ahí la aparición del agricultor ya con cierto espíritu y modales de quien vive en la ciudad. Pasaba ya con de cierto buen grado, en ésta, cierta parte del año, y solía frecuentar la Corte y viajar a Europa. Pero dedicaba con gusto, la otra parte del año a la vida rural, en el contacto efectivo y natural con los hombres y las cosas del campo.

g) Como figura de élite que contribuía al progreso de los centros urbanos del País

h) Dando siempre, al mismo tiempo, creciente impulso a la agricultura

Sin perder sus raíces en la tierra, esa élite crecía gradualmente en instrucción, cultura y distinción de modales. Así se capacitaba para —aunque fiel a su cuño agrícola— suministrar a la Nación gran número de intelectuales, de comerciantes, de industriales, de estadistas, de prohombres y damas de sociedad, que tanto valor y tanto realce dieron a nuestra vida política, cultural y social.

Mientras el “fazendeiro”, así transformado, ampliaba su radio de acción en beneficio del País, por el hecho mismo que no dejaba de ser “fazendeiro” seguía contribuyendo a nuestro progreso agrícola. El área plantada, el número de familias que vivían del trabajo de la tierra, el volumen de la producción y de la exportación, iban creciendo. Y gracias a las riquezas así acumuladas, se afirmaba nuestro crédito en el exterior, y las importaciones, sin perturbar nuestra balanza comercial, iban, pari passu, aumentando. De este modo, el Brasil, en otro tiempo atrasado y sin recursos, se iba equipando y adornando con todos los bienes del mundo civilizado.

i) El cultivo de la tierra, base de la prosperidad nacional

El cultivo de la tierra era, así, la base de la prosperidad nacional. El impulso que ella dio al País se hizo notorio en el mundo entero. De ahí vino la reputación de “tierra de abundancia” que el Brasil comenzó a tener ya desde fines del siglo XIX. Éramos, con los Estados Unidos y Argentina, la Canaán hacia la cual afluían, llenas de esperanza y dinamismo, las muchedumbres de Europa, del Oriente Próximo y del Extremo Oriente.

 

El principio básico de la popularidad del “fazendeiro” era una natural afinidad de intereses

a) Entre el propietario y el trabajador

b) Entre el propietario y el País

En la consideración general que entonces rodeaba al agricultor —y con él al criador, que bajo todos los aspectos le era igual— no se veía principalmente al magnate que, señor de una fortuna estable y honrada, podía dispensar favores. Veíase en él, sobre todo, al propietario legítimo y benemérito que, al promover su propio bienestar, favorecía conscientemente, por un profundo y natural encaje de intereses, el bienestar de los trabajadores, promovía el progreso del principal factor de desarrollo de los demás sectores económicos del País y contribuía a la elevación de nuestro nivel general de cultura y civilización.

 

Desgaste y renovación de cuadros

Este vivo ligamento entre el interés del patrono y del trabajador, entre el progreso de la iniciativa privada y el de la Nación toda, era especialmente palpable por el proceso de conservación y renovación de la élite. Ponía ésta todo su empeño en mantenerse y progresar. No podía impedir, sin embargo, que ciertos elementos en sus filas, que se desgastaban y corrompían, decayesen, desapareciendo rápida o paulatinamente, en un merecido anonimato, ni que elementos nuevos y rebosantes de vitalidad saliesen de las filas del asalariado para tener acceso a la condición de propietarios, pequeños, medios o grandes.

Trabajadores ascendiendo a la condición de propietarios

Con esto se les abría camino para su promoción cultural y social, más o menos acentuada, que, con la ayuda del tiempo, de ahí resultaría normalmente. Esta posibilidad de acceso del trabajador rural, emprendedor y económico, a la condición de propietario, contribuyó en buena medida a preparar dos hechos muy salientes de nuestra historia económica reciente: la parcelación de zonas nuevas, hecha tantas veces por grandes propietarios conquistadores de la selva virgen y, paralelamente, el fraccionamiento orgánico y espontáneo de grandes propiedades en zonas ya antiguas y densamente pobladas, donde las conveniencias del tipo de cultivo inducían a esta transformación.

 

Tradición y progreso

Nuestra élite rural tradicional reveló, también en este punto, un sentido profundo de las realidades, y prestó auténtico servicio al País. No aceptó la falsa antítesis tradición-progreso. No quiso constituirse como una casta herméticamente cerrada y ligada sólo al pasado. No obstante, tampoco quiso renunciar a su propia continuidad, a su espíritu y a sus tradiciones.

Y así, si bien nuestra mejor élite de plantadores y criadores fue, de modo general, la continuación histórica de las élites del pasado, un proceso natural, legítimo, venía produciendo una decantación, dejando desaparecer lo que perecía, y substituyendo por otros los elementos muertos. Estos traían en sí las condiciones de vitalidad necesarias para dar origen a nuevas familias, deseosas de incorporarse a la élite existente y constituyendo así, nuevas fuentes de tradición fecunda y dinámica.

 

Cuño esencialmente familiar y hereditario

Mencionamos la familia; la familia cristiana, evidentemente, oriunda del Sacramento del Matrimonio, bendecida por Dios y reconocida por el Estado. Ella era el pilar de todo este orden de cosas, el cuadro en que el hombre vivía, prosperaba y acumulaba riquezas espirituales y materiales y en el cual, por fin, exhalaba el último suspiro implorando la misericordia de Dios. Constituía así la familia un verdadero relicario en que el agricultor, al morir, dejaba sus bienes espirituales y materiales para la posteridad.

Familia y herencia: continuidad y dinamismo

La institución de la familia funde en sí, armónicamente, la tradición y le progreso [2]. Puesto que en ella el legado del pasado no se marchita, sino que es recogido por las generaciones nuevas que lo perpetúan y lo enriquecen con su propia contribución. Fue el cuño familiar de esa élite el que le aseguró su característica, al propio tiempo tradicional y dinámica.

 

Influencia vivificadora y organizadora del pensamiento cristiano

Subyacente a este orden de cosas estaba una verdadera “filosofía” cristiana, vivificada por toda una tradición católica diez veces secular, heredada de la tierra lusitana. De esta tradición sólo esbozamos aquí algunos grandiosos y armónicos lineamientos:

1. — Legitimidad de la propiedad privada. Dignidad natural y sobrenatural del trabajador. Armonía fundamental entre los intereses de éste y del propietario rural.

2. — Armonía fundamental entre los intereses del propietario rural y del País.

3. — Propiedad hereditaria que no debe existir sólo con su titular, sino que debe sobrevivir en la familia legítima, célula del organismo social dentro de la cual y para la cual vive el hombre.

4. — Preponderancia del factor familia en la estructura social y, consecuentemente, armonía entre tradición y progreso.

5. — Juntamente con la continuidad de la estructura familiar a través de las generaciones, existencia de un doble proceso de decantación de los elementos desgastados y de asimilación paulatina de elementos nuevos, aptos para injertarse en los cuadros de la élite, y para asimilar su espíritu.

Los presupuestos de esta concepción

En otros términos, esta tradición encierra como presupuestos:

* la legitimidad de una diferencia de clases en el plano económico y social;

* la posibilidad de tener cada uno una existencia digna y plenamente humana, en las condiciones que le son propias;

* la necesidad, para el bien del País, de que de esta diferenciación comedida y armónica se siga una cooperación íntima.

Resultados

En una palabra, es en esto donde se funda la paz social. Y fue en esta paz social donde el Brasil alcanzó, como ya dijimos, la merecida reputación de ser uno de los países de mayor abundancia en el mundo.

 

CAPÍTULO II: Sombras en el cuadro

 Claro está que la descripción hecha en el capítulo anterior corresponde solamente a las líneas generales de lo que por mucho tiempo fue, y en gran medida todavía es, nuestra estructura agraria. En el transcurso de los años, y condicionada por circunstancias locales numerosas, conoció esa estructura muchas variaciones. Lo que no impide —y éste es el punto importante— que en sus grandes líneas y sobre todo en su espíritu, ella se haya constituido así.

 

Aspectos generales armónicos. Pormenores contradictorios

No sería necesario, quizás, añadir que cuando se describe una estructura en su espíritu y en sus líneas generales existe el peligro de omitir o subestimar lo que en ella está en contradicción con ese espíritu o esas líneas.

Como ya vimos en la introducción [3], no entra en el encuadre de este trabajo dar una visión panorámica total de nuestro pasado agrícola, o de nuestra situación presente, sino mencionar tan sólo lo necesario al estudio del problema muy circunscrito de que tratamos. Es, pues, a título de mero ejemplo, que recordamos cómo, en varios lugares y en medida mayor o menor, la realidad se alejó de los principios.

a) En lo tocante a la situación del trabajador rural

En ciertas regiones, la protección del trabajador rural contra el alcoholismo, el juego, la prostitución, la práctica de las uniones ilegítimas, fue insuficiente o nula, y con esto quedaron debilitadas su fibra moral, su vida familiar, su capacidad de trabajo y su espíritu de economía. A veces podrían haberse concedido al hombre del campo salarios más elevados, habitaciones más confortables y sanas, instrucción adecuada y condiciones de vida más convenientes. La propaganda del espiritismo y de las supersticiones de toda clase, nociva bajo todo punto de vista, podría haber sido impedida o por lo menos contrabalanceada. En muchos lugares, una mejor asistencia médica por parte de los poderes públicos y de la iniciativa privada podría haber favorecido la salud del trabajador rural. Son, como dejamos dicho, meros ejemplos, que tanto podrían ser sacados del pasado como del presente. Otros podrían aducirse.

b) Causas de esta situación, en el propio trabajador rural

c) Causas de esta situación, en el ambiente general del País

La decadencia de la vida religiosa en el campo produjo devastaciones morales sensibles en el mundo de los trabajadores rurales. No pocas veces, por ejemplo, podrían éstos haber atenuado o remediado su pobreza evitando la indolencia, el gasto exagerado con la adquisición de objetos superfluos, con los vicios del alcohol y del juego, que absorbían buena parte de su ya pequeño salario.

Tales efectos resultaron, en gran parte, de todo un estado de espíritu del cual el agricultor con mucha frecuencia participó, aun cuando no fuera él mismo, el foco. Ese estado de espíritu estaba arraigado tan profundamente en todo el cuerpo social, que de él participaban, por regla general, las autoridades públicas y los propios trabajadores rurales.

Era ésta una consecuencia del liberalismo, que dejaba al hombre entregado a sí mismo. Ni el Estado ni el patrono debían traspasar el círculo de hierro de sus funciones específicas. Que cada cual viviese como le agradase. Y así, si por la indolencia, por la inapetencia de la comodidad o instrucción, alguno no quería progresar... pues que se estancase. A nadie sería lícito intervenir en sus derechos de micro-soberano de su esfera privada para darle órdenes o ni siquiera consejos. De ahí, a veces, en los propios beneficiarios, cierta reacción de honor ofendido ante iniciativas que tendían a favorecerlos en nombre de la justicia o de la caridad.

d) Causas de esta situación, en el propietario:

Sed de placeres, gastos excesivos

Obligaciones mal cumplidas

Deseo inmoderado de acumular riquezas

La sed de placeres, característica del neo-paganismo, no perdonó ninguna clase social. Así penetró también entre los agricultores, creando en ellos, frecuentemente, la propensión a hacer gastos suntuarios en el transcurso de sus viajes al exterior, a mantener una representación social por demás onerosa en los grandes centros, a construir mansiones rurales excesivamente lujosas, a comprar numerosos automóviles, etc. Todo eso, acompañado a veces de gastos mayores aún con el juego y con negocios temerarios.

De la misma raíz nace naturalmente la avaricia en lo esencial, esto es, en los gastos para conservar las tierras, remunerar dignamente a los trabajadores y promover de una manera activa y diligente la elevación espiritual y material de sus condiciones de vida.

Los extremos se tocan. Con alguna frecuencia, estos mismos resultados nocivos son consecuencia, no de los gastos excesivos sino del deseo exagerado de acumular riqueza. Este deseo se originó, a veces, por la infiltración de la mentalidad capitalista en el campo — tomando aquí en su mal sentido una palabra que también puede tenerlo bueno. Absteniéndose de considerar todos los demás aspectos de la vida, el “fazendeiro capitalista” sólo veía como fin de ésta, su trabajo y su propio enriquecimiento considerando al empleado como una máquina de la cual debía sacar el máximo, dándole el mínimo. Hubo casos en que su ansia de sacar pronto el mayor lucro posible, lo llevó a comprometer el futuro de su propiedad, rehusando a la tierra el trato debido.

Insuficiente espíritu de asociación

Una cierta incapacidad de los agricultores para organizarse e imponer a los poderes públicos el respeto de sus derechos, puede también ser considerada un defecto sensible de nuestro medio agrícola de entonces. Este defecto tiende, además, a disminuir frente a las circunstancias, aunque menos rápidamente de lo que sería de desear.

 

Las sombras del cuadro y sus causas permanecen en la realidad presente

En la medida en que aún existe nuestra vieja y benemérita estructura rural, con ella sobreviven las sombras del cuadro, así como sus causas. Se agravaron ellas por el hecho de que algunos fenómenos nocivos, aunque muy incipientes, o quizás inexistentes en el comienzo del siglo, tomaron de allí en adelante, una inquietante proporción. Mencionemos algunos.

Mentalidad "desruralizada"

Uno de ellos —del cual, a pesar de su importancia, poco se habla— es la “desruralización” de los propietarios agrícolas. Muchos de ellos, aunque vivan en el campo, toman allí la mentalidad, las actitudes y los hábitos de ciudadanos exiliados. Su convivencia con los trabajadores es la menor posible. El matrimonio y los hijos viven pendientes de la ciudad próxima, donde encuentran las diversiones de que más gustan y comprenden.

Hay agricultores que viven en las capitales, yendo a la “fazenda” con sus familias solamente a pasar las vacaciones, las cuales dejan transcurrir en el trato exclusivo de los amigos que llevan consigo, sin tomar un contacto vivo y personal con los trabajadores rurales. Otros, en fin, pasan años sin hacer sino rapidísimas permanencias en su propiedad, el tiempo indispensable para tomar algunas providencias y dar ciertas directivas.

Pensarán, quizás, varios de esos agricultores que, dando con generosidad asistencia material a sus colonos, cumplen cabalmente su deber. Su generosidad debe alabarse. Sin embargo, no basta. Su posición de “fazendeiros” pide que den algo más valioso a sus empleados, esto es, hagan el don de sí, de su presencia, de su afabilidad, de su convivencia.

No queremos decir —insistimos— que sea ésta la regla general. En todo caso, los hechos que dejamos descritos son bastante numerosos como para que sea justo e indispensable analizarlos aquí.

Ausencia del campo

La ausencia del campo proviene de un estado de espíritu que lleva al hombre a vivir sólo para las diversiones, considerando monótona e insoportable la existencia tranquila, digna, sin placeres excitantes que allí se lleva.

Esta vida, dedicada a la agricultura, y tan propicia a la práctica de la virtud, la favorece la Iglesia con empeño.

Pío XII, por ejemplo, la elogia con estas palabras:

En el presente como en el pasado, el campo tiene algo que dar que no está meramente limitado a los bienes materiales: el campo es todavía una de las más preciosas reservas de energías físicas y espirituales. De ahí la estima y el interés con que la Iglesia ha mirado siempre a la agricultura ‘omnium artium... innocentissima’, como la llama San Agustín (De haeresibus, 46; P.L. 42, 37); y de ahí el vivo interés con que especialmente hoy vuelve sus ojos a la población rural, que ya por el contacto más directo con el misterio de la naturaleza, ya por el mayor aislamiento que su mismo trabajo le impone, ha conservado generalmente más vivo el sentimiento religioso, y de este modo ‘ha seguido siendo hasta hoy como la mantenedora de la genuina tradición cristiana’” (Discurso a los cultivadores directos, 11-IV-1956) [4].

Y el Santo Padre Juan XXIII, hablando sobre el mismo asunto, exclama:

¡Amad la tierra, madre fecunda y austera, que encierra en su seno los tesoros de la Providencia! Amadla porque, especialmente en nuestros días, en que se difunde una peligrosa mentalidad que arma celadas a los valores más sagrados del hombre, encontraréis en ella el cuadro sereno donde se desenvolverá vuestra personalidad perfecta. Amadla porque, en contacto con ella y por vuestro noble trabajo, el alma podrá perfeccionarse más fácilmente y elevarse a Dios [5].

Cada vez más, el propietario va siendo, en el campo el gran ausente. Así va perdiendo la conciencia de su misión de líder natural en sus tierras, olvidando que le corresponde velar por sus trabajadores, promoviendo entre ellos mejores condiciones de existencia. ¿Cómo evitar que, en estas circunstancias, parezca a los trabajadores que el “fazendeiro” es un elemento superfluo en la marcha de los trabajos agrícolas y, por tanto, puede y debe ser visto únicamente como un parásito que hay que extirpar? Será ésta una apreciación unilateral, y por tanto injusta, pero cuyo lado erróneo es difícil que lleguen a comprender.

Además, si el agricultor no concurre, con su presencia, para establecer con sus empleados contactos vivos, de alma a alma, aunque condicionados a las conveniencias de la jerarquía social, ¿cómo va a querer que éstos le tengan estima y dedicación? Ahora bien, no hay vínculo de subordinación que se mantenga durable, sin engendrar amargor y hasta espíritu de rebeldía, si se fija únicamente en términos puramente funcionales y económicos.

Como se ve, hay en esta ausencia sistemática de tantos propietarios, una ocasión para graves omisiones del deber y para la creación, a largo plazo, de un clima pre-revolucionario entre los trabajadores.

En la Revolución Francesa, los hombres del campo se levantaron contra los señores que no vivían con ellos. Si por el contrario, los de la heroica Vendée lucharon por sus señores contra la Revolución, es porque éstos residían en sus tierras. ¿No habrá ahí una lección de la historia?

No queremos decir con esto, que no existan diversas circunstancias que tornen legítimo y hasta necesario para ciertos propietarios no morar en su “fazenda”. Tampoco decimos que todos tengan que permanecer en ella todo el año. Pero que, por regla general, estén allí por lo menos el tiempo necesario para tener con el trabajador un contacto vivo y auténtico, esto nos parece indispensable, si queremos evitar que entre una y otra clase se establezca un “vacío” grandemente propicio para la causa de la revolución social.

Carencia de un ambiente familiar en las relaciones de trabajo

Tal vez se comprenda mejor la utilidad de esta convivencia si se considera que, según la doctrina de la Iglesia, el patrón —y con él su esposa e hijos— tiene una responsabilidad frente a sus trabajadores. En efecto, los empleados domésticos son, en el lugar que les es propio, un complemento del hogar: forman la llamada sociedad heril. Los trabajadores agrícolas, aunque menos ligados a hogar del patrón, deben beneficiarse de esa atmósfera de familia inherente a una concepción cristiana de la propiedad.

Es necesario que los patrones conozcan sus necesidades, las atiendan en la medida en que sean justas y aun completen la acción de la justicia con las larguezas de la caridad. Ahora bien, nada de esto puede ser hecho debidamente si el “fazendeiro” y su familia está siempre ausentes del campo.

El trato afable de grandes con pequeños, aunque conservándose cada uno en su posición, constituye una preciosa tradición de las verdaderas élites en el Occidente cristiano.

Pío XII describe este trato eximio en los términos siguientes:

… las relaciones entre clases y categorías desiguales deben permanecer regidas por una honesta e imparcial justicia y ser a un tiempo animadas por el respeto y el afecto mutuo que, aunque sin suprimir la disparidad, disminuya las distancias y atempere los contrastes. Entre las familias verdaderamente cristianas ¿acaso no vemos los mayores patricios y patricias vigilantes y solícitos en conservar, para sus empleados y para todos que los rodean, una conducta adecuada por cierto con su posición, pero exenta de presunción, propensa a la cortesía y benevolencia en las palabras y modos que demuestran la nobleza de sus corazones? Patricios y patricias que ven en ellos hombres, hermanos, cristianos como ellos y a ellos unidos en Cristo con los vínculos de la caridad, de aquella caridad que aun en los antiguos palacios conforta, sostiene, ameniza y dulcifica la vida entre los grandes y los humildes, máxime en las horas de dolor y tristeza que nunca faltan aquí [6].

Negligencia en cuanto a la misión de la Religión en la vida del campo

Y más que las necesidades materiales, deben atender los patrones a las espirituales, valiéndose de su legítima influencia para, con el ejemplo y la palabra inculcar el amor de Dios y la práctica de la virtud.

Así, evitar a los trabajadores las ocasiones de contraer vicios, de practicar acciones malas, favorecer y hasta promover entre ellos actos de piedad, facilitar la acción del Clero, aconsejando a todos a que se casen religiosamente, frecuenten los Sacramentos, hagan bautizar sus hijos y los instruyan en la Religión, he ahí deberes que son específicos del patrono católico.

En cuanto a esta acción del “fazendeiro” en favor de la formación religiosa de los colonos, no negamos que muchos se comportaron así en el pasado y así proceden en el presente. De ahí les venía —y les viene— buena par de su popularidad. Sin embargo, ¿cómo no lamentaremos que otros procedan de distinto modo? Si los agricultores que atienden cumplidamente a esos deberes son raros, y los que los pasan enteramente por alto, también lo son, grande es el número de los que sólo en parte los cumplen. Y esa negligencia parcial contribuye para que, poco a poco, Jesucristo vaya saliendo de la vid del campo.

Consecuencia: un clima pre-revolucionario

De donde sale Cristo, con El sale el orden. Y de donde sale el orden, allí entra la Revolución.

Sabiamente lo dice Pío XI: “… una de las principales causas de la confusión en que vivimos proviene del hecho de haberse visto muy disminuida la autoridad del derecho y el respeto al poder público — como consecuencia de no ver en Dios, Creador y Gobernador del mundo, la fuente del derecho y de la autoridad. También la paz cristiana pondrá remedio a este mal, porque se identifica con la paz divina, y por lo mismo prescribe que se respeten el orden, la ley y la autoridad [7].

 

CAPÍTULO III: “Reforma Agraria Socialista”, falsa solución para un problema inexistente

 

Consideración equilibrada de las fallas y problemas de nuestra vida rural

Hasta hace muy poco, el consenso general del País Reconocía que estas y otras tachas, merecedoras sin duda de remedios, algunos enérgicos y urgentes, no implicaban negar la excelencia de los servicios prestados por la clase de los agricultores y la institución de la propiedad rural, ni justificarían una medida como la reforma drástica de la estructura agraria mediante la supresión de las propiedades grandes y medias, con la consiguiente transferencia de las respectivas tierras a los trabajadores.

Para corregir la vida doméstica, matar a la familia

Lo que significa abolir o restringir arbitrariamente la propiedad privada

Así lo entendióla opinión brasileña, incluso en el auge de nuestras mayores crisis

Esta solución parecería, y con razón, tan inadecuada e injusta como la de quien, viendo las graves y frecuentes fallas que existen actualmente en la vida familiar, resolviera no reformar a los hombres y sus abusos, sino abolir la institución de la familia, o cuando menos debilitarla.

Los principios fundamentales de la propiedad privada, como los de la familia, derivan de la propia naturaleza de las cosas, y por tanto de Dios, Autor de la naturaleza [8].

Construir una sociedad menospreciando estos principios es lo mismo que construir un edificio sin tener en cuenta las leyes de la Física.

Por esto mismo, no obstante los diferentes infortunios que tuvo que sufrir —por ejemplo, en la época de la grave crisis del café en 1929— el agricultor infeliz, oprimido, casi diríamos perseguido, continuó rodeado de la estima y consideración general. A nadie se le ocurría ver en él la causa de la crisis por la cual el País pasaba, sino más bien su víctima. Es que, más o menos explícitas, las verdades que hace poco enunciamos y en las cuales se basaba el prestigio del agricultor, eran aceptadas sin contradicción.

 

El falseamiento del problema

Esta visión quedó clara mientras los principios en que se funda nuestra estructura agrícola tradicional, estaban presentes y vivos en el espíritu de todos los brasileños.

La decadencia religiosa de que ya hablamos, y que afectó a ciudades y campos, dejó extinguirse gradualmente aquellos principios. Entre nosotros, son pocos, hoy, los que los niegan. Pero, a fuerza no oír hablar de ellos, van olvidándose, ahora de un principio, después de otro, y la firme estructura ideológica antigua se va reduciendo así a la categoría de algunas convicciones dispersas, algunos hábitos mentales, algunas antiguas simpatías. Quedó, de este modo, abierta la puerta a los espíritus para aceptar sin prevención, principios que contienen en sí mismos, implícita o explícitamente, la idea de que el interés público se opone al interés particular, y de que, consiguientemente, el propietario rural no es un elemento social útil, sino un parásito. Describiremos más adelante el sutil proceso de esta transformación.

Partiendo de una visión así transformada, no es difícil que el brasileño medio venga a tomar una actitud de antipatía en relación a nuestra actual estructura agraria. Puede parecerle muy plausible que toda la crisis actual proceda de esa estructura. Queda configurado de este modo un problema rural que no existe.

Para ese problema inexistente, parece enteramente natural una solución falsa: la reforma igualitaria de la estructura rural, esto es la “Reforma Agraria Socialista”.

Esta solución merece la calificación de falsa bajo dos puntos de vista. En primer lugar, como es obvio, porque imaginar en determinada situación concreta un problema inexistente es imponer una solución falsa, la cual, a su vez, creará problemas auténticos. En segundo lugar, calificamos de falsa esta solución porque es contraria, como veremos, a los principios inmutables de todo orden humano.


NOTAS

[1] (N. del T.) En el Brasil, las propiedades rurales grandes y medias se denominan “fazendas”. Su propietario es el “fazendeiro”.

[2] El verdadero significado de la tradición y su importancia en una concepción cristiana de la vida, los puso de relieve Pío XII con estas palabras dirigidas la Nobleza y al Patriciado Romano, en 19 de enero de 1944. Las citamos por su oportunidad en una época en que el papel de la tradición es tan poco comprendido:

La tradición es cosa muy diferente del simple apego a un pasado desaparecido; es justamente lo contrario de una reacción que desconfíe de todo sano progreso. El propio término, etimológicamente, es sinónimo de camino y marcha hacia adelante; sinonimia y no identidad. En efecto, mientras el progreso significa solamente el hecho de caminar hacia adelante, paso a paso, procurando con la mirada un incierto porvenir, la tradición indica, también, un camino hacia adelante, pero un camino continuo, que se desenvuelve al mismo tiempo tranquilo y vivaz, de acuerdo con las leyes de la vida, escapando a la angustiosa alternativa ‘si jeuness savait, si vieillesse pouvait’.

“… por fuerza de la tradición, la juventud, iluminada y guiada por la experiencia de los ancianos, avanza con paso más seguro, y la vejez transmite y consigna confiadamente el arado a manos más vigorosas, que continúen el surco ya iniciado. Como indica su nombre, la tradición es un don que pasa de generación en generaci6n; es la antorcha que el corredor por turno entrega a otras manos, sin que la carrera pare o disminuya su velocidad. Tradición y progreso se completan recíprocamente con tanta armonía que así como la tradición sin el progreso se contradiría a sí misma, así también el progreso sin la tradición sería una empresa temeraria, salto en la obscuridad”. — (“Discorsi e Radiomessaggi”, vol. V, págs. 179-180).

[4] Carta del 18 de septiembre de 1957, al Emmo. Cardenal Siri, por ocasión de la XXX Semana Social de los Católicos de Italia — A.A.S., vol. XLII, Nº 14, páginas 831-832.

[5] Discurso al XIII Congreso de la Confederación Nacional Italiana de Cultivadores — “Osservatore Romano”, edición semanal en lengua francesa, 8 de mayo de 1959.

[6] Alocución de 5 de enero de 1942, a la Nobleza y al Patriciado Romano — “Discorsi e Radiomessaggi”, vol. III, págs. 347-348.

[7] Encíclica “Ubi Arcano”, de 23 de diciembre de 1922 — A.A.S., vol. XIV, página 687.