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Antecedentes doctrinales

 

Parte I

 

Una nueva mentalidad y una nueva doctrina

pretenden conciliar los antagonismos

más contradictorios 

·       ¿Pueden caer las barreras entre la verdad y el error, el bien y el mal, lo bello y lo horrendo? - El amortiguamiento del principio de contradicción en la raíz de la desconcertante apatía que hoy domina a la opinión pública.

·       Una nueva ideología que devora por dentro a todas las demás y que condiciona a fondo la España actual.

·       El pueblo español inducido a volverse contra su propia identidad histórica.


Capitulo 1 - 1er. parte

 

Luz y sombras en torno al principio de contradicción

Explicando la apatía de muchos españoles de hoy

 

 

I — Una apatía que afecta primordialmente a la inteligencia y a la voluntad

 

El parachoques de goma, la narcosis, la anestesia... son metáforas que hemos tomado de la realidad más palpable para describir la extraña apatía que se adueña de sectores cada vez más amplios de la opinión pública. Nos sirven de puerta de entrada para una realidad más compleja: la atonía del alma. Considerémosla más de cerca.

El silencio y la inmovilidad de tantos españoles ante los hechos más clamorosos, las contradicciones más evidentes, las aberraciones más chocantes, no se debe a un acelerado cambio de convicciones, ni a un proceso intelectual que las destruya, por lo menos en la mayoría de los casos. Indica, eso sí, la existencia de una pereza en interesarse por lo que sobrepasa el mero ámbito individual, seguida de una paralización de la capacidad de juzgar los acontecimientos, de afirmar o querer categóricamente algo, de negarlo o rechazarlo rotundamente y, en consecuencia, de reaccionar con seriedad, vivacidad y eficacia.

No se trata, pues, de una mera resignación ante el avance de aquello que contraría las más arraigadas convicciones y amenaza los propios intereses. Es decir, un número cada vez mayor de españoles se han vuelto indiferentes a lo que no afecta directamente a su vida individual. Sin abandonar su modo de pensar, parecen haberlo puesto entre paréntesis. Así como los rayos de luz o la mirada atraviesan un cristal sin alterarlo, el alma indiferente de esas personas parece de vidrio, los hechos las atraviesan casi sin dejar huella. Ante las cosas más absurdas ni se molestan, con tal que no las perturben en su más próximo espacio vital.

Esto no se da exclusivamente en España. Se puede observar en todo el mundo contemporáneo. Por todas partes sociólogos, politólogos y educadores se preocupan con el notorio distanciamiento de las mayorías frente a los acontecimientos de la vida pública y a la cultura en general. En Francia, por ejemplo, se debate el tema del ocaso de la propia racionalidad del hombre, dado el creciente desinterés de la opinión pública por los grandes problemas y acontecimientos generales que trascienden los pequeños horizontes de la vida cotidiana*.

 

* Tal debate ha sido marcado especialmente por el libro del joven filósofo Alain Finkielkrant con el sugestivo título La défaite de la pensée. Esta derrota o disminución de la vida de pensamiento ya venía siendo objeto de encuestas especializadas, como la publicada por la revista parisiense “L'Express” en 1983, en la que se llegaba a la conclusión de que el lenguaje racional y lógico tiene cada vez menos influencia sobre los franceses y que “los gestos, las emociones, los humores pesan más. La opinión pública tiende a transformarse en afectividad pública” (“L'Express”, 26-VIII a 1-IX de 1983).

Entre nosotros este fenómeno es paradigmáticamente crítico ya que el alma española siempre se ha caracterizado precisamente por lo contrario. Hubo una época en que nuestra nación fue llamada espada de la cristiandad. Hoy esta misteriosa apatía está convirtiendo en hojalata el acero de esa espada.

Una opinión pública atacada por este mal se vuelve presa fácil de una propaganda que sepa estimular sus apetencias y fobias del momento a través de impresiones sutiles. Sí, porque ya en esta primera mirada al fenómeno se constata que dicha inercia afecta profundamente a las facultades más nobles del espíritu: entorpece la inteligencia y la voluntad y disminuye la capacidad de resistir.

 

II — La función decisiva del principio de contradicción en el pensar, querer y obrar

 

Todo sucede como si estuviera deteriorándose aquello que Santo Tomás considera el punto de partida indispensable del pensar, querer y obrar: el principio de contradicción.

¿Qué es el principio de contradicción? Es muy fácil explicarlo. Hasta hace poco se enseñaba, por lo menos sumariamente, en los cursos de bachillerato superior. Recordemos las nociones esenciales sobre el mismo.

 

1- Principio primero y supremo del pensamiento

¿Cómo podría una madre enseñar a su hijo a dar el debido nombre a las cosas si éste no tuviese previamente la capacidad de percibir que ellas existen como seres individuales, diferentes de él mismo y distintos unos de otros?

Pero, ¿quién le enseñó al niño este discernimiento primero y elemental de la realidad? Seguramente ningún maestro. Lo que sucede es que el hombre nace ya con la predisposición de aplicar inequívocamente los llamados primeros principios de la razón natural, que comienza a utilizar espontáneamente apenas entra en contacto con el mundo que le rodea. Estos primeros principios son evidencias que, en cuanto tales, no necesitan demostración o enseñanza*.

 

* Asi se expresa el insigne tomista francés P. Garrigou-Lagrange O.P.: “El niño no necesita que un maestro le enseñe los principios de contradicción, de substancia, de razón de ser, de causalidad, de finalidad. A propósito de cualquier cosa, él busca la causa o el fin y nos cansa con sus porqués. Más aún, si no poseyese estos principios, la acción del maestro sobre él no sería posible, según la frase de Aristóteles: 'Omnis doctrina et omnis disciplina ex preexistenti fit cognitione' [Toda doctrina y toda disciplina se conoce a partir de lo ya conocido]” (GARRIGOU-LAGRANGE, El Sentido Común, p. 155).

Santo Tomás señala que: “Lo naturalmente innato en la razón es tan verdadero, que no hay posibilidad de pensar en su falsedad” y que “el conocimiento natural de los primeros principios ha sido infundido por Dios en nosotros, ya que El es el autor de nuestra naturaleza” (Suma contra los Gentiles, libro I, cap. 7).

Sobre el hábito natural innato del entendimiento de los primeros principios véase también: Suma Teológica, I-II, q. 51, a, 1).

 

Entre ellos, existe una noción inicial y primerísima, la más simple y universal de todas, sin la cual la inteligencia nada puede concebir: es la noción genérica de ser, de la cual depende el primer principio del raciocinar. Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, lo define como el principio primero y supremo del pensamiento. Es el principio de contradicción, el juicio más simple y universal de todos, que se traduce en la siguiente verdad: es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo*.

 

* Santo Tomás enseña: “Lo que primariamente cae bajo nuestra consideración es el ente, cuya percepción va incluida en lo que el hombre aprehende. Por eso el primer principio indemostrable es el siguiente: 'No se puede afirmar y negar a la vez una misma cosa'; principio que está basado en las nociones de ser y no ser, y en el cual se fundan todos los demás principios, como dice el filósofo”. (Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 2) (Ver también II-II, q. 1, a. 7).

El P. Garrigou-Lagrange lo explica del siguiente modo: “En la lección 6a sobre el IV libro de la Metafísica, S. Tomás prueba que debe existir un principio supremo, comparando las dos operaciones primeras del espíritu, el concepto o idea y el juicio. No podemos remontarnos hasta lo infinito en la serie de conceptos, el análisis de los conceptos más comprensivos nos conduce por grados a un primer concepto, el más simple y más universal de todos, el concepto de ser: lo que es o puede ser. Sin esta idea del todo primera, incluida en todas las demás, la inteligencia no puede concebir nada. Si hay un concepto primero en la serie de conceptos, debe haber también un juicio primero en la serie de juicios; y el primer juicio, el más simple y el más universal, debe depender de la primera idea, debe tener por sujeto el ser y por predicado lo que en primer lugar le conviene al ser. ¿Cuál será su fórmula exacta? Aristóteles dice: 'Un mismo ser no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo respecto'; o más simplemente: 'El ser no es el no ser'. (...)

“Precisamente en esta fórmula (...) veían S. Tomás y su escuela, después de Aristóteles, el principio supremo del pensamiento, el principio que llamaban principio de contradicción. (...)

“El principio de identidad se puede formular así: el ser es el ser, todo ser es ser; esta forma tan simple, aunque en apariencia tautológica, precede al principio de contradicción, pues en realidad toda negación se funda en una afirmación. Pero si se quiere expresar explícitamente en la fórmula del principio de identidad la noción misma de identidad, sigue entonces la forma más simple del principio de contradicción” (GARRIGOU-LAGRANGE, Dios — Su existencia, pp. 136-137).

 

Por tener la evidencia primera de este principio el hombre es capaz de conocer y de pensar. Sin advertirlo, lo aplicamos continuamente. Sin él, no conseguiríamos distinguir lo que es de lo que no es, ni a un ser de otro. No nos daríamos cuenta que somos diferentes de una mesa, de un elefante, o de una hormiga. Un pastor, por ejemplo, no podría saber si él es un lobo, o si el lobo es una oveja. No tendríamos noción de la jerarquía que hay entre los seres de la Creación; no podríamos separar al hombre de la naturaleza irracional y del cosmos; no sabríamos de la existencia de un Dios creador, personal, trascendente, infinitamente distinto y superior a todas sus criaturas y que se definió a Sí mismo diciendo: “Yo soy el que soy” (Ex. 3, 14). Todo se confundiría; nos hundiríamos en el peor de los absurdos.

 

A partir del principio de contradicción — que Santo Tomás define como principio primero y supremo del pensamiento — el hombre es capaz de conocer y de pensar. Sin él no conseguiríamos distinguir lo que es de lo que no es, ni a un ser de otro. No distinguiríamos la verdad del error, el bien del mal, lo bello de lo feo. Todo se confundiría; nos hundiríamos en el peor de los absurdos.

Francisco de Zurbarán - Apoteosis de Santo Tomás de Aquino (detalle) - Museo de Bellas Artes - Sevilla

2- Sin él sería imposible distinguir entre la verdad y el error, el bien y el mal. Su carencia acarrearía la absoluta apatía de las potencias superiores del alma

a) La distinción entre verdad y error, fundamento necesario de la cultura.— Si la evidencia primera del principio de contradicción permite al hombre distinguir inmediatamente entre ser y no-ser, con ella éste conoce connaturalmente también los conceptos universales correlativos de verdad y error. La verdad se identifica con el ser, porque consiste en la correspondencia fiel entre la idea y la realidad. Así también, el error es la falsedad, la mentira, porque es la no correspondencia entre la idea y la realidad; es privación de verdad y, en cuanto tal, se identifica con el no-ser [1] *.

 

*El P. Victorino Rodríguez O.P., uno de los más destacados tomistas de la actualidad, formula así esta distinción: “Cuando la afirmación o la negación corresponden a lo que la cosa es o no es respectivamente, hay verdad; si no, hay falsedad. Este sentido preciso de la verdad lo recoge bien la noción que da Aristóteles de ella: rectitud del juicio” (La verdad liberadora, p. 778).

 

A partir del principio de contradicción y de las otras evidencias primeras vinculadas a él, la razón no sólo conoce la distinción universal entre verdad y error, sino que es capaz de ir pasando del conocimiento de una cosa a otra. Adquiere así verdades sucesivas, siempre contrastando, explícita o implícitamente, lo que es con lo que no es; lo que es más con lo que es menos; lo verdadero, con lo falso*.

 

* El bien y la verdad, en virtud no sólo de la Revelación sino también del propio principio de contradicción, no son meras categorías subjetivas y mutables, sino que tienen fundamento absoluto. Con relación a esto el Papa León XIII enseñó: “Ahora bien, la esencia de la verdad y del bien no puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia, ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad natural y quedan corrompidas” (Immortale Dei, 1-11-1885, § 15).

El célebre maestro de tomistas, P. Santiago Ramírez O.P., defiende el carácter absoluto de los primeros principios como fundamento de la verdad:

“La idea orteguiana de la verdad, fundada en su radical historicismo y movilismo, excluye toda fijeza e inmutabilidad de la misma, aunque sea la de los primeros principios, como el de contradicción, identidad y tercio excluso expresamente negados por el (V, 527-528).

“Ahora bien, todo eso ha sido reprobado por Pío XII en su encíclica 'Humani generis', citada también por nosotros, 'No es lícito negar la verdad ni el valor del humano conocimiento, particularmente de los principios inconcusos de la metafísica, como son el de razón suficiente, el de causalidad y el de finalidad; tampoco está permitido negar la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera —absolute veram—; o que el hombre pueda alcanzar el conocimiento de una verdad cierta e inmutable — certae et inmutabilis veritatis assecutionem —' (AAS, 42 (1950) 572-573). Si eso se dice de los principios de razón suficiente y de causalidad eficiente y final, a fortiori debe entenderse de los de contradicción, identidad y tercio excluso, que son su fundamento. (...)

“Consta que se dan muchísimas doctrinas —o enunciados— científicos determinados absolutamente verdaderos por su propia naturaleza: por ejemplo el principio de contradicción, el principio de identidad, el principio del tercio excluso —diga lo que quiera Ortega—; el principio de razón suficiente, el de causalidad eficiente, el de causalidad final; los teoremas y enunciados matemáticos, como el todo es mayor que la parte, la suma de los ángulos de un triángulo equivalen a dos ángulos rectos, dos y dos son cuatro, y tantísimos otros. Ahí no se da de hecho ni puede darse error alguno. Son, pues, verdades absolutas” (¿Un Orteguismo Católico?, pp. 76, 77, 80).

 

El católico sabe que en esa búsqueda, mediante la cual se aprehenden por conocimiento deductivo e inductivo los principios y leyes específicas de la teología, de la filosofía, de las ciencias y del saber humano en general, cuenta además con el auxilio del Magisterio supremo e infalible de la Iglesia.

 

b) El bien debe ser hecho y el mal evitado.— Si en el plano especulativo el principio de contradicción muestra al hombre como evidencia primera e inmediata, la distinción entre el ser y el no-ser y entre la verdad y el error, en el plano operativo constituye el primer principio natural de la moral. Como explica Santo Tomás, esto es así porque el bien — como la verdad — se identifica con el ser; bien, es aquello que por su naturaleza todos los seres apetecen, aquello que conviene a su naturaleza, aquello que los sustenta y perfecciona; y mal, es carencia de bien [2].

El principio de contradicción muestra al hombre que debe buscar lo que es connatural con su propio ser, lo que lo fortalece y beneficia, o sea, lo que es bueno. Y debe evitar lo que perjudica a su ser o lo debilita, o sea, lo malo. De ahí el precepto ineludible que rige la conducta humana: se debe hacer el bien y evitar el mal [3].

Dicen las Sagradas Escrituras: “Contra el mal está el bien y contra la muerte la vida; así también contra el hombre justo el pecador; y de este modo todas las obras del Altísimo las veréis pareadas, y la una opuesta a la otra” (Eclo. 33, 15).

Todos estarán de acuerdo en que se debe hacer el bien y evitar el mal. Pero, objetarán algunos: “concretamente, ¿quién nos mostrará en qué consiste el bien?”

Santo Tomás, respondiendo a esta objeción, cita al Salmista que dice: “La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes”. El Doctor Angélico explica que Dios no sólo dotó a la razón natural con la capacidad de hacer la distinción universal entre el bien y el mal, sino también con la de conocer los principios generales operativos que le permiten practicar lo que es bueno y evitar lo que es malo. A ello conduce, precisamente, la Ley Natural impresa en el alma, de la cual da testimonio nuestra propia conciencia y que, además, se encuentra compendiada en los diez Mandamientos de la Ley de Dios. El hábito de conocer los primeros principios morales, que Santo Tomás llama sindéresis, es incorruptible[4]. Finalmente, por el ejercicio de la prudencia, el hombre puede aplicar los principios morales generales a las circunstancias concretas*.

 

* Santo Tomás se refiere a esta capacidad de conocer “los principios prácticos que nos han sido naturalmente infundidos” como a un “hábito natural especial que llamamos sindéresis”. Y prosigue el Doctor Angélico: “Por tanto se dice que la sindéresis estimula al bien y censura al mal” (Suma Teológica, I, q. 79, a. 12).

Otro notable teólogo dominico, P. Teófilo Urdanoz, resume así la doctrina de Santo Tomás sobre este tema: “Pasando a los hábitos espirituales, Santo Tomás encuentra en el extremo opuesto dos hábitos totalmente incorruptibles, cuales son el hábito de los primeros principios especulativos y el de los principios morales o sindéresis. Estos no sufren destrucción directa, porque no tienen disposiciones contrarias. No hay error ni olvido que prevalezca frente a las evidencias intelectuales inmediatas producidas por los juicios irreformables de los principios, aun de orden moral; la ley natural no puede quedar abolida del corazón del hombre (q.94, a.4,6)” (Introducción a la cuestión 53 — Destrucción y disminución de los hábitos in Suma Teológica, vol. V, pp. 119-120).

Así explica la relación entre sindéresis y prudencia el P. Santiago Ramírez O.P.:

“La prudencia se distingue también esencialmente de la sindéresis, a pesar de ser ésta una virtud intelectual meramente práctica como la prudencia. Y lo es, porque su función propia y específica no es conocer por conocer, sino conocer los primeros principios universalísimos del orden moral para regular inmediata y eficazmente el apetito natural de la voluntad sobre el bien y la bienaventuranza en común: apetito, que siempre y necesariamente es recto, como el juicio de la sindéresis que lo regula según dichos principios es siempre y necesariamente verdadero, 'así como el conocimiento natural es siempre verdadero, así el amor natural es siempre recto' (S. Tomás, Suma Teológica, I, 60, 1 ad3)(...)

“Pero se distingue en cuanto que la sindéresis considera todo lo agible en su máxima universalidad; la prudencia, en su máxima particularidad o singularidad; aquélla, los fines universales — que también se llaman principios primeros del orden moral—; ésta, los medios particulares — que se dicen así mismo conclusiones últimas o singulares de dicho orden — ; la primera emite sus juicios o dictámenes sin discurso, porque su verdad es manifiesta por sí misma; la segunda los prefiere después de haberlos investigado y encontrado por medio del discurso y del consejo, porque su verdad o rectitud no es de suyo evidente; la sindéresis reside en el entendimiento práctico como simple inteligencia, es decir, como mero juzgador sin discurso; la prudencia reside en el mismo como razón no como simple inteligencia, porque reside en el entendimiento práctico como discursivo; el juicio de la sindéresis nos es dado naturalmente sin trabajo; el de la prudencia lo tenemos que buscar con nuestro trabajo; y esfuerzo; la sindéresis es inamisible, la prudencia se puede perder por pecado” (La Prudencia, pp. 84-85).

 

c) El vacío del no-pensar, la inercia del no-querer — ¿Qué sería, pues, de la vida intelectual y operativa del hombre sin la luz del principio de contradicción? La inteligencia nada podría comprender; la voluntad no recibiría de la inteligencia ninguna razón para inclinarse en un sentido o en otro. Sería el vacío del no-pensar y la inercia del no-querer; la apatía absoluta de las potencias superiores del alma. Si esto fuera posible, el primado de la sensibilidad transformaría al hombre en un ser puramente instintivo y animal. La verdadera fe, la conducta moral, la cultura y la civilización no podrían ni siquiera existir.

 

3 - Ley absoluta del orden del ser

El principio de contradicción no es sólo un principio supremo de la lógica, negado el cual el pensamiento y el propio conocimiento se precipitan en el absurdo; no es sólo la ley primera del operar humano recto y fecundo; es también una ley primera y universal del orden del ser. Sin él los seres, la realidad, no podrían existir.

Se trata de un principio absoluto que no tiene ni puede tener un principio contrarío. El calor se opone al frío, lo sabroso a lo insulso, la libertad a la esclavitud, la piedad a la impiedad. Pero no existe un principio contrario al de contradicción. Ni el mismo Dios podría alterar esto, porque El “no puede querer lo que de suyo es imposible” [5] (ver recuadro al lado). En realidad, este principio subsiste veladamente incluso en los mismos sofismas que pretenden negar su valor. Quienes lo niegan, afirma Aristóteles, lo hacen mintiendo[6].

 

La pesadilla de una realidad absurda sin principio de contradicción

Demuestra Santo Tomás que ni siquiera Dios puede negar el principio de contradicción, ley absoluta del orden del ser, porque El no puede querer lo que de suyo es imposible (Suma contra los Gentiles, libro I, cap. 84). Aristóteles, según resume el P. Garrigou-Lagrange, "expone ocho razones principales para defender la necesidad y el valor de este principio:

 “1º Negar esta necesidad y este valor es privar a las palabras de toda significación determinada y destruir el lenguaje.

"2º Es destruir toda esencia o cosa o sustancia, sólo habría un devenir sin sujeto, sin nada que devenga, un fluir sin fluido, un vuelo sin ave, un ensueño sin soñador.

"3º Ya no habría distinción entre las cosas, entre una galera, un muro y un hombre.

"4º Sería destruir toda verdad, porque la verdad sigue al ser.

"5º Sería la destrucción de todo pensamiento y hasta de toda opinión, que se negarían a sí mismos afirmándose. (...)

"6° Sería la destrucción de todo deseo y de todo odio, la absoluta indiferencia, porque ya no se distinguiría el bien del mal. Ya no habría ninguna razón de obrar.

"7º Ya no podríamos distinguir grados en el error, todo sería igualmente falso y verdadero al mismo tiempo.

"8º Sería la destrucción aún del mismo devenir, porque ya no habría distinción entre el punto departida y el punto de llegada, el primero sería ya el segundo, y no se podría ya pasar del uno al otro. Además, el devenir no tendría ninguna de las cuatro causas que lo explican: estaría sin el sujeto que deviene, sin causa eficiente, sin fin, y sin especificación, y lo mismo sería atracción que repulsión, congelación que fusión” (GARRIGOU-LAGRANGE, Dios — Su existencia, pp. 142-143).

4- Piedra angular del tomismo, savia vital del sentido común

Santo Tomás hizo del principio de contradicción la piedra angular de su magna obra intelectual, considerada por los Romanos Pontífices como la más perfecta expresión de la filosofía perenne en consorcio admirable con la verdad revelada.

San Pío X hizo suyas todas las alabanzas, recomendaciones y ordenaciones de la doctrina de Santo Tomás que hicieron sus predecesores, completándolas y mandándolas observar religiosamente, advirtiendo, además, con insistencia que abandonar a Santo Tomás, sobre todo en cuestiones de Metafísica, es un gravísimo peligro. “Un tal tesoro de doctrina —dijo el Santo Pontífice— no permite la sana razón que se desprecie, ni la fe tolera que se mutile o disminuya, sobre todo porque, una vez privada la fe católica de esa sólida defensa, en vano buscaría ayuda en otras filosofías más o menos aliadas con el materialismo, con el panteísmo o con el modernismo.”[7]

“Su doctrina —reafirma Pío XII— se armoniza como al unísono con la divina revelación y es eficacísima para establecer con seguridad los fundamentos de la fe, y para recoger de modo útil y seguro los frutos de un progreso.”[8]

Pero este principio no sólo constituye la savia vital de la que se nutre el alto vuelo de la filosofía, sino también el simple sentido común de los hombres rectos, incluso cuando dotados de modesta cultura. Prueba de ello es que la sabiduría popular lo ha expresado en incontables refranes.

 


NOTAS

[1] Cfr. Suma Teológica, I, q. 16, a. 3 y I-II, q. 64, as. 3 y 4.

[2] Cfr. Ib., I, q. 5, a. 1; I, q. 48, as. 1 y 2.

[3]  Cfr. Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 2 y I, q. 5, a. 1.

[4]  Cfr. ib., I-II, q. 91, a. 2; I-II, q. 94, as. 1-2 y I, q. 79, a. 12; I-II, q. 53, a. 1; I, q. 17, a. 3 y I-II, q. 1, a. 3.

[5] Suma contra los Gentiles, libro I, cap. 84. Ver tb. cap. 7.

[6] Garrigou-Lagrange, El Sentido Común, p. 186.

[7]  Introducción general a la suma Teológica, B.A.C., t. I, p. 134, 135 y 137.

[8]  Humani Generis, 12-8-1950, §31 in Encíclica “Humani Generis”, Secretariado “Cristo Rey”, Madrid, 1954.