Plinio Corrêa de Oliveira

Vía Crucis

 

"O Legionário",  Nº 558, 18 de Abril de 1943

 

(republicado en "Catolicismo" Nº 231 - Marzo de 1970)

 

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I Estación

JESÚS ES CONDENADO A MUERTE

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

CONSPIRARON CONTRA VOS, Señor, vuestros enemigos. Sin gran esfuerzo, amotinaron al populacho ingrato, que ahora hierve de odio contra Vos. Odio. Es lo que por todas partes os circunda, os envuelve como una nube densa, se lanza contra Vos como un oscuro y frío vendaval. Odio gratuito, odio furioso, odio implacable: que no se sacia en humillaros, en saturaros de oprobios, en llenaros de amargura; vuestros enemigos os odian tanto, que ya no soportan vuestra presencia entre los vivos, y quieren vuestra muerte. Quieren que desaparezcáis para siempre, que enmudezca el lenguaje de vuestros ejemplos y la sabiduría de vuestras enseñanzas. Os quieren muerto, aniquilado, destruido. Sólo así habrán aplacado el torbellino de odio que en sus corazones se levanta.

Siglos incluso antes que nacierais, ya el Profeta preveía ese odio que suscitaría la luz de las verdades que anunciaríais, el brillo divino de las virtudes que tendríais: "¿Pueblo mío, qué te hice Yo, en qué por ventura te he contristado?" (Miq. 6, 3). E interpretando vuestros sentimientos, la Sagrada Liturgia exclama a los infieles de entonces y de hoy: "¿Qué más debía Yo haber hecho por ti, y no lo hice? Yo te planté como viña escogida y preciosa: y tú te convertiste en excesiva amargura para Mí; vinagre me diste a beber en mi sed, y traspasasteis con una lanza el costado de tu Salvador" (Improperios).

Tan fuerte fue el odio que contra Vos se levantó, que la propia autoridad de Roma, que juzgaba al mundo entero, se abatió acobardada, retrocedió y cedió ante el odio de los que sin causa alguna os querían matar. La altivez romana, victoriosa en el Rin, en el Danubio, en el Nilo y en el Mediterráneo, se ahogó en el lavabo de Pilatos.

"Christianus alter Christus", el cristiano es otro Cristo. Si fuésemos realmente cristianos, esto es realmente católicos, seremos otros Cristos. E, inevitablemente, el torbellino del odio que contra Vos se levantó, también contra nosotros ha de soplar furiosamente.

¡Y sopla, Señor! Compadeceos, Dios mío, y dadle fuerzas al pobre niño de colegio, que sufre el odio de sus compañeros porque profesa vuestro Nombre y se rehúsa a profanar la inocencia de sus labios con palabras de impureza. Odio, sí. Tal vez no el odio bajo la forma de una invectiva desabrida y feroz, sino bajo la forma terrible del escarnio, del aislamiento, del desprecio. Dadle fuerzas, Dios mío, al estudiante que vacila en proclamar vuestro Nombre en plena aula, a la vista de un profesor impío y de un enjambre de colegas que se mofa. Dadle fuerzas, Dios mío, a la joven que debe proclamar vuestro Nombre, rehusándose a vestir los trajes que la moda impone, desde que por su extravagancia o inmoralidad desentonen de la dignidad de una verdadera católica. Dadle fuerzas, Dios mío, al intelectual que ve cerrarse delante de sí las puertas de la notoriedad y de la gloria, porque predica vuestra doctrina y profesa vuestro Nombre. Dadle fuerzas, Dios mío, al apóstol que sufre la embestida inclemente de los adversarios de vuestra Iglesia, y la hostilidad mil veces más penosa de muchos que son hijos de la luz, sólo porque no consiente en las diluciones, en las mutilaciones, en las unilateralidades con que los "prudentes" compran la tolerancia del mundo para su apostolado.

Ah, Dios mío, ¡cómo son sabios vuestros enemigos! Ellos sienten que en el lenguaje de esos "prudentes", lo que se dice en las entrelíneas es que Vos no odiáis el mal, ni el error, ni las tinieblas. Y entonces aplauden a los prudentes según la carne, como os aplaudirían en Jerusalén, en lugar de mataros, si hubieseis dirigido a los del Sanedrín el mismo lenguaje.

Señor, dadnos fuerzas: no queremos ni pactar, ni retroceder, ni transigir, ni diluir, ni permitir que empalidezca en nuestros labios la divina integridad de vuestra doctrina. Y si un diluvio de impopularidad se abate sobre nosotros, sea siempre nuestra oración la de la Sagrada Escritura: "Preferí ser abyecto en la casa de mi Dios, a vivir en la intimidad de los pecadores" (Salmos, 83, 11).

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

II Estación

JESÚS ACEPTA LA CRUZ DE MANOS DE SUS VERDUGOS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

PERO PARA ESTO, Señor, es necesario paciencia. Paciencia por la cual se deja, de brazos cruzados y de corazón conformado, caer el diluvio sobre la propia cabeza. Paciencia es la virtud por la cual se sufre para un bien mayor. Paciencia es, pues, la capacidad de sufrir para el bien. Necesita de paciencia el enfermo que, golpeado por un mal incurable, acepta resignado el dolor que él le impone. Necesita de paciencia aquel que se inclina sobre los dolores ajenos, para consolarlos como Vos consolasteis, Señor, a los que os buscaban. Necesita de paciencia quien se dedica al apostolado con invencible caridad, atrayendo amorosamente a Vos a las almas que vacilan en las sendas de la herejía o en el lodazal de la concupiscencia. Necesita también de paciencia el cruzado que toma la cruz y va a luchar contra los enemigos de la Santa Iglesia. Es un sufrimiento tomar la iniciativa de la lucha, formar y mantener en pie dentro de sí sentimientos de pugnacidad, de energía, de combatividad, vencer el indiferentismo, la mediocridad, la pereza, y lanzarse como un digno discípulo de Aquel que es el León de Judá, sobre el impío insolente que amenaza al redil de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Oh sublime paciencia de los que luchan, combaten, toman la iniciativa, entran, hablan, proclaman, aconsejan, amonestan, y desafían por sí solos toda la soberbia, toda la pertinacia, toda la arrogancia del vicio insolente, del defecto elegante, del error simpático y popular!

Vos fuisteis, Señor, un modelo de paciencia. Vuestra paciencia no consistió, sin embargo, en morir abatido debajo de la Cruz cuando os la dieron. Cuenta una piadosa revelación que, cuando recibisteis de la mano de los verdugos vuestra Cruz, Vos la besasteis amorosamente y, tomándola sobre los hombros, con invencible energía la llevasteis hasta lo alto del Gólgota.

Dadnos Señor, esa capacidad de sufrir. De sufrir mucho. De sufrir todo. De sufrir heroicamente, no apenas soportando el sufrimiento, sino yendo al encuentro de él, buscándolo, y cargándolo hasta el día en que tengamos la corona de la victoria eterna.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.

R. Amén.

 

 

III Estación

JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ BAJO LA CRUZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

QUÉ FÁCIL es hablar del sufrimiento. Lo difícil es sufrir. Vos lo probasteis, Señor. Cómo vuestro divino heroísmo es diferente del heroísmo fatuo y artificial de tanto soldado de las tinieblas. Vos no sonreísteis frente al dolor. No erais, Señor, de los que enseñan que se pasa la vida sonriendo. Cuando vuestra hora llegó, temblasteis, os perturbasteis, sudasteis sangre delante de la perspectiva del sufrimiento. Y en este diluvio de aprehensiones, infelizmente por demás fundadas, está la consagración de vuestro heroísmo. Vencisteis los gritos más imperiosos, las solicitaciones más fuertes, los pánicos más atroces. Todo se doblegó ante vuestra voluntad humana y divina. Por encima de todo, se sobrepuso vuestra determinación inflexible de hacer aquello para lo que habíais sido enviado por vuestro Padre. Y, cuando llevasteis vuestra Cruz por la calle de la amargura, una vez más las fuerzas naturales flaquearon. Caísteis, porque no teníais fuerzas. Caísteis, pero no os dejasteis caer sino cuando del todo no era posible proseguir el camino. Caísteis, pero no retrocedisteis. Caísteis, pero no abandonasteis la Cruz. La conservasteis con Vos, como la expresión visible y tangible de vuestro propósito de llevarla hacia lo alto del Gólgota.

Oh Dios mío, dadnos las gracias para que, en la lucha contra el pecado, contra los infieles, podamos quizá caer debajo de la cruz, pero sin jamás abandonar ni el camino del deber ni la arena del apostolado. Sin vuestra gracia, Señor, nada, absolutamente nada podemos. Pero si correspondemos, todo lo podremos. Señor, nosotros queremos corresponder a vuestra gracia.

 

Padre Nuestro, Ave María, Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

IV Estación

MARÍA SANTÍSIMA VIENE AL ENCUENTRO DE JESÚS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

CARGAR LA CRUZ significa, muchas y muchas veces, renunciar. Renunciar antes que nada a lo ilícito, a lo pecaminoso. Pero renunciar también, y muchas veces, a lo que siendo lícito y hasta admirable en sí, se torna malo o menos perfecto en consecuencia de determinadas circunstancias.

En el camino de vuestra Pasión, Señor, disteis un ejemplo terrible, un luminoso y admirable ejemplo de renuncia a lo que es lícito. ¿Qué hay de más lícito, Señor, que las caricias, que el desvelo de vuestra Madre Santísima? Todo cuanto de Ella sabemos es que, por más que sepamos algo, jamás sabremos todo, tal es el océano inconmensurable de perfecciones y de gracias que contiene. Vuestra Madre, Señor, está en vuestro camino. Ella quiere consolaros. Ella quiere consolarse con Vos. Vedla. Cómo es legítimo que os detengáis a lo largo de la vía dolorosa, consolándoos y consolándola. Sin embargo, el momento de la separación después de este rápido coloquio llegó. ¡Oh dilaceración!, es preciso que os separéis el uno del otro. Ni Ella ni Vos, Señor, contemporizáis. El sacrificio sigue su curso. Y Ella queda a la vera del camino… Es mejor no decir cómo, viendo que os distanciáis lentamente vertiendo sangre, con paso incierto y vacilante, en demanda del último y supremo sacrificio. María tiene pena de Vos. Ella os sigue con la mirada, viéndoos solo, en manos de verdugos y de enemigos. ¿Quién os ha de consolar? ¡Oh! voluntad irresistible, arrebatadora, inmensa, de seguir vuestros pasos, de deciros palabras de dulzura que sólo Ella sabe deciros, de amparar vuestro Cuerpo divino, de interponerse entre los verdugos y Vos, y, postrada como quien implora una limosna inestimable, suplicar para Sí un poco de los golpes que os dan, con tal que con esto os hieran un poco menos, no os golpeen tanto la carne inocente. ¡Oh Corazón de Madre, cuánto sufristeis en este lance!

Madres de sacerdotes, madres de misioneros, madres de religiosas, cuando sintáis el pesar de tanta separación cruel, pensad en María Santísima que dejó a su Divino Hijo seguir solo, el camino que le trazara la voluntad de Dios. Y pedid que Ella consuele vuestro dichoso dolor.

Pero hay, mil y mil veces infelices, otras madres abandonadas. Madres de impíos, madres de libertinos, madres de pecadores, también vosotras a veces quedáis solas en el camino del dolor, mientras vuestros hijos corren por las vías de la perdición. Pedid a Nuestra Señora que os consuele, que os dé aliento y perseverancia, y que ofrezca parte del dolor que en este paso sufrió, para que vuestros hijos puedan volver algún día a vosotras. Pensad en Santa María, y jamás desesperaréis. Para vuestros hijos desviados Nuestra Señora será la Estrella del Mar, que tarde o temprano los reconduzca al puerto.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

V Estación

EL CIRINEO AYUDA A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

SIMÓN CIRINEO venía de lejos. No sabía cuál era la algazara, el alarido, el vocerío que a veces el viento le traía. Una gran fiesta, probablemente, tantas eran las risas, los gritos, las voces, que en animada sucesión se hacían oír. Se aproximó. Fuerte, joven, lleno de vida, parecía en cierto sentido la antítesis del pobre ser de túnica blanca –la túnica de los locos– coronado de espinas, todo ensangrentado, un leproso lleno de llagas, que paciente y lentamente arrastraba la Cruz. El contraste sirvió a los verdugos de inspiración. Lo tomaron para ayudar a Cristo, Señor nuestro, a cargar la Cruz. El Cirineo aceptó. Al principio, tal vez porque era obligado. Después, por piedad. Quedó en la Historia, y, más que esto, conquistó para sí el Reino de los Cielos.

¡Cómo es frecuente esta escena! En el camino de nuestra vida, vemos a la Iglesia que pasa, perseguida, azotada, calumniada, odiada, y, Dios mío, a veces hasta traicionada por muchos que se dicen hijos de la luz sólo para poder propagar mejor las tinieblas. Vemos esto. En la apariencia la Iglesia está débil, vacilante, agonizante tal vez. En realidad, Ella es divinamente fuerte, como Jesús. Pero nosotros sólo vemos la debilidad con los ojos de la carne. Y somos tan miopes con los ojos de la fe, que con mucho esfuerzo discernimos la invencible fuerza divina que la conservará siempre y siempre. La Iglesia va a ser derrotada. Va a morir. ¿Poner al servicio de esa perseguida, de esa calumniada, de esa derrotada, la exuberancia de mis fuerzas, de mi juventud, de mi entusiasmo? ¡Nunca! Nos distanciamos. No somos Cirineos. Cuidamos sólo y sólo de nuestros intereses. Seremos abogados prósperos, comerciantes ricos, ingenieros bien ubicados, médicos con buena clientela, periodistas ilustres o prestigiosos maestros. ¡Y es que sólo en el día del Juicio comprenderemos lo que perdimos cuando la Santa Iglesia pasó por nuestro camino, y no la ayudamos!

¡Apostolado, apostolado, apostolado! Apostolado saturado de oración, impregnado de sacrificio. Este es el medio por el cual debemos ser Cirineos de la Santa Iglesia.

Señor mío, haced que seamos tan fieles a esta gracia cuanto el propio Cirineo. Oh bienaventurado Cirineo, rogad por nosotros.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

VI Estación

LA VERÓNICA ENJUGA EL ROSTRO DE JESÚS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

TODOS SE REÍAN de Vos, Señor mío, todos os herían, os ultrajaban. Vuestro divino Rostro, otrora radiante de hermosura, está ahora enteramente desfigurado. Sólo expresa el dolor, en su forma más aguda, más lacerante.

A los ojos de esa turbamulta, ¿qué papel haría quien os consolase, quien tomase vuestro partido, quien se declarase vuestro? Atraería sobre sí mucho del odio, del desprecio, de la humillación que sobre Vos se lanzaba como impetuoso torrente, desde lo íntimo de aquellos corazones empedernidos, y, más aún, desde todas las calles, plazas y callejuelas de la ciudad deicida.

La Verónica vio esto. Pero ella no tuvo miedo. Se aproximó de Vos. Os consoló. Y, ¡oh divina recompensa!, vuestro Rostro divino quedó para siempre estampado en el lienzo con que ella quiso enjugarlo.

Dios mío, quiera mi corazón consolaros siempre. Y especialmente cuando todos se avergüenzan de Vos, dadme fuerzas para consolaros, proclamando en alto y con fuerza a mi Divino Rey.

Como recompensa, no quiero otra sino tener vuestro Rostro estampado en mi corazón.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

VII Estación

JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

CAÍSTEIS UNA VEZ MÁS, Divino Señor. ¡Cómo es duro el camino de la Cruz! Fue durísimo para Vos. Será también durísimo para vuestros seguidores.

Hay momentos en que todos los caminos parecen cerrados para nosotros, el Cielo se oscurece, las esperanzas desaparecen, las aprensiones pueblan de negros fantasmas nuestra imaginación. Las fuerzas comienzan a flaquear. No aguantamos más. Aunque caigamos debajo de la cruz, Dios mío, una vez más os suplicamos, por vuestras entrañas misericordiosas, por vuestro Corazón Sagrado, por el amor que tenéis a vuestra Madre, por los dolores crudelísimos que en este paso sufristeis, no permitáis que salgamos del camino del sufrimiento y de la virtud, y que tiremos lejos de nosotros la cruz. Socorrednos entonces, Señor mío de misericordia. Porque lo que queremos es el entero cumplimiento de nuestro deber.

Pero oíd, Dios benigno, la súplica de nuestra debilidad. Por lo mucho que sufristeis, por la superabundancia de vuestros méritos infinitos, mitigad, si es posible, nuestro sufrimiento, tornad más leve nuestra cruz, sed Vos mismo nuestro misericordioso Cirineo, en toda la extensión en que lo permitan nuestra santificación y los supremos intereses de vuestra gloria. Os lo pedimos, Señor, por la omnipotente intercesión de vuestra Madre.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

VIII Estación

JESÚS CONSUELA A LAS HIJAS DE JERUSALÉN

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

VOS TUVISTEIS a la Verónica, Señor, y al inapreciable, si bien que pesarosísimo, consuelo de vuestra Madre. Y, en este paso, otras mujeres se acercan a Vos. ¡Lloran, gimen, se apiadan de Vos!

¿Cómo se llamarían estas buenas mujeres? El Evangelio no lo dice. ¿Cómo las trataban los soldados y el populacho que os martirizaban? Tampoco lo dice el Evangelio. Si ellos hablasen el lenguaje de nuestros días, ciertamente habrían exclamado: ¡Oh beatas!...

¡Beatas! Cuántas veces esta palabra se pronuncia con desprecio y dureza, para designar a las personas que sobresalen y se distinguen por su asiduidad a los pies de vuestros altares tantas veces abandonados, en la frecuencia a las ceremonias religiosas durante durante las cuales, a veces, sin ellas las iglesias habrían quedado casi vacías. Con lluvia o buen tiempo, se deslizan por las sombras de la madrugada o del crepúsculo, con paso apresurado. Van hacia la iglesia. Muchas van de prisa, porque tienen que trabajar, o en casa, o fuera. Rezan. Y su oración es a veces tan agradable que, sin aquello que peyorativa e injustamente se volvió convencional llamar beaterío, sería mucho más infeliz cualquier gran ciudad de pecadores de nuestros días.

Podrá a veces haber exceso, abuso, mala comprensión de muchas cosas. Pero ¿por qué generalizar la regla? ¿Por qué mirar apenas para las manchas, sin ver la luz de esa piedad perseverante e inextinguible? ¡Cuánto oro en esa escoria! Y cuando, después de haber contemplado así a esas almas entre las cuales muchas tienen tan gran mérito, se oyen ciertas declamaciones doctas contra el beaterío, se tiene el deseo de decir de los declamadores: ¡Señor, cuánta escoria en ese oro!

Ese verdadero beaterío, ese beaterío genuino y sincero ya estuvo a los pies de la Cruz, llorando y gimiendo. ¡Y cuánta gente que gusta decir que Judas no está en el infierno, pero que allí van ciertamente las beatas, quedará pasmado el día del Juicio Final!

Señor, aceptad y bendecid esas oraciones que en el curso de vuestra Pasión os fueron dirigidas. Vos disteis a estas pías mujeres su vocación: "Llorad". La vocación de llorar por los castigos que justos e inocentes sufren a consecuencia de los pecados colectivos, esa es su gran vocación. Que ese llanto, Señor, que Vos mismo incitasteis, sirva para que vuestras iglesias queden atestadas de beatos verdaderos, esto es, de bienaventurados de todas las edades y condiciones sociales, nobles, ricos, poderosos, pobres, andrajosos, infelices. Señor, conquistad y atraed a Vos a todas las almas, por las oraciones, el ejemplo y las palabras de las almas fieles, indefectiblemente fieles.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.

R. Amén.

 

 

IX Estación

JESÚS CAE POR TERCERA VEZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

HAY MISTERIOS que vuestro Santo Evangelio no narra. Y entre ellos me gustaría saber si me equivoco al suponer que ésta vuestra tercera caída fue hecha, Señor mío, para expiar y salvar a las almas de los prudentes.

La prudencia es la virtud por la cual escogemos los medios adecuados para obtener el fin que tenemos en vista. Así, los grandes actos de heroísmo pueden ser tan prudentes cuanto los retrocesos estratégicos. Si el fin es vencer, en un noventa por ciento de los casos es más prudente avanzar que retroceder. No es otra la virtud evangélica de la prudencia.

Sin embargo… se entiende que la prudencia es apenas el arte de retroceder. Y, así, el retroceso sistemático y metódico pasó a ser la única actitud reconocida como prudente por muchos de vuestros amigos, Señor mío.

Y por esto se retrocede mucho… ¿La realización de una gran obra para vuestra gloria se ha vuelto muy penosa? Se retrocede por prudencia. ¿La santificación está muy dura? ¿La escalada en la virtud multiplica las luchas en vez de aquietarlas? Se retrocede hacia los pantanos de la mediocridad, para evitar, por prudencia, grandes catástrofes. ¿La salud periclita? Se abandona, por prudencia, todo o casi todo apostolado, se "mediocriza" la vida interior, y se transforma el reposo en el supremo ideal de la vida, porque la vida fue hecha, ante todo, para ser larga. Vivir mucho pasa a ser el ideal, en vez de vivir bien. El elogio ya no sería como el de la Escritura: "En una corta vida recorrió una larga carrera" (Sabiduría 4, 13). Sería, por lo contrario, "tuvo larga vida, para la cual tuvo la sabiduría de renunciar a hacer una gran carrera en las vías del apostolado y de la virtud".

Vidas largas, obras pequeñas.

¿Y vuestra prudencia cómo fue, oh Modelo divino de todas las virtudes? ¿Cuántos amigos tenéis, que os aconsejarían a renunciar cuando caísteis por primera vez? En la segunda vez, serían legión. Y viéndoos caer por la tercera, ¡cuántos no os abandonarían escandalizados, pensando que erais temerario, falto de sentido común, que queríais violar los manifiestos designios de Dios!

Que este paso de vuestra Pasión nos dé las gracias, Señor, para ser de una invencible constancia en el bien, conociendo perfectamente el camino del verdadero heroísmo, que puede llegar a sus límites más extremos y más sublimes sin jamás confundirse con una vil y presuntuosa temeridad.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

X Estación

JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

NO OS SERÍA EVITADA esta suprema afrenta, Dios mío. ¡Aquel Cuerpo divinamente casto que la Virgen Santísima protegió siempre con las vendas y túnicas que le hacía, aquel Cuerpo indeciblemente puro habría de quedar expuesto a todas las miradas!

Dios mío, ¿cómo no suponer que Vos hayáis expiado particularmente en este paso los pecados contra la castidad? El martirio de la desnudez es inmenso para un alma pura. Tiempo hubo en que, en Cartago, las cristianas conducidas a la arena, habiendo vencido milagrosamente a las fieras, fueron sometidas a martirio aún mayor por los magistrados, que las expusieron desnudas delante del auditorio, alegando saber que ellas preferirían mil veces morir despedazadas por las fieras. Y tenían razón. Si así sufrían las mártires, ¿cómo sufristeis Vos, Dios mío?

Y si tan grande es vuestro divino horror a la impureza y a la impudicia, ¿con qué odio no odiáis, Señor, a aquellos que abusan de su riqueza propagando modas indecentes, por medio de representaciones cinematográficas y teatrales, por medio de revistas y fotografías, por medio del ejemplo funesto que las clases altas dan a las más modestas? ¿Cómo no odiáis a aquellos que abusan de su autoridad, forzando a empleadas, a hijas y hasta a esposas, a vestirse de modo indecoroso para seguir las fantasías de la época? De ellos es de quien dijisteis en el Evangelio: "Más le valiera que le colgasen al cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y así fuese sumergido en lo profundo del mar" (Mt. 18, 6).

Dad, a todos los que tienen por obligación combatir a la moda inmoral, coraje para tanto, Dios mío. A los padres, a las madres, a los profesores, a los patrones, y a los miembros de las asociaciones religiosas.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

XI Estación

JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

QUANDO ABRAHAM, con una docilidad sublime a vuestra voluntad, Dios mío, iba a hacer caer sobre Isaac el cuchillo sacrificador, Vos detuvisteis, misericordiosamente, el curso del sacrificio. Con vuestro Hijo, sin embargo, no actuasteis así. Al contrario, Jesús mío, vuestro sacrificio llegó hasta el fin. Se hizo absolutamente entero. Cargasteis la Cruz hasta lo alto del monte. Y ahora, sois clavado en ella.

La Cruz está por tierra, Jesús mío, y Vos acostado en ella. Aumentan cruelmente vuestros dolores. Son tantos que, sin un auxilio sobrenatural, moriríais. Pero vuestra fuerza crece en la medida de vuestra divina misión. Tendréis todo cuanto sea necesario para llegar hasta la última inmolación.

Los laxistas, Señor mío, retroceden. Inficionados de determinismo, no saben que Dios multiplica por la gracia las fuerzas naturales insignificantes de la voluntad humana. Por eso retroceden delante del deber evidente, admiten inhibiciones invencibles donde muchas veces la única realidad es que les falta espíritu de mortificación, y consideran perdidas con honores de guerra muchas batallas de la vida espiritual. En la vida espiritual no se pierde con honores de guerra. Las honras de guerra consisten únicamente en vencer. Y vencer consiste en no dejar la cruz, incluso cuando se cae debajo de ella; consiste en perseverar en medio de los aparentes fracasos de las obras externas, de la adversidad, del agotamiento de todas las fuerzas. Consiste en llevar la cruz hasta lo alto del Gólgota, y, allá, dejarse crucificar.

Vos yacéis sobre vuestra Cruz acostado, ¡oh Dios mío! ¡Qué fracaso aparente para el Salvador del mundo, echado en tierra como un gusano, desfigurado como un leproso, y crucificado como un criminal! ¡Dios mío, cuánta y qué espléndida victoria en la realización de vuestros designios, a despecho de todos estos obstáculos!

Una vez más, meditando vuestra Pasión, se yergue en nosotros el clamor tumultuoso de nuestra pequeñez. Si es posible, Dios mío, apartad de nosotros el cáliz, pero, si es indispensable, dadnos fuerzas para llegar hasta la crucifixión.

 

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz

R. Amén.

 

 

XII Estación

JESÚS MUERE EN LA CRUZ

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

YA NO ESTÁIS por tierra, Dios mío. La Cruz lentamente se levantó. No para elevaros, sino para proclamar bien en alto vuestra ignominia, vuestra derrota, vuestro exterminio.

Sin embargo, era el momento de cumplirse lo que Vos mismo habíais enseñado: "Cuando fuese elevado, atraeré hacia Mí a todas las criaturas" (Jn. 12, 32). En vuestra Cruz, humillado, llagado, agonizante, comenzasteis a reinar sobre la Tierra. En una visión profética, visteis a todas las almas piadosas de todos los tiempos, que venían a Vos. Visteis el recato y el pudor de las Santas Mujeres, que ahí compartían vuestro dolor y con ese alimento espiritual se santificaban. Visteis las meditaciones de San Pedro y de los Apóstoles sobre vuestra Crucifixión, visteis las meditaciones de Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio, Cipriano, Inés, Cecilia, Anastasia, todos aquellos santos que vuestra Providencia quiso que fuesen, diariamente y en el mundo entero, mencionados durante el Sacrificio de la Misa, porque la oblación de su santidad se hizo en unión con la oblación de vuestra Crucifixión. Visteis a los misioneros benedictinos que, conduciendo vuestra Cruz por los bosques de Europa, conquistaban más tierras que las legiones romanas. Visteis a San Francisco, que del Monte Alvernio os adoraba, y oísteis la prédica de Santo Domingo. Visteis a San Ignacio ardiendo de celo por el Crucifijo, reuniendo en torno de Vos a falanges de participantes de los Ejercicios Espirituales. Visteis a los misioneros que recorrían el Nuevo Mundo para predicar vuestro Crucifijo. Visteis a Santa Teresa llorando a vuestros pies. Visteis vuestra Cruz luciendo en la corona de los Reyes. Dios mío, en la Cruz comenzó vuestra gloria, y no en la Resurrección. Vuestra desnudez es un manto real. Vuestra corona de espinas es una diadema sin precio. Vuestras llagas son vuestra púrpura. ¡Oh! Cristo Rey, cómo es verdadero consideraros en la Cruz como un Rey. ¡Pero cómo es cierto que ningún símbolo expresa mejor la autenticidad de esa realeza como la realidad histórica de vuestra desnudez, de vuestra miseria, de vuestra aparente derrota!

 

Padre Nuestro, Ave María, Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, tened piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.

R. Amén.

 

 

XIII Estación

JESÚS YACE EN LOS BRAZOS DE SU MADRE

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

LA REDENCIÓN se consumó. Vuestro sacrificio se hizo por entero. La Cabeza sufrió cuanto tenía que sufrir. Restaba a los miembros del cuerpo sufrir también. Junto a la Cruz estaba María. ¿Para qué decir, aunque sea una palabra, sobre lo que Ella sufrió? Parece que el propio Espíritu Santo evitó describir lo lacerante del dolor que inundaba a la Madre como reflejo del dolor que superabundó en el Hijo. Él solo dijo: "Oh vosotros, que pasáis por el camino, parad y ved si hay dolor semejante a mi dolor" (Jer. 1, 12). Sólo una palabra lo puede describir: no tuvo igual en todas las puras criaturas de Dios.

¡Nuestra Señora de la Piedad! Así es que el pueblo fiel invoca a Nuestra Señora cuando la contempla sentada, con el cadáver divino del Hijo en sus brazos. Piedad, porque toda Ella no es sino compasión. Compasión del Hijo. Compasión de sus hijos, porque Ella no tiene sólo un hijo. Madre de Dios, se hizo Madre de todos los hombres. Y Ella no tiene apenas compasión del Hijo, también la tiene de sus hijos. Mira hacia nuestros dolores, nuestros sufrimientos, nuestras luchas. Nos sonríe en el peligro, llora con nosotros en el dolor, alivia nuestras tristezas y santifica nuestras alegrías. Lo propio del corazón de madre es una íntima participación en todo lo que hace vibrar el corazón de sus hijos. Nuestra Señora es nuestra Madre. Ama mucho más a cada uno de nosotros individualmente, aún al más miserable y pecador, de lo que podría hacerlo el amor sumado de todas las madres del mundo por un hijo único. Persuadámonos bien de esto. Es a cada uno de nosotros. Es a mí. Sí, a mí, con todas mis miserias, mis infidelidades tan ásperamente censurables, mis indisculpables defectos. Es a mí a quien así Ella ama. Y ama con intimidad. No como una reina que, no teniendo tiempo para tomar conocimiento de la vida de cada uno de sus súbditos, acompaña apenas en líneas generales lo que ellos hacen. Ella me acompaña a mí, en todos los detalles de mi vida. Conoce mis pequeños dolores, mis pequeñas alegrías, mis pequeños deseos. No es indiferente a nada. Si supiésemos pedir, si comprendiésemos la importunidad evangélica como una virtud admirable, ¡cómo sabríamos ser minuciosamente importunos con Nuestra Señora! Y Ella nos daría en el orden de la naturaleza, y principalmente en el orden de la gracia, muchísimo más de lo que jamás osaríamos suponer.

¡Nuestra Señora de la Piedad! Tanto valdría, o casi, decir Nuestra Señora de la Santa Osadía. Porque, ¿qué más puede estimular la santa osadía, osadía humilde, sumisa y conformada de un miserable, que la piedad maternal inimaginable de quien todo lo tiene?

 

Padre Nuestro, Ave María, Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.

R. Amén.

 

XIV Estación

JESÚS ES COLOCADO EN EL SEPULCRO

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.

R. Porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

 

AL MISMO TIEMPO que las pesadas lajas del sepulcro velan el Cuerpo del Salvador a las miradas de todos, la Fe vacila en los pocos que habían permanecido fieles a Nuestro Señor.

Pero hay una lámpara que no se apaga, ni parpadea, y que sola arde plenamente, en esta oscuridad universal. Es Nuestra Señora, en cuya alma la Fe brilla tan intensamente como siempre. Ella cree. Cree por entero, sin reservas ni restricciones. Todo parece haber fracasado. Pero Ella sabe que nada fracasó. En paz, aguarda la Resurrección. Nuestra Señora resumió y compendió en Sí a la Santa Iglesia, en esos días de tan extensa deserción.

Nuestra Señora, protectora de la Fe. Este es el tema de la presente meditación. De la Fe y del espíritu de fe, o sea del sentido católico. Hoy, a muchos ojos, las posibilidades de restauración plena de todas las cosas según la ley y la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo parecen tan irremediablemente sepultadas cuanto a los Apóstoles parecía irremediablemente sepultado Nuestro Señor en su sepulcro. Los que tienen devoción a Nuestra Señora reciben de Ella, sin embargo, el inestimable don del sentido católico. Y, por eso, ellos saben que todo es posible, y que la aparente inviabilidad de los más osados y extremados sueños apostólicos no impedirá una verdadera resurrección, si Dios tuviere pena del mundo y el mundo corresponde a la gracia de Dios.

Nuestra Señora nos enseña la perseverancia en la fe, en el sentido católico y en la virtud del apostolado intrépido –"Fides intrépida"– incluso cuando todo parece perdido. La Resurrección vendrá pronto. Felices los que supieren perseverar como Ella, y con Ella. De ellos serán las alegrías, en cierta medida las glorias del día de la Resurrección.

 

Padre Nuestro, Ave María, Gloria.

V. Ten piedad de nosotros, Señor.

R. Señor, ten piedad de nosotros.

V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.

R. Amén.