Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana

 

Bookmark and Share

Editorial Femando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

Primera edición, julio de 1993.

Segunda edición, octubre de 1993

© Todos los derechos reservados.


NOTAS

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la segunda edición, de octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


DOCUMENTOS VII

La Roma antigua: un Estado nacido de sociedades patriarcales

 

La obra de Numa-Dionisio Fustel de Coulanges, [1] La Ciudad Antigua, acogida con entusiasmo en un principio, ha sido objeto de restricciones a lo largo de los tiempos. No han faltado, por ejemplo, quienes le apuntaran un carácter excesivamente “sistemático”. Esto no obstante, por su erudición ejemplar, por su lucidez de pensamiento y claridad de exposición, La Ciudad Antigua conserva en nuestros días la categoría de verdadera obra maestra en su género.

1. La palabra pater se distingue de genitor y aparece como sinónimo de rex

“Gracias a la religión doméstica, la familia era un pequeño cuerpo organizado, una pequeña sociedad que tenía su jefe y su gobierno. No hay nada, en la sociedad moderna que pueda darnos una idea de esta autoridad paterna. En aquella antigua época, el padre no era sólo el hombre fuerte que protege, y que tiene también el poder de hacerse obedecer: era el sacerdote, el heredero de! hogar, el continuador de sus antepasados, el tronco de sus descendientes, el depositario de los ritos misterio-sos del culto y de las fórmulas secretas de la oración. Toda la religión residía en él.

“El propio nombre con que se le designa, pater, contiene en sí curiosas enseñanzas. La palabra es la misma en griego, en latín y en sánscrito; de donde se puede desde luego concluir que esta palabra data de un tiempo en que los antepasados de los helenos, de los itálicos y de los indos vivían aún juntos en el Asia central. ¿Que sentido tenía y qué idea representaba en la mentalidad de aquellos hombres? Podemos saberlo por haberse conservado su significado primitivo en las fórmulas del lenguaje religioso y del vocabulario jurídico. (...)

“En el lenguaje jurídico podía dársele el título de pater o paterfamilias a un hombre que no tuviera hijos, que no estuviera casado o que ni siquiera estuviera en edad de contraer matrimonio. La idea de la paternidad no se asociaba, pues, a esta palabra. La antigua lengua tenía otra que designaba con propiedad al padre y que, tan añeja como pater, se encuentra como ésta en los idiomas de los griegos, de los romanos y de los indos (gânitar, gennhthr, genitor). La palabra pater tenía otro sentido. En lenguaje religioso se aplicaba a todos los dioses; en lenguaje jurídico, a cualquier hombre que no dependía de otro y ejercía autoridad sobre una familia y sobre un dominio, paterfamilias. Los poetas nos muestran que se empleaba con todos aquellos a quienes se deseaba honrar. El esclavo y el cliente la usaban para con su señor. Era sinónimo de las palabras Rex, anax, basileuz. No contenía en sí la idea de paternidad, sino la de poder, autoridad, dignidad majestuosa.

“Que dicho término haya sido aplicado al padre de familia hasta convertirse poco a poco en su nombre más corriente, es sin duda un hecho muy significativo y que parecerá importante a quien desee conocer las antiguas instituciones. La historia de esta palabra basta para darnos una idea del poder que el padre ha ejercido durante mucho tiempo en la familia y del sentimiento de veneración asociado a él como pontífice y soberano.” [2]

2. La gens de los romanos y la genoz de los griegos

“Para resolver los difíciles problemas que nos presenta la historia con frecuencia, conviene indagar de cada uno de los términos de la lengua todos los conocimientos que pueda proporcionarnos. A veces una institución se explica por la palabra que la designa. Ahora bien, la palabra gens es exactamente la misma que genus, hasta tal punto que podía emplearse la una por la otra y decirse indiferentemente gens Fabia o genus Fabium; ambas corresponden al verbo gignere y al sustantivo genitor, exactamente del mismo modo que genoz corresponde a gennan y a goneuz. Todas estas palabras contienen en sí la idea de filiación. (...) Compárense con ellas las que solemos traducir por familia: la latina, familia, la griega oicoz. Ni una ni otra contienen en sí el sentido de generación o parentesco. El verdadero significado de familia es propiedad; designa el campo, la casa, el dinero, los esclavos; y por eso las Doce Tablas, al referirse al heredero, lo llaman familiam nancitor, el que recibe la sucesión. Respecto a oicoz, es claro que no trae al espíritu ninguna otra idea sino la de propiedad o domicilio. He aquí, pues, las palabras que traducimos habitualmente por familia. Ahora bien, ¿es admisible que términos cuyo sentido intrínseco es el de domicilio o propiedad hayan podido emplearse tantas veces para designar a una familia; y que otras palabras cuyo sentido interno es el de filiación, nacimiento, paternidad, nunca hayan designado sino una asociación artificial? Seguramente esto no estaría de acuerdo con la nitidez y precisión de las lenguas antiguas. Es indudable que los griegos y romanos asociaban a las palabras gens y genoz la idea de un origen común. (...)

“Todo nos presenta a la gens como unida por un vínculo de nacimiento. (...)

“La gens no era una asociación de familias, sino la propia familia. Podía indiferentemente comprender una sola línea o estar dividida en numerosas ramas; pero nunca dejaba de ser una sola-familia.

“Por lo demás, es fácil darse cuenta de como se dio la formación de la gens antigua y de su naturaleza si nos remontamos a las antiguas creencias y a las antiguas instituciones que hemos estudiado antes. Así, habrá que reconocer que la gens se derivó naturalmente de la religión doméstica y del derecho privado de las antiguas épocas. (...) Al observar lo que era la autoridad en la familia antigua, hemos visto que los hijos no se separaban del padre; al estudiar las reglas de la transmisión del patrimonio, hemos comprobado que, gracias al principio de la comunidad del dominio, los hermanos menores no se separaban del primogénito. Hogar, tumba, patrimonio, todo era indivisible en sus orígenes. En consecuencia, la familia también lo era. El tiempo no la desmembraba. Esta familia indivisible, que se desarrollaba a través de los tiempos, perpetuando de siglo en siglo su culto y su nombre, era verdaderamente la gens antigua. La gens era la familia, pero la familia habiendo conservado la unidad que su religión le imponía, y habiendo alcanzado todo el desarrollo que el antiguo derecho privado le permitía alcanzar.

“Admitida esta verdad, todo lo que los antiguos escritores nos dicen de la gens se aclara. La estrecha solidaridad que, según hemos destacado oportunamente, existe entre todos sus miembros nada tiene de sorprendente; son parientes por nacimiento.” [3]

3. La concepción de la familia en el mundo antiguo

“Se puede, pues, entrever que durante un largo periodo, los hombres no conocieron otra forma de sociedad sino la familia. (...)

“Cada familia tiene su religión, sus dioses, su sacerdocio. (...) Cada familia tiene también su propiedad, es decir, su parte de la tierra que está inseparablemente unida a ella por su religión (...). En fin, cada familia tiene su jefe, como una nación tendría su rey. Tiene sus leyes, que sin duda no han sido escritas, pero que la creencia religiosa graba en el corazón de cada hombre. Tiene su justicia interior, por encima de la cual no hay otra a la que se pueda apelar. Todo aquello que el hombre necesita perentoriamente para su vida material o moral, la familia lo posee en sí. No necesita nada de fuera: es un Estado organizado, una sociedad que se basta a sí misma.

“Es claro que esta familia de las antiguas épocas no estaba reducida a las mismas proporciones que la familia moderna. En las grandes sociedades, la familia se desmiembra y decrece; pero, en la ausencia de cualquier otra sociedad, se extiende, se desarrolla, se ramifica sin dividirse. Varias ramas secundarias permanecen agrupadas alrededor de una rama primogénita, junto al hogar único y la tumba común.” [4]

4. Familia, curia o fratría, y tribu

“El estudio de las antiguas reglas del derecho privado nos ha permitido entrever, más allá de los tiempos que llamamos históricos, un período de siglos durante los cuales la familia fue la única forma de sociedad. Esta familia podía contener, pues, en su amplio marco muchos millares de seres humanos. Pero en estes límites la asociación humana se sentía demasiado restringida por sus necesidades materiales, pues era difícil que esta familia se bastase ante todos los azares de la vida, y demasiado restringida también para la satisfacción de las necesidades morales de nuestra naturaleza (...).

“La idea religiosa y la sociedad humana iban, pues, a crecer simultáneamente.

“La religión doméstica prohibía que dos familias se mezclaran y confundieran. Pero era posible que varias familias, sin sacrificar nada de su religión particular, se uniesen al menos para la celebración de otro culto que les fuese común. Esto es lo que ocurrió. Cierto número de familias formaron un grupo, que la lengua griega llamó una fratría y la lengua latina una curia. ¿Existía entre las familias del mismo grupo un vínculo de nacimiento? Es imposible afirmarlo. Lo seguro es que esta nueva asociación no se hizo sin una cierta ampliación de la idea religiosa. En el mismo momento de unirse, estas familias concebían una divinidad superior a sus divinidades domésticas, que era común a todas y velaba sobre el grupo entero. Elevábanle un altar, encendían un fuego sagrado e instituían un culto.

“No había curia, fratría, que no tuviese su altar y su dios protector. Allí, el acto religioso era de la misma naturaleza que en la familia. (...)

“Cada fratría o curia tenía un jefe, curión o fratriarca, cuya principal función era la de presidir los sacrificios. Tal vez hayan sido más amplias sus atribuciones en su origen. La fratría tenía sus asambleas, sus deliberaciones, y podía emitir decretos. En ella, así como en la familia, había un dios, un culto, un sacerdocio, una justicia, un gobierno. Era una pequeña sociedad modelada exactamente sobre la familia.

“La asociación continuó creciendo naturalmente y del mismo modo; muchas curias o fratrías se agruparon y formaron una tribu.

“Este nuevo círculo tuvo también su religión; en cada tribu hubo un altar y una divinidad protectora. (...)

“La tribu, como la fratría, celebraba sus asambleas y emitía decretos, a los cuales todos sus miembros debían someterse. Tenía un tribunal y un derecho de justicia sobre sus miembros. Tenía un jefe, tribunus, fulobasileuz. [5]

5. Se forma la ciudad

“La tribu, al igual que la familia y la fratría, estaba compuesta como un cuerpo independiente, puesto que tenía un culto especial, del que estaba excluido todo extranjero. Una vez formada, ya no podía admitirse en ella a ninguna nueva familia. Dos tribus no podían ya fundirse en una; su respectiva religión se oponía a ello. Pero así como varias fratrías se habían unido en una tribu, varias tribus podían asociarse entre sí, con la condición de que se respetase el culto de cada una de ellas. El día en que se celebraba esta alianza, nacía la ciudad.

“Poco importa buscar la causa que determinó a varias tribus vecinas a unirse. Ora la unión fue espontánea, ora impuesta por la fuerza superior de una tribu o por la voluntad poderosa de un hombre. Lo que es cierto es que el vínculo de la nueva asociación continuaba siendo un culto. Las tribus que se agrupaban para formar una ciudad no dejaban nunca de encender un fuego sagrado y de adoptar una religión común.

“Así, en esta raza, la sociedad humana no creció a la manera de un círculo que se ensancha paulatinamente, progresando paso a paso. Por el contrario, pequeños grupos, constituidos mucho tiempo antes, fueron incorporándose unos a otros. Varias familias formaron la fratría; varias fratrías, la tribu; varias tribus, la ciudad. Familia, fratría, tribu, ciudad, son, antes que nada, sociedades exactamente semejantes entre sí, que nacieron unas de otras por una serie de federaciones.

“Es necesario destacar que a medida que esos diferentes grupos se asociaban entre sí de ese modo, ninguno de ellos, sin embargo, perdía ni su individualidad ni su independencia. Aunque varias familias se hubiesen unido en una fratría, cada una de ellas continuaba estando constituida como en la época de su aislamiento; nada había cambiado en ella, ni su culto, ni su sacerdocio, ni su derecho de propiedad, ni su justicia interior. Algunas curias se asociaron en seguida, pero conservando cada una de ellas su culto, sus reuniones, sus fiestas, su jefe. De la tribu se pasó a la ciudad; pero no por eso, fueron disueltas las tribus, y cada una continuó formando un cuerpo, casi como si la ciudad no existiera. (...)

“Así, pues, la ciudad no es un conjunto de individuos, es una confederación de varios grupos constituidos anteriormente a los que ella deja subsistir. Por los oradores áticos compruébase que cada ateniense formaba parte a la vez de cuatro sociedades distintas; era miembro de una familia, de una fratría, de una tribu y de una ciudad.” [6]

6. Ciudad y urbe

“Ciudad y urbe no eran palabras sinónimas entre los antiguos. La ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y de las tribus: la urbe era el lugar de reunión, el domicilio y, sobre todo, el santuario de esta asociación. (...)

“Una vez que las familias, las fratrías y las tribus habían convenido unirse y tener un mismo culto, se fundaba inmediatamente la urbe, destinada a ser el santuario de este culto común. De este modo, la fundación de una urbe era siempre un acto religioso.

“Tomemos como primer ejemplo a la misma Roma (...)

“Llegado el día de la fundación, [Rómulo] ofrece, antes que nada, un sacrificio. Sus compañeros se disponen alrededor suyo, encienden un fuego con zarzas y cada uno salta sobre las ligeras llamas. La explicación de este rito está en que era necesario que el pueblo se encontrara puro antes del acto; los antiguos creían que el saltar sobre la llama sagrada les purificaba de toda mancha física y moral.

“Cuando esta ceremonia preliminar ha preparado al pueblo para el gran acto de la fundación, Rómulo cava un pequeño hoyo de forma circular y echa en él un puñado de tierra que ha traído de Alba. A continuación, cada uno de sus compañeros, se acerca por turno y arroja, como él, un poco de tierra, que ha traído del país de donde procede. Este rito digno de nota nos manifiesta en estos hombres una mentalidad que conviene destacar. Antes de llegar al Palatino habitaban en Alba o en alguna otra de las ciudades vecinas. Allí estaba su hogar; era allí donde sus padres habían vivido y estaban enterrados. Ahora bien, la religión prohibía abandonar la tierra donde el hogar había sido establecido y donde los antepasados divinos reposaban. Era, pues, necesario, que cada uno de estos hombres, para librarse de toda impiedad, se sirviera de un artificio y llevase con él, bajo el símbolo de un puñado de tierra, el suelo sagrado en que se hallaban enterrados sus antepasados y al que sus Manes estaban vinculados. Un hombre sólo podía trasladar [su residencia] si llevaba consigo su suelo y sus antepasados. Era preciso ejecutar este rito para que pudiera decir, mostrando el nuevo lugar que había abrazado como suyo: ‘Esta es también la tierra de mis padres, terra patrum, patria; aquí está mi patria, porque aquí están los manes de mi familia’.” [7]

7. Dificultades para la formación del Estado

“Dos cosas pueden deducirse fácilmente: en primer lugar, que esta religión, propia de cada urbe, debe haber constituido la ciudad de una manera fortísima y casi inquebrantable; es en efecto, maravilloso que, esa organización social haya durado tanto tiempo a pesar de sus defectos y numerosas amenazas de ruina; en segundo lugar, que durante muchos siglos, esa religión debe haber tenido como efecto hacer imposible que se estableciera otra forma de sociedad diferente de la ciudad.

“Cada ciudad, por las propias exigencias de su religión, debería ser absolutamente independiente. Era necesario que cada una tuviera su código particular, ya que cada una tenía su religión y la ley emanaba de ella. Cada una debía tener su justicia soberana, y no podía haber justicia superior a la de la ciudad. Cada una tenía sus fiestas religiosas y su calendario; los meses y los años no podían ser los mismos en dos ciudades, pues la secuencia de actos religiosos era diferente. Cada una tenía su propia moneda, habitualmente acuñada con su emblema religioso. Cada una tenía sus pesos y sus medidas. No se admitía que hubiera nada común entre dos ciudades. (...)

“Grecia jamás logró formar un solo Estado: ni las urbes latinas, ni las etruscas, ni las tribus samnitas pudieron formar nunca un solo cuerpo. La incurable división de los griegos ha sido atribuida a la naturaleza del país. Se ha dicho que las cadenas montañosas que allí se cruzan establecen entre los hombres líneas naturales de demarcación; pero ninguna montaña había entre Tebas y Platea, ni entre Argos y Esparta, ni entre Síbaris y Crotona; tampoco las había entre las ciudades del Lacio ni entre las doce ciudades de Etruria. Sin ninguna duda, la naturaleza física ejerce alguna influencia sobre la historia de los pueblos; pero las creencias del hombre tienen sobre ella una mucho más poderosa. Entre dos ciudades vecinas se interponía un obstáculo más infranqueable que una montaña: la serie de ritos sagrados, la diferencia de los cultos, la barrera que cada ciudad levantaba entre el extranjero y sus dioses. (...)

“Por esta razón los antiguos no pudieron establecer, y ni siquiera concebir, ninguna otra organización social que no fuera la ciudad. Durante mucho tiempo ni los griegos, ni los itálicos, ni tampoco los romanos pensaron que pudieran unirse varias urbes y vivir en igualdad de condiciones bajo un mismo gobierno. Bien podía existir entre dos ciudades una alianza, una asociación momentánea con el propósito de obtener algún beneficio o rechazar un peligro, pero jamás existía una unión completa, pues la religión hacía de cada ciudad un cuerpo que no podía asociarse a ningún otro. El aislamiento era la ley de la ciudad.

“Con las creencias y usos religiosos que hemos visto, ¿cómo podían mezclarse diversas urbes para formar un solo Estado? La asociación humana sólo se comprendía y sólo parecía regular cuando estaba fundada en la religión. El símbolo de esta asociación debía ser un banquete sagrado celebrado en común. En rigor, varios miles de ciudadanos podían perfectamente reunirse en torno de un mismo pritaneo, recitar la misma oración y compartir los alimentos sagrados. ¡Pero intentad, con tales usos, hacer de toda Grecia un solo Estado! (...)

“Mezclar dos ciudades en un solo Estado, unir la población vencida a la victoriosa y asociarlas bajo un mismo gobierno, es lo que nunca se ve entre los antiguos, con una sola excepción [Roma] de cual la hablaremos más adelante. (...)

“Esta independencia absoluta de la ciudad antigua sólo pudo cesar cuando las creencias sobre las que estaba fundada desaparecieran completamente. Después de que las ideas se transformaran y de que pasaran sobre estas sociedades antiguas varias revoluciones, se pudo llegar a concebir y establecer un Estado más grande regido por reglas diferentes. Pero para eso fue necesario que los hombres descubrieran otros principios y otro vínculo social, distintos de los de las antiguas épocas.” [8]


NOTAS

[1] Historiador francés nacido en 1830 y fallecido en 1889, profesor de Historia Medieval en la Sorbona y Director de la Escuela Normal Superior. Escribió otras obras además de La Ciudad Antigua, entre las cuales se destaca la Historia de las Instituciones de la Francia Antigua, donde analiza la formación del régimen feudal en dicho país.

[2] La Cité Antique, Librairie Hachette, Paris, pp. 96-98

[3] Ídem, pp. 118, 119, 120-122.

[4] Ídem, pp. 126-127.

[5] Ídem, pp. 131, 132-133, 134-135.

[6] Ídem, pp. 143-144, 145.

[7] Ídem, pp. 151, 153-154.

[8] Ídem, pp. 237-239, 240, 241.