Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana

 

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Editorial Femando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

Primera edición, julio de 1993.

Segunda edición, octubre de 1993

© Todos los derechos reservados.


NOTAS

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la segunda edición, de octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


DOCUMENTOS X

Francisco II, Emperador del Sacro Imperio Romano (1792-1806) y Emperador de Austria como Francisco I (1768-1835) - "Retorno del Emperador a Viena en Diciembre de 1809", por Johann Peter Krafft (1780-1865)

 

El carácter paternal de la monarquía en la Edad Media

 

1. Recepción dada en Viena a Francisco I tras la retirada de las tropas de Napoleón

Los soberanos de la Casa de Austria conservaron en gran medida hasta su destronamiento en 1918, el carácter paterno de la monarquía medieval. Se nos da una expresiva idea de la afectividad que rodeaba dicho carácter en el discurso pronunciado por el Burgomaestre de Viena al recibir al Emperador Francisco I, algún tiempo después de la derrota de Wagram (1809).

Al lector moderno no imbuido de espíritu de lucha de clases, el mencionado discurso le parecerá, más que un documento histórico, la página de un cuento de hadas. Sin embargo, he aquí como le narra un cronista de indiscutible idoneidad intelectual: el historiador austríaco J. B. Weiss (1820-1899).

“La adhesión [del pueblo de Viena] se mostró más calurosamente en el recibimiento del Emperador Francisco I, después de la devastadora guerra; y en la salida de los franceses de Viena el 20 de Noviembre de 1809, tras una opresora permanencia de seis meses y siete días; hasta el 5 de Enero de 1810 no salieron del territorio austríaco todos los franceses.

“El 26 de Noviembre las tropas austríacas volvieron a entrar en Viena, el 27 llegó el Emperador a las 4 de la tarde. Ya desde la madrugada salieron miles y miles de personas que se dirigieron hacia Simmering, para recibir al amado Emperador. Toda Viena estaba en pie; aguardando apretujados como hijos que esperan a su amado padre. Finalmente, a las 4 se presentó sin guardia ninguna, en calesa abierta y con uniforme de su regimiento de húsares, llevando a su lado al Mayordomo Mayor Conde de Wrbna. El suelo y el aire parecían temblar con los clamores de júbilo: ‘¡Bienvenido sea nuestro padre!’ Los pañizuelos no acababan de agitarse, el burgomaestre le dirigió una alocución: ‘Amado Príncipe: Cuando un pueblo en lucha con el infortunio, sufriendo de mil maneras, sólo piensa en las penas de su Príncipe, el amor descansa en la honda base del sentimiento, firme e imperecedera. —Nosotros somos ese pueblo. Cuando nuestros hijos caían en sangrienta lucha, cuando balas encendidas destruían nuestras casas, cuando los cimientos de Viena retemblaban al tronido de las batallas, pensábamos en ti. Príncipe y padre, entonces pensábamos en ti con silencioso amor. Pues tú no quisiste esa guerra. Sólo la fatalidad de la época te la impuso. Tú quisiste lo mejor. El autor de nuestras penalidades no has sido tú. Nosotros sabemos que nos amas; sabemos que nuestra dicha es tu sagrada y firme voluntad. A menudo hemos sentido las bendiciones de tu paternal bondad, has señalado tu regreso con nuevos beneficios. Sé, pues, Príncipe paternal, saludado con amor inmutable en medio de nosotros. Es verdad que el mal éxito de la guerra te ha privado de una parte de tus súbditos. Pero olvida el dolor de tus pérdidas en la íntima unión de tus leales. No el número, sólo la voluntad firme y constante, el amor que todo lo enlaza, son los apoyos sagrados del trono. Y todos estamos animados de este espíritu. Queremos suplirte lo que has perdido. Queremos ser dignos de nuestra patria; pues ningún austríaco abandona a su Príncipe cuando se trata de ella. —Aunque los muros que rodean tu palacio cayeren en ruinas, el más firme castillo son los corazones de tu pueblo’.

“Ningún monarca hubiera podido hallar un recibimiento más caluroso. Francisco I no pudo avanzar sino al paso. El pueblo le besaba las manos, los vestidos y los caballos. Llegado a palacio, le subieron por la ancha escalinata. Por la noche la ciudad y los arrabales estaban espléndidamente iluminados.” [1]

2. Acogida del pueblo de París al Conde de Artois, en su regreso del exilio

Carlos X se dirige a la Catedral de Notre Dame - Nicolas Gosse

La festiva y entusiasta recepción dispensada por el pueblo de otra capital europea a otro príncipe víctima de la desventura —nos referimos a la acogida proporcionada por la población de París al Conde de Artois, futuro Carlos X, a su regreso del exilio— muestra bien el afecto con que el pueblo rodeaba a los representantes de las antiguas dinastías legítimas y paternales. Hela aquí, narrada por el eminente historiador contemporáneo Georges Bordonove:

“Monsieur [2] hizo su entrada en París el 10 de abril de 1814, por la puerta de Saint-Denis. El Barón de Frénilly testimonia: ‘No había suficientes ventanas ni tejados para contener a la multitud enardecida que enronquecía de tanto gritar. Todo estaba decorado con banderas, cortinas, tapices, flores, y todos los pañuelos se agitaban. Era un espectáculo emocionante (...):

“El tiempo era espléndido. El sol de abril daba luz a esta profusión de banderas blancas, de flores, de caras sonrientes. (...) Los niños, los jóvenes se sujetaban a las verjas. Unos valientes, encaramados en los tejados, agitaban sus sombreros. Sonaban tambores. Los caballos caracoleaban sobre el pavimento. En todas partes se fundían espontáneamente los gritos de: ‘¡Viva el Rey! ¿Viva Monsieur!’. A medida que se aproximaba al centro de París, la alegría aumentaba, el entusiasmo se convertía en delirio. ¡Monsieur era realmente un hombre hermoso! A pesar de sus 57 años, ¡tenía un tal porte! ¡Vestía tan bien el uniforme azul con bordados y hombreras de plata! ¡Montaba con tanta elegancia el magnífico caballo blanco que le habían ofrecido! ¡Tenía una mirada al mismo tiempo tan altiva y llena de bondad! ¡Respondía con tanta gracia a las aclamaciones! (...) ¡Hacía tanto tiempo que no se veía un verdadero príncipe, encantador y caballeresco! Así avanzaba hacia Notre-Dame. (...) Monsieur dejaba que la multitud se le aproximara, tocara sus botas, sus estribos, el cuello de su caballo. Esta osadía agradaba. Los mariscales del Imperio le seguían. Algunos se habían presentado a él con la escarapela tricolor. Otros no ocultaban su hostilidad. Todos estaban ansiosos por conservar su puesto. Monsieur les saludó. Poco a poco se dejaron ganar por la euforia general. Los movimientos, los gritos jubilosos de esta multitud les desconcertaban. No comprendían por qué los parisienses se apasionan a tal punto por un príncipe que ayer les era desconocido. Una misteriosa llama había electrizado los corazones. Era Monsieur quien la había encendido. Él tenía el don de agradar, de seducir tanto a las multitudes como a los individuos; hoy diríamos: un carisma. Correspondía de tal modo a la imagen que se tiene de un príncipe, había tanta simplicidad en su comportamiento, y esa naturalidad suprema que no se puede aprender, sino que fluye sencillamente... Se le abre con dificultad camino entre la multitud hasta Notre-Dame, donde estaba programado un Te Deum. Los acontecimientos se habían precipitado de tal modo que no se había tenido tiempo de decorar la catedral. Se le vio arrodillarse y rezar con fervor. Agradecía a la Providencia el haberle concedido esta alegría de entregar a Francia el trono de las flores de lis.” [3]

Tal vez estuviera la causa de la llama que con el entusiasmo de los parisienses por el regreso de la Monarquía legítima así se encendía, en que ellos participaban del sentimiento, entonces general, genialmente explicitado por Talleyrand en las palabras finales de su carta a Carlos X tras la primera abdicación de Bonaparte: “Nous avons assez de gloire, Monseigneur, mais venez, venez nous rendre l’honneur.” [4]


NOTAS

[1] Historia Universal, Tipografía La Educación, Barcelona, 1932, vol. XXI, pp. 768-769.

[2] Tratamiento dado al hermano del Rey que le seguía inmediatamente en edad. Durante el reinado de Luis XVIII era el Conde de Artois quien lo recibía.

[3] Les rois qui on fait la France — Charles X, Pygmalion, París, 1990, pp. 121-123.

[4] Ya tenemos demasiada gloria, Monseigneur; pero venid, venid a traernos el honor.