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Plinio Corrêa de Oliveira Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II Revolución y Contra-Revolución en las tres Américas |
NOTAS ● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos. ● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana. ● Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor. ● La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen. ● E l presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión.CAPÍTULO II - 2ª parteSiglos XVII y XVIII: renovación y gradual definición de caracteres9. Fusión de trazos en el noble hispanoamericano: Patricio urbano y señor territorial, agente civilizador y patrono espiritualEs digno de nota el hecho de que en Hispanoamérica no se verifica una definida separación entre nobleza urbana y rural, como ocurre en algunos países de Europa en esa época. El noble americano es polifacético, tendiente a lo ecléctico, acumulando características al mismo tiempo ciudadanas y campestres, cortesanas y guerreras, intelectuales y mercantiles. “Los patriarcas nobles formaban lazos vivos que unían la dicotomía de la sociedad colonial: rural y urbana, Iglesia y Estado, civil y militar, criollo y español”, afirma Doris Ladd. “El hacendado, el oficial, el militar, el patrono de la Iglesia, el rentista, el cortesano, solían ser los diversos papeles desempañados por un solo patriarca” en el México colonial [59]. El historiador Javier Ortiz de la Tabla muestra, por ejemplo, cómo las familias principales del Ecuador habían realizado en el siglo XVIII esa peculiar simbiosis de trazos urbanos y rurales, característica de toda Hispanoamérica: “La élite criolla descendía de los encomenderos de los siglos XVI y XVII, o de antiguas y ricas familias consolidadas en dichas centurias. (...) Gracias a las encomiendas, estancias y haciendas sus antepasados habían logrado unos cuantos patrimonios rústicos reforzados y afianzados con la erección de obrajes, molinos y trapiches, de tal forma que ... a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII estas familias criollas se vieron consolidadas como grandes hacendados y dueños de la mayoría de los obrajes del distrito. Sus fortunas les permitieron mantener un alto nivel de vida y la compra de títulos nobiliarios y otras prebendas y cargos”. Además, “algunos de sus miembros llegaron a alcanzar altos puestos en la administración colonial, sobre todo en corregimientos, gobiernos y milicias, o bien enlazando por matrimonio con estas autoridades, incluidos presidentes y oidores de la Audiencia. Su preeminencia en las ciudades, que los convertía en jefes natos de cada barrio, y su riqueza, consistente fundamentalmente en la posesión de grandes propiedades rústicas, a las que estaban adscritos gran número de indígenas como mitayos o conciertos como peones, los convertía en auténticos señores de la tierra” [60]. En el Río de la Plata, aunque la clase de los ganaderos que surge desde fines del siglo XVII llevaba entonces una vida ruda y simple, y “no lograba instaurar formas de vida aristocráticas, similares a las europeas o sudamericanas andinas” [61], el estanciero pampeano se asemejaba a sus congéneres del Pacífico o mexicanos en “su función de intermediario entre el ambiente rural y urbano”; y a ese título, como dice la historiadora María Sáenz Quesada, era “hombre de dos mundos” [62]. Ese dualismo —”ser hombre de campo y de ciudad”— es considerado el “carisma” propio de una clase que tiene por misión civilizar a la llanura a partir de villas y ciudades [63].
Por otro lado, en aquellas todavía rudimentarias cristiandades, el hacendado era consciente de que le cabía también velar por la atención religiosa de sus gentes como de la población local: “Entre sus responsabilidades estaba la de erigir y mantener capillas en sitios faltos de toda atención espiritual. Esos oratorios contribuían a agrupar a la población dispersa en torno a prácticas piadosas, como la oración en común y la asistencia a misa rezada por un sacerdote de paso” [64]. Era él, asimismo, quien subsidiariamente debía organizar y dirigir las oraciones y actos de culto donde había falta de clero, cosa muy frecuente en el campo. En ese apostolado era siempre eficazmente secundado por su consorte: hasta bien entrado nuestro siglo XX, hacía parte de las “obligaciones típicas de la mujer del estanciero” catequizar a los paisanos, rezar diariamente el rosario, promover la venida anual de un sacerdote para administrar los sacramentos, etc. [65]. El benemérito patrocinio de las clases altas hispanoamericanas a las obras eclesiásticas comprendía solventar la erección de iglesias, capillas, conventos y centros de enseñanza; dar apoyo a las misiones y a obras religiosas o de beneficencia, además de la participación personal en diversas formas de apostolado. De ese modo concurrían para un esfuerzo cristianizador de magnitud continental, inigualado en la Historia: baste considerar que un siglo y medio después de la Conquista, hacia mediados del siglo XVII, ya se habían levantado en toda Hispanoamérica más de 70.000 iglesias y 840 conventos de varones, además de 23 Universidades e “infinitos colegios, estudios y hospitales”, según informe de dos visitadores reales de la época, los juristas Solórzano Pereyra y Gil González Dávila [66]. La terrible devastación causada en la Iglesia por el llamado progresismo postconciliar, sumada a la decadencia religiosa, moral y cultural de las mismas élites, hicieron que en décadas recientes ese fundamental apoyo de éstas a la Iglesia se retrajese considerablemente. 10. Importancia de la nobleza de cargo americanaLos patricios criollos llegaron a ejercer también funciones ennoblecedoras en el gobierno y en la judicatura. Dos de ellos alcanzaron la dignidad suprema de virrey: el Marqués de Casafuerte en México y el de Casares en Nueva Granada (este último falleció antes de tomar posesión). El cargo de Intendente, en principio reservado por la Corona a peninsulares, fue sin embargo franqueado a algunos criollos. En el Perú, por ejemplo, lo ejercieron en Huamanga el Marqués de Lara, Nicolás Manrique de Lara y Carrillo de Albornoz, y en Arequipa Juan Bautista de Lavalle y Sugasti, hijo del Conde de Premio Real [67]. Los altos oficios de la administración virreinal (civiles, judiciales o militares), dice el Marqués de Siete Iglesias, “eran desempeñados bien por nobles, bien por letrados. Éstos, por el mero hecho de ser doctores o licenciados, gozaban a lo menos de nobleza personal”, como también la gozaban los mandos del Ejército, “maestres de campo, sargentos mayores, coroneles y capitanes” [68]. En el caso de los oidores y consejeros de Indias esa nobleza personal llegó a hacerse hereditaria, confirmada por reales cédulas. Todos los cargos referidos fueron ampliamente ejercidos por hidalgos americanos, quienes los consideraban, dice el historiador Paul Rizo-Patrón, sobre todo “como medio de obtención o consolidación de prestigio y status” [69] para sus linajes. Aunque en principio no podían ser ejercidos en la ciudad de origen del respectivo magistrado, hubo casos como el de la Audiencia de Lima, que “estuvo dominada, durante casi todo el siglo XVIII, ya no sólo por criollos, sino por nativos de la propia Ciudad de los Reyes” [70]. Es así que los miembros de ciertas familias patricias limeñas —como los Santiago-Concha, Bravo del Ribero y Tagle— se sucedieron en la Audiencia local durante varias generaciones. Cabe notar que esa nobleza criolla, compuesta por los llamados sujetos distinguidos —oficiales reales, miembros de los cabildos, de audiencias y consulados, letrados y militares, académicos y mercaderes—, aunque era eminentemente urbana nunca se desvinculó de la actividad rural; porque de un lado, las haciendas aseguraban la conservación de los patrimonios y el propio sustento de las familias propietarias; y por otro lado la posesión de tierras fue la base material de “la llamada mentalidad señorial”, impregnada de resabios feudales, que aquellas élites tanto cultivaron [71]. 11. Una nobleza polifacética y armonizadora de contrastesCiertos autores notan la tendencia asimilativa de la nobleza criolla, que se revela en la incorporación de las sangres aborigen y africana. Por ejemplo, hacia comienzos del siglo XIX hay “pruebas de que unos cuantos mulatos lograron entrar en las filas de la nobleza mexicana”. Años antes, en 1771, el cabildo de México “tratando de probar que los criollos eran tan nobles como los peninsulares, incluyó los nombres que presumían de sus imperiales antepasados indígenas junto con los que afirmaban que descendían de... héroes de la Reconquista española. La gran primera familia de aristócratas mexicanos estaba orgullosa de su linaje noble (prehispánico) y así lo acentuaban en documentos oficiales. Los Condes del Valle de Orizaba heredaron uno de los señoríos de Moctezuma. Los Condes de Santiago decoraban sus posesiones con motivos aztecas; en la esquina de su casa está empotrada la cabeza de una serpiente prehispánica” [72]. El mismo modo de ser, de vivir y de presentarse del noble de Indias revela su carácter asimilante, polifacético. Sus residencias son construidas siguiendo el estilo español de la época, pero tanto en los detalles constructivos como en la ornamentación general hay una manifiesta pluralidad de estilos, la cual indica no sólo los primeros —y aún inciertos— tanteos de una civilización nueva en busca de expresiones artístico-culturales propias y diferenciadas, sino también el gusto de armonizar estilos contrastantes. El palacio del gran potentado mexicano Don Miguel de Berrío y Zaldívar, Marqués del Jaral de Berrío, construido en tiempos de Hernán Cortés y sujeto a lo largo del Virreinato a sucesivas reformas y mejoras, ofrece a fines del siglo XVIII una muestra característica de esa peculiar mentalidad. Al comentar “esta casa magnífica, orgullo de la ciudad y de la civilización que la creara”, el académico Don Manuel Toussaint afirma: “Examinando detalladamente los ornatos que la realzan encontramos no sólo reminiscencias platerescas, sino góticas, romanas, mudéjares, ¡qué sé yo!, hasta clásicas” [73]. Los inventarios de bienes de regidores de México en el siglo XVII muestran también esa tendencia asimilativa: “tanto el entorno doméstico, como las galas de sus personas y, muy importante, de sus caballerizas, resulta opulento. Lienzos de Flandes, alfombras de la India, escritorios de Alemania, biombos de China y Japón, tapicerías de Bruselas, colgaduras de damasco de Castilla, reposteros de Amberes y Salamanca, jaeces bordados, estribos de plata, carrozas de guardamecíes, servían de ornato y daban reputación a aquellos ricos y poderosos cabildantes mexicanos” [74]. La misma nota se acentúa en la aristocracia de Puebla de los Angeles —más rica y opulenta que la de la propia capital— revelando la “tendencia nobiliaria” de aquella ciudad: “Damascos de Castilla, alfombras y rodapiés moriscos, antepuertas de figuras de Flandes, reposteros con las armas del linaje, camafeos, rostrillos, vestidos de raso de Italia guarnecidos de oro y plata, telas de Milán y Génova ennoblecían casas y personas” [75]. En la élite peruana, esa tendencia universalizante se denota en algunos inventarios realizados hacia fines del siglo XVIII. Por ejemplo, el de los Condes de Montemar y Monteblanco incluye “muebles de concha de perla guarnecidos con plata sobredorada, tibores de China, colgadura de terciopelo italiano bordado en oro, hecha en León, Francia, y 24 láminas de la vida de Cristo, de mano de Pedro Pablo Rubens”; en casa de Don Felipe Urbano de Colmenares, Marqués de Celada de la Fuente, “lienzos asimismo de Rubens, del Ticiano, de Murillo, el Españoleto y de Zurbarán”; en el solar de los Bravo de Lagunas Castilla y Zavala, “muebles embutidos de amarillo, tibores chinos en azul y blanco con tapas, cuello y azas de plata, pintura de Francia, incluidos retratos de Luis XIV y el Delfín, otro por Largillière, cacerías, naturaleza muerta e innumerables otros cuadros” [76]. 12. Esplendor y magnificencia de las cortes virreinalesEn torno a los virreyes se crea una brillante vida cortesana que imita la de la Metrópoli, sobre todo en Nueva España y Perú. Aunque México ostentaba mayor riqueza, el Perú gozaba de mayor renombre. “Hasta entrado el siglo XVIII, sostiene Richard Konetzke, el Virreinato del Perú disfrutó del máximo prestigio desde el punto de vista social, de modo que el traslado de un virrey de México a Lima era tenido por una promoción” [77]. Y añade el mismo historiador: “A los virreyes, representantes directos de los soberanos en sus cortes respectivas, se les tributaban los máximos honores. La llegada de un virrey era rodeada de gran pompa. Se engalanaba la ciudad con magnificencia, se construían arcos de triunfo, un dosel suntuosamente recubierto estaba dispuesto para la ocasión, y autoridades y vecinos rivalizaban, conforme a una etiqueta minuciosamente determinada, en boato y colorido de sus vestimentas. El virrey se rodeaba de un ceremonial cortesano. Así como los monarcas españoles tenían su guardia palaciega, los virreyes del Perú disponían para su protección y escolta de una guardia de corps, las Compañías de Gentileshombres Lanzas y Arcabuces, y el virrey de Nueva España de la Guardia de Alabarderos. Era necesario mantener una suntuosa corte principesca. Ya al partir de España, solían formar parte del séquito del virrey setenta sirvientes y veinte esclavos negros, así como veinticuatro dueñas y doncellas para el servicio de su esposa” [78]. La magnificencia del Perú en recibir a sus virreyes fue proverbial. “Para el recibimiento en la ciudad de Lima, en 1682, del Virrey Duque de la Plata, la aristocracia criolla empedró con barras de plata las dos principales calles por donde había de pasar el cortejo virreinal” [79]. Las cortes virreinales fueron, de hecho, un factor de elevación del tono general de la vida. Lima era una ciudad fastuosa. Hacia fines del siglo XVII, para una población de 30.000 habitantes, de los cuales menos de la mitad eran blancos españoles o criollos, tenía cuatro mil carruajes, coches y calesas, uno por cada familia española [80]. 13. “Tono menor”: entre lo inacabado y lo exagerado¿Por qué, entonces, se considera que dicha élite era de “tono menor” en relación a la peninsular? Porque, en primer lugar, como bien señala Guillermo Lohmann Villena, ni la alta nobleza española echó raíces en suelo americano, ni hubo linajes locales que se desarrollasen hasta llegar a formar parte de ella. Por otro lado, y no obstante su genuino carácter nobiliario, el tono de esa nobleza (y de las élites correlativas a ella) fue en general provinciano y rústico. En el centro y norte argentino, por ejemplo, a fines del siglo XVIII la clase dirigente “está principalmente constituida por los propietarios rurales acomodados, nobles encomenderos o hijos de encomenderos, la mayor parte descendientes de los hombres de la Conquista. Dueños de plantaciones, minas o ganados, suelen caracterizarse por un recatado, pero arraigado orgullo de su linaje y por un tono natural de señorío, originado en la costumbre del mando y que aun en la pobreza conservan. Además de su habitáculo rural, tienen su casa en la ciudad, de cuya vida participan como alcaldes o regidores. Son el vecindario decente y acatado. No desdeñan por lo general las adquisiciones de la cultura: sus hijos van a estudiar a Córdoba y Chuquisaca, cuando no a España, y ellos aspiran a que a alguno lo llame Dios y llegue a clérigo. Sus casonas sin lujo, pero dignas, suelen carecer de cortinas y vidrios; pero tienen, traída a gran costo, un arpa, o acaso un piano. Siempre, una o dos guitarras; y abundante platería. Libros, los pocos de cualquier casa hidalga de la península, predominando los de romance y devoción” [81]. El tono de la capital, Buenos Aires, no difiere del de las antiguas ciudades del interior como Córdoba, Salta o Tucumán, y hasta es inferior en varios aspectos: su clase dirigente de estancieros y comerciantes es aún “carente de refinamiento y distinción” y sus integrantes, al comenzar el período virreinal (1776) “se hacen traer pelucas de Francia y empiezan a ensayar grotescas reverencias en la corte del virrey. Ya aprenderán, y si no ellos, sus hijos. Con todo, la frecuentación del mundo oficial y la conciencia de ser los mejores de la aldea les proporcionará una alta idea de sí mismos y el empaque que sólo ostentan las aristocracias de aluvión” [82]. Hay, pues, en la configuración de esas élites, algo de inacabado en lo esencial que, instintivamente, se buscaba compensar exagerando lo accidental, como lo muestra el arrogante “empaque” de aquellos porteños. Ni siquiera aristocracias brillantes como las de Lima o México estuvieron exentas de ese síntoma de inmadurez social, que es apelar a lo exagerado para compensar lo inacabado. Fue proverbial, por ejemplo, la ostentosa fatuidad de ciertos peruanos, que llevó a que se acuñase en España el mote de perulero como despectivo sinónimo de presuntuoso. Un observador del tiempo, el franciscano Fray Buenaventura de Salinas, relata en tono mordaz su sorpresa al ver que “en llegando a esta ciudad de Lima, todos se visten de seda, descienden de Don Pelayo y de los godos y archigodos, van a Palacio, pretenden rentas y oficios, y en las Iglesias se afirman en dos colunnas, abiertas como el Coloso de Rodas, y mandan dezir Missa por el alma del buen Cid” [83]. Refiere Virgilio Roel que en esas circunstancias, títulos, hábitos de las órdenes militares o legitimaciones de filiación en el Perú acabaron teniendo “un valor más ornamental que de efectiva distinción”, y las propias autoridades hacían caso omiso de ellos: por ejemplo, ciertos nobles sometidos a procesos judiciales eran recluidos junto con reos comunes, sin que se tuviesen en cuenta sus fueros propios, por desconfiarse de la validez de su nobleza [84].
Dos viajeros franceses del siglo XVIII, Frézier y Marcoy, describen con implacabilidad las carencias y lagunas del estilo de vida de la aristocracia peruana en Lima, Arequipa y Cuzco: “la forma en que se alojan los españoles en el Perú no responde en absoluto a la magnificencia de sus costumbres”: cuartos con pocas ventanas, obscuros y melancólicos; no se utiliza el vidrio y se cierran las ventanas con paneles de maderas cruzadas; pocos muebles, tallados en madera maciza “como con hacha... El ojo descubre, aquí y allá, perdido en la sombra o relegado a algún rincón, un bargueño antiguo finamente tallado, un aparador de roble negro, trabajado como una blonda, un sillón abadengo guarnecido de cordobán, cuyas flores de cinabrio y oro están casi borradas. Estos muebles, que datan de la conquista española, parecen protestar contra el miserable gusto de sus vecinos” [85]. En México se estilaba un lenguaje que de tan rebuscado llegaba a ser ininteligible. El médico Juan de Cárdenas refiere que cierto hidalgo mexicano, paciente suyo, para decirle que no temía la muerte en manos tan competentes se expresó en estos términos: Devanen las parcas el hilo de mi vida como más gusto les diera que cuando ellas quieran cortarle, tengo yo a vuestra merced de mi mano, que las sabrá añudar. Otro hidalgo, al ofrecerle su persona y casa, le dijo: “Sírvase vuestra merced de aquella casa, pues sabe que es la recámara de su regalo de vuestra merced” [86]. Esta cursilería era tenida por gran “refinamiento”... Cuando en el Perú los mercaderes y mineros desplazan a los beneméritos de Indias del primer rango social, “la respuesta de éstos es la exageración en su orgullo: piensan que la holganza es propia de los caballeros, y se dedican a la práctica del ocio, a la fatua ostentación, a la aparatosa cortesía (producto de sus vanos esfuerzos por asimilar las posturas de las cortes de larga tradición), a la melosa ampulosidad en el hablar, a las formas artificiosas sin auténtico sentido estético, al amaneramiento y a las actitudes postizas” [87]. Esta mezcla de inercia y fatuidad indica un distanciamiento de sectores de la nobleza colonial en relación a su fin propio, el servicio al bien público; y es agravada, evidentemente, por los elementos de inorganicidad que el centralismo burocrático de la Corona había ido introduciendo en la estructuración de aquella sociedad. 14. Venalización, descaracterización y crepúsculo de la nobleza americanaEn los siglos XVII y XVIII, se observa —sobre todo en el período borbónico, y más especialmente en el reinado de Carlos III— un substancial aumento de los títulos de nobleza otorgados a linajes americanos. El eminente tratadista Julio de Atienza, Barón de Cobos de Belchite, registra 405 títulos hasta el final del dominio hispano, entre ellos 8 duques [88]. De este conjunto, una parte significativa recae sobre nobles de la Isla de Cuba, primera entre las posesiones iniciales de la Corona en América y que se mantuvo unida a la Metrópoli hasta 1898.
Entre esos nobles titulados cubanos, un número ponderable obtiene la condición de Grande de España [89]. En el Perú, de acuerdo a un celebrado estudio, se concedieron 126 títulos de nobleza hereditaria hasta la Independencia [90]. A ello debe agregarse los títulos de caballeros: el historiador Guillermo Lohmann, en su brillante análisis sobre Ordenes Nobiliarias en América, cuenta 1.107 hábitos concedidos a hispanoamericanos hasta el año 1900 [91]. No es ajeno a este incremento el hecho de que hacia la misma época la Corona pone en práctica la venta tanto de títulos de Castilla como de hábitos de las Ordenes militares, tal como anteriormente (1631) había intentado, sin éxito, la venta de cartas de hidalguía en México y Perú. Tales medidas se adoptan como formas de paliar las apremiantes necesidades financieras del erario. Se trató de una falsa solución —tan frecuente en el curso multisecular de la Revolución— al quedar patente el desacierto de alguno de sus pasos históricos, “en vez de reconocer su error, lo substituyó por otro” [92]. En este caso, en vez de reducir el hipertrofiado aparato burocrático-militar del absolutismo, se buscó aliviar la pesada carga financiera que representaba su manutención, introduciendo ese nuevo elemento de perturbación del orden social, con perjuicio para las élites genuinas. En efecto, con esas medidas la nobleza española y de Indias comienza a sufrir una evidente descaracterización: “las dignidades nobiliarias... desde ese momento, ya no pueden inmortalizar los especiales servicios para los que fueron creadas”, dice Atienza [93]. Aunque la venta de títulos y cargos presuponía determinadas condiciones, como la prueba de hidalguía del adquirente, en concreto significó un menoscabo para muchos descendientes de conquistadores, quienes por carecer de caudales suficientes para la compra de títulos, se veían pospuestos en favor de comerciantes y mineros de menos hidalguía que fortuna. Además, fue ocasión para ciertos abusos, que indispusieron hacia la Corona a numerosos elementos de la élite criolla tradicional. Por ejemplo, se llegó a extremos tales como otorgar títulos sin concesionario señalado. Así, una Real Orden de 1797 dirigida por el rey Carlos IV al Gobernador de Chile le comunica el envío adjunto de un título de Castilla “con el nombre del agraciado en blanco para que V.S. lo llene de su propia letra”, resalvando pudorosamente que en el respectivo despacho “no se expresará particularmente la compra o beneficio a dinero” [94]. No obstante, numerosos historiadores afirman que, aparte de haber sido poco numerosas, de modo general las ventas de títulos recayeron en personas que satisfacían los requisitos de nobleza, riqueza y servicios personales exigidos para hacerse acreedoras de los mismos [95]. Posiblemente el efecto más pernicioso de esa venalización se da a nivel municipal, al difundirse la venta de puestos concejiles. Dicha práctica ocasiona dos situaciones anómalas contrapuestas: en algunas ciudades, particularmente aquellas donde el comercio prospera, gradualmente los cabildos “caen en manos de verdaderas oligarquías” o grupos de intereses económicos [96] —hoy se los llamaría lobbies— que acaparan los cargos de regidores; mientras que en otras de importancia más política que mercantil, como Santafé de Bogotá, disminuyen los concejales, porque la aristocracia local considera la compra de esos cargos dispendiosa e inútil. Así, hacia fines del siglo XVIII, en muchos lugares las clases patricias han perdido el interés por la función de cabildante, y como resultado decae gran parte de la importancia de los respectivos concejos: “la extremadamente limitada autonomía de los gobiernos locales en materia de impuestos y mejoras públicas, redujo ya para el siglo dieciocho a la mayoría de los cabildos al estado de casi total nulidad” [97]. Como ilustración de hasta dónde puede decaer un cuerpo social intermedio cuando el intervencionismo centralizador —con corona o sin ella— lo despoja de su organicidad, el ejemplo es harto elocuente. Evidentemente una política que redundaba en desvirtuar y coartar el desarrollo orgánico de la nobleza y élites congéneres en Hispanoamérica sólo podía, a largo plazo, erosionar progresivamente la lealtad de esas clases hacia la Corona. El historiador mexicano Silvio Zavala resume con precisión la situación creada: “Esta tendencia [centralizadora e intervencionista] llegó a influir sobre los problemas políticos de la independencia, porque tanto prohombres mexicanos como sudamericanos razonaron que, si bien nuestros pueblos carecían de una tradición republicana, tampoco contaban con los elementos constitutivos de una monarquía, pues uno de los más importantes es la presencia de una antigua nobleza” [98]; si no antigua —podría añadirse—, al menos robusta y con suficiente campo para el normal y efectivo ejercicio de su misión. Así, hacia el fin del período colonial la nobleza de tono menor americana se halla, en general, en una relativa inercia: la élite rural refluye hacia sus intereses privados, aunque conservando con mucha independencia el gobierno de pequeños municipios; la aristocracia urbana aparece ejerciendo cargos administrativos y militares subalternos o actividades privadas de diversa índole, distanciada en parte de la vida política, cuando no en sorda efervescencia contra el dirigismo de la metrópoli; una y otra, empero, mantienen intacto su alto prestigio e influencia; mientras que la vida en sociedad se refina bajo el blando gobierno de despreocupados virreyes, más abocados —“con la senil y moribunda ternura de todos los crepúsculos sociales” [99]— a un diletantismo cultural y filantrópico, que a prevenir las convulsiones que se avecinan. Así las encuentra el asolador vendaval de la emancipación americana [100]. C — Una divagación históricaAl mirar retrospectivamente la gran obra civilizadora de España en las tres Américas, es natural que un lector de espíritu noble, es decir, propenso a considerar en todas las cosas lo óptimo, la excelencia, el plus ultra, tienda a comparar aquella realidad histórica tal como se dio en concreto, con lo que podría haber sido en condiciones ideales. Y se entregue, así, a una divagación histórica —que en realidad es una elevada y respetuosa indagación sobre los designios de la Providencia— partiendo, por ejemplo, de estas preguntas: ¿Cuáles habrían podido ser la fisonomía social y el rumbo histórico de Hispanoamérica, si la Corona hubiese hecho una resuelta opción preferencial por los nobles, y estimulado en esos reinos de ultramar el surgimiento y desarrollo de grandes estirpes vinculadas a la casa reinante? ¿Se habría producido una separación abrupta como la que ocurrió en el siglo XIX? ¿O podría haberse llegado, entre la Metrópoli y sus posesiones ultramarinas, a una forma de separación sin ruptura, como la habida por ejemplo entre Inglaterra y algunas de sus colonias? ¿O tal vez, a otras modalidades más sutiles de partición del imperio, que redundasen en una continuidad político-histórico-cultural y en una íntima colaboración en el plano internacional? Quienes sostienen que el ciclo histórico del absolutismo representó un progreso en la evolución de los Estados, parecen no tomar en cuenta que su principal efecto —la hipertrofia revolucionaria del poder estatal, y la simétrica atrofia de los cuerpos sociales intermedios— tuvo un carácter fundamentalmente deletéreo para toda la vida social. Mirando hacia aquella época, un observador común puede no notar este aspecto intrínsecamente nocivo del absolutismo. Su atención será normalmente atraída hacia los fastos de la Monarquía, su pompa, solemnidad y etiqueta, sus reformas que buscan una mayor eficacia administrativa, su expansión comercial, sus grandes obras públicas etc., todo ello amparado por el aparente fortalecimiento del poder real. Pero la verdad es que, camuflados bajo esas brillantes apariencias, se estaban dando los primeros pasos de un movimiento internacional en favor del mito revolucionario de la época: el Estado perfecto e infalible, la sociedad organizada y gobernada mecánicamente según los dogmas del racionalismo en ascensión. En aras de tal mito se nivelaban, cada vez con más facilidad, legítimas jerarquías intermedias y se sacrificaban autonomías y derechos adquiridos de individuos, familias, municipios y regiones, cuando éstos no se encuadraban en los planes trazados por los gabinetes de burócratas cartesianos, dignos antecesores de los tecnócratas de nuestros días. Ahora bien, si en los siglos XVII y XVIII la figura del rey absoluto representaba, por decirlo así, la extrema derecha del movimiento estatolátrico, en el siglo XIX la propulsión del mismo se trasladó a los ideólogos socialistas radicales. Y en el siglo XX es asumida por el comunismo que, soñando ya con una república universal, monta el gigantesco y monstruoso aparato estatal soviético. De modo inadvertido para muchos, lo que se iniciaba con el absolutismo regio era esa marcha hacia la implantación del súper-Estado omnipotente y masificador. Los poderes de la época, mucho más preocupados con la expansión de las estructuras administrativas y su eficiencia burocrática, fueron desatendiendo paulatinamente la necesidad de estimular y proteger la vida local del pueblo, con sus clases, tradiciones y características diferenciadas; y pari passu iban creando las condiciones para que la sociedad pudiese ser transformada en masa amorfa e inerte, para valernos de la luminosa distinción de Pio XII [101]. El centralismo que en España resultó de esa tendencia, al absorber los cuerpos y poderes intermedios existentes en América, evidentemente perjudicó el buen desarrollo de muchas capacidades para modelar realidades sociales originales. Además, su anorganicidad generó, en la nobleza y demás élites afectadas, malestares y resentimientos que remotamente prepararon la ruptura. Bajo la apariencia de estar creando instrumentos más eficaces para conservar los dominios ultramarinos, se estaba preparando su pérdida inexorable y definitiva. * * * Para conservar sólidos vínculos con las sociedades americanas, comenzando por sus élites, la Monarquía debería haberles estimulado en todos los tiempos su desarrollo orgánico. Ello habría supuesto, antes que nada, conceder sin regateos a la hidalguía criolla formas proporcionadas de poder autonómico local que, al ser ejercido hereditariamente, permitiese la consolidación de estirpes oriundas de las propias regiones que gobernasen. Y paulatinamente ir dando a esas élites locales mayor acceso a la nobleza, ya fuera de privilegio, de cargo o titulada. Teniendo así campo propicio para su desarrollo natural, esas estirpes habrían destilado arquetipos sociales propios de su región, mucho más representativos que los que de hecho llegó a haber. Su ennoblecimiento, además, habría creado un clima de confianza y benevolencia por el cual esa hidalguía y las demás élites regionales, ejerciendo plenamente su función intermediaria, establecerían lazos más profundos de filiación, gratitud y lealtad hacia una monarquía francamente abierta y acogedora hacia ellas. Al mismo tiempo, la nobleza española trasladada a América debería haber sido más numerosa y de mayor rango, para elevar el tono de las sociedades locales sin menoscabo de la vida propia de éstas. Presidentes de las Audiencias, gobernadores y virreyes, deberían haber fomentado ese crecimiento orgánico, en lugar de cercenarlo. Y —¿porqué no llegar hasta allí?— a su debido tiempo, la Corona podría haber enviado para regir los grandes virreinatos a príncipes de su Casa Real, como tardíamente lo propuso el Conde de Aranda.
Se habría llegado así, probablemente, a resultados originales y adecuados a la realidad, como todo cuanto es recta y sabiamente amoldado a las circunstancias de la vida. Tal vez, al llegar el momento natural de la separación, como sucede en una familia cuando los hijos alcanzan la edad adulta y toman su propio rumbo, habrían surgido fórmulas apropiadas para conservar con la Metrópoli una estrecha unión de linajes, ideales e intereses. Que ello era posible, la propia historia de España lo enseña. Al fallecer Carlos V, la Corona española y otras posesiones que el Emperador había heredado pasaron a su hijo Felipe II, mientras que el trono de Alemania pasó a su hermano Fernando. Se partía así el Imperio reunido bajo el cetro de Carlos V en dos entidades políticas diversas y soberanas; pero éstas quedaron al mismo tiempo tan indisociablemente unidas, que su unión perdurará 150 años, hasta el momento en que el trono español sale de la Casa de Austria para pasar a la dinastía de los Borbones. Podrían citarse varios otros ejemplos, incluso de nuestros días: en la Commonwealth británica, el Canadá moderno mantiene su independencia sin perjuicio de continuar unido a la Monarquía inglesa, por vínculos de índole mucho más cultural y afectiva que política y, por eso mismo, más profundos y duraderos. ¿Habría podido encontrarse una solución análoga, con matices propios, para Hispanoamérica? Los datos religiosos, históricos y sociológicos permiten suponer que una nobleza vigorosa en América española y lusa, manteniendo estrecha unión con las respectivas Coronas, podría haber favorecido la constitución de una familia de Estados iberoamericanos que, por encima de sus divisiones políticas, llegase a conformar el bloque de naciones más unido, fervoroso e influyente de la Cristiandad. Una cosa, eso sí, es cierta: la herencia del Descubrimiento y de la Conquista era demasiado vasta y compleja para que la Metrópoli pudiese sobrellevarla por mucho tiempo, gobernando sus distantes, extensos y variados dominios ab extrinsecum, sin haber confiado, afectuosa, subsidiaria y magnánimamente, parte de la responsabilidad a las clases dirigentes locales. * * * Una pregunta final. Aquel gran bloque hispánico o ibérico que podría haberse desarrollado a ambos lados del Océano, ¿podrá ser recreado todavía, de algún modo? ¿Por ejemplo, bajo la forma de una nueva y original entidad política? ¿Quizás de un nuevo Sacro Imperio, constituido, bajo el patrocinio de la Santísima Virgen y para gloria de Ella, en la era de apogeo de la Iglesia que será el Reino de su Inmaculado Corazón, prometido en Fátima? ¿Un imperio hecho de naciones espiritualmente renovadas, en el cual —así como las facetas de un diamante reflejan de modos diversamente espléndidos una misma luz— cada uno de sus pueblos reflejase determinados aspectos psicológicos y morales de la misma perfección de la Madre de Dios? ¿A qué formas de elevación espiritual y riqueza cultural no podría llegar tal entidad política, orientada colectivamente en ese rumbo? ¿Y qué superlativo papel podría entonces caber a sus élites tradicionales, desde que sean fieles a su misión en las críticas circunstancias que deben anteceder a ese triunfo de la Iglesia? El futuro a Dios pertenece; pero, al aproximarnos del tercer milenio de la Era de la Salvación, no es superfluo dejar que esta divagación concluya en tan luminosos interrogantes...
NOTAS [59] Doris M. LADD, op. cit., p. 102. [60] Javier ORTIZ DE LA TABLA DUCASSE, Economía y sociedad en Quito (1765-1810), in La América Española en la Época de las Luces — Tradición — Innovación — Representaciones (Coloquio franco-español, Maison des Pays Ibériques, Burdeos, 18-20 septiembre 1986), Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid, 1988, pp. 192-193. [61] María SÁENZ QUESADA, op. cit., p. 35. [62] Ídem, p. 19. [63] Ibídem. [64] Ídem, p. 61. [65] Ídem, p. 256. [66] COMISIÓN INTER-TFPs DE ESTUDIOS IBEROAMERICANOS, op. cit., p. 113. Muchas veces ese concurso al bien común espiritual adquiere visos heroicos. Un ejemplo ilustrativo lo da la poderosa familia de los Condes de Regla, en México: en el siglo XVIII el conde hipotecó todas sus tierras para sostener las misiones indígenas en la frontera norte del virreinato, mientras que un primo suyo murió martirizado cuando conducía en persona misioneros enviados por el mismo conde para evangelizar a los belicosos Apaches (Cfr. Doris M. LADD, op. cit., pp. 81-82). Las élites análogas americanas prosiguieron desempeñando esa misión después de la Independencia. Ejemplo de ello lo da la erección, ya en el siglo XX, de templos célebres como la imponente catedral de Medellín, —considerada el mayor edificio de ladrillo del mundo—, costeada en gran parte por las familias tradicionales de Antioquía; el magnífico santuario gótico del Voto Nacional, en Quito, consagrado al Sagrado Corazón de Jesús; o la espléndida basílica del Santísimo Sacramento de Buenos Aires, donada por la distinguida dama Doña Mercedes Castellanos de Anchorena. [67] Cfr.Paul RIZO-PATRON, op. cit., p. 157. [68] Apuntes de Nobiliaria, apud Luis LIRA MONTT, Nobleza de cargo de los oidores y consejeros de Indias, in “Gacetilla del estado de Hidalgos”, Madrid, nº 76, agosto-septiembre, 1967, p. 101. [69] Paul RIZO-PATRÓN, op. cit, p. 158. [70] Ibídem. [71] Ídem, p. 159. [72] Doris M. LADD, op. cit., pp. 35-38. [73] Apud Carlos SÁNCHEZ-NAVARRO Y PEÓN, Memorias de un viejo palacio (La Casa del Banco Nacional de México), Compañía Impresora y Litográfica Nacional, México, 1951, p. 152. [74] José F. de la PEÑA, op. cit., p. 161. [75] Ídem,p. 179. [76] Paul RIZO-PATRÓN, op. cit., pp. 155-156. [77] Richard KONETZKE, América Latina…, p. 120. [78] Ídem, pp. 121-122. [79] Julio de ATIENZA Y NAVAJAS, Títulos nobiliarios..., p. 15. [80] José de la RIVA-AGÜERO Y OSMA, op. cit., t. VI, p. 378. [81] Ernesto PALACIO, Historia de la Argentina, A. Peña Lillo, Buenos Aires, 3ª ed., 1960, t. I, pp. 140-141. [82] Ídem, t. I, pp. 138-139. [83] Guillermo LOHMANN VILLENA, op. cit, p. XV. [84] Virgilio ROEL, op. cit., p. 319. [85] Jean DESCOLA, op. cit., p. 113. [86] Apud José DURAND, op. cit., vol. II, p. 87. [87] Virgilio ROEL, op. cit., p. 316. [88] Julio de ATIENZA Y NAVAJAS, Títulos nobiliarios..., pp. 659-665. [89] Cfr. Enrique HURTADO DE MENDOZA, Grandezas de España, concedidas a u ostentadas por nativos de Cuba, in “Hidalguía”, Madrid, nos 232-233, mayo-agosto, 1992, pp. 465-497. [90] Cfr. Luis de IZCUE, La nobleza titulada en el Perú colonial, Editorial Cervantes, Lima, 2ª ed., 1929 (vide cuadro “Relación cronológica”). [91] Guillermo Guillermo LOHMANN VILLENA, op. cit., p. LXXVII. [92] Plinio CORRÊA DE OLIVEIRA, Revolución y Contra-Revolución, Parte I, Capítulo XI, § 2, A-B. [93] Julio de ATIENZA Y NAVAJAS, Consideraciones..., p. 12. [94] Luis LIRA MONTT, Normas sobre la concesión de Títulos de Castilla a los residentes en Indias, in “Hidalguía”, Madrid, nº 166, mayo, 1981, p. 13. [95] Sobre el mismo asunto cfr. Francisco Manuel de las HERAS BORRERO, Compra de Títulos Nobiliarios en Perú, durante el reinado de Carlos II, in “Hidalguía”, Madrid, nos 154-155, mayo-agosto, 1979, pp. 395-400. Ver también: Rubén VARGAS UGARTE S.J., op. cit, pp. 10-11; Julio de ATIENZA Y NAVAJAS, Consideraciones..., pp. 9-16; José DURAND, op. cit., vol. II, pp. 77-83; Doris M. LADD, op. cit., p. 2 y Virgilio ROEL, op. cit., pp. 50 y 317-321). [96] José María OTS Y CAPDEQUÍ, op. cit., p. 269. [97] C. H. HARING, op. cit., p. 16. Fue esto lo que ocurrió con el otrora prestigioso Cabildo de Lima, donde desde 1747 no se presentaban interesados a los remates de cargos de regidores. Tal situación no varió a pesar de haberse reducido en un tercio el valor de la base del remate; y como también en los cargos hereditarios de dicho Concejo sus tenedores “manifestaban poca inclinación a ocuparlos”, fue necesaria la intervención del Intendente (especie de superministro administrativo del Virreinato) para proveer los cargos libres “con vecinos distinguidos y acaudalados —en su mayoría comerciantes— cuya aquiescencia había obtenido de antemano”. (Richard KONETZKE, América Latina…, p. 132). El caso del Cabildo santafereño llega a ser patético. Ninguno de los intentos de la Corona para revitalizarlo —tales como bajar por Real Cédula el precio de la postura, o dar los cargos en arrendamiento— se reveló eficaz, y en 1795 aquel Concejo se hallaba reducido a seis regidores, “dos de los cuales eran hermanos [en flagrante transgresión al reglamento] y los otros cuatro, hacendados que se ausentaban la mayor parte del año”. Ni siquiera había Alférez para sacar el pendón real, “por ser escasos los beneficios en relación a los gastos”. El Fiscal de la Audiencia bogotana propuso entonces al virrey que designase regidores interinos por cinco años —período realmente desmesurado para un interinato, tratándose de cargos de duración anual— y que además los obligase compulsivamente a aceptar su nombramiento (Cfr. José María OTS Y CAPDEQUÍ, op. cit., pp. 472-473). [98] Silvio ZAVALA, op. cit., pp. 104-105. [99] José de la RIVA-AGÜERO Y OSMA, op. cit., t. VI, p. 394. [100] Cfr. Ernesto PALACIO, op. cit, t.I, pp. 138 ss.; Fernando CAMPOS HARRIET, op. cit., pp. 19-21; Eduardo CABALLERO CALDERÓN, Suramérica — Tierra del hombre, Ediciones Guadarrama, 2ª ed., Madrid, 1956, pp. 90-91; José DURAND, op. cit, pp. 73-81; José F. de la PEÑA, op. cit., pp. 188 ss. y Jaime EYZAGUIRRE, op. cit., pp. 70-71. [101] Cfr. Nobleza y élites... Cap. III, § 2. |