Las acusaciones de “culto” ilícito al doctor Plinio y a doña Lucilia provenientes de sectores laicistas y progresistas son difíciles de comprender, pero son aún menos comprensibles cuando proceden de ambientes católicos, sobre todo “tradicionalistas”.
En efecto, el siglo XX ha sido la época de la divinización del hombre, entronizado en los altares otrora dedicados a Dios: políticos, campeones deportivos, cantantes, han sido objeto de un culto que puede ser definido como “fanático”, justamente por sus características extremas y desordenadas, que lo hacen rozar en la idolatría. Si existe un culto ilícito prestado a los hombres, existen, en cambio, formas lícitas de culto, como las reservadas a los santos o, en el plano natural, a hombres particularmente ilustres. El culto, en su esencia, es un acto de estima; y en su significado más amplio no representa otra cosa que la expresión del sentimiento interior por el cual un hombre reconoce la excelencia de otro hombre 117. La excelencia de los santos los vuelve dignos del culto denominado de dulía o veneración, diferente e inferior al culto supremo de adoración o latría debido solamente a la Santísima Trinidad y a la Humanidad de Jesucristo. La Iglesia Católica, definiendo el ámbito preciso de este culto, admite su legitimidad contra la negación, de raíz herética, de la devoción a los santos 118.
Sólo a la Iglesia le corresponde establecer, de manera infalible, quién es “santo” y promoverle públicamente el culto. Pero es lícito tributar, a quienes murieron en olor de santidad, un culto “privado”, cuya existencia, por lo demás, constituye una exigencia de las autoridades eclesiásticas para los procesos de beatificación y de canonización. “Honramos a los servidores —definió el Papa Juan XV en el más antiguo proceso de canonización de la Iglesia— para que la honra redunde al Señor, que ha dicho «Quien acoge a vosotros, a Mí me acoge» (Mt. 10,40)” 119. “Toda genuina prueba de amor tributada a los Santos —se lee en la Lumen Gentium— por su naturaleza tiende al propio Jesucristo y termina en Él, «corona de todos los Santos», y a través de Él a Dios, que en sus Santos es reconocido como admirable y es glorificado” 120.
Este culto privado no es otra cosa que la manifestación de devoción que brota espontáneamente del corazón de los fieles antes que la Iglesia se pronuncie oficialmente. Tales expresiones de devoción, autorizadas por la Iglesia, no nacen de repente, al día siguiente de la muerte. La “fama de santidad” suele rodear el futuro santo cuando aún está vivo: así ocurrió con casi todos los grandes Santos en el seno de la Iglesia; así ocurre hoy con personas aún no canonizadas, como el Padre Pío, alrededor de quien se creó, cuando todavía vivía, una atmósfera de entusiasmada veneración, que inducía algunos a hablar de “fanatismo” 121 (*).
Para limitarnos a un ejemplo más, basta recordar el estrepitoso entusiasmo que cercó a Don Bosco en su viaje a París de 1883. El Bienaventurado Don Miguel Rua S.D.B., su sucesor, hizo esta explícita declaración en el Proceso de beatificación:
“Si iba a las iglesias para hacer algún sermón, era tanto el gentío que acudía, que lo debían acompañar tres o cuatro para abrirle el paso y llegar al púlpito; y a veces se debió poner guardias en las puertas, para alejar el peligro de alguna desgracia causada por la enorme concurrencia. Si era reconocido por las calles y por las plazas, era circundado por muchedumbres inmensas, que en pleno día se postraban para implorar su bendición. En su habitación, desde las horas más tempranas, era una continua concurrencia de gente, que se consideraba afortunada de ver a un santo” 122.
No pretendemos deducir la santidad de Plinio Corrêa de Oliveira de las manifestaciones de admiración y de devoción que sus discípulos le tributaban. Tan sólo queremos subrayar la plena armonía de tales expresiones de entusiasmo con la doctrina y la práctica de la Iglesia.
En esta perspectiva se puede comprender, además de los tributos de afecto que rodeaban la persona del doctor Plinio, la especial veneración nacida en el seno de la TFP hacia la madre del fundador, doña Lucilia, después de su muerte.
Doña Lucilia Ribeiro dos Santos tuvo una vida exclusivamente privada hasta 1967, cuando por primera vez, a causa de una grave enfermedad de su hijo, muchos amigos de éste llenaron su casa y fueron recibidos por ella. En este difícil período ella, que tenía entonces 91 años, dispensó a los compañeros del doctor Plinio una acogida que dejaba trasparecer, como él mismo recuerda, “su maternal afecto, su resignación cristiana, su ilimitada bondad de corazón y la encantadora gentileza de los buenos tiempos de la São Paulo de otrora” 123. Los jóvenes quedaron encantados con su trato tan simple y afectuoso: “Las tenues y bellas luces del crepúsculo y de la aurora estaban siempre unidas en su sonrisa” 124.
Pocos meses después, el 21 de abril de 1968, doña Lucilia falleció 125. Durante sesenta años había ofrecido el ejemplo de un ejercicio cotidiano de virtud, del cual su hijo tomó ejemplo y fuerzas: aquella perfección en la vida ordinaria que constituye el secreto de la “pequeña vía” trazada por Santa Teresa del Niño Jesús 126. En efecto, incluso entre las paredes domésticas es posible una “pequeña vía” para la santidad; y de ésta doña Lucilia fue, al decir de todos que la conocieron, una encarnación viviente durante toda su larga vida.
Que nadie extrañe, pues, la comparación entre Lucilia Ribeiro dos Santos y la carmelita de Lisieux. Sin la publicación de la Historia de un alma nadie habría imaginado qué cumbres de santidad y de amor de Dios había alcanzado una monja, muerta a los 24 años, en el curso de una vida común de convento. En el caso de doña Lucilia no fue un libro lo que nos reveló los esplendores de su alma, sino la propia vida de su hijo, como un espejo que reflejó y desarrolló sus virtudes.
Después de su muerte, en el seno de la TFP algunos pensaron en recurrir a la intercesión de doña Lucilia y, de manera espontánea y misteriosa, empezó a florecer un culto privado junto a su tumba 127.
Evidentemente, pedir la intercesión de una persona no significa proclamar oficialmente su santidad. Entre tanto, un gran teólogo y maestro espiritual contemporáneo como el P. Royo Marín, después de haber estudiado atentamente la biografía de doña Lucilia no dudó en afirmar que ella describe “la vida de una verdadera santa, en toda la extensión de la palabra” 128.
Notas:
117 LUIGI OLDANI, Culto, in EC, vol. IV (1950), col. 1040 (cols. 1040-1044).
118 La legitimidad y utilidad del culto a los Santos fue definida por el Concilio de Trento en su sesión XXV (DENZ.-H, Núms. 1821-1824). Cfr. también P. SEJOURNÉ, Saints (culte des), in DTC, vol. XIV, 1939, cols. 870-978; JUSTO COLLANTES S.J., La fede della Chiesa cattolica, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1993, pp. 577-590.
119 JUAN XV, Encíclica Cum conventus esset, del 3 de febrero de 993, a los Obispos y Abades de Francia y de Alemania para la canonización del obispo Ulrico de Augusta, in DENZ.-H, Nº 675.
120 Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, del 21 de noviembre de 1964, in DENZ.-H, Nº 4170.
121 En particular, fueron tildados de fanáticos por su “culto” y denunciados a la Autoridad eclesiástica por superstición y desobediencia, los “grupos del Padre Pío” aún activos y numerosos. Esto no impidió que, el 20 de marzo de 1983, se abriese, a pedido del Episcopado polaco, la causa de beatificación del capuchino de Pietrelcina. Cfr. RINO CAMMILERI, Storia di Padre Pio, Piemme, Casale Monferrato, 1993, pp. 169-182.
(*) N. del E. El Padre Pío fue beatificado por Juan Pablo II en 1999 y canonizado el 16 de junio de 2002.
122 JUAN BAUTISTA LEMOYNE, Vita di San Giovanni Bosco, Società Editrice Internazionale, Turín, 1977, p. 528. Cfr. también FRANCESCO TORNIELLO, Don Bosco nella storia della cultura popolare, SEI, Turín, 1987.
123 Cfr. “O Estado de S. Paulo”, 22 de agosto de 1979.
124 DL, vol. III, p. 187.
125 Da. Lucilia murió un día antes de completar 92 años, el 21 de abril de 1968. “Con los ojos bien abiertos, perfectamente conciente del solemne momento que se aproximaba, se incorporó un poco, hizo una gran señal de la Cruz y, con entera paz de alma y confianza en la misericordia divina, adormeció en el Señor” (DL, vol. III, p. 201).
126 “En mi pequeña vía no hay lugar sino para las cosas comunes. Es necesario que lo que yo hago, también lo puedan hacer las pequeñas almas” (SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS, Gli scritti, Postulazione Generale dei Carmelitani Scalzi, Roma, 1979, Nº 227, pp. 216-217). Sobre la “pequeña vía”, cfr. ANDRÉ COMBES, Introduction à la spiritualité de S. Thérèse de l’Enfant Jésus. Études de théologie et histoire de la spiritualité, Vrin, París, 1948.
127 La TFP brasileña fue acusada de haber querido promover un culto indebido a la madre de su fundador a través de la recitación de algunas letanías a ella dirigidas (para una refutación exhaustiva de estas acusaciones, cfr. G. A. SOLIMEO, Um comentário anti-TFP. Estudo acerca de um parecer concernente a uma Ladainha. Apéndice a Refutação da TFP a uma investida frustra, cit., pp. 391-463). En efecto, durante algún tiempo circuló entre algunos cooperadores de la asociación una letanía con invocaciones a Da. Lucilia compuesta por dos adolescentes a fines de 1977. La letanía fue prohibida por el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira tan pronto llegó a su conocimiento, incluso a causa de impropiedades de lenguaje y singularidades de expresión claramente debidas a la joven edad y a la inexperiencia de los autores. El P. Victorino Rodríguez y Rodríguez O.P., después de haberla examinado, comentó: “Varias invocaciones son un poco ingenuas, otras muy extravagantes o técnicas y aún otras un tanto ambiguas, de donde surge el malentendido. Por todos estos motivos me pareció oportuno que el Prof. Plinio la hubiese prohibido. No obstante ello, me parece exagerado calificar algunas invocaciones como heterodoxas o blasfemas, sin poner atención en la relatividad del lenguaje empleado en ellas” (Refutação da TFP a uma investida frustra, cit., p. 395). Por otro lado, si la asociación hubiese querido promover y organizar tal culto, lo habría hecho de manera completamente distinta de la que le fue atribuida. Y por fin, ¿qué pensar de una joven monja que hubiera invocado y hecho invocar por sus propias hermanas de hábito a su propio director espiritual, enseguida después de su muerte, con una serie de letanías en las que, llamándolo de “San Claudio”, lo definía como “espejo de todas las virtudes”, “imagen viva de la perfección”, “torrente de las perfecciones divinas”, “campo del Paraíso de la Iglesia”, “lirio plantado en tierra virgen”, “santuario de las gracias”, “cuya lengua fue el órgano del Espíritu Santo”, “sol de perfección”, “semilla del Evangelio”, “voz de los Apóstoles”, “antorcha del mundo”, “escudo de la fe católica”? Estas letanías son las que Santa Margarita María Alacocque compuso e hizo recitar en su convento, dedicadas a su director espiritual, el P. Claudio de la Colombière, fallecido hacía poco. La monja llegó a ser una gran Santa y también su padre espiritual sería canonizado por la Iglesia, pero sólo muchos años después de la redacción de las letanías. Los censores del Tribunal que examinaron las causas de beatificación de los dos Santos no juzgaron que este hecho pudiese perjudicar su canonización, demostrando así cuál es la sabiduría de la Iglesia, sabiduría de la que tantas veces no se revisten algunos de sus hijos, animados más por un celo amargo que por verdadera caridad y amor al bien.
128 DL, vol. I, p. 9. “La indagación concreta es ésta: ¿Da. Lucilia fue una verdadera santa, en toda la amplitud del término? O, en otros términos, ¿sus virtudes cristianas alcanzaron el grado heroico indispensable para ser reconocida por la Iglesia por medio de una beatificación y canonización? Examinando los datos rigurosamente históricos ofrecidos en gran abundancia por la biografía que presentamos —concluye el P. Royo Marín— oso responder con un sí rotundo y sin la mínima duda” (ibid., vol. I, p. II).