Capítulo I – “Cuando era aún muy joven…”, 1. Los últimos resplandores de la douceur de vivre

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“Cuando era aún muy joven, consideré con amor y veneración las ruinas de la Cristiandad.

A ellas entregué mi corazón, volví las espaldas a mi futuro

e hice de aquel pasado cargado de bendiciones mi porvenir…”

 

A la Belle Époque, período que abarca las últimas décadas del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, se le puede aplicar con una cierta analogía el dicho de Talleyrand: “Quien no vivió antes de 1789 no sabe lo que es la dulzura de vivir” 1.
Es muy difícil para el hombre del siglo XX comprender el sentido y el alcance de esta célebre frase. Nuestro siglo ha transcurrido bajo el signo de una amargura de vivir que hoy tiene sus expresiones más llamativas en la nueva enfermedad social de la “depresión” y en la espantosa propagación de los suicidios, aún entre los más jóvenes. Para el hombre contemporáneo, sumergido en el hedonismo e incapaz de experimentar auténticas alegrías espirituales, la expresión “dulzura de vivir” tiene un significado puramente material y se reduce a la amarga satisfacción que nace del consumo y del goce de los bienes puramente sensuales.
Al contrario, en la acepción que le dio Talleyrand, la “dulzura de vivir” tiene un significado más profundo y sutil. Ella puede ser entendida como una cierta luz imponderable que se irradiaba sobre todo el cuerpo social, desde los remotos tiempos de la Edad Media. Los orígenes de esta dulzura de vivir, en efecto, se remontan a la Civilización Cristiana medieval y se relacionan a la concepción cristiana de la existencia, que une indisolublemente la felicidad del hombre a la gloria de Dios.
La doctrina católica y la experiencia cotidiana nos enseñan cuán dramática es la vida humana. No obstante ello, el esfuerzo, el sufrimiento, el sacrificio, la lucha, pueden dar una alegría interior que llega a impregnar de dulzura este valle de lágrimas que es nuestra existencia. Fuera de la Cruz no existe verdadera felicidad ni es posible la dulzura, sino apenas la búsqueda de un placer ciego y desordenado, destinado a la amargura y a la desesperación.
“Puede decirse de la alegría lo que San Bernardo decía de la gloria, que es como una sombra: si corremos atrás de ella, huye de nosotros; si huimos de ella, corre atrás nuestro. No hay alegría a no ser en Nuestro Señor Jesucristo, esto es, a la sombra de la Cruz. Cuanto más un hombre es mortificado, tanto más es alegre. Cuanto más procura los placeres, tanto más es triste.
Por esto, en los siglos de apogeo de la Civilización Cristiana, él era alegre: basta pensar en la Edad Media. Y cuanto más se va «descatolicizando», tanto más se va entristeciendo.
De generación en generación, este cambio se fue acentuando. El hombre del siglo XIX, por ejemplo, no tenía más la deliciosa «douceur de vivre» del hombre del siglo XVIII. Sin embargo, ¡poseía mucha más paz y bienestar interior que el de hoy!” 2.
La dulzura de vivir no era el goce desenfrenado o el “comodismo” moderno, sino un reflejo del Amor divino en la sociedad humana, un rayo de luz divina que iluminaba y penetraba de alegría espiritual una sociedad que todavía se ordenaba a Dios, al menos en sus estructuras exteriores. Esta douceur de vivre, que Talleyrand consideraba ya apagada con la Revolución Francesa, continuó de algún modo esparciendo sus aromas sobre Europa hasta las vísperas de la Primera Guerra Mundial.
La Belle Époque significó un estallido de optimismo y confianza eufórica en los mitos de la Razón y del Progreso, simbolizado por la coreografía del ballet Excelsior 3. Pero la Belle Époque fue también el estilo de vida aristocrático y ordenado, que en los albores del siglo XX aún reflejaba múltiples facetas del modo de ser del Ancien Régime.
La Belle Époque era el sueño de la “construcción” de la civilización moderna que abría el siglo; pero era también aquella sociedad aún entrañadamente patriarcal, que emitía sus fulgores crepusculares en la monarquía austrohúngara, heredera de las glorias del Sacro Imperio Romano. La Europa positivista y la Europa católica y monárquica coexistían en los albores del siglo: el continente europeo aún contaba con cuatro Imperios y quince grandes Monarquías 4.

 

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Ejemplo de pintura impresionista: Boulevard Montmartre (1897), Camille Pissarro

La intensidad luminosa de los cuadros de los impresionistas y las novelas psicológicas de Paul Bourget reflejaban bien la atmósfera de aquellos años: una sociedad cosmopolita cuyo principal atractivo era la conversación, arte que requería garbo, amabilidad, diplomacia, y en el cual se reconocía el verdadero savoir-vivre 5.
París, la Ciudad-Luz, es el símbolo de esta época, la capital reconocida de un mundo ideal que dilata sus límites mas allá de Francia y hasta de Europa. Adondequiera que se extienda el influjo de la civilización europea, se reconoce a Francia el primado de la lengua, de la cultura, de la moda.
Ente las “islas francesas” en el mundo, había una, a comienzos del siglo XX, que brillaba particularmente entre todas: São Paulo, en el Brasil, una de las ciudades que mejor supo integrar los valores de la tradición propia con los de la cultura francesa. En otro trópico y en otro hemisferio, florecía entonces aquello que la Belle Époque produjo de mejor: el buen gusto, el refinamiento de maneras, la elegancia sin afectación. Teniendo por telón de fondo los inmensos horizontes iluminados por la Cruz del Sur, un último destello del Ancien Régime brillaba en corazones que, con simplicidad —virtud que es madre de todas las demás— conservaban una fidelidad llena de saudades hacia aquella Civilización Cristiana que había iluminado su país y el mundo.
La palabra saudade expresa algo más que una nostalgia. Es el recuerdo y a la vez el deseo de un bien ausente; un sentimiento incomunicable y velado de melancolía, típico del alma contemplativa e intuitiva del pueblo portugués y del brasileño 6. Saudade, la de aquellos paulistas, de un Brasil cristiano y europeo, precisamente en el momento en que los Estados Unidos comenzaban a ejercer la seductora atracción de la “modernidad”. Saudade de modos antiguos, fidelidad a principios lejanos, de los cuales Europa parecía ofrecer un último, mortecino reflejo.

 

Notas:

1 La célebre frase de Talleyrand es mencionada, entre otros, por el historiador francés Guizot en sus Mémoires (FRANÇOIS GUIZOT, Mémoires pour servir à l’histoire de mon temps, M. Lévy, Paris 18591872 (8 vv.), vol. I, p. 6). Ya hacia el fin del siglo XVII, como recuerda Paul Hazard, “en Francia reinan las buenas maneras, la cortesía, la cultura, la dulzura de vivir” (P. HAZARD, La crise de la conscience européenne (1680-1715), Bouvin & C., Paris 1935, vol. I, p. 77).

2 PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA, Ambientes, Costumes, Civilizações, in “Catolicismo”, n. 29 (mayo 1953).

3 Excelsior es el nombre de la ingenua ópera alegórica de Luigi Menzotti (1835-1905), con música de Romualdo Marenco (1841-1907), que entusiasmó plateas —y no solamente italianas— por más de veinte años después del triunfo de la primera presentación en Milán en 1881. En ella, la abertura del istmo de Suez, el túnel del Monte Cenit, la concordia de las naciones, eran celebradas por las piruetas de las danzarinas como el auge de la ascensión y la apoteosis del Progreso.

4 Cfr. ROBERTO DE MATTEI, 1900-2000. Due sogni si succedono: la costruzione, la distruzione, Edizioni Fiducia, Roma, 1990, pp. 11-15.

5 Duque de LÉVIS-MIREPOIX Conde FÉLIX DE VOGÜE, La politesse. Son rôle, ses usages, Les Editions de France, París, 1937, p. 1. Cfr. también VERENA VON DER HEYDEN-RYNSCH, Europäische Salons, Artemis & Winkler Verlag, Munich, 1992, p. 227; y sobre el tema en general, CAMILLE PERNOT, La politesse et sa philosophie, Presses Universitaires de France, París, 1996.

6 Cfr. vocablo “Saudade”, in Grande Enciclopédia Portuguesa e Brasileira, Editorial Enciclopédia, Lisboa-Río de Janeiro, 1945, vol. 28, pp. 809-810. La filóloga portuguesa CAROLINA MICHAELIS DE VASCONCELOS (1851-1925) ha subrayado la plena equivalencia entre el término portugués “saudade” y el alemán Sehnsucht (A Saudade portuguesa, Ed. Renascença Portuguesa, Porto, 1922).

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