Carta intolerante de una lectora tolerante

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Folha de S. Paulo, 29 de octubre 1977
Por Plinio Corrêa de Oliveira

 

Lógica, claridad, vivacidad y otras cualidades más: en los primeros párrafos, la carta de una lectora anónima las distribuye generosamente a mi favor.
Sin embargo, nadie escribe cartas anónimas solo para colmar de gentilezas al destinatario. Pasando rápidamente por los perfumados racimos de elogios, que recorrí en diagonal, busqué directamente las críticas.
Las encontré poco antes de los saludos finales: «Permítame añadir, Dr. Plinio, que hay algo en sus artículos que me entristece. Es la certeza que usted siente respecto a todo lo que afirma. Es una certeza tan categórica, tan compacta, tan absoluta, que causa malestar. A quienes piensan como usted, porque la certeza de ellos es mucho menor que la suya.
A los que no tienen ninguna certeza, porque sienten sus certezas como desafíos punzantes. Y a los que no están de acuerdo con usted… de estos ni hablemos. Incluso cuando su opinión es moderada (lo que es más frecuente de lo que parece a primera vista), unos y otros se sienten empujados por usted al extremo opuesto de sus certezas, y arrastrados a la polémica. La concordia de los espíritus, que es el bien supremo de la convivencia humana, la concordia, repito, hija de la moderación, de la flexibilidad del alma y del propósito supremo de estar de acuerdo, esa concordia, decía, parece imposible en la convivencia intelectual con usted.
«Siento a distancia su objeción al leer estas apreciaciones. Usted dirá que sus artículos son siempre corteses, en un lenguaje elevado y sereno, etc. Perdóneme el juego de palabras: pero su innegable cortesía es una cortesía cortante, inspirada en la altivez y la elegancia de los tiempos antiguos, incompatible, por tanto, con la amena y desenfadada sencillez de nuestros días. «Agradable», «desenfadada»: vulgar, ya veo lo que pensará usted al leer esta carta.
«En una palabra, Dr. Plinio, soy centrista hasta lo más profundo de mi alma. No tengo sus certezas. Por eso mismo, no me gustan las afirmaciones compactas, ni las polémicas, sino las opiniones amablemente dubitativas y el diálogo. Para mi espíritu, el centrismo, con la amplia gama de opiniones que abarca, es el único punto de equilibrio y encuentro, en el que todas ellas son aceptables, capaces de convivencia, de concesiones mutuas, de entendimientos fructíferos. Usted y sus opiniones quedan fuera de esa alta cima central del pensamiento. Son intolerantes. Lo que equivale a decir que son intolerables.
«Por eso quedan fuera de la convivencia humana razonable».
Y luego viene otra florida guirnalda de elogios de la remitente, formulados con la intención de que yo, con mis cualidades, suavice mis certezas, etc., etc. Y, al fin y al cabo, acepte vivir en la cómoda hospedería de ideas y personas a la que me invita la lectora.
Sin ninguna modestia, afirmo que encontré bastante insípidas las amabilidades de mi lectora centrista. Pero las críticas me parecieron mordaces, ágiles, ingeniosas, no sin cierta dosis de picante, por cierto. Y yo, que en la cocina detesto el picante, en este género lo encuentro divertido.
Por eso, quise que el lector participara del entretenimiento que tuve al leer esas críticas. Y, como no conozco el nombre ni la dirección de la remitente, le respondo a través de la «Folha».
Le he dedicado tanto espacio que me ha quedado poco para mí. En consecuencia, voy directamente al grano.
Me pareció que la carta de esta lectora era característica de una numerosa familia de almas acostumbradas a cierto tipo de centrismo vehemente y extremo, y de tolerancia violenta, lo cual merece un análisis.
La lectora me critica por tener certezas. Si en esto hubiera algún defecto, cuánto de ese defecto se podría señalar en su espíritu. ¡Con qué énfasis, con qué vivacidad, se manifiesta segura de que no se deben tener certezas!
Para ella, es absolutamente indiscutible que solo las opiniones que se consideran discutibles merecen ser acogidas en la convivencia de los hombres.
De hecho, en esa cima moderada y centrista que domina el panorama mental de ella (como el de tantos otros brasileños) solo se es bien recibido con la esperanza de un intercambio ideológico. Cada uno cede un poco para llegar a un pensamiento común. Es decir, a algo que no corresponde enteramente al pensamiento de nadie. Ya que en ese pensamiento común no hay quien no encuentre al menos un punto que considere erróneo.
La lectora objetará: «¿Entonces usted se opone a todos los programas comunes?».
De ninguna manera. Un programa de acción implica concesiones mutuas; sin embargo, ¿cómo puede implicarlas un conjunto de convicciones? Si el reloj de mi amigo marca las ocho y el mío las diez, ¿sería razonable que acordáramos aceptar, con toda convicción, que son exactamente las nueve?
Pero, me dirá la lectora, precisamente no se trata de aceptar una verdad «con toda convicción». Todas las verdades, en esa cima, son un tanto relativas. En lo alto de la montaña centrista, las personas descansan sobre los mullidos y cómodos cojines del relativismo.
Veo, lectora divertida y ardiente, que ese es su pensamiento. Pero si toda verdad es relativa y sobre ella pesa la hipoteca de la duda, si hay que tolerar toda opinión diferente a la propia, le pregunto:
a) ¿por qué no admite que, en rigor lógico, su relativismo también es relativo y que debe pesar la hipoteca de la duda sobre su convicción casi fanática de que no hay certezas válidas?
b) y si admite que su relativismo tal vez sea erróneo, ¿con qué derecho excomulga desde la elevada cima en la que habita su espíritu a quienes tienen certezas absolutas?
c) si le parezco intolerante, le parecerá lógico que yo no tolere ciertas posiciones doctrinales. Yo no entiendo cómo usted, que se jacta de tolerarlo todo, no me tolera a mí (y a los innumerables brasileños que usted considera intolerantes). Su tolerancia tiene mano y no tiene contramano. Usted solo tolera a los que, como usted, son tolerantes. Y me acusa de tolerar solo a los que piensan como yo…
No tengo ganas de escalar esa cima de la que usted nos excluye con tanta certeza e intolerancia. Porque no la reconozco como una cima. La cima es certeza. La duda es abismo.
El espacio del que dispongo se ha agotado. No caben en él las flores finales que un hombre nunca deja de incluir cuando tiene la alegría y el honor de dirigirse a una señora. En lugar de flores, le he presentado preguntas. Quizás haya suscitado en su espíritu algunos problemas. Me consuelo pensando que, para una persona inteligente, un problema es más interesante que una flor. Y, a modo de reverencia final, me complace señalar una vez más lo mucho que me ha gustado leer su inteligente misiva.
Estoy absolutamente seguro de que usted es inteligente. ¿Cree usted que no debería estar seguro de ello y que, por el contrario, debería dudar de la inteligencia tan evidente de su carta?
Usted ve bien que hay certezas evidentes, que no admiten dudas ni relativismos…

Nota: Traducción sin revisión de su autor.

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