Cinco píldoras (sobre la posible inmigración de diez millones de japoneses a Brasil – agosto 1980)
Folha de S. Paulo, 23 de agosto de 1980
Por Plinio Corrêa de Oliveira
Interrumpo la secuencia de artículos anteriores para comentar la noticia —en medio de un aluvión de afirmaciones y desmentidos— sobre la posible inmigración de diez millones de japoneses a Brasil. ¿Japoneses? Algunos hablan de chinos, no de japoneses, lo que añadiría mucho peso al asunto.
Las reflexiones que bullen en mi espíritu sobre este tema son tan numerosas que el amor a la brevedad me obliga a condensarlas en puntos numerados. En píldoras, prefiero decir.
Hay razón para que —aunque las noticias hayan sido inciertas hasta ahora— las analice tan a fondo: el bullicio favorece a menudo el lanzamiento de globos sonda de planes demasiado audaces. Y las objeciones formuladas contra esos planes son mucho más eficaces cuando se encuentran en la fase de globo. Y yo tengo el firme deseo de ser eficaz…
1. Brasil tiene 8,5 millones de kilómetros cuadrados utilizables… pero en gran parte desaprovechados. Lo correcto es que nuestra población se expanda rápidamente por esas vastas áreas. En el siglo XXI, podríamos ser la primera nación de la Tierra. Esta es una condición básica para que Brasil cumpla su misión providencial como nación con la mayor población católica del globo: proporcionar a la Iglesia y a la Cristiandad los gloriosos servicios de baluartes fortísimos y de fuerzas de expansión incontenibles que Francia y el Imperio Romano-Germánico exhibieron alternativamente durante la Edad Media, y los reinos ibéricos en los tiempos modernos.
Sin embargo, hay entre nosotros quienes propugnan —y ponen en práctica— todo tipo de locuras en sentido contrario. En lugar de fomentar la natalidad, se hace todo lo posible por coartarla. En lugar de diseminar a la gente por las vastas extensiones de tierra sin explotar, se la absorbe en los grandes y medianos centros urbanos ya existentes. Se afirma que todavía hay demasiada población en los intersticios rurales entre estos centros. La CNBB [N.C.: Comisión Nacional de los Obispos de Brasil] reclama entonces una reforma agraria que reparta la tierra en favor de los trabajadores manuales. Para ello, la organización sostiene que la tierra solo pertenece al trabajador que la riega con su sudor. La CNBB va más lejos y amenaza, para pronto, con un proyecto de ley de partición hasta en las zonas urbanas. Todos luchan.
Mientras Brasil, así habitado, se empequeñece demográficamente y amenaza con hundirse en la lucha de clases y el caos, las tierras donde deberíamos expandirnos siguen abandonadas.
Y de repente surge la broma macabra: ¡dar esas tierras a los extranjeros!
Dentro de la lógica disparatada del agro-reformismo, esto tiene incluso una vislumbre de coherencia. Si el único fundamento para ser propietario es cultivar directamente la tierra, ¿qué derecho tiene Brasil sobre la tierra que no cultiva? La peor lógica es la del absurdo. Mientras tantas brasileñas se llenan de anticonceptivos y nuestras tierras permanecen abandonadas, nosotros mismos se las ofrecemos a los extranjeros.
2. El Brasil de hoy está formado por una mayoría compacta y mixta de blancos, indios y negros que la índole lusitana, encantadoramente armoniosa y cristiana, viene, desde sus orígenes, homogeneizando en mentalidad y mestizando.
Sobre este grandioso bloque, que por armonioso podría llamarse monolítico, hay numerosas e importantes salpicaduras de inmigración aquí y allá: italianos, españoles, alemanes, sirio-libaneses, japoneses, principalmente. No me refiero a los portugueses, porque los portugueses en Brasil no son extranjeros, sino auténticos y muy queridos brasileños.
Pero por mucho que debamos a estos simpáticos rocíos, no podemos querer que ninguno de ellos se expanda hasta el punto de poner en peligro la espléndida homogeneidad nacional luso-afro-india. Porque entonces Brasil perdería, en gran medida, uno de sus valores más preciados, a saber, la plenitud de su autenticidad.
Y a eso conduciría esta avalancha torrencial de inmigración asiática. Preguntemos al gobierno japonés si aceptaría, a cambio de sus diez millones de emigrantes, que una décima parte de la población de Japón se educara en escuelas dirigidas por brasileños, aprendiendo portugués, inhalando solo la cultura brasileña. Lo negaría, sintiéndose ofendido. ¿Por qué no al revés? Sobre todo, porque el caso en cuestión no es una mera invasión cultural de Brasil por parte de Japón, sino una invasión étnica (y por tanto, aparte de todo lo demás, también cultural) japonesa de Brasil.
3. Otra píldora. Amo a los inmigrantes japoneses aquí. Muchos de sus hijos y nietos ocupan un lugar de confianza y honor en la vanguardia de los numerosos jóvenes que me acompañan, con admirable dedicación, en las luchas ideológicas de las que he hecho los hitos de mi vida.
Con este espíritu de afecto y confianza me opongo a la inmigración desenfrenada de japoneses aquí. Me gusta mucho el azúcar. Esto no es razón para que añada dosis desproporcionadas de ella a todo lo que como.
4. Pero debo añadir desde luego la impresión de que la ‘parte del rey’, que se piensa entregar a los japoneses, acabará cayendo, por malabarismos imprevistos, en manos de excedentes de población de la China comunista. En otras palabras, Brasil se tragará una inmensa masa de agitadores y revolucionarios de todo tipo para acelerar la comunistización de este pobre País.
La inmigración de diez millones de budistas japoneses constituiría un grave perjuicio para la unidad religiosa de nuestro país. Y la ingestión de diez millones de chinos comunistas sería, peor que eso, una catástrofe irremediable.
5. Al pensar en todo esto, me vienen a la memoria todos los esfuerzos en balde que hice para abrir de par en par las puertas de nuestro territorio, a fin de acoger aquí algunos puñados de vietnamitas anticomunistas — ¡y tantos de ellos católicos! — que vagaban y perecían trágicamente en los mares porque no querían vivir bajo un régimen comunista.
¡Y ahora se habla de acoger a diez millones de japoneses o de comunistas chinos!
¿Qué pensar de todo esto? ¿Se está convirtiendo Brasil en una trágica Babel sin torre, sin vértice? ¿Y solo con vórtice?