Folha de S. Paulo”, 27-1-1979

Desde que se case con José
Plinio Corrêa de Oliveira
Por lo que oigo de vez en cuando a mi alrededor, y también leo en los periódicos, se está generalizando el hábito de conceptuar la democracia de dos modos distintos. No, evidentemente, en cuanto a su sustancia. Pues, en su inmensa mayoría, los brasileños concuerdan en que la democracia consiste en la soberanía del pueblo, realizada en todos los niveles del Estado, por el régimen representativo, así como en la afirmación y tutela de todas las libertades individuales desde que -según la fórmula clásica- no ofendan “las buenas costumbres y el orden público”. En suma, es la democracia de los insurrectos de la independencia norteamericana, de los revolucionarios de 1789, o de nuestras constituyentes de 1891. Todo pensado en la perspectiva del laicismo del Estado. Y actualizado con leyes de sentido social más o menos amplias según el paladar de cada cual.
Hago notar de paso que, principalmente en cuanto al laicismo de Estado, y por tanto al modo laico de concebir la soberanía popular, así como en cuanto a la amplitud no raras veces exagerada con la cual, según esa visión de la democracia, se conciben las reformas sociales, tal concepto está en desacuerdo con lo que sería -según la enseñanza tradicional de los Papas- una democracia de inspiración cristiana (cfr. Pío XII, Radiomensaje de Navidad de 1944, “Discorsi e Radiomessaggi”, vol. VI, págs.. 238-240). Lo que, por cierto, no confundo con democristianismo.
Sin embargo, dicho esto, hago aquí abstracción de las enseñanzas tradicionales de la Iglesia sobre la democracia. Ellas interesan a quienes estudien los aspectos doctrinales de la materia. Por eso me abstengo también de considerar teóricamente la democracia en sí. Y me ciño tan sólo a hacer un estudio de dimensiones periodísticas, inevitablemente extensas, de las actitudes de la opinión pública de hoy de cara a la democracia tal y como es corrientemente concebida.
Esta última materia contiene más de un punto de discordia. Escojo uno, para tratar hoy de él. Es el relativo a la actitud con que la democracia se defiende en coherencia con sus principios- contra sus adversarios. Le doy preferencia por su especial actualidad, en esta altura del proceso de liberalización en que el país se encuentra empeñado.
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Como escribí, oigo y leo a veces que, en la democracia verdadera -con soberanía popular, y con las libertades individuales de ella indisociables, principalmente la de opinión- debe ser garantizado a cada individuo el derecho de discordar de ciertas pautas de acción. Entretanto, la discordancia no sería lícito en lo que se refiere a una triple pauta, considerada como fundamental, la de las libertades básicas del hombre: liberta de conciencia, de pensamiento y de religión. Copio estas palabras casi textualmente de un autor cuyo talento y competencia merecen elogio, y que no menciono, pus en nuestro país las divergencias doctrinales fácilmente degeneran en insípidos ataques personales, hacia los cuales yo nunca tuve atracción en mi larga vida de polemista católico.
Me parece que la consecuencia de ese modo de entender la democracia es que el pueblo no es soberano. Pues, el poder soberano es esencialmente supremo, y si alguien tiene el derecho de decir al pueblo soberano que hay una “pauta fundamental” en la cual él no puede introducir ninguna modificación, el verdadero soberano deja de ser el pueblo para pasar a ser ese alguien.
Así, tal “pauta” de intangibilidades hiere en su base la intangibilidad de la soberanía popular. O sea, lo que la democracia laica -y a su modo la democracia de inspiración cristiana- tiene de más medular.
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Además, no comprendo cómo se puede enarbolar en tabú intangible -y por tanto, insusceptible de ser discutido y rechazado- la triple libertad de conciencia, de pensamiento y religión, sin car con esto, aun desde otro punto de vista, en una contradicción insoluble. Pues la tesis de que aquella triple libertad es la “pauta fundamental” de la democracia es ya una opinión. Y si toda opinión es susceptible de ser discutida y rechazada, la pauta de la triple libertad es también susceptible de esto. Y así se llega a la conclusión de que la intangibilidad de la triple pauta (y en vez de hablar de pauta, ¿por qué no hablar francamente de dogma, ya que este último es una enseñanza intangible, según la cual se deben pautar los pensamientos de los hombres?) no sólo niega la soberanía popular, como hemos visto en el párrafo anterior, sino también la libertad de opinión, con lo cual se vacía a la propia democracia.
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Comprendo bien que se pueda alegar en favor de esa incongruencia democrática, la necesidad que tiene la democracia de defenderse de sus adversarios, pero esa defensa, o ha de consistir en la libre discusión, cortés y limpia, y en la persuasión eficaz, de manera que el pueblo soberano se conserve inconmoviblemente fiel a los principios democráticos, o entonces se hará por la represión de los discordantes. Y en ese caso la defensa de la democracia será antidemocrática. En esta última hipótesis, en el mismo acto en que la democracia se defendiera, ella se suicidaría. Pues, si hay una ley que prohíbe al pueblo no ser otra cosa más que favorable a la triple “pauta”, la democracia ya no se mantiene por el soberano discernimiento y por la soberana voluntad del pueblo soberano, sino por la voluntad y por la fuerza de algunos.
Supongamos una ley impuesta por el legislativo de ayer que prohíba al pueblo cambiar de opinión hoy. O entonces, una ley impuesta por el legislativo de hoy que al mismo pueblo prohíba cambiar de opinión mañana. En cualquiera de los dos casos, sería una ley apoyada en penalidades. Una u otra ley “democrática” castigarían el libre ejercicio de la soberanía popular.
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Pero, en el caso de la democracia “pautada”, entonces, ¿qué es la apertura? Es sólo un cambio de “pautas”. Y no una supresión de toda y cualquier pauta. Hasta hace poco, era delito luchar contra el principio y la institución de la propiedad privada. Ahora, esto dejaría de ser delito. Y pasaría a ser delito atentar contra la triple pauta.
Según la estricta lógica del democratismo laico, esto implica, no en desatar de cualquier lazo a la soberanía popular, en hacerla efectiva y notoria, sino simplemente en cambiar de lugar el lazo. Ayer, él ataba con las penas de la ley el brazo izquierdo. Hoy, ataría el brazo derecho.
Francamente, esto no es democratizar.
Decir al pueblo que él es libre de caminar hacia donde quiera, desde que sea en la tal triple pauta, hace recordar algo que, a manera de gracejo, se contaba otrora. Era el caso de un padre, blasonando de liberal, decía: “Mi hija puede casarse con quien quiera, desde que su escogido sea José.”
En la democracia el pueblo es rey. Cuando un rey es voluble, ¿cuál es el remedio? ¿Es establecer encima de él un super rey? Entonces, a ese super rey ¿quién lo controlará? ¿Otro rey aún más “super”? Si el remedio consiste en una ley que controle a soberanía popular, repito que, en ciertos casos, la democracia puede quedar realmente sin defensa, bajo pena de suicidarse.
Pero ella tiene un camino para defenderse sin suicidarse, y francamente no veo otro. Y es que se bautice. Y digo “bautice”, ya que conviene recordar que todo cuanto acabo de comentar se refiere específicamente a la democracia laica.
Una democracia de inspiración genuinamente cristiana reconoce al pueblo el derecho de legislar libremente, desde que, entretanto, no quebrante las enseñanzas y preceptos emanados de Dios, Soberano verdadero, Rey y Padre de todos los hombres, infinitamente sabio y bueno. Y en el cumplimiento de estos preceptos nada termina en ruina.
La autoridad de Dios es la única que puede -en rigor de la doctrina católica- circunscribir la soberanía del poder temporal cualquiera que sea la forma de éste: monárquica, aristocrática, o democrática. Y no siendo así, quedan los pueblos sujetos realmente a la volubilidad del soberano, sea éste un rey, una aristocracia o la plebe.
Abstracción hecha de Dios, confinar la soberanía en “pautas” establecidas por meros hombres, por más inteligentes, cultos y expertos que sean, y aunque esas pautas coincidiesen formalmente con la ley de Dios, sería, en último análisis, transferir la soberanía a esos hombres…
¿Y quién, sino Dios, óptimo y máximo, no es voluble? ¿Estos hombres?
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Naturalmente queda en pie una pregunta. Es bien cierto que, en las actuales circunstancias, el laicismo del Estado no va a ser abolido. Para ser optimista, por lo menos a plazo medio. ¿Qué hacer hasta entonces? ¿Decir olímpicamente al país que se arregle como pueda y dar todo por perdido? Es evidente que no.
Antes que nada, no carguemos las tintas negras inherentes a este quadro. En cuanto dure la configuración de los días actuales, no es verdad que la opinión pública (o hasta la opinión que se publica, cosa que puede ser bien distinta) sea tan voluble en esta materia. En otros términos, la formación anticomunista persuasiva conserva un buen margen de eficacia.
Durante toda mi vida pública me consagré a una acción anticomunista de carácter esencialmente persuasiva y pacífica. Una prueba de la utilidad de esa acción es el furor continuo que ella despierta en la vasta cohorte de comunistas, socialistas, compañeros de viaje, inocentes útiles, etc. Furor este manifestado, ora por un infatigable y generalizado zunzún de calumnias, ora por estruendos publicitarios de dimensiones faraónicas. No se tiene tanta saña contra lo que es irrelevante, ni se movilizan tales medios de acción contra lo que es innocuo.
Yo estaría, pues, en contradicción conmigo mismo, y pasaría un atestado de inutilidad a mi acción pública, si pensase que, abierta francamente al anticomunismo la facultad legal de argumentar estuviera todo, no obstante, irremediablemente perdido. Usemos, pues, largamente de esa facultad, con valentía y sin prejuicio del respeto, y hasta de la cordialidad que la discusión e alto nivel doctrinario exige. Pues -repito-una vía transitable continuará abierta al patriotismo de los que, como yo, se preocupan sin desfallecimientos, con el peligro comunista.
Nota: Publicado en la “Folha de S. Paulo”, 27-1-1979. Traducción y adaptación por “Covadonga Informa”, Año II, n. 18, febrero 1979.