La gran alternativa de nuestro tiempo: “Dead? Or Red? “¿Muerto o rojo?” en la perspectiva del Mensaje de Fátima

Del prefacio al libro “Our Lady at Fatima: Prophecies of Tragedy or Hope for America and the World?” (American Society for the Defense of Tradition, Family and Property, New York, 1985)

 

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Para un gran número de nuestros contemporáneos, la alternativa fundamental ante la cual todos nos encontramos es esa.

En 1917, meses antes de que el comunismo subiera al poder en Rusia, y 28 años antes de que la primera bomba atómica explotara en Hiroshima, el mensaje de Fátima proporcionaba los elementos de una respuesta cristalina a esos graves interrogantes.

Por una parte, el mensaje habla sobre los “errores de Rusia” y, por otra, indica el medio por el cual su expansión puede ser evitada.

En efecto, el comunismo es señalado por Nuestra Señora como el gran testigo al que la humanidad está expuesta en razón del declinio religioso y moral de los pueblos. Por tanto, él aparece claramente como un flagelo de la Providencia para castigar a esos pueblos, especialmente los de Occidente.

Los hombres pueden evitar ese castigo si se enmiendan de la irreligión y de la inmoralidad en que se hallan sumergidos, si vuelven a profesar la verdadera Fe, y retornan a la práctica efectiva de la moral cristiana. En términos más precisos, según el mensaje, no bastaría un gran número de conversiones individuales para cumplir con la voluntad de Nuestra Señora. Sería necesario que las diversas naciones de Occidente volviesen como un todo a la profesión de la verdadera Fe y a la práctica de los preceptos morales perennes del Evangelio.

El mensaje no se limita, pues, a señalar el peligro, sino que indica el modo de evitarlo. Ese modo no es muriendo, mucho menos haciéndose comunista. Consiste en hacer la voluntad de Dios y en atender el pedido de Su Madre, la Madre de todos nosotros.

Además de la enmienda de vida, había otra condición: la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, en los términos en que Nuestra Señora la pidió.

El mensaje también advierte que si esto no se hace, la justicia de Dios ya no retendrá el castigo inminente: “Si atienden mis pedidos, Rusia se convertirá y tendrán paz; sino, esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia; los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán aniquiladas; por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.

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Es importante observar que el mensaje no afirma que el flagelo del comunismo será apartado del mundo sin lucha, por lo menos incruenta, una vez que se cumpla todo cuanto la Reina del Cielo y de la Tierra desea para aplacar la cólera de Dios. Se pueden entrever, eso sí, intervenciones admirables de la Providencia en los acontecimientos humanos que aseguren la victoria de la Iglesia sobre el flagelo comunista.

En otras palabras, el mensaje deja abierta la hipótesis de que los hombres tengan que dar su contribución a esa lucha, participando heroicamente en las grandes batallas durante las que la ayuda soberana y decisiva de la Virgen alcanzará la victoria.

Las revelaciones descartan la hipótesis de una victoria final del comunismo. Si los hombres atienden e1 pedido de la Virgen, el comunismo será vencido sin el castigo anunciado; si no atienden ese pedido, el comunismo les flagelará, pero aun así terminará vencido.

En ambas hipótesis, la victoria será de la Madre de Dios.

Conviene advertir aqui que, en la perspectiva de Fátima, no son principalmente los armamentos, por más poderosos que sean, los que evitarán el castigo. El poder de disuasión que eventualmente alcance la carrera de armamentos de las naciones de Occidente puede ser un medio legítimo y necesario para prevenir la guerra y, por tanto, para el sostenimiento de la paz actual.

Con todo, ya hemos dicho que la expansión del comunismo es descrita por Nuestra Señora como un castigo que resulta del pecado de los hombres; y este castigo no será evitado si los hombres no se convierten.

Puede ocurrir, eso sí, que uno de los medios por el cual el castigo se precipite sobre los hombres impenitentes de Occidente sea el de hacerles preferir un antiarmamentismo incondicional, de carácter puramente emocional y, por tanto, imprevidente, que estimule toda suerte de agresiones y de ataques de un comunismo cada vez más armado.

Nótese bien, conviene insistir, que el modo preferido por la Providencia para conjurar el flagelo comunista no es en absoluto el de una guerra. El modo indicado consiste en la enmienda de los hombres, en el cumplimiento de lo que el mensaje pide y en la conversión de Rusia.

Puede ser que la Providencia quiera servirle de una guerra para preparar las condiciones para la conversión de Rusia. Sin embargo, esto no está declarado en el mensaje. En todo caso, la simple victoria militar sobre Rusia no resolverá el problema ni apartará a los hombres de la alternativa “red” — “dead” (“rojo” —“muerto”). La Providencia quiere ir más lejos. Quiere convertir a Rusia.

La Providencia ni siquiera necesita de una guerra para obtener esa conversión. En la hipótesis de una conversión de Occidente, parece más probable que la Providencia prefiera llevarla a cabo por medios pacíficos, persuasivos, religiosos. Evidentemente, lo que el mensaje promete es la conversión de Rusia a la Religión Católica, con la consecuente posición firmemente anticomunista que la Jerarquía católica tomaba macizamente cuando el mensaje de Fátima fue dado a los hombres.

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¿Cuál es la relación entre la autentica conversión de Rusia y la extinción del flagelo comunista? — Es evidente. El principal foco de propaganda comunista en el mundo está en el Kremlin. La conversión de Rusia acarrearía la paralización de esa fuerza.

Además, una Rusia convertida se abriría rápida y enteramente a Occidente. Así se les posibilitaría a todos los hombres el conocer mucho más objetiva y profundamente que ahora el abismo de males, de naturaleza espiritual y temporal, en que estas largas décadas de aplicación del régimen comunista produjeron en la infeliz Rusia y en sus satélites. Esto abriría mejor los ojos de los pueblos de Occidente a lo falso de la propaganda comunista, inmunizándolos contra ella.

Por fin, no es superfluo insistir que, en la perspectiva de Fátima, la conversión de Rusia pide como requisito la conversión de Occidente. De esta última conversión, sincera y profunda como la que la Santísima Virgen obviamente desea, resultará que Occidente será, de suyo, totalmente refractario al comunismo.

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Fatima no nos habla de China, de Vietnam o de Camboya, ni de la desdicha de los demás pueblos que gimen bajo el yugo comunista. Pero es obvio que Nuestra Señora, que tan admirablemente protegería de la guerra a un Occidente convertido, no permitiria que esas grandes aunque desdichadas naciones quedasen al margen de la efusión de gracias que convertirá tanto a Occidente, como a Rusia y sus satélites (pues éstos no tendrían condiciones de mantenerse en régimen comunista dentro de una Europa convertida).

Sobre los demás pueblos, es decir, las naciones no mencionadas en las revelaciones de Fátima, la virtud de la esperanza cristiana también nos proporciona —yo diría que nos impone— la certeza de que les propiciará los medios de romper sus grilletes, así como de conocer y practicar la verdadera Fe.

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Bien podemos imaginar que esas varias consideraciones despertarán en ciertos espíritus una actitud de escepticismo y desdén.

Los hombres sin Fe —y sus hermanos, es decir, los que tienen poca Fe— sonreirán ante esto y lo tacharán de simplificación desconcertante y hasta infantil de los problemas actuales que empujan a Occidente hacia el comunismo, y eventualmente, a la guerra. Les parecerá ridículo, digo más, demencial, buscar su solución en el cándido mensaje anunciado por tres pastorcitos analfabetos.

No niego la complejidad enmarañada de los problemas contemporáneos. Muy por el contrario, pienso que esa complejidad es tal, que me parecen insolucionables desde el punto de vista humano, particularmente porque se complican aún más con las intervenciones de los hombres sin Fe, o de poca Fe, en los estudios y debates destinados a resolverlos.

¿Superficialidad? — Ella sin duda me parece estar presente. No en nuestro campo, sino precisamente en el de los escépticos.

En efecto, la mayoría de las veces los veo influenciados por una concepción profundamente ignorante, siempre apriorística y superficial, de lo que es la religión, del papel de la misma en la vida de las sociedades, de los hombres y de los indivíduos, como también por una evaluación igualmente deficiente de sus potencialidades y virtualidades, muy fuertes e insustituibles para solucionar los problemas que en vano los escépticos procuran resolver.

No es esta la ocasión adecuada para explayarse aún más sobre este amplísimo asunto.

No resisto, sin embargo, al deseo de mostrar a eventuales lectores escépticos un poco de esas posibilidades inigualables de la religión, haciéndoles atisbar a través del ojo de una cerradura, por así decido, ese vasto horizonte.

San Agustín traza el perfil de la sociedad verdaderamente cristiana —la Ciudad de Dios— y los beneficios que de ahi le resultan al Estado. Imagínese, estribe él, “un ejército constituído de soldados como los forma la doctrina de Jesucristo, gobernadores, maridos, esposos, padres, hijos, maestros, siervos, reyes, jueces, contribuyentes, cobradores de impuestos, como los quiere la doctrina cristiana. ¡ Y osen aún (los paganos) decir que esa doctrina se opone a los intereses del Estado! Por el contrario, les toca reconocer sin duda que ella es una gran salvaguardia para el Estado, cuando es fielmente observada” (Epist. 138 al 5 ad Marcellinum, cap II, N° 15).

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La doctrina católica muestra que, por el lamentable dinamismo de la naturaleza humana decaída en consecuencia del pecado original, así como por la acción del demonio y de sus agentes terrenos, en la medida en que el hombre se aparta de la Fe, tiende a un modo de ser y de actuar opuesto al que la Fe enseña. Cuanto mayor la distancia, tanto mayores las transgresiones; algo como la ley de Newton. La experiencia, dicho sea de paso, lo confirma; y de modo muy particular en nuestros días.

¿Qué escuela política, social o económica podría evitar, sin el auxilio de la religión, la explosión final de una sociedad impelida por el dinamismo de la incredulidad y de la corrupción hasta la transgresión total de los principios en que se funda la Ciudad de Dios descrita por San Agustín?

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Si los hombres no vuelven a esos principios de salvación, no hay como evitar una deterioración global de naturaleza y proporciones insondables, que serán tanto más temibles cuanto mayor duración y profundidad tenga el proceso de degeneración.

Nada es más justo que las naciones menos afectadas por esa deterioración se armen, en una actitud vigilante, persuasiva y amiga de la paz —pero también prestas a la legítima defensa, firme y victoriosa—, para hacer frente a las acometidas de las naciones más afectadas.

No obstante, eso no bastará para que tales naciones consigan anular los fermentos de destrucción que el neopaganismo moderno que asimilaron puso en sus entrañas.

Esta afirmación está implícita en todo el mensaje de Fátima.

Delante de esta consideración se percibe mejor un aspecto de los castigos: su carácter saneador, regenerador y reordenador. Cortando el curso de un interminable proceso de degradación, tanto individual como colectivo, que expone la salvación de incontables almas a los mayores riesgos, el castigo modifica la situación, abre los ojos de los hombres a la gravedad de sus pecados, los eleva hasta las altas cumbres de la contrición y de la enmienda y, por fin, les da la verdadera paz.

¡Cuantos perecerán, infielmente! Pero tendrán mejores condiciones para morir en gracia de Dios, como escribió San Pedro sobre los que murieron durante el diluvio (Cf. I Pt. III, 20).

Morir, ¡oh dolor! Pero las almas nobles saben que la muerte no es necesariamente el mal mayor. Lo dijo Judas Macabeo: “Mejor es morir combatiendo que contemplar las calamidades de nuestro pueblo y del santuario” (I Mac. III, 59).

En términos actuales, es preferible “morir” que hacerse “rojo”.

Pero mejor aún es vivir. Sí, vivir de la vida sobrenatural de la gracia en esta tierra, para después vivir eternamente en la Gloria de Dios.

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Estas ultimas consideraciones son de sentido común, fácilmente accesibles a los espíritus equitativos y sin prejuicios.

Encontarán algún fundamento en el mensaje? — No me parece.

El mensaje narra lo que Dios hará para castigar los pecados de una humanidad pertinazmente impenitente durante las siete décadas en que repercutió por todo el mundo. Concretando más, repercutió sin convertir a los católicos, pues es con sus oraciones, penitencias y enmienda de vida que la Virgen Santísima cuenta de modo muy especial para obtener la suspensión de los efectos de la cólera de su Divino Hijo y el advenimiento de su Reino. El mensaje no dice nada de lo que la Providencia hará en favor de los justos (los que optaron por la fidelidad a las promesas de Nuestra Señora) durante los días terribles del castigo, ni lo que desea de ellos en esa ocasión.

Bien entendido, no aludo aqui sino a la parte pública del mensaje. No conozco ninguna conjetura absolutamente incuestionable sobre lo que contiene la parte secreta. Sólo la Santa Sede lo sabe.

Séame permitido manifestar aqui cuán tristes y perplejos quedan incontables fieles entre los más devotos de Nuestra Señora de Fátima ante la posibilidad de que jamás se dé a conocer a los hombres la parte todavía no revelada. Sí, quedan tristes porque ella tal vez pueda dar aliento a los justos y mover a contrición a los extraviados.

En efecto, es difícil imaginar que la Madre de Misericordia, tan empeñada en ayudar a todos los hombres con su mensaje, no haya tenido una especial palabra de afecto, de estímulo y de esperanza para quienes reservó la ardua y gloriosa misión de permanecer fieles en esta terrible coyuntura.

Nada impide admitir que esas palabras se encuentren en la parte todavía no revelada del secreto de Fátima.

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Pero volvamos al tema que venía exponiendo. Queda poco que decir.

Profundizando un poco más sobre la impenitencia de los hombres y el castigo, el contexto del mensaje nos permite pensar que si los castigos ocurren, serán por lo menos de dos tipos: guerras —y pensamos que entre ellas se debe incluir no sólo conflictos entre naciones, sino también guerras civiles— y cataclismos de la naturaleza.

¿Tendrán esas guerras internas carácter ideológico? ¿Serán una lucha entre fieles e infieles de todo género: herejes o cismáticos, larvados o declarados, grupos o corrientes de profesión no cristiana, ateos, etc.? ¿O serán guerras sin cariz ideológico, por lo menos oficial (como el conflicto franco prusiano de 1870 o la Primera Guerra Mundial)?

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La distinción entre guerras y cataclismos parecía muy clara en 1917, cuando el mensaje fue comunicado a los hombres. En aquel entonces era imposible imaginar que los hombres pudieran provocar cataclismos, que se consideraban claramente provocados por la Providencia, que actuaba de modo justiciero sobre los varios elementos de la naturaleza.

En realidad, esa distinción continua válida, pero desde que se le haga el reparo de que, con la fisión del átomo, el hombre adquirió la posibilidad de provocar cataclismos de proporciones incalculables, sin que, al mismo tiempo, haya adquirido el poder de frenarlos.

Como resultado tenemos que la catastrofe atómica eventualmente provocada por una guerra hija del pecado produciría por sí sola los castigos cósmicos que el mensaje deja entrever. Pero también es posible que a los efectos de la hecatombe atómica se junten otras perturbaciones naturales dispuestas por Dios.

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Para terminar, insistimos una vez más que, dentro de la perspectiva de Fátima, la verdadera garantía contra las catástrofes que puedan asolar a la humanidad se encuentra mucho menos (y, en cierto sentido, no se encuentra en absoluto) en medidas de desarme, tratados de paz, etc., que en la conversión de los hombres.

Es decir, si ellos no se convierten, los castigos vendrán, por más que se esfuercen para evitarlos con medios ajenos a esa conversión.

Por el contrario, si se enmiendan, Dios no sólo apartará de ellos la plenitud de su cólera vengadora, sino que les concederá todas las condiciones apropiadas para promover una paz verdadera y durable: la paz de Cristo en el Reino de Cristo; especificamente, la paz de María en el Reino de María.

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