7 Días en revista
Legionario, 23 de enero de 1944, N. 598, pp. 1 y 2
La mentalidad abortista desciende de Hitler
Ni el totalitarismo de Atila ni de Catilina vencerán a las élites que, para bien del pueblo, se conserven auténticamente católicas
Cuando la Alemania nazi estaba al borde de la derrota, el profesor Plinio Corrêa de Oliveira escribió un artículo analizando la mentalidad del régimen nacionalsocialista. Predijo que incluso después de la caída del Tercer Reich, esta mentalidad nazi, a la que llamó mentalidad de Atila, continuaría. Una manifestación sería la mentalidad abortista, que es hostil a la vida humana.
Lamentamos no contar con el texto completo de la alocución dirigida por el Santo Padre Pío XII a los miembros de la nobleza romana (ver el texto completo en “Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana”, Plinio Corrêa de Oliveira, 1993, Parte III, Documentos I, pp. 262-5). Para conocimiento de nuestros lectores, nos vemos limitados a publicar un resumen telegráfico transmitido por la Agencia Reuters debido a la falta de comunicaciones normales con el Vaticano. Ese simple resumen, no obstante, contiene perlas inestimables. Especialmente en esta época en que el soplo helado de la guerra parece querer borrar las últimas llamas de tradición cristiana occidental, las palabras del Sumo Pontífice revisten una oportunidad inestimable.
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El Santo Padre comienza por mostrar la situación catastrófica en que nos encontramos. No resulta difícil notar las calamidades materiales acumuladas por la guerra. Antes bien, sería imposible dejar de notarlas. No es, por tanto, sobre este aspecto de la situación que el Santo Padre insiste. El habla principalmente de las ruinas morales de las almas que se pierden, de las instituciones representativas de milenios de cultura cristiana y de civilización cristiana que zozobran, de los torbellinos de ideas falsas, de pasiones en ebullición, de ambiciones desordenadas, que se levantan por todas partes. Por eso el Santo Padre no habla de reconstruir villas, aldeas o ciudades, sino de “reconstruir la sociedad humana”. La sociedad humana es la mayor de todas las ruinas contemporáneas. Si Londres o Nueva York –las dos mayores ciudades de nuestros días- fueran arrasadas, constituirían una ruina menor que la humanidad de este triste siglo XX.
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No otro es el pensamiento del Soberano Pontífice cuando afirma que “actualmente estamos testimoniando uno de los mayores incendios de la Historia”. ¿Incendio material? El Santo Padre deshace todo equívoco agregando inmediatamente: “Estamos viviendo una de las épocas de más disturbios políticos y sociales jamás registrados en los anales del mundo”. He ahí el incendio. Incendio ideológico, que abrasa las ideas más que las doctrinas, que tan sólo logró arrasar hogares, ciudades, provincias enteras porque previamente había puesto en estado de delirio y combustión el alucinado pensamiento del hombre contemporáneo.
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¿De dónde vino desgracia semejante? ¿No somos, acaso, hijos de Dios? ¿Cómo, entonces, nuestro Padre Omnipotente asiste de brazos cruzados a esta inmensa catástrofe? ¿La Divina Providencia estará durmiendo?
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Pero, recíprocamente, hay ruinas que nadie logra demoler hasta la última piedra. Los escombros de los edificios sociales y políticos construidos en los siglos de civilización cristiana están resistiendo a todo. Si el hombre occidental se hubiese mantenido íntegramente católico, estas instituciones habrían sufrido hasta cierto punto las inevitables transformaciones del tiempo pero no habrían caído en ruinas. Si están en ruinas es porque sufren el justo castigo de su tibieza, de su egoísmo, del olvido de los principios que constituyen el substractum de sus tradiciones. Pero en esos viejos troncos corroídos por tantos gusanos, la savia cristiana no desapareció del todo. De ahí proviene este hecho verdaderamente curioso: esas ruinas aún conservan una vitalidad que muchas obras relucientes de nuevas están lejos de tener. Y como son ruinas de una obra alimentada con savia divina, conservan no sólo más vida sino más gloria y más belleza que todas las obras humanas marcadas por el estigma del laicismo, del ateísmo, del paganismo de hoy.
Atila está en Roma. Sus legiones bárbaras dominan la Ciudad Eterna una vez más. Pero, del siglo V para acá, ha empeorado mucho. Él era un bárbaro que conocía apenas algunos rudimentos del orden natural. Hoy es un apóstata. Su ferocidad se volvió maquiavélica, sagaz, técnica. En el siglo V, Atila mataba mucho. Él sigue siendo homicida. Sus manos están teñidas de sangre. Pero, en el siglo V, Atila mataba sólo cuerpos. Bautizado, aprendió que hay almas. ¡Hoy Atila, apóstata, ¡prefiere matar almas! En el siglo V, Atila era sobre todo un bruto. Hoy es ante todo un demonio.
Y este demonio, como todos sus congéneres, es igualitario. “No sirve”, justamente como Lucifer. Se rebela. Detesta toda desigualdad, excepto la jerarquía de sus diabólicas milicias. Por todas partes adónde va, marchando en filas férreamente disciplinadas, destruye la verdadera disciplina; rebela las almas contra Dios, rebela los instintos materiales contra el dominio racional del alma, rebela la fuerza contra el saber, rebela la barbarie contra la tradición, contra la civilización, contra la jerarquía de los valores culturales, tradicionales, espirituales.
Todo progresó en el mundo. Atila también. Hoy Atila es así.
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Ahora bien, mientras la cadencia brutal de los pasos de las legiones de Atila restalla sobre las piedras centenarias de la Ciudad Eterna, mientras por todas partes Atila nivela, destruye, aniquila la tradición – ¡qué no hizo Atila contra la tradición, el pasado, la jerarquía de valores en Alemania! -, aún hay en Roma un escombro de nobleza, que vive de unos últimos alientos de savia cristiana. Ese escombro es un escombro. Como recuerda León XIII en una de sus Encíclicas, la nobleza en toda Europa no cumplió su deber hasta el fin y por eso sobrevino la Revolución Francesa. Pero, si no fue enteramente fiel, no fue enteramente infiel la nobleza. Por eso, aunque reducida a escombros, tiene una gran respetabilidad, cuenta con vida resistente.
Catilina (N.d.l.R.: Lucio Sergio Catilina, 108 a.C.-62.a.C., tomado aquí en alusión a Mussolini, fue un militar y senador de la Roma Antigua, célebre por haber tratado de voltear la República Romana, y en particular el poder oligárquico del Senado), que en el siglo XX se encontró con Atila (N.d.l.R.: rey del pueblo bárbaro de los hunos, y aquí en alusión a Hitler), aliándose a éste cayó, en Roma, y fue para substituirlo que Atila invadió la ciudad. Pero esos restos de cruzados, de gentileshombres cristianos y de patriarcas romanos que en su infortunio conservan la Fe, la gloria y la tradición de sus ancestros, sobreviven aún a la irrupción de Atila y a la caída de Catilina.
Catilina los detestó, los persiguió ocultamente, al ver que no obtenía para sus aventuras el apoyo de la nobleza. Atila los odia. Pero ellos sobreviven y aún van, de pie, pobres, tal vez, y sufriendo necesidades y vejámenes que sólo Dios sabe, aún van a besar el tronco venerable de donde brotaron todas las instituciones cristianas –incluso la que representan. Podemos imaginar con qué cariño los habrá recibido el Papa.
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Los mejores dones de Dios son las cruces y las misiones. Son regalos que contienen la promesa de otros dones. Cuando Dios le encarga a un hombre una gran tarea, le promete gracias para tener una gran alma. Y una gran alma, un alma santa, es el mejor don que Dios le puede hacer al hombre.
Pío XII considera que esos viejos escombros aún conservan fuerza suficiente para desempeñar una misión. Y tal vez, para ellos, un último llamado, la gloria de una última investidura, la ocasión suprema de reintegrarse en la plenitud de su espíritu, de su tradición, que les evite la ruina definitiva.
Obra escrita y publicada por el Prof. Plinio, en 1993
Por boca de Pío XII fue Dios el que habló. Y no habló tan sólo a la nobleza romana sino a la del mundo entero. No tan sólo a la nobleza sino a todas las clases sociales que, en los países de cualquier latitud y de cualquier forma de gobierno, representan la continuidad del pasado y del presente y, depositarias de la tradición, tienen la custodia de valores culturales y espirituales de veinte siglos de civilización cristiana, de una civilización hecha y mantenida por los méritos infinitos de la redención de Nuestro Señor Jesucristo. Hay gotas de la Preciosa Sangre de Cristo en esas tradiciones. Esas tradiciones cristianas bien valen el Santo Grial que entusiasmó la imaginación de los caballeros medievales.
Oíd a Cristo que habla por boca de Pedro a los aristócratas, a los hombres selectos en el terreno de la distinción, de la cultura o de la instrucción, en el mundo entero:
“Hijos míos, tenéis un papel a desempeñar. ¿Cuál es la tarea que os fue confiada? Ciertamente la de facilitar el funcionamiento normal de la maquinaria humana. Sois sus reguladores, los reóstatos. En otros términos, representáis la tradición”.
Cuánta antipatía podrán suscitar estas palabras, especialmente en aquellos que ignoran absolutamente lo que es una tradición. El Santo Padre refuta de antemano los sofismas de estos últimos.
“La palabra tradición puede ser desagradable cuando es pronunciada por ciertos labios. Muchos la interpretan erróneamente. Muchas almas, aún sinceras, tienen la impresión de que la tradición es apenas un recuerdo y una pálida imagen del pasado, de un pasado que no puede volver. Sin embargo la tradición es más que un vínculo con el pasado, es sinónimo de progreso. La juventud guiada por la experiencia de sus predecesores podrá caminar con más firmeza hacia adelante. La tradición es un regalo que se transmite en generaciones sucesivas. Sin ella el progreso se quedaría a ciegas, en la oscuridad”.
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Borrar la tradición sería, pues, dejar que el mundo “camine a ciegas, en la oscuridad”. Fue en manos de las élites que Dios depositó ese tesoro de sabiduría y de luz.
La función de las élites sociales consiste en preservar este tesoro, en iluminar con él valientemente el presente, en trabajar para que esa lámpara ni se apague en el vendaval de las ideas nuevas, ni brille, inútil, a los ojos de pocos, sino por el contrario, como la luz evangélica, sea puesta en el candelabro para iluminar toda la sala.
Conservar las tradiciones no es conservarlas como mero objeto de museo. Es conservarlas vivas, fuertes, y para eso es preciso vivirlas. Sólo las tradiciones vividas en la plenitud y autenticidad del espíritu que las formó son capaces de influenciar benéficamente el progreso, orientándolo, estimulándolo, aliándose a él sin deformarse.
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Lo que necesitamos es que el espíritu de esas tradiciones, el alma de esas tradiciones, viva. Y para que viva hace falta que se alimente de la Vida. Y la vida es Nuestro Señor Jesucristo.
Atila es hoy Hitler. Hitler morirá, sus días están contados como los de Baltasar. Pero Atila no morirá porque Hitler sea Atila. Atila no es Hitler. Atila es la barbarie que despunta en muchos cuadrantes del mundo moderno. Atila no es un hombre, ni un pueblo, sino una idea, o antes bien una anti-idea. Fue Atila el que organizó en Alemania los campos de concentración, las Ordensburg (campos de concentración), las S.S., todo el infame aparato del partido nazi. Fue él quien intentó derrumbar los altares de Cristo para congregar los pueblos en adoración al sol en el interior de los bosques.
Pintura del artista romántico francés Eugène Delacroix (1798–1863) – en wikipedia.org
Pero si Atila sufrió un duro golpe con la caída de Hitler, aún no morirá con Hitler ni con el nazismo. Atila seguirá viviendo en las escuelas donde se haga la apología de la fuerza, en los laboratorios donde se recomiende la esterilización y se maten los nascituros, en las corrientes en que se afirme que el hombre no es libre ni señor de sus actos sino esclavo de la bestialidad irrefrenable de sus instintos: eso es Atila
Atila mostró en el nazismo toda su faz bestial y abyecta. Muerto el nazismo, Atila en cambio no morirá. Atila es un estado de espíritu. Atila es, como dijimos, una anti-idea que no es huna, ni germánica, ni latina, ni sajona, ni negra, ni eslava, ni nipona, sino que en cualquier raza puede dominar de un momento a otro.
Dígase lo mismo de Catilina. En el siglo XX, Catilina barajó un tanto la Historia. No tuvimos ningún Cicerón. Catilina venció por momentos, y se hizo el César. En el fondo, fue siempre Catilina. Catilina es siempre el mejor aliado de Atila. La brutalidad vence por la complicidad de los despechados a quienes se les promete un lugar al sol, de los vanidosos para quienes ser un gran hombre no es sino hacer el papel de gran hombre… que se enorgullecen cuando van muy alto cargados en plumas… Hubo Catilinas en Alemania. Uno de ellos se llamó von Papen. Hubo Catilinas en Holanda, en Bélgica, en Austria, en Noruega, en mil otros países: todos ellos se llamaron Quisling. Podrían llamarse por ejemplo Mosley o Tojo. En el fondo, son siempre Catilina.
Catilina no se rehabilitó en el misterio de la muerte de Ciano (n.d.l.R: yerno de Mussolini, el que habría encargado su asesinato), ni murió con él, ni morirá con el fascismo. Catilina también es universal. Seguirá viviendo en todos los que prediquen para con el totalitarismo connivencia, cordura, complicidad, para los que traten de intoxicar el mundo con los sueños del totalitarismo.
Sin embargo, ni Atila ni Catilina vencerán las élites que, para bien del pueblo, sepan mantenerse genuinamente cristianas, es decir, católicas, apostólicas, romanas.
Nota: Traducción gentilmente fornecida por el Blog argentino www.nobleza.org