La nobleza de alma de Nuestra Señora

Plinio Corrêa de Oliveira

“Catolicismo”, N.º 499 – Julio de 1992 – Año XLII, págs. 7-8

 

En el vigésimo aniversario del milagroso llanto de
Nuestra Señora de Fátima, en Nueva Orleans (EE. UU.)

 

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La imagen de Nuestra Señora de los Reyes (Virgen de los Reyes) (siglo XIII), sentada en su trono en la catedral de Sevilla, refleja acertadamente el carácter real de la Madre de Dios.

 

Si hoy analizamos la vida interna de las naciones, observamos un estado de agitación, desorden, desenfreno de apetitos y ambiciones, subversión de todos los valores, que nos conducen al caos.

Ningún estadista contemporáneo ha sabido presentar un remedio que frene este proceso mórbido universal.

Sin embargo, Nuestra Señora lo hizo en Fátima, abriendo los ojos de los hombres a la gravedad de esta situación e indicándoles los medios necesarios para evitar la catástrofe. Es la propia historia de nuestra época y, más aún, su futuro, lo que la Madre de Dios analiza en Fátima.

Si es cierto que el gran San Agustín anunció la caída del Imperio Romano de Occidente, San Vicente Ferrer predijo el ocaso de la Edad Media y San Luis Grignion de Montfort profetizó la Revolución Francesa de 1789, a nuestro siglo le ha tocado una mejor suerte: ante la inminencia del desenlace de la crisis universal, la Santísima Virgen misma ha venido a hablar a los hombres.

Y Ella, al mismo tiempo, explica las raíces de la crisis, indica el remedio y profetiza la catástrofe, en caso de que los hombres no la escuchen.

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En 1917, la Santísima Virgen se apareció a tres pastorcillos en Fátima (en Cova da Iria, Portugal) anunciando al mundo entero los terribles dramas y castigos que lo azotarían si, contrito y humillado, no se volvía hacia Ella en un sincero movimiento de regeneración del alma.

blankPrecisamente el 17 de julio de 1972, ocurrió en Nueva Orleans (EE. UU.) el estupendo milagro del llanto de una imagen de Nuestra Señora de Fátima. La Santísima Virgen corroboraba, esta vez con el elocuente lenguaje de las lágrimas, su Mensaje.

La narración de este llanto la tomo del Pe. Elmo Romagosa, en un artículo publicado en el semanario «Clarion Herald» (20-7-72), de Nueva Orleans, y distribuido en once parroquias del estado de Luisiana.

El P. Romagosa había oído hablar de estas lágrimas por el P. Joseph Breault, M.A.P. Sin embargo, sentía una profunda reticencia a admitir el milagro. Por eso, pidió al otro sacerdote que le avisara tan pronto como el fenómeno comenzara a producirse.

El P. Breault, al notar cierta humedad en los ojos de la Virgen peregrina aquel 17 de julio, llamó por teléfono al P. Romagosa, quien acudió junto a la imagen a las 21:30 h, trayendo consigo a fotógrafos y periodistas. De hecho, todos notaron cierta humedad en los ojos de la imagen, que fue inmediatamente fotografiada. El P. Romagosa pasó entonces el dedo por la superficie húmeda y recogió así una gota de líquido, que también fue fotografiada. Según el P. Breault, esta era la decimotercera lacrimación de aquella imagen a la que él asistía…

Veinte años después

Veinte años después del milagroso llanto de Nueva Orleans, no es difícil ver que Nuestra Señora sigue llorando sobre el mundo actual —como Nuestro Señor sobre Jerusalén—, con lágrimas de afecto maternal, de profundo dolor, en previsión del prodigioso castigo que vendrá. Que vendrá para todos nosotros, hombres del siglo XX, si no renunciamos a la impiedad y a la corrupción moral.

Es como un homenaje y una muestra de gratitud filial por las apariciones de Nuestra Señora en Fátima —el acontecimiento religioso más importante de este siglo— y también por el llanto de Nueva Orleans, que nos lleva a proclamar la incomparable nobleza de alma de la Santísima Virgen.

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En cierto sentido, se puede decir que la virtud es la nobleza del alma. Es decir, ser noble en el orden espiritual es ser virtuoso, es vivir en estado de gracia. De tal manera que, en un alma en esas condiciones, nuestro Señor Jesucristo mismo establece su morada.

Así como la nobleza terrenal tiene grados, que van desde el barón hasta el duque o el príncipe, también vivir en la gracia de Dios tiene grados. Y, entre todas las criaturas, la que alcanzó la cima de esta escala ascendente de virtudes y gracias fue María Santísima. Por lo tanto, en este artículo no tratamos de la nobleza terrenal de Nuestra Señora, también verdadera e importante, como perteneciente a la Casa real de David, sino únicamente de su nobleza espiritual.

Proporción entre esposo y esposa

Un elemento para evaluar la nobleza del alma de Nuestra Señora es considerar que, en todo matrimonio bien constituido, debe haber una cierta proporción entre esposo y esposa. De lo contrario, se trata de un matrimonio desequilibrado.

Ahora bien, María Santísima es la Esposa del Divino Espíritu Santo. Hija, Madre y Esposa del mismo Dios, concibió a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en su claustro virginal (que permaneció virginal antes, durante y después del parto) por obra del Espíritu Santo. Y, por lo tanto, esa criatura por excelencia, única e incomparable, que por gracia tuvo cierta proporción para ese desposorio con la perfección infinita.

Valentía y desprendimiento

La auténtica nobleza de alma conlleva dos rasgos importantes, que se manifiestan en el coraje y el desprendimiento. En el alma santísima de Nuestra Señora ambas características resplandecían de manera incomparable.

Nuestro Señor Jesucristo vivió treinta años con su amorosísima Madre y el castísimo San José. Este le servía admirablemente de padre. Nuestro Divino Redentor consagró tres años a su actuación pública, al término de los cuales Nuestra Señora, que tenía un perfecto conocimiento de las Escrituras, sabía que Él moriría crucificado.

También a lo largo de esos tres años, Nuestra Señora acompañó paso a paso —personalmente o en espíritu— a su Divino Hijo.

Tras la muerte de San José, vio que la gloria de su Hijo maravillaba y encantaba a las multitudes, en el primer año de su apostolado entre los judíos.

Esto, como es natural, le causaba gran alegría, más aún por ser Él Dios que por ser su Hijo.

En el segundo año, comenzó a notar el odio y las intrigas articuladas contra Nuestro Señor por los sacerdotes del Templo, los escribas y los fariseos. Y comprendió bien que, en medio de toda esa conspiración, se preparaba el momento en que una tormenta se abatiría sobre su Divino Hijo, llevándolo a la muerte.

María Santísima, con total desapego, consideraba que se acercaba la hora en que debía, una vez más, renunciar al mayor tesoro que jamás se le haya dado a una criatura: el propio Hombre-Dios.

Ella aceptó plenamente que su Hijo cumpliera hasta el final su misión, siendo muerto como víctima expiatoria por los pecados de los hombres. Y adorándolo como nadie, lo entregó en manos de la justicia divina con valentía y desprendimiento.

Nobleza por excelencia

El Padre Eterno quiso su consentimiento para que su Hijo muriera. Ella tenía conocimiento de todos los hombres que serían salvados por los méritos de la Sangre infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo, hasta el fin del mundo, y de la gloria que así se daba a Dios. Por eso consintió.

Y es precisamente en esta entrega del tesoro más precioso al Padre Eterno donde se venera uno de los rasgos más destacados de la nobleza por excelencia de Nuestra Señora.

Con este acto de generosidad, Ella se dispuso a aceptar un diluvio de dolores, sufridos en unión con los de su Divino Hijo. Y por eso Nuestra Señora es realmente la corredentora del género humano.

He aquí la nobleza perfecta: el coraje, el desprendimiento completo, seguidos de la gloria perfecta, de Aquella que es el «honor, la gloria y la alegría» del mundo entero.

 

MÍSTICA CIUDAD DE DIOS

Venerable María de Jesús de Ágreda

 1143. Llegó el jueves, víspera de la pasión y muerte del Salvador; y este día, antes de salir la luz, llamó el Señor a su amantísima Madre, y ella respondió postrada a sus pies, como lo tenía de costumbre, y le dijo: Hablad, Señor y Dueño mío, que vuestra sierva oye.

Levantóla su Hijo santísimo del suelo donde estaba postrada, y hablándola con grande amor y serenidad, la dijo:

“Madre mía, llegada es la hora determinada por la eterna sabiduría de mi Padre para obrar la salud y redención humana, que me encomendó su voluntad santa y agradable: razón es que se ejecute el sacrificio de la nuestra, que tantas veces la hemos ofrecido. Dadme licencia para ir a padecer y morir por los hombres, y tened por bien, como verdadera madre, que me entregue a mis enemigos para cumplir con la obediencia de mi eterno Padre; y por ella misma cooperad conmigo en la obra de la salud eterna, pues recibí de vuestro virginal vientre la forma de hombre pasible y mortal, en que se ha de redimir el mundo y satisfacer a la divina justicia. Y como vuestra voluntad dio el fíat para mi encarnación, quiero que le deis ahora para mi pasión y muerte de cruz; y el sacrificarme de vuestra voluntad a mi eterno Padre será el retorno de haberos hecho Madre mía; pues Él me envió para que por medio de la pasibilidad de mi carne recobrase las ovejas perdidas de su casa, que son los hijos de Adán”.

 

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