«Santo del Día», 1 de julio de 1965.
ADVERTENCIA
El presente texto es una adaptación de la transcripción de la grabación de una conferencia del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira a los socios y colaboradores de la TFP, manteniendo por lo tanto el estilo verbal, y no ha sido revisado por el autor.
Si el profesor Plinio Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros, sin duda pediría que se mencionara explícitamente su disposición filial a rectificar cualquier discrepancia con respecto al Magisterio de la Iglesia. Es lo que hacemos aquí constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan bello y constante estado de ánimo:
«Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a la enseñanza tradicional de la Santa Iglesia. Si, sin embargo, por lapsus, algo en él no se ajusta a esa enseñanza, desde ya y categóricamente lo rechaza».
Las palabras «Revolución» y «Contrarrevolución» se emplean aquí en el sentido que les da el profesor Plinio Corrêa de Oliveira en su libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición se publicó en el n.º 100 de “Catolicismo”, en abril de 1959.
Crucifixión – Fra Angélico
Panel central de un antíguo tríptico – Fogg Art Museum, Cambridge (Massachusetts)
Hoy es la fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Confieso que, de todas las fiestas en las que se honra a Nuestro Señor Jesucristo, quizá ninguna me diga tanto al espíritu y me impresione tanto o tan profundamente como la fiesta de la Preciosísima Sangre. Es evidente que estas cosas son individuales y dependen de la forma en que la gracia toca a cada persona, pero concretamente para mí es así. Esta fiesta me impresiona y tengo una gran inclinación personal hacia la devoción a la Preciosísima Sangre.
La razón de ello es la siguiente. Debemos considerar bien qué es la sangre y qué significa la sangre derramada, para comprender bien qué es el derramamiento de la Preciosísima Sangre de Cristo.
Todos sabemos que la sangre forma parte de nuestro organismo y que es un elemento, una parte de nuestra persona. Por lo tanto, a la Sangre de Cristo se le debe toda la adoración que se le debe al propio Cristo.
La sangre es parte de nuestra persona, está contenida en nuestro organismo y es natural que esté dentro de él. De manera que toda efusión de sangre, todo aquello por lo que la sangre sale de nuestro organismo, presenta un carácter catastrófico. Por ejemplo, son numerosas las enfermedades que se anuncian por una pérdida de sangre. Es un desorden-desastre dentro del organismo lo que hace que la sangre salga de él. Es casi una señal de alarma y una señal de alarma violenta, dada para que se preste atención a condiciones orgánicas que no están bien.
La sangre derramada no solo nos habla de enfermedades, sino que, por la violencia de su salida de nuestro interior, nos habla de lucha y nos habla de crimen. Es imposible, por ejemplo, hablar de sangre derramada sin pensar en la sangre de Abel, derramada por Caín y que, según las Escrituras, subía a Dios clamando venganza. La idea de la sangre derramada, y derramada por el crimen, de la sangre que se encuentra derramada por el suelo, de esa sangre que es parte del organismo y que ha sido arrancada de él, en una especie de profunda lacerada del ser, esa sangre derramada nos da la idea de algo injusto, de algo violento, de algo inicuo que es una profunda perturbación del orden y que clama a Dios por el restablecimiento del orden.
Cuando pensamos en la Sangre infinitamente Preciosa de Nuestro Señor Jesucristo, esa Sangre generada en el seno de Nuestra Señora, esa Sangre que sale de ese Cuerpo, de donde nunca debería haber salido, esa Sangre que, como todo en el Cuerpo de Cristo, está en unión hipostática con Él y que sale de Su organismo sagrado como simbolizando toda la dignidad de ese organismo —más o menos como el vino que sale de la uva y que representa todo el jugo de la uva, lo de mejor que tiene la uva—, esa Sangre, que es la sangre de David, que es la sangre de María, que es la Sangre del Hombre-Dios y que, por una serie de actos de violencia deicida innombrables, por la flagelación, por la coronación de espinas, por la cruz cargada, por los tormentos de todo tipo y, peor que eso, por el tormento del alma cuando Nuestro Señor, en la Agonía del Huerto, comenzó a sufrir y la sangre trasudaba de todo su Cuerpo, esa Sangre que se derrama por el suelo y que queda atestiguando de manera clamorosa la injuria hecha al Hombre-Dios, esa sangre es, así, una manifestación de hasta dónde puede llegar la maldad humana, es una manifestación del misterio de la iniquidad, es una manifestación de cuánto tolera Dios, es un memorial para nosotros, para comprender que la naturaleza humana decaída —sobre todo cuando está dirigida por el pecado y por el demonio— es capaz de llegar hasta el final y no retrocede ante nada.
Por lo tanto, ante el mal, toda desconfianza es necesaria. Esto se encuentra exactamente en el precepto: «Vigilad y orad». Es necesario desconfiar, porque el mal es capaz de todo, es capaz de las peores infamias y se puede esperar cualquier cosa de él, y contra él se pueden emplear todas las violencias preventivas que se puedan emplear según la Ley de Dios y de los hombres. Todo lo que sea dormir en lo que a él respecta, todo lo que sea optimismo tonto, todo lo que sea dejar para después su combate, todo eso es un verdadero crimen, porque hasta allí el mal ha sido capaz de llegar y, por lo tanto, ha sido capaz de todo. El mal quiere todo tipo de mal y es capaz de llegar hasta el fondo en el orden del mal.
Esta consideración es muy desagradable para nuestro carácter bonachón, dulce, amigo de pactar, enemigo de las divisiones. Pero debemos meditar, ante la Preciosa Sangre, hasta dónde llega la Revolución. La Revolución no retrocede ante nada. Y es muy evidente que ya fue una manifestación de la Revolución —la peor de ellas— la que se volvió contra el Hombre-Dios.

Ante esa sangre derramada, es importante notar la misericordia de Dios, que quiso que esa sangre fuera derramada, y que fuera derramada en una abundancia inaudita. Toda la sangre que había en el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo fue derramada, como para mostrar que, de todas las maneras, esa sangre fue dada y fue dada sin reservar ni una sola gota, por completo, por el inmenso deseo de Nuestro Señor de salvarnos. Una gota de Su Sangre habría servido para todo, pero Él derramó toda la sangre que tenía. Y esto hasta tal punto que, incluso lo que le quedaba, en la lanza con la que Longino le atravesó, fue derramado junto con agua. Él quiso que no quedara nada de Él, para redimirnos.
Esta abundancia de sangre, esta abundancia de sufrimiento, esta entrega completa de sí mismo, hasta donde es posible, recuerda una palabra de Nuestro Señor: «Nadie puede demostrar más amistad que dando la vida por su amigo». Ahora bien, en esta fiesta de la Preciosísima Sangre, aquí está la Preciosísima Sangre ante nosotros con esta afirmación: «nadie puede ser más amigo de cada uno de nosotros que aquel que da su vida por nosotros».
Pero Él, de alguna manera, hizo más, porque no solo dio Su vida, sino que quiso sufrir toda la muerte de los golpes, toda la muerte de la angustia, toda la muerte de cada gota de sangre que salía de su cuerpo sagrado y, en ese sentido, cada gota de sangre que cae es como una pequeña muerte, porque es una gota de vida que se desvanece. Él quiso pasar por todas esas pequeñas muertes para mostrarnos hasta qué punto infinito era su amor por nosotros.
De ahí se desprende una consideración de confianza en Su misericordia. Si tanto quiso salvarnos, debemos comprender que, cubriéndonos con Su Sangre y presentándonos ante el Padre Eterno con la expresión de que, cubiertos con Su Sangre, podemos pedir perdón para nosotros, debemos tener confianza en que podemos pedir este perdón. Pero, por otro lado, muestra el horror del destino eterno del condenado. Para evitarnos ese destino eterno, Nuestro Señor llegó hasta ese punto. Vean cuán grave es el mal del que Él quiso librarnos. Entonces, medimos la profundidad del infierno considerando una gota de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.

No es posible hablar de este tema sin tocar otro. En primer lugar, cualquier reflexión sobre la Sangre de Cristo nos recuerda las lágrimas de María, derramadas junto con la Sangre de Cristo. Luego, una consideración sobre la Eucaristía. Nuestro Señor no quiso que Nuestra Señora derramara una gota de Su sangre. Y habiendo permitido que se hiciera todo contra Él, no permitió que las potencias del mal tocaran ni siquiera con la punta del dedo a Su Madre Inmaculada.
Por lo tanto, Ella no sufrió tormento físico, y de su sangre nada vino a la humanidad, ni tendría la fuerza redentora de la Sangre infinitamente Preciosa de Cristo. Sería solo una especie de complemento. Propio y verdaderamente, la Redención vendría íntegramente de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Pero Nuestra Señora derramó una forma de sangre: fueron Sus lágrimas. Se puede decir que las lágrimas son la sangre del alma y que Ella sufrió en ella todo el dolor de la muerte de su hijo, y que es imposible pensar en la Sangre de Cristo sin pensar, al mismo tiempo, en las lágrimas de María que se unieron a esa Sangre y que fueron el primer tributo de la cristiandad para completar lo que Dios quiso que se completara en Su Pasión, por el sufrimiento de los fieles, para que se salvaran muchas almas.
Por último, hay que pensar en la Sagrada Eucaristía. Esa sangre de Cristo fue derramada por las calles, por las plazas, en el Pretorio de Pilatos, en lo alto del Calvario, y esa Sangre de Cristo está entera en la Sagrada Eucaristía. Y cuántos de nosotros quizá hayamos recibido ayer, hoy, mañana, después no sé cuántos días, la Sangre de Cristo dentro de nosotros.
Entonces, cuando recibamos el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, debemos recordar esto. Esa Preciosa Sangre, derramada por nosotros, es recibida por nosotros. Él, dentro de nosotros, está como la sangre de Abel, pero no para clamar castigo contra nosotros, sino para clamar misericordia por nosotros. Por eso, recibamos la Eucaristía con mucha confianza, con mucha alegría, porque recibimos la Sangre de Cristo que sube al cielo y clama por nosotros.
Procesión de la Preciosísima Sangre (Blutritt), Weingarten, Alemania
NOTAS
(*) La antigua Anxanum, de los pueblos Frentanos, conserva desde hace más de doce siglos el primer y mayor Milagro Eucarístico de la Iglesia Católica. Tal Prodigio tuvo lugar en el siglo VII d. C. en la pequeña Iglesia de S. Legonziano, por la duda de un monje basiliano acerca de la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía.
Durante la celebración de la Santa Misa, hecha la doble consagración, la hostia se transformó en Carne viva así como el vino en Sangre viva, coagulándose en cinco glóbulos irregulares de distinta forma y tamaño.
La Hostia-Carne, como hoy se observa muy bien, tiene el tamaño de la hostia grande, actualmente en uso en la iglesia latina, es ligeramente parda y adquiere un tinte rosado si se ilumina por el lado posterior. La Sangre coagulada tiene un color de tierra que tiende al amarillo ocre. La Carne, desde 1713, se conserva en un artístico Ostensorio de plata, de la escuela napolitana, finamente cincelado. La Sangre está contenida en una rica y antigua ampolla de cristal de Roca.
Los Frailes Menores Conventuales tienen bajo su custodia el Santuario desde 1252, por mandato del Obispo de Chieti, Landulfo, y con Bula pontificia del 12/5/1252. Anteriormente se habían sucedido los Basilianos hasta 1176 y los Benedictinos desde 1176 hasta 1252. En 1258 los Franciscanos construyeron el templo actual que, en 1700, fue transformado del estilo románico-gótico al baroco.
El «Milagro» se colocó al principio en una capilla al lado del altar mayor, después, desde 1636, en un altar lateral de la nave que conserva aún la antigua custodia en hierro y el epígrafe conmemorativo. (https://www.miracoloeucaristico.eu/index.html)