Luis Dufaur (*)
El acontecimiento más candoroso de la historia llena la tierra de insondables tesoros de alegría, de paz y hasta de esplendor de vida. Todo concurrió para que fuera uno de los episodios más tristes de este “valle de lágrimas”. ¿Qué podría ser más humillante para el príncipe heredero de la corona de Israel y su noble esposa, que verse obligados a refugiarse en una gruta fuera de la ciudad para que Ella pudiera dar a luz al Hijo de Dios?
¿Puede haber mayor señal de la miseria del Niño que nacer en un establo en una noche fría? ¿Qué puede ser más triste para una madre que tener que acostar a su hijo recién nacido sobre la paja de un pesebre? Sobre todo cuando esta pobreza era consecuencia de una inmensa injusticia y de un desconocimiento moral y espiritual.
San José y la Santísima Virgen eran el matrimonio primogénito de la Casa Real de David, pero fueron rechazados en las posadas de la pobre y modesta ciudad de Belén. Nadie se interesó por ellos, ni por la virtud que irradiaban, ni siquiera por la evidencia natural del estado en que se encontraba la Virgen. En Belén, cuna de la estirpe del rey David, los albergues cerraron sus puertas y sus corazones a la legitimidad real.
La tradición de colocar un asno y un buey en los nacimientos se debe a la iniciativa de san Justino Mártir (siglo II), que incluyó a los animales para recordar la profecía de Isaías: “El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende” (1, 3).
Jesús, el niño del tambor y los pastores
En la vecina Jerusalén, capital del reino, los representantes del pueblo hebreo —el Sanedrín, autoridades de la clase sacerdotal— ni siquiera tenían noticias de lo que estaba ocurriendo. Si no fuera por esta dureza de los corazones, Nuestro Señor Jesucristo debería haber nacido en el palacio del “rey” Herodes, o en una dependencia del Templo. E inmediatamente después de nacer, debería ser llevado al Santo de los Santos, y allí ser adorado por el pueblo elegido.
Esa era la hora suspirada durante siglos por los patriarcas, los profetas, las almas buenas del pueblo elegido, así como por los paganos que esperaban fervientemente al Salvador. Una canción muy popular, compuesta por una maestra norteamericana en la Navidad de 1941,* describe a un niño tan pobre, pero tan pobre, que su padre, al no poderle comprar un regalo, le fabricó un mísero tambor.
Y el niño lo golpeaba con entusiasmo cada vez que se acercaba una caravana. Hasta que una noche vio aparecer de perfil unas figuras maravillosas: ¡Tres reyes venidos de Oriente con sus cortejos! Por ellos se enteró que habían discernido en las estrellas el nacimiento del Niño Dios en una mísera gruta. El pequeño músico sintió tanta lástima por ese Niño, quizás más pobre que él, que fue detrás de los reyes para alegrarle con el toque de su tambor.
La narración nos transmite una actitud conmovedora ideal para recibir a Jesús en la esplendorosa pobreza de la Navidad. Según la tradición, habrían sido tres los pastores empleados en la humilde función de cuidar a los animales en las frías noches de invierno.
A ellos se les manifestó de forma admirable el ángel del Señor, diciendo: “No temáis, os anuncio una buena noticia que será motivo de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2, 10-11). El ángel estimó que los sumos sacerdotes del soberbio Templo no lo recibirían, y que Herodes, el falso rey, trataría de matarlo, como de hecho lo intentó.
Los coros angélicos cantaban “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). Los pobres pastores comprendieron la inmensa alegría anunciada y se dijeron unos a otros: “Vayamos, pues, a Belén y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado” (Lc 2, 15).
Las alegrías propias de los días de Navidad
Finalmente, los reyes de Oriente —que nada tenían que ver con el obstinado pueblo elegido— llegaron a la gruta de Belén con sus magníficos y tan simbólicos regalos. ¡Hasta la naturaleza se regocijó! En esa noche de tristeza, comenzó a resplandecer una alegría que no cesaría más, manifestada en la Iglesia Católica en riquísimas catedrales y espléndidos monumentos.
Aquella noche, el Niño Jesús tocó las almas de los reyes y de los pastores según el estado moral de cada uno. Gesto que el Niño Dios repite de año en año, hablando de manera especial a cada uno de nosotros en lo más profundo del alma. En otros tiempos, después de la misa de gallo, la familia regresaba a casa con una caricia en el alma, pues cada uno llevaba en su interior un mensaje particular del Niño Jesús.
Se reunían en el hogar alrededor de una mesa disfrutando de la sinfonía espiritual de un profundo concierto. ¿Qué era aquello? O, mejor: ¿qué sigue siendo aquello? Es la armonía de las diversas notas que el Niño Jesús ha depositado en el alma de cada persona. Todas ellas en profunda concordancia: es la paz que se palpa en la Nochebuena. En efecto, la paz navideña no se refleja tanto en los que ruidosamente manifiestan su satisfacción, sino más bien en los que sufren.
El pintor austriaco Ferdinand G. Waldmuller (1793-1865) imaginó a una familia de mendigos acogida por una familia de campesinos, todos pobres. El dueño de casa, con un traje maltrecho, extiende una moneda al jefe de la familia mendicante. La madre, por su parte, ofrece a la mujer pobre una taza de sopa.
El abuelo, sentado en el suelo, entrega unos regalos navideños a sus nietos que, a su vez, dan una parte de ellos a los hijos del matrimonio pobre. La limitación material destaca la alegría moral de la afinidad que solo la Navidad proporciona torrencialmente “a los hombres de buena voluntad” y hace brillar aún más la “gloria del Niño Dios en el Cielo”.
La Navidad de los que sufren persecución
Plinio Corrêa de Oliveira imaginó a un prisionero que, en una siniestra cárcel soviética, escucha el tañido de una pequeña campana que anuncia la Nochebuena. En el calabozo, rodeado de odio, persecución, necesidad, tristeza y aflicción, se arrodilla y reza: —“Señor, es tu santa Navidad”. Y una gracia penetra a través de los muros de la prisión. ¡Es la esperanza y la alegría que emanan sin cesar de la gruta de Belén, llenando su alma en medio de la soledad y el dolor!
¿Cuántas almas hay en Rusia, en China, en las tierras dominadas por el Islam, en innumerables pueblos paganos que aguardan ese consuelo? Tal vez sean más numerosas y más sufridas las almas que, en la miseria moral de Occidente, azotada por la vulgaridad, por el abandono de la familia, por la fealdad, por el igualitarismo, por el ateísmo y por la sensualidad revolucionaria, se propagan bajo las luces mentirosas de la modernidad.
Como la familia campesina de Waldmuller, ¿no tendremos algo que dar? Por ejemplo, una oración a la Santa Madre de Dios por ellos, que vale infinitamente más que una moneda, una sopa o un regalito en esta noche de Navidad. Quizás nunca lo sepan, aunque podrán sentir un alivio repentino, un respiro, porque unos hermanos católicos que no conocen han rezado por ellos. Pero en el día del Juicio Final lo conocerán.
Dios se hizo carne y habitó entre nosotros
Hay otras pobrezas que la Navidad suple con una riqueza moral sobreabundante. Plinio Corrêa de Oliveira contaba que su madre, doña Lucilia, cuando era muy mayor, al no poder ir a misa en Nochebuena, se quedaba sola en casa. Su hijo iba junto con unos amigos y regresaba para cenar a solas con ella.
Y al llegar encontraba el comedor arreglado con mucho esmero: manteles, platos, dulces y pasteles, todo hecho en casa, según la vieja concepción de que las cosas caseras son mejores que las compradas en una pastelería, porque aportan el cariño que al producto comercial le falta.
Después de la cena, madre e hijo iban siempre a la habitación de esta, donde había un pequeño pesebre de porcelana en el que ella colocaba una imagencita del Divino Infante adornada con flores, y encendía una vela cuyo candelabro decoraba con papel de seda. Los dos pasaban a adorar al Niño Jesús: ella, ya anciana, no podía arrodillarse, en cambio el Dr. Plinio se arrodillaba durante las oraciones.
Finalmente se despedían con el alma repleta de gracias navideñas. Porque la alegría fundamental de la Navidad es doble: la alegría del estado de gracia del fiel que siente a Cristo habitando en su alma. Y, en segundo lugar, la alegría de que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Alegría que proviene de la primera noche de Navidad como un río que Nuestro Señor ha abierto y que correrá por la triste planicie de este mundo hasta el fin de los tiempos.
En un momento de alegría del alma, podemos dar al “hermano cuerpo” —según la expresión de san Francisco de Asís— un cierto alborozo. La cena de Navidad es un eco de nuestra alegría moral, religiosa, interior y espiritual. Sin embargo, el Dr. Plinio consideraba una falta de piedad hacer de la cena de Navidad el centro de la fiesta. La cena de Navidad concebida como un banquete opulento es una Navidad de cabeza.
La cena de Navidad debe ser delicada, que brinde al cuerpo un placer modesto y proporcionado, que destaque discretamente la alegría espiritual y no la sofoque. La discreción y la sobriedad nos hacen participar en la primera cena de Navidad, aquella que la Sagrada Familia hizo en la gruta de Belén.
Porque el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo es una fiesta delicada y espiritual, en que las sutilezas de la gracia llenan de gozo a las almas encantadas, acompañada de una buena, alegre y digna comida, que resalte los aspectos espirituales de la Navidad.
La histórica tregua de Navidad de 1914
Ilustración inglesa de la tregua de Navidad
En la víspera de Navidad de 1914, en la primera línea de combate de la Primera Guerra Mundial, a lo largo de las trincheras llenas de barro y destrucción, los soldados alemanes, británicos y franceses hicieron una pausa en el combate para entonar villancicos (representación superior). Imaginémoslos en paupérrimas condiciones, unos escucharon a los otros, e inexplicablemente salieron de las trincheras e intercambiaron sencillos regalos de soldados: un licor, un chocolate o unos cigarrillos.
El camino que lleva a Belén baja hasta el valle que la nieve cubrió. Los pastorcillos quieren ver a su Rey. Le traen regalos en su humilde zurrón, ropopompon, ropopompon. Ha nacido en el portal de Belén el Niño Dios. Yo quisiera poner a tus pies algún presente que te agrade, Señor. Mas Tú ya sabes que soy pobre también, y no poseo más que un viejo tambor, ropopompon, ropopompon. En tu honor, frente al portal tocaré con mi tambor. El camino que lleva a Belén yo voy marcando con mi viejo tambor: nada mejor hay que te pueda ofrecer, su ronco acento es un canto de amor, ropopompon, ropopompon. Cuando Dios me vio tocando ante Él, me sonrió. |
Intercambiaron saludos y se abrazaron en varios puntos del frente de combate. En breve cumplirían con su deber bélico, pero la dulzura del nacimiento del Niño Dios se sobrepuso a los choques de la guerra. Era la Weihnachtsfrieden en alemán o Christmas truce en inglés, la Trêve de Noël en francés, una tregua absolutamente informal que solo la gracia de la Navidad pudo inspirar.
“No hay ser humano más débil que un niño. No hay habitación más pobre que una gruta. No hay cuna más rudimentaria que un pesebre. Sin embargo, este Niño, en aquella gruta, en aquel pesebre, habría de transformar el curso de la historia”, escribió Plinio Corrêa de Oliveira en las páginas de “Catolicismo”, en diciembre de 1952.
¡Jesucristo eligió la más difícil de las transformaciones! No pretendió simplemente acompañar a los hombres en el rumbo que llevaban, con sus aspectos buenos y malos. Más bien los orientó por el camino de la austeridad, del sacrificio y de la cruz. Invitó a la fe a un mundo carcomido por el sincretismo religioso; invitó a la justicia a una humanidad inmersa en iniquidades; invitó al desprendimiento a un mundo que adora el placer, que rechaza la pureza y encubre todas las depravaciones con sofismas de falsa virtud.
En Belén, el Divino Infante empezó a obrar esa transformación. Ni la frialdad y el odio, ni la fuerza de la dominación romana, ni el torbellino de las pasiones humanas pudo contenerlo. Así será hasta el fin del mundo: llenándolo de la alegría que comunicó con su primer gemido en la pobre gruta de Belén.
NOTAS
(*) Artículo de autoría de Luís Dufaur, discípulo de Plinio Corrêa de Oliveira, que se basó en varios comentarios suyos sobre variados aspectos de la Navidad. Publicado originalmente en “Tesoros de la Fe”, diciembre de 2022.