San Ezequiel Moreno y Díaz (19/8): “Mayores estragos ha hecho en la Iglesia de Dios la cobardía velada de prudencia y moderación, que los gritos y golpes furiosos de la impiedad”

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San Ezequiel Moreno y Díaz (1848-1906)

El Beato Ezequiel Moreno y Díaz, de la Orden de San Agustín, nacido en la Rioja, fue consagrado obispo en 1894 y designado para la diócesis de Casanare (Colombia). Tras una corta permanencia en la misma fue transferido a Pasto, donde se destacó por su infatigable lucha contra el liberalismo. En 1905, gravemente enfermo, volvió a España para operarse y aquí talleció. Hoy su cuerpo reposa incorrupto en Monteagudo (Navarra). Fue beatificado por Pablo VI el 1 de noviembre de 1975. A continuación transcribimos algunos trechos de sus cartas pastorales.
“Estad seguros, día llegará en que la misma revolución, sagaz como su jefe, se ría y menosprecie a los que la sirvieron o de alguna manera pidieron favor o gracia. Es un error, y error funesto a la Iglesia y a las almas, transigir con los enemigos de Jesucristo y andar blandos y complacientes con ellos.

Mayores estragos ha hecho en la Iglesia de Dios la cobardía velada de prudencia y moderación, que los gritos y golpes furiosos de la impiedad. (…)

¿Qué bienes se han conseguido con las blanduras y coqueteos con los enemigos de Jesucristo? ¿Qué males se han evitado, pequeños ni grandes, por esos caminos? No se consigue otra cosa con esa conducta que afianzar el poder de los malos, calmando ¡oh dolor! el santo odio que se debe tener a la herejía y al error; acostumbrando a los fieles a ver esas situaciones de persecución religiosa con cierta indiferencia” (Cartas Pastorales, p. 244).

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“La herejía no es ya un crimen para muchos católicos, ni el error contra la fe es un pecado. Proclaman la tolerancia universal y consideran como conquistas de la civilización moderna el que ya no se huya del hereje, como antes se hacía. (…)

Ceden del antiguo rigor en el trato con los herejes; se muestran con ellos tolerantes; los excusan muchas veces, y sólo tienen recriminaciones contra los eclesiásticos que gritan contra los errores modernos y contra los seglares que reivindican con ardor los derechos de la verdad. (…)

Aprecian y alaban a los espíritus moderados; a los que ponen en primer término la tranquilidad pública, aunque los pueblos vayan perdiendo la fe; a los que se conforman gustosos con los hechos consumados. (…)

Al decir de los mismos, los que gritan ¡viva la Religión! los que dicen que van a defenderla y los que los animan son exagerados e imprudentes. (…)

Esos mismos católicos tienen escrúpulo, al parecer, de pedir a los Gobiernos que tapen la boca a los blasfemos y hagan callar a los propagadores de herejías; pero, en cambio, quisieran que Roma impusiera silencio a los más decididos defensores de la verdad. (…)

Con razón Pió IX, el grande, decía lleno de amargura en 17 de septiembre de 1861: ‘En estos tiempos de confusión y desorden no es raro ver a cristianos, a católicos —también los hay en el clero— que tienen siempre en boca las palabras de término medio, conciliación y transacción. Pues bien, yo no titubeo en declararlo: estos hombres están en un error, y no los tengo por los enemigos menos peligrosos de la Iglesia‘ ” (ib., pp. 265 a 267).

Elogio fúnebre hecho por el Beato Ezequiel Moreno y Díaz a monseñor Pedro Schumacher, Obispo de Portoviejo, Ecuador: “Señala además con el dedo a los verdaderos culpables, a los católicos flojos, moderados, tolerantes con la impiedad, que la dejaron progresar y cobrar bríos suficientes para escalar el poder. Estaba convencido el experimentado obispo de que, concesión que se hace al error, por pequeña que sea, es nueva posición que él toma, nueva avanzada, desde donde descarga más de cerca contra la verdad, y le hace más daño. Tenía evidencia el celoso Prelado de que todo lo que sea transigir, ceder, contemporizar, sólo mostrarse blando con el error, es dar el triunfo a la revolución, pero cobardemente, sin resistir al asalto, sin luchar, como es nuestra obligación, ya que vencer depende de Dios. No se ocultaba al sabio pastor que entre el error y la verdad no puede haber paz, ni siquiera campo neutral, y que donde quiera que se encuentre, la lucha es precisa, inevitable, necesaria. (…) Murió el intrépido Prelado, y murió con muerte preciosa, llorado, amado, bendecido de todos los buenos hijos de la Iglesia, y hecho objeto de odio y persecución de los enemigos de Jesucristo. Este es el sello de la verdadera fe, la persecución. No seremos dignos del nombre de católicos si, como Jesucristo, no somos blanco de odio y persecución por parte de los malos” (ib., pp. 334-335-338).

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Continúa el santo obispo: “No pocos de esos mismos hombres tan condescendientes y tan amables con los enemigos de Jesucristo, se muestran., en cambio, intransigentes y guardan toda su acritud para los eclesiásticos que combaten con valor los errores modernos, y para los buenos católicos que defienden con denuedo los derechos de la verdad. (…)

La conducta de estos católicos da golpes verdaderamente destructores al reino de Jesucristo. Los imitadores de Lucifer no hubieran llegado adonde han llegado en su obra de destronar a Jesucristo, si no fueran ayudados por esos católicos que llaman intransigencia a la lucha abierta contra el mal, y prefieren entrar en componendas con él. Creen los hombres que así obran, que la manera de amansar la fiera revolucionaria es concederle algo, para que no pida más, y no consideran que esa fiera es insaciable. (…)

No es extraño que estemos al borde del precipicio, y cayendo ya en él. Ahí nos llevan las componendas, tolerancias y cobardías. Si así seguimos; (…) si no cesan las tolerancias y, sobretodo, las consideraciones tan dignas de reprobación, que se tienen con los enemigos de Jesucristo y su reinado, es posible que no esté lejos el día en que haya que decir: ¡aquí hubo católicos!…” (ib., pp. 461-462).

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Sólo un miedo está permitido a los sacerdotes, y sobre todo al Obispo: el miedo que tuvo el gran Obispo San Hilario de Poitiers, y expresó con estas palabras: ‘Tengo miedo del peligro que corre el mundo, de la responsabilidad de mi silencio, del juicio de Dios’. No tengamos otro miedo que ese de San Hilarie. El miedo del peligro que corren las almas que nos están encomendadas; el miedo de la responsabilidad que nos puede caber por nuestro silencio, y el miedo del juicio de Dios, en el que se nos pedirá cuenta de si el error avanzó, de si el vicio prosperó, de si las almas se perdieron por nuestro silencio. Lluevan, pues, insultos sobre nosotros por hablar; pero librémonos de esa tremenda responsabilidad y de la terrible cuenta que nos pediría el Juez Supremo” (ib., pp. 573-574). – (cfr.  ESPAÑA ANESTESIADA SIN PERCIBIRLO, AMORDAZADA SIN QUERERLO, EXTRAVIADA SIN SABERLO – LA OBRA DEL PSOE, Madrid, 1988, págs. 496-497)

(Para otros trechos magníficos de ese Santo, pinche acá)

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