A D V E R T E N C I A
Este texto es trascripción y adaptación de cinta magnetofónica con conferencias del profesor Plinio Corrêa de Oliveira dirigidas a los socios y cooperadores de la TFP. Conserva, por tanto, el estilo coloquial y hablado, sin haber pasado por ninguna revisión del autor.
Si el profesor Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia en relación al Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:
“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.
Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.
“Santo del Día” – 30 de julio de 1966
Mañana es la fiesta de San Ignacio de Loyola. Y es acerca de San Ignacio que vamos a hacer el “Santo del Día”.
En el Misal Cotidiano y Vesperal de Don Lefebvre [Misal Cotidiano y Vesperal en latín/portugués con el Propio de Brasil – Dom Gaspar Lefebvre – Edición de 1940 – 1066 páginas], hay las siguientes notas biográficas sobre San Ignacio.
“Ignacio nació en el norte de España en 1491. Era el decimotercer hijo del Señor de Loyola, y a la edad de quince años entró como paje en la corte del rey Fernando V.
“Dotado de un temperamento fogoso y belicoso, le sedujo la carrera de las armas. En el sitio de Pamplona fue gravemente herido en una pierna. Durante su larga convalecencia, a falta de los libros de caballería que tanto le gustaban, le dieron a leer la Vida de Jesucristo y de los Santos. Esta lectura fue para él una revelación. Se dio cuenta de que la Iglesia también tenía su milicia, que, bajo las órdenes del representante de Cristo, lucha para defender en la tierra los sagrados intereses del Dios de los ejércitos.
“En la célebre abadía benedictina de Montserrat, Ignacio depuso su espada a los pies de la Santísima Virgen. Y su alma generosa, seducida en otro tiempo por la gloria mundana, ya no aspiraba a otra cosa que a la mayor gloria del gran Rey a quien en adelante serviría. En la noche de la Encarnación, el 25 de marzo, tras la confesión de sus faltas, hizo la vigilia de armas y, por la Madre de Dios, fue creado caballero de Cristo y de la Iglesia militante, su esposa. Pronto sería General de la admirable Compañía de Jesús, suscitada por la Providencia para combatir el protestantismo, el jansenismo y el paganismo resurgente. […]
“Para conservar en sus hijos la intensa vida interior que supone la actividad militante a la que los destina, San Ignacio les da una fuerte jerarquía. Y les enseña en un tratado magistral, altamente aprobado por la Iglesia, sus Ejercicios Espirituales, que han santificado miles de almas. […] San Ignacio armó a sus hijos dándoles como escudo el nombre de Jesús, y como coraza el amor de Dios que el Salvador había venido a encender en la tierra […]. Cuando enviaba misioneros al extranjero, les decía: Id, hermanos míos, incendiad el mundo y propagad por todas partes el fuego que Jesucristo vino a encender en la tierra […]. Y cuyo símbolo, el Sagrado Corazón, llevan en los pliegues de su estandarte; teniendo por espada la palabra y la pluma, la enseñanza y el apostolado en todas sus formas.
“Los lemas que San Ignacio eligió para su milicia fueron: Ad Maiorem Dei Gloriam: Para la mayor gloria de Dios. No hacer nada sino para la gloria de Dios, y hacerlo para su mayor gloria. Esa es toda su santidad. Es el fin de la Creación, el fin de la elevación del hombre al mundo sobrenatural, el fin de los preceptos del Evangelio, en que las almas generosas renuncian a las cosas lícitas para ocuparse más libremente en los intereses de Dios, y darle aquella totalidad de gloria accidental, de que le había privado el uso por los hombres de las cosas ilícitas […].
“El 31 de julio, San Ignacio muere, pronunciando el nombre de Jesús. Su Compañía, extendida por todo el mundo, contaba entonces con doce provincias y cien colegios. Que la intercesión de San Ignacio nos obtenga que los sacrosantos misterios de la Misa y de la Comunión, fuente de toda santidad, nos santifiquen en la verdad, para que, ayudados por el socorro y el ejemplo de los santos, podamos combatir en la tierra, a fin de ser coronados como él en el cielo”.
Estas notas de Don Lefebvre aluden de manera correcta, pero no de manera tan clara como fuera necesario, a lo que es el sentido profundo de la conversión de San Ignacio, y que determina luego la explicación del resto de su vida.
San Ignacio vivió en una época en la que la tradición de la caballería medieval aún existía, e incluso era una tradición muy fuerte. Lo vemos en sus Ejercicios Espirituales.
San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, en aquella parábola, por ejemplo, del rey que es un gran guerrero, que invita a todos los caballeros a luchar, a ir todos con él, etc.; en que el rey va a recompensar mucho y en que el rey es el primero en exponerse a todos los sacrificios, levanta la pregunta: ¿quién es el hombre tan villano, el hombre tan bajo, tan sin expresión de alma, sin elevación, que rechazará una invitación tan noble de un rey tan grande?
Este argumento, que es totalmente válido, tiene, sin embargo, un carácter feudal. Es la nota de vasallaje que el noble guerrero tiene hacia su rey, y la felonía que existe en el noble que se niega a seguir a su rey. Y este noble guerrero, en el que San Ignacio ha puesto sus ojos, es el caballero de la Edad Media. Y que, en aquella época, en el orden práctico de las cosas, todo militante noble era caballero, y el caballero que no era noble se convertía rápidamente en noble, y los conceptos eran prácticamente coincidentes.
Vemos otro ejemplo de esto cuando San Ignacio hace la meditación de las dos banderas. De nuevo, es el espíritu de caballería el que entra. Y vemos entonces cómo la Caballería era todavía una cosa de gran importancia en tiempos de San Ignacio.
Pero la Caballería había sufrido una adulteración, y ya no era, exactamente, la caballería de la Edad Media. Y eso en lo más importante. El rito por el cual el Caballero se armaba seguía siendo el mismo; el rito de la degradación del Caballero seguía siendo el mismo; el estilo de varonilidad del caballero seguía siendo el mismo, pero lo que la Caballería tiene de más esencial, de más importante, que es la dedicación a los intereses sobrenaturales, el servicio de Dios, de Jesucristo, de Nuestra Señora, de la Santa Iglesia Católica, la renuncia a todas las cosas del mundo para llevar una vida de lucha, de combatividad, eso precisamente había pasado.
Y el caballero ya no era el Caballero de la Iglesia, salvo de manera indirecta y remota. Era el caballero de una dama, de la que era el campeón, por la que iba a luchar, cuyos colores sostenía en un torneo. Era el caballero de su rey; y esto, en los albores del nacionalismo y, por tanto, del estatismo. Defendía a su país. La idea del caballero sagrado —y la Caballería o es sagrada o no es nada—, la idea del Caballero sagrado se estaba desvaneciendo.
Y el significado de la conversión de San Ignacio de Loyola fue precisamente ese. Él quería leer libros de caballería; pero no eran los libros de caballería que contaban los episodios de la caballería antigua, la gesta de la caballería antigua. Eran los libros de caballería romántica, de caballería amorosa, de caballería patriótica, de caballería deturpada. Él quería leer novelas de caballería. Y, como esas novelas no existen en el castillo, acabó conformándose con leer —tenía una pierna rota, se le estiró la pierna durante mucho tiempo; se levantó; estaba cojo. Le volvieron a romper la pierna para arreglársela de nuevo; algo muy doloroso en aquella época. Así que, en aquel castillo aislado, no tenía nada que hacer,— Vidas de Santos, porque no tenía otra cosa que leer.
Y entonces la idea de la caballería no desapareció en absoluto de su mente. Pero pasó por una sublimación, que fue la vuelta atrás. Fue la vuelta de la Caballería a su antigua posición y, aún más, la elevación a una categoría superior a la que había tenido en el pasado.
Es decir, toda su elevación espiritual fue una purificación del ideal de la Caballería; hacerla volver a sus antiguas raíces y ser una Caballería, en el pleno sentido de la palabra, [más Caballería] de lo que había sido antes.
¿En qué sentido? San Ignacio quería rehacer una Orden de Caballería. Quería rehacer una Orden de batalla, de lucha, de guerra. Pero dándose cuenta de que esta Orden era una Orden que tenía que luchar exclusivamente por la Iglesia, exclusivamente por los valores espirituales, dejando de lado cualquier carácter, o mejor dicho, cualquier preocupación de carácter humano o temporal. Así que hizo una Caballería que era una Caballería que se oponía a la degradación de la Caballería, y que era la restauración de la idea de la lucha por el Rey Sagrado contra el hereje, su adversario. Era el retorno de la sacralización de la Caballería.
Por otro lado, esta Caballería que hizo no recibió el sacramental de Caballería, sino que recibió mucho más que eso, un sacramento y no un sacramental, que es el sacramento del Orden, el Sacramento que confiere el sacerdocio.
Estos sacerdotes guerreros debían ser guerreros a su manera. Es decir, sin derramamiento de sangre, —que no corresponde a un sacerdote—, sino luchando según la nueva lucha que había desatado el adversario. Es decir, luchando con la palabra, luchando con la predicación, luchando en la confesión. Luchar en los seminarios, en los colegios, para formar guerreros que reconquisten el mundo para Nuestro Señor Jesucristo.
Esta era la idea de San Ignacio de Loyola, que era, por tanto, una archisublimación de la Caballería. Y así mantuvo su orden religiosa constantemente concebida en términos militares. Es decir, una Compañía; pero Compañía en aquella época significaba un ejército; era un ejército de Jesús. En este ejército de Jesús, el jefe era un general, era el Superior General, Prepósito General [N.C.: en portugués se usa el término Geral], que mandaba en todo y que operaba como un general, la jerarquía era una jerarquía militar, la obediencia era una obediencia militar, y el estilo de acción del apostolado era un estilo de acción militante, un estilo de acción combativo y guerrero. De ahí que veamos que la Compañía de Jesús fue muy guerrera y muy guerreada, y que vivió como una verdadera Orden de Caballería —siempre y cuando vivió su vida auténtica, ¿no? Tenemos aquí el entero espíritu de San Ignacio de Loyola.
¿Hay algo que añadir a la concepción de este espíritu? Lo hay. Y es una posición mental característica… digamos, dos posiciones características del jesuita clásico, y que debemos considerar.
Una posición es un sentido muy vivo de la contradicción entre el bien y el mal, la verdad y el error. Es decir, el espíritu del jesuita no era sólo el de quien concibe una doctrina bella, muy bella en teoría, sino el de quien la ve inmediatamente en términos de batalla: una doctrina que es bella, buena, santa, verdadera, por supuesto, —porque de lo contrario no sería ni bella, ni buena, ni santa—, pero que la ve inmediatamente a la luz de un adversario que la niega, con la elaboración de una polémica, una apologética para defender esa doctrina.
Luego, en segundo lugar, una táctica. Y esta táctica consistía esencialmente hacerlo todo; no retroceder ante ningún trabajo, ante ningún esfuerzo, ante ningún riesgo para amoldarse a las más variadas condiciones del apostolado; no retroceder ante nada para servir al ideal de esta Caballería.
Así Uds. encontrarán jesuitas de todos los estilos. Encontrarán jesuitas que suben —y esto al mismo tiempo— a los cátedras de los reyes, a los púlpitos de las capillas de los palacios reales para predicar; son verdaderos cortesanos; son letrados; se preparan, hablan un lenguaje aristocrático; tienen privanza en los más grandes palacios del mundo, con los hombres más poderosos, más civilizados y más finos del mundo. Al mismo tiempo, se encuentran jesuitas que están completamente aislados del mundo y que sólo viven estudiando y preparando tratados, y formando sacerdotes para el mañana en los seminarios. Estos son la artillería doctrinal.
Por otro lado, encontrarán jesuitas que van a los lugares más remotos del mundo. Y en estos lugares sufren las metamorfosis más extraordinarias. [San] Anchieta viene aquí, aprende a hablar tupí [la lengua de los indígenas tupíes] y guaraní [la lengua de los indígenas guaraníes], habla con todos, funda la Compañía de Jesús aquí mismo, y da origen a São Paulo y prácticamente a todo Brasil. Arrastrándose por los bosques, tratando con los botocudos más repugnantes, enfrentándose a una naturaleza salvaje, prosaica y desagradable, exiliándose de la Europa brillante de la época para hacer esta obra.
Es el hermano del jesuita que está en la corte del rey de Portugal, del rey de España, del rey de Francia; del jesuita letrado que está en la comodidad de un convento haciendo producciones de alto vuelo intelectual.
Es el hermano de los jesuitas que van al Extremo Oriente y que, en el Extremo Oriente, comienzan a infiltrarse en Japón, a infiltrarse en China —ellos son: Francisco Javier y luego los otros misioneros— para dar vida católica a esa parte del mundo.
Allí donde van, su sentido de la adaptación es prodigioso. Recuerdo haber leído sobre un jesuita que fue a la corte del Emperador de China en el siglo XVIII. Allí llevaba un kimono; dejó crecer esa enorme cola en la cabeza totalmente rapada que llevaban los chinos; hablaba chino; aprendió astronomía; estaba en proceso de convertir al emperador. Se “achinó” completamente para ver si podía convertir a los chinos en siervos de la Virgen. Este hombre, que fue capaz de resistir a todo, murió cuando se enteró de que la Compañía de Jesús había sido cerrada.
Es decir, a leguas de distancia, sin más esperanza de vivir en un convento de la Compañía de Jesús, casi completamente separado de los suyos, inmerso en las “chinoiseries” chinas, para él, que probablemente era italiano, —China e Italia sólo tenían el fideo como vínculo común; de hecho, un vínculo que permanecía, pero más allá de eso, ningún otro— lo traumático fue saber que aquella mirífica y sacrosanta Compañía de Jesús, en cuyo gremio se sentía a pesar de estar a tantas leguas de distancia, había sido clausurada por el Papa. Se había adaptado a todo, se había acomodado a todo, había renunciado a todo, pero a una cosa no podía adaptarse: a la idea de que la Compañía de Jesús ya no existía. Así que murió.
Ya ven Uds. la fuerza de un hombre así, la fuerza para resistirlo todo y la fuerza —aún mayor— para no resistir a eso.
Es decir, dar un tal valor a la Compañía de Jesús es algo que sólo un hombre de gran fuerza puede hacer. Dar un tal valor a un ideal moral que, en el momento en que ve ese ideal destrozado, se muere. Ese es un hombre absolutamente superior.
Pues bien, esa es la Compañía de Jesús de las grandes épocas. Debo decir que hablo con este entusiasmo de ella, por el mismo principio por el cual los judíos decían que amaban el Templo de Jerusalén. Cuando el Templo de Jerusalén fuese demolido, la Escritura dice que ellos amarían las piedras; si esas piedras fuesen agrietadas y convertidas en polvo, ellos amarían el polvo de esas piedras. Bueno, yo soy un poco así con la Compañía de Jesús.
No conocí el Templo, no conocí las piedras, pero en mi infancia conocí un poco el polvo de esas piedras. Y lo amé con toda la fuerza que podía haber en mi alma. Es decir, amé hasta el final la lógica de la Compañía de Jesús; la coherencia, claridad y precisión de los ejercicios de San Ignacio; la radicalidad de las consecuencias; un cierto estilo medio intelectual, medio sacral, que aún rondaba en el Colegio San Luis [Colegio jesuita de São Paulo onde el joven Plinio cursó secundarias], y que creo que pocos habrán alcanzado.
Recuerdo que percibía, confusamente, toda decadencia [que ya se dejaba sentir], pero que mi atención se centraba en el polvo de aquellas piedras. Y Uds. no podrán imaginar qué gracia es haberse criado en un ambiente donde todavía se respiraba en el aire un poco de ese polvo; donde, de vez en cuando, todavía contaban algún hecho de la antigua Compañía de Jesús, y donde todavía tenían la facies de la Compañía de Jesús.
Me estoy extendiendo mucho, pero terminaré enseguida.
No puedo olvidar una de las vívidas imágenes de la Compañía de Jesús que llevo en la retina. Los estudiantes todos haciendo cola, y el Rector, que era un cura belga, un noble —a quien conocí más tarde reducido a un “tupiniquim” [N.C.: individuo de una de las tribus indígenas de entonces, los tupiniquins]; entró en las misiones, se modernizó, se envileció. El ‘cura tal’ lo llamaba prosaicamente ‘viejo asno’… en el lenguaje que ustedes conocen. Es un colorido sombrío, nunca el colorido de Fra Angélico—, el Padre Dudrenef(?). Un hombre muy fino, muy inteligente —no era inteligente, pero tenía algo como, un aspecto muy inteligente—, en el parapeto de la ventana, mirando desde lejos a los estudiantes que pasaban.
Y bastaba con que los chiquillos, que venían en algazara, se percataran de que el Padre Dudrenef les observaba que todo se calmaba y ordenaba. ¡El padre Dudrenef estaba allí!, solamente mirando desde arriba, con distinción. Y había dos distancias: había una distancia entre él y el parapeto de la ventana —porque cuando un patán mira por la ventana, se tumba y luego babosea—, y él se mantenía en una posición hierática, no se apoyaba en el parapeto; un hombre que se mantenía a cierta distancia, como si el parapeto de la ventana fuera un plebeyo imaginario hacia el que mantenía una distancia hierática.
Entonces miraba a aquel vulgum pecus que desfilaba abajo; lo miraba con una distancia multiplicada por aquella distancia o, mejor dicho, multiplicada por aquella primera distancia que había tomado. Con su gorro, su sombrerito, muy particular. Sólo con asomarse a la ventana aparecían siglos de la línea y la clase de la Compañía de Jesús. Era la hidalga y aristocrática Compañía de Jesús, formadora de alumnos de la aristocracia.
Había también otro jesuita que era el jesuita razonador. Lecciones lógicas, agudas, consecuentes; la gente se quedaba así. También se quedó en nada. Lo encontré el otro día, es una vieja.
Pero había de estas cosas. ¡Uds. no lo pueden imaginar en un mes de María! Delante de la imagen de Nuestra Señora del Buen Consejo [1]; que vino milagrosamente a través de las olas, y que estaba aquí, etc.; ¡Uds. no pueden imaginarse el efecto que tuvo!
Ese es el sabor del polvo de las piedras del Templo. Este templo fue, sobre todo, el alma sagrada, ardiente y caballeresca de San Ignacio de Loyola.
Pidamos a San Ignacio de Loyola que nos dé una parte de su espíritu y un mayor amor por su obra. Porque fue una obra muy grande.
NOTAS:
[1] Sobre la devoción de Plinio Corrêa de Oliveira a Nuestra Señora del Buen Consejo, ver:
En este siglo de la confusión, rogad por nosotros, ¡Oh Madre del Buen Consejo!
https://www.pliniocorreadeoliveira.info/ES_CAT_6804_madre_buen_consejo.htm