San Luis María Grignion de Montfort (28/4): Doctor, Profeta y Apóstol en la crisis contemporanea

Catolicismo, N. 53, Mayo de 1955

Por Plinio Corrêa de Oliveira

 

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Estátua de San Luis Maria Grignion de Montfort en la Basílica San Pedro, en el Vaticano

Si alguien me pidiera que señalara un apóstol tipo para nuestros tiempos, yo respondería sin vacilaciones, mencio­nando el nombre de un misionero… fallecido hace precisa­mente 271 años. Y dando tan desconcertante respuesta, tendría la sensación de estar haciendo algo perfectamente natural. Pues ciertos hombres colocados en la línea de lo profético, están por encima de las circunstancias temporales.

Basta, para comprenderlo, tomar por ejemplo a Elías. Dentro de cien años, los que hoy vivimos habremos sido superados por la marcha del tiempo, como están hoy los hombres de hace cien años atrás. Seremos atrasados, anacrónicos, mofados. De ahí a doscientos, trescientos años estaremos tan sumergidos en el reino de la muerte, de las sombras y de la Historia, como las momias que aguardan en algún museo el día del Jui­cio Final. ¿Y qué decir de nuestra “situación” de aquí a mil años? Pues hay alguien vivo, vivísimo y que será la última pala­bra del apóstol moderno, no hoy, sino en el fin del mundo cuan­do nosotros estemos inmersos en el más completo anacronismo. Alguien que vivió días muy anteriores a los de Pío IX y Napo­león III. Anteriores aún a San Luis, a Carlo Magno, a Atila, y ¿qué diré?, a Augusto y a Jesucristo. ¡Es el Profeta Elías! Após­tol moderno, sí, y modernísimo, no porque esté escrito de él que participará del espíritu y de las tendencias de los hom­bres que entonces vivieren, sino porque será mandado por Dios como el varón ideológicamente adecuado para combatir de frente la corrupción del siglo en que volverá a esta tierra. Elías será moderno, no por haber tomado el espíritu y la forma de los prosteros años de la historia —no os conforméis con este siglo, advierte San Pablo— sino porque será adaptado y ade­cuado al tiempo. Adaptado, en el sentido de que será “apto” para hacerle bien. Adecuado, sí, en el sentido de que dis­pondrá de los medios propios para corregirlo. Y por esto mismo modernísimo. Pues ser moderno no es necesariamente parecerse con los tiempos y muchas veces puede ser hasta lo contrario. Para un apóstol, ser moderno es estar en condiciones de hacer el bien en el siglo en que vive…

Sin equiparar a Elías, Profeta incumbido de una misión oficial, con San Luis María Grignion de Montfort, en cuyos escritos hay luces proféticas impresionantes, pero de un valor meramente privado, puede decirse que existe cierta analogia entre uno y otro. Y es en los términos de esta analogía que el Santo francés es un modelo de apóstol para nuestros días, y los siglos venideros.

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San Luis María Grignion de Montfor nació en Montfort-la-­Canne, Francia, en 1673. De familia pobre, le faltaron los re­cursos para costear los estudios necesarios del sacerdocio, al que aspiraba desde niño. Se dirigió a París, donde ejerció el ofi­cio de velar cadáveres en la Parroquia de San Sulpicio ciertas noches de la semana, para pagar su pensión en el Seminario. Después de un curso brillante, fue ordenado sacerdote en 1700.

Dadas las dificultades surgidas en su apostolado en Fran­cia, y movido por el deseo de anunciar el Evangelio a los gentiles, San Luis María se dirigió a Roma para pedir una directriz al Papa Clemente XI. Este determinó que volviese a su Patria, a fin de dedicarse a predicar a la población católica necesitada de catequesis y edificación. Entregándose ente­ramente a esa actividad durante los diez años que aún vivió, el Santo insistía particularmente en la renuncia a la sensuali­dad y al mundanismo, en el amor a la mortificación y a la Cruz, en la devoción filial a Nuestra Señora. Como terciario dominico que era, difundió ampliamente el Rosario.

Víctima de los ataques furibundos de los calvinistas y de los jansenistas, fue objeto de severas medidas por parte de un número no pequeño de obispos franceses, que no le que­rían como misionero en sus diócesis.

La muerte le llegó en 1716, cuando contaba apenas con 43 años de edad.

Fundó dos congregaciones religiosas, la Compañía de María y las Hijas de la Sabiduría.

Entre sus escritos, se destaca el “Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen”, una de las más altas obras de mariología en todos los tiempos y tal vez la más alta de ellas. Este libro admirable fue dejado por él en manuscrito y desapareció misteriosamente después de su muerte, reapa­reciendo de manera providencial en nuestros tiempos.

León XIII lo beatificó en 1888. Pío XII, lo inscribió en el Catálogo de los Santos.

Esta es un rápida visión de la vida de este gran Santo. Cuanta riqueza se aprecia en un examen más atento de los principales aspectos de esa vida.

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El Renacimiento desencadenó en Euro­pa una sed de diversiones, de opulencia, de placeres sensuales, que impelió fuertemente los espíritus a subestimar las cosas del Cielo, para ocuparse mucho más de las de la tierra. De ahí, en los Siglos XV y XVI, vino un declinar sensi­ble de la influencia de la Religión en la mentalidad de los individuos y de las sociedades. A ese indiferentismo nacien­te, se sumó no raras veces una antipatía contra la Iglesia, discreta y apenas per­ceptible en unos, más pronunciada en otros, y elevada en algunos al extremo de una hostilidad militante. Tal estado de espíritu concurrió sensiblemente para la eclosión del Protestantismo, y para las manifestaciones del naciona­lismo y escepticismo tan frecuentes entre los humanistas. Del indiferen­tismo nacía naturalmente el libre pen­samiento.

Sin embargo, estos fermentos no ata­caron, por el momento, toda la sociedad. En un comienzo, dominaron solamente ciertos elementos de alta influencia en la vida intelectual, en la nobleza y en el Clero, con el apoyo de algunos sobera­nos. Poco a poco fueron alcanzando los tejidos más profundos del cuerpo social. En el tiempo de San Luis María Grig­nion, puede afirmarse que su influencia se notaba en todos los campos: la polí­tica se hacía laica, la antigua sociedad orgánica y cristiana era absorbida por el absolutismo de Estado, menguaba la influencia de la Religión en la vida de todas las clases sociales y principal­mente en las élites; una tendencia gene­ral hacia costumbres más frívolas, más “libres”, más fáciles, ganaba todos los ambientes, la sed de placer y de lucro crecía, el mundanismo campeaba incluso en cierto número de casas religiosas; el mercantilismo extendía sus tentáculos para dominar toda la existencia humana. En líneas generales, el cuadro era bas­tante parecido al de nuestros días.

Diferencias considerables

Sin embargo, si la analogia es pro­funda, evidente, indiscutible, sería im­posible pasar de ahí a una equiparación absoluta. El cuerpo en el cual actuaban los fermentos en los siglos XV, XVI, e incluso XVII, era aún el cuerpo robusto de la vieja cristiandad generada por la Edad Media. Un sinnúmero de institu­ciones, de hábitos mentales, de tradi­ciones, de usos, de leyes reflejaba aún el espíritu de la sociedad orgánica y cris­tiana de otrora.

Si la monarquia absoluta presagiaba al socialismo moderno, ella personifi­caba, todavía, a los Reyes por la gracia de Dios, que aún se consideraban Padres de sus respectivos pueblos en el buen y viejo estilo de San Luis IX.

Si la vida internacional había sido secularizada por el tratado de Wesfalia, aún existían tales o cuales vestigios de la Cristiandad, una familia de reyes y pueblos cristianos dotados de la con­ciencia de formar un todo aparte, frente al mundo de los gentiles.

Si la sociedad era mundana, las dispu­tas religiosas —como las que se trata­ban entre jesuítas y jansenistas— encon­traban en ella una resonancia que jamás tendrían en nuestros días. Si las costumbres eran frívolas en la corte y en las ciudades, había al respecto numerosas y retumbantes excepciones. En los pelda­ños del trono, en el propio trono, el escándalo de un Luis XIV, por ejemplo, era de algún modo reparado por su enmienda y su vida ejemplar después del casamiento con Mme. de Maintenon y la caída de Mlle. de la Valliere lo era por su penitencia ejemplar en el Car­melo. Mme. de Montespan a su vez moría cristianamente; el Duque de Bor­gona, nieto de Luis XIV, se destacaba por su piedad y la familia real tendría aún en el siglo XVIII, al lado de la ver­güenza de la vida de Luis XV, la ilustra­ción de las virtudes poco comunes del Delfín Luis, de la Carmelita Madame Louise de France, y de la Princesa Clo­tilde de Saboya, ambas hijas del Rey y fallecidas en olor de santidad. Así, por más rigurosas que sean las analogías entre el siglo XVI y el siglo XX, habría manifiesta exageración en afirmar que la vida política y social ya se encontraba entera o casi enteramente laicizada y paganizada.

Sin embargo, en la historia de los Tiempos Modernos, o sea, en los siglos XVI, XVII y XVIII, está fuera de dudas que los fermentos nacidos del neo-paga­nismo renacentista se revelaron cada vez más vigorosamente, y esto trajo la inmensa explosión de 1789.

Tiempos precursores de los nuestros

Considerando estos hechos desde el punto de vista del Santo Padre León XIII en la encíclica “Pavenu a la 25.ème Année”, la Revolución Fran­cesa fue una consecuencia del protes­tantismo. Y a su vez produjo el comu­nismo. Al igualitarismo y liberalismo religioso del fraile apóstata de Witem­berg, sucedió el igualitarismo y libera­lismo político-social de los soñadores, de los conspiradores y de los facinerosos de 1789. Y a éste síguese el igualita­rismo totalitario, social y económico de Marx.

La Revolución protestante fue una forma ancestral de la Revolución Fran­cesa, como ésta lo fue del Comunismo moderno. Y cada una de estas formas ancestrales ya tenía en sí todas las toxi­nas de aquella que le siguió. Son tres molestias sucesivamente mayores, pro­vocadas por el mismo virus. O son tres fases sucesivamente mayores de una misma molestia. O tres etapas de una omnímoda y universal Revolución.

Un profeta aparece en el curso de la Revolución

Ahora bien, San Luis María Grignion de Montfort fue en este proceso histó­rico, un verdadero profeta. En el momen­to en que tantos espíritus ilustres se sentían enteramente tranquilos en cuan­to a la situación de la Iglesia, engañados en un optimismo disciplente, tibio, sis­temático, él sondeó con mirar de águila las profundidades del presente, y predijo una crisis religiosa futura, en términos que hacen pensar en las desgracias que la Iglesia sufrió durante la Revolución, es decir, la implantación del laicismo de Estado, el establecimiento de la “Iglesia Constitucional”, la proscripción del culto católico, la adoración de la diosa razón, el cautiverio y muerte del Papa Pío VI, las masacres y deportaciones de Sacer­dotes y Religiosas, la introducción del divorcio, la confiscación de bienes ecle­siásticos, etc. Más aún. Para aliento y alegría nuestra el Santo profetizó una grande y universal victoria de la Religión Católica en días venideros.

Martillo de la Revolución

Pero además de profeta, San Luis María Grignion de Montfort fue misio­nero y guerrero. Misionero, fustigó implacablemente el espíritu neo-pagano, haciendo cuanto podía por apar­tar al pueblo fiel del mundanismo y de todo cuanto constituía el mal espíritu nacido del Renacimiento. La región evangelizada por él fue tan profunda­mente inmunizada contra el virus de la Revolución, que se levantó en armas contra el gobierno republicano y anti­católico de París. Fue la Chouannerie. Si San Luis María Grignion hubiese exten­dido su acción misionera a toda Francia, probablemente habría sido otra su histo­ria, y la otra la historia del mundo.

Ahora bien, ¿por qué no la evangelizó entera?

Orador sagrado eficientísimo, predicaba la palabra de Dios con una fogosi­dad extraordinaria. Esto le valió el odio, no sólo de los calvinistas, sino de una de las sectas más detestables y más influ­yentes que hasta hoy hayan existido infil­tradas en la Iglesia, o sea, los jansenis­tas. Sería largo enunciar las múltiples y complejas razones por las que el jansenismo, con sus apariencias de austeri­dad es, sin embargo, legítimo producto de la crisis religiosa del siglo XVI. Lo cierto es que esta secta, disponiendo de deplorable influencia sobre muchos fie­les, Sacerdotes y hasta Obispos, Arzo­bispos, Cardenales, seguía una línea de pensamiento y de acción nociva a toda restauración de la vida religiosa, apar­taba las almas de los Sacramentos, y combatía vivamente la devoción a Nues­tra Señora.

San Luis María Grignion de Montfort, por el contrario, tenía a la Sma. Virgen la devoción más ardiente, y, hasta com­puso en su alabanza el “Tratado de la Verdadera Devoción”, que consti­tuye hoy el fundamento más fuerte de toda la piedad mariana profunda. Por otro lado, con sus misiones aproximaba al pueblo a los sacramentos, lo enfer­vorizaba en la devoción al Rosario. En una palabra, hacía obra diametralmen­te opuesta a las intenciones jansenis­tas.

Esto le trajo, en los propios medios católicos, una persecución abierta, que le valió las mayores humillaciones. Causa asombro que mientras prelados, clérigos y laicos, en nombre de la cari­dad se mostraban irritados o aprensivos con la justa severidad de la Santa Sede en relación con los jansenistas, no hubiese penalidades, actos de hostili­dad, ni humillaciones que les bastase contra San Luis María.

Se puede decir que fue uno de los Santos más despreciados y humillados que hubo en estos veinte siglos de vida de la Iglesia. Por fin, sólo en dos diócesis le fue permitido ejercer su ministerio. Pero, como un nuevo Ignacio de Loyola, sintiendo con serenidad el ímpetu contra su persona, los oleajes del odio anticatólico disfrazado con aires de piedad, no se perturbó. Y, humillado, luchó hasta el fin.

Ahora bien, este Santo extraordinario dejó una oración admirable, conte­niendo enseñanzas y luces especiales para nuestra época. Es la que compuso pidiendo Misioneros para su Congrega­ción.

En esta oración, como mostraremos más adelante, se ve que para San Luis María sus tiempos eran precursores de una inmensa crisis que se extiende hasta hoy, e irá hasta la instauración del Reino de María. Y él mismo se nos ima­gina como el modelo, la prefigura de los apóstoles suscitados para luchar en esta crisis, y vencer la batalla por María San­tísima. Es esta la sublime y profunda actualidad de San Luis María Grignion de Montfort para los apóstoles de nues­tros días.

Tema de meditación fecundo en este mes en que la Iglesia celebrará por primera vez – en el día 31 – la fiesta de la Realeaza de María, tan grata a las almas fuertes y profundamente piadosas.

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