«Stille Nacht» (Noche de paz): equilibrio entre la alegría y el dolor presentes en la Navidad; mezcla armoniosa de ternura, desvelo, compasión y adoración hacia el Niño Jesús.

“Santo del Día”, 23 de diciembre de 1978


A D V E R T E N C I A

Este texto es transcripción de cinta grabada con la conferencia del profesor Plinio Corrêa de Oliveira dirigida a los socios y cooperadores de la TFP. Conserva, por tanto, el estilo coloquial y hablado, sin haber pasado por ninguna revisión del autor.

Si el profesor Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia en relación al Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:

“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.

Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.

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Meditación navideña: «¿Será emocionante? ¿Será hermosa? Tampoco lo sé. Sé que será profunda».

 

(…) Todo esto lo estaba pensando al desarrollar una idea que se ha presentado aquí y que constituye la meditación que se me ocurre esta noche.

¿Será emocionante esta meditación? ¿Será hermosa? Tampoco lo sé. Sé que será profunda.

Quizás, en el transcurso de la misma, la Providencia conceda algunas gracias por las que brille. Pero al menos será sólida. Será como está en mi alma en este momento, como la gracia la pone en este momento en mi espíritu, porque nada de lo que vosotros pensasteis y nada de lo que yo pienso existiría ni en vuestro espíritu ni en el mío, si no fuera por la gracia, ya que sin la gracia el hombre es incapaz incluso de pronunciar piadosamente una sola vez el nombre de Jesús, el nombre de María. Así que es la gracia la que nos ha reunido, es la gracia la que os ha hecho hablar, es la gracia la que me hace hablar, y diré lo que la gracia me pone en este momento en el desarrollo de vuestros pensamientos. Será la gracia tal y como está en mi alma; que la Divina Providencia haga que repercuta en vuestras almas para que también se multiplique en vosotros esta gracia traída al mundo por Nuestro Señor Jesucristo.

En esta víspera de Nochebuena —en mi opinión, noche de gracia por excelencia—, en esta víspera de «Stille Nacht, heilige Nacht», en esta víspera, ¿qué meditación me viene a la mente? Evidentemente, no es, como tampoco lo fue para vosotros, una mera meditación sobre la Navidad.

Los acontecimientos que nos rodean son tan tumultuosos, todo lo que nos rodea es tan apremiante, meditamos desde dentro de una lucha tan fuerte, que es imposible que las huellas de tormento, sangre y lágrimas de esa lucha no repercutan en nuestra meditación. Y así es como os presentaré lo que hay en mi espíritu.

Nuestro Señor Jesucristo, dicen los teólogos — y lo enseña la Iglesia, por lo tanto, con toda razón—, se habría encarnado y habría venido al mundo, aunque no fuera para salvar a la humanidad.

O, en términos más precisos, el pecado original hizo necesaria la salvación del género humano, porque el género humano estaba perdido y tenía que ser salvado. Y entonces, su venida a la Tierra también tuvo el carácter de la redención del género humano, pero no fue la razón de su venida a la Tierra. Él habría venido, aunque el género humano no necesitase ser redimido, aunque el pecado original no hubiese sido cometido.

Entonces, ¿por qué hubiera venido hoy?

Por un plan metafísico de Dios, de una belleza incomparable, sin el cual creo que las fiestas de la Santa Navidad no pueden ser adecuadamente representadas, no pueden ser adecuadamente meditadas.

La idea de que el Verbo de Dios se haría Carne y habitaría entre nosotros, y que habría, por lo tanto, un Hombre con toda la naturaleza humana, es decir, dotado de cuerpo humano, de alma humana, engendrado por el Espíritu Santo, pero en una criatura humana y unido por una unión superior a Él, en relación con lo que sería inferior. «Hipo» es esto, inferior, de ahí, hipostático. Él, unido inferiormente por su más alto, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Es este plan de Dios que menté, en virtud del principio metafísico de la «reductio ad unum».

Veamos bien qué es aquí la «reductio ad unum» y cuál es el papel de este principio metafísico. No es que fuera necesario, una vez que Dios creó a los hombres, que el Hijo de Dios se hiciera hombre. No es eso. Pero convenía, era excelente que el Hijo de Dios se hiciera hombre, ¿y por qué? Por una excelencia que no fue dada a los ángeles, que los ángeles no tuvieron, y que fue dada a los hombres, inferiores a los ángeles. Y es la siguiente: cada vez que hay una pluralidad de seres congéneres, conviene que exista un ser más excelente que todos esos seres plurales, un ser más excelente, que reúna en sí todas las cualidades de esos seres plurales. Y más aún, que reúna en sí esas cualidades, en un grado tal, que ninguno de esos seres plurales tenga.

Y vos presento dos ejemplos. Imaginad una playa llena de granos de arena. Si viéramos varios granos de arena sueltos, plateados y brillantes, como si fueran pequeños firmamentos o pequeñas estrellas, tan numerosos en las playas de Brasil. Imaginad que alguien tomara un puñado de arena y, con un microscopio muy potente, contemplara grano a grano de arena. Vería que cada grano de arena es diferente de los demás granos de arena de la playa. Y que, por lo tanto, en algún aspecto, cada grano tiene su propia excelencia.

¿Cuál sería la operación de un espíritu humano detallista, analítico e inteligente, que viera grano por grano, capaz de encantarse con la belleza propia de cada grano? Como quien ve es uno solo, es el uno. Al final, tendería a formar una imagen única, y se preguntaría si todos los granos de arena son capaces de tener tal belleza, cómo sería un grano ideal que tuviera una belleza en la que estuviera contenido todo. Este es el principio de «reductio ad unum».

Los granos de arena son seres del mismo género, pero son seres plurales, son millones y millones de seres en una playa. Como seres plurales que son, cada uno de ellos tiene uno de los aspectos de belleza de los que es capaz el género grano de arena.

Y después de recorrer todos estos aspectos, como quien lee las letras que forman palabras en las páginas de un libro, en el fondo, el alma humana, porque es una, pide una figura única y se pregunta necesariamente cómo sería ese supergrano, archigrano, el grano perfecto que contuviera magníficamente a los demás granos. Y entonces se lo imaginaría, lo imaginaría, y nosotros podemos imaginar a un hombre que, no sé…, como si de niño hubiera empezado a analizar granos de arena y hubiera llegado a la vejez analizando granos de arena y, cuando su vista cansada ya no le permitiera ver nuevos granos, empezara con el poder de su inteligencia, enriquecida por la vida, a imaginar cómo sería un archigrano.

Y entonces dejaría, al final de su vida, dibujado o pintado en un papel en dimensiones evidentemente mayores que los granos de arena, porque el hombre no es capaz de acumular tantas perfecciones en una superficie tan pequeña, pero en las dimensiones más pequeñas en las que pudiera representarlo, representaría el grano archigrano. Y se puede comprender que, en el momento en que hubiera terminado de pintar el archigrano, de su mano envejecida cayera el pincel y muriera cantando «Gloria in excelsis Deo» —“Gloria en las alturas a Dios, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”—. ¡El archigrano lo conseguí, el archigrano lo dibujó mi mente!

Se comprende que esta sería una vida hermosa. Vosotros diréis: «vida de poeta»; vosotros diréis: «vida de artista». Nosotros diríamos: ¡vida de teólogo! Más aún: diríamos la vida de un hombre lleno del espíritu del Reino de María, porque aquí está el espíritu del Reino de María. Es tomar la pluralidad de las bellezas de un mismo género y tratar de reducirlas a un solo archimodelo, que supere en calidad todo lo que sintetiza y que al mismo tiempo se vea representado y multiplicado hasta el infinito por todo aquello en lo que se refleja.

Ahora bien, esto que es así, también lo vemos en el cielo. Cuando contemplamos todas las estrellas del cielo, pensamos en una archiestrella, y tan misericordioso fue Dios que, al no haber querido crear la archiestrella por designio de su sabiduría —si me lo recordáis, dentro de un momento diré conjeturalmente, porque la sabiduría de Dios es infinita y el hombre no puede llegar al fondo de ella—, nos dio al mismo tiempo la ilusión de que esa archiestrella existe: es el sol y la luna. Pero al mismo tiempo nos dio la ciencia de que esa archiestrella no existe porque con el telescopio vemos el sol y sabemos que el sol, que nos parece tan grande, el sol con el que aquel que fue en cierto sentido el más grande de los reyes [Luis XIV de Francia, n.d.c.] para ponerse de puntillas y por hipérbole se comparó, el sol no es más que una bolita perdida en esta cantidad infinita de soles en que uno pierde la cabeza y no sabe…

Y entonces, al mismo tiempo que Dios nos mostró una grandeza que, a decir verdad, o a decir mal, no tiene unum en el cielo, Él, sin embargo, implantó allí la ilusión de este unum en la luna que vemos. Y llegamos a decir: «¡Oh, luna, tú eres verdaderamente reina!».

Mientras nuestra sensibilidad aclama a la luna como reina, nuestra inteligencia glorifica a Dios diciendo: no, ¡hay algo mucho más grande y mucho más bello! ¡Qué pequeña es la luna! Esto es más bello que la pequeña luna que representa a su Madre. La luna no es más que una pequeña representación de su Madre, una representación significativa de su Madre. Y si esto es la luna, ¿cómo es el sol? ¿Quién se representa en el sol?

Y entonces, considerando estas varias cosas, es decir, mostrándoos aquí la magnífica operación de la «reductio ad unum», operación para la cual vuestros jóvenes espíritus deben prepararse; operación para la que mi espíritu, desde su juventud, ha caminado con el paso de un alma fiel, pero insegura y, por lo tanto, incierta, durante tantos años, hasta conseguir encontrar la pista que en este momento os estoy señalando:  buscar en todo la «reductio ad unum»; después de haberos mostrado lo que es la «reductio ad unum», os mostraré algunas aplicaciones corrientes de esta idea.

Hay poemas que declaman o proclaman la belleza de la flor: «Oh flor, tú eres esto, tú eres aquello, etc., etc.». La flor en abstracto, no ninguna flor en concreto, sino la flor en abstracto. ¿Qué es esta flor en abstracto que tantos poetas cantan? Ellos no se dan cuenta, porque los poetas, a menudo, no saben filosofía, y el mal de los poetas es que no saben filosofía; el mal de los filósofos es que no saben poesía. ¡Es la pura verdad! ¿Qué puedo hacer?

Ellos mismos no tienen el espíritu orientado hacia la «reductio ad unum». Si fueran poetas de gran alma, no se detendrían sin haber sondeado con el razonamiento la belleza del pensamiento que tuvieron. Y si fueran filósofos de cuerpo entero, no descansarían sin haber expresado la belleza que su pensamiento concibió, pero no sintió. Es de esta reversibilidad que el alma, sobre todo en el Reino de María, se encontrará plena, y así es como deben ser nuestras almas.

Bien, en estas condiciones, ¿qué canta el poeta? Canta sin percibir una flor metafísica, una flor ideal, la flor ideal, una flor que tendría las cualidades de todas las flores, «flos florum», la flor de las flores, la flor perfecta, que encuentra en la miosotis, en la rosa —¡en cuántas otras flores!— una expresión de su belleza, pero la expresión suprema, esta tampoco existe en el reino de las flores. Es la poesía la que la crea, es el hombre quien la imagina.

Y entonces nos encontramos en esta situación, en la que para determinados seres Dios crea un patrón perfecto, y allí se ve cuál es el arquetipo. Y para otros seres Dios crea un inmenso granero, esplendoroso de maravillas, pero no crea el patrón perfecto. Y vosotros tenéis esto en seres magníficos: los Ángeles.

Me diréis: «Pero ¿no son los arcángeles el prototipo de los ángeles? ¿El arquetipo de los ángeles?». Yo digo que sí. Pero ¿quién es a su vez el arquetipo de los arcángeles?

Ahora subid, llegaréis hasta el trono de Dios. Hay siete ángeles supremos que ante el trono de Dios adoran eternamente. ¿Son siete contados en los dedos de la mano? ¿O debe considerarse el siete como un número simbólico? Será un número simbólico y nadie sabe cuál es el número de esos ángeles más magníficos que todos, que por su naturaleza son los seres más elevados que Dios ha creado y que resplandecen ante Dios por toda la eternidad, arrancándole a Dios la exclamación complacida y eterna: ¡cómo se parecen!

Sin embargo, son siete y el unum de esos ángeles no existe. Dios, sin embargo, al crear al género humano tan inferior a los ángeles, Dios, al concebir esta multitud de millones y millones y millones de almas, desde Adán hasta el último gigante, justo y fiel, que vivirá sobre la faz de la tierra, y ante cuyos ojos embebecidos aparecerá la Santísima Trinidad y aparecerá Nuestra Señora, desde el principio hasta el fin, desde el Alfa hasta el Omega, Dios, creando esta multitud de hombres, hizo cada alma a modo de una colección tal que cada alma sea completamente única y, si se entrega a Dios, será una maravilla completamente singular, como ninguna otra. Otras pueden ser mayores, otras pueden ser menores, pero como esa, solo esa. Y si Dios creara dos almas iguales, cometería un absurdo. Sería como si tartamudeara, repitiendo inútilmente dos sílabas, repitiendo erróneamente dos sílabas en la palabra perfecta, que es la creación. Eso no lo hará, no puede hacerlo, porque Él puede hacer todo, menos lo imperfecto. Su verbo tiene todos los poderes, menos el poder de tartamudear.

Así, cada alma es diferente. Y yo os contemplo en este auditorio lleno de almas; en este momento os veo, pero vosotros sabéis bien que mientras se hacían aquí estas bellas declamaciones, yo escuchaba dos declamaciones: la declamación hablada, que seguía con atención, pero la declamación muda de las miradas que la acompañaban, de las miradas que se distraían, de las miradas que se concentraban y así sucesivamente, y yo seguía el itinerario de cada mirada, y de cada mirada, con tanta realidad que me resulta un poco incómodo miraros en este momento…

Bueno, pues Dios tuvo la intención de crear esta prodigiosa variedad de almas, todas destinadas a un ideal de santidad. Imaginad entonces no solo a todos los hombres, de los que da una idea, aunque vaga y pálida, la Historia que, creo, aún estudiáis en la escuela secundaria.

Entre tantas cosas que han caído, vi el otro día un recorte de periódico que decía que ya no se estudia la Historia de Brasil. No sé si todavía se estudia la Historia universal, no sé qué es lo que se estudia todavía…

Pero tomad, poned en vuestro espíritu que la Historia nos habla de innumerables pueblos y que los restos de esos pueblos existen más o menos esparcidos por la tierra. La Historia hace la narración de ellos. Pero ¿cuántos pueblos se ha tragado la Historia? Sabéis que hay, por ejemplo, en Indonesia, enormes ciudades en ruinas, con escritos que nadie entiende, de pueblos que tuvieron civilizaciones que nadie interpreta bien, que nacieron no se sabe cómo, murieron no se sabe cómo, duraron no se sabe cuánto. Allí están, en soledad, en medio de selvas, en islas, cerca de los mares, monumentos espléndidos que representan los anhelos de hombres, de pueblos, de razas que la Historia no conoce y de los que no hay nada en los registros históricos.

Podéis haceros una idea de cuántos y cuántos hombres nacieron, de cuántas almas nacieron del poder creador de Dios desde el momento en que creó a Adán hasta el momento en que el último hombre vivirá y no morirá sobre la faz de la tierra.

A veces pienso en ello cuando piso nuestro suelo brasileño. Vamos de un lado a otro —recuerdo que ya lo he comentado aquí— y no tenemos ni idea, porque los indígenas que nos precedieron no dejaron monumentos propiamente dichos, no tenemos ni idea de qué pueblos, de qué razas vivieron aquí. Pero, de repente, en la resurrección de los muertos, veremos con sorpresa cómo se abre aquí, en el centro del suelo [del auditorio], y salen aldeas de indígenas, de generaciones que están enterradas aquí y que esperan dormidas el momento de la resurrección. Tan grande es el número de almas que Dios creó.

Pero, para nosotros hombres, tan menores que los ángeles, Dios quiso crear un archialma. Y quiso que esa variedad tuviera unum y, así como os hablé del archigrano de arena, debéis imaginar en vuestro espíritu a un hombre que fuera tan, tan y tan prodigiosamente grande, que tuviera cuerpo, inteligencia, más que las inteligencias de todos los hombres, pero en él hubiera las peculiaridades de todos los hombres y esas peculiaridades en tal grado que él fuera enormemente más perfecto que todos esos hombres.

Imaginad que conociéramos a ese hombre, de tal inteligencia que cuando se moviera, los astros se detendrían asombrados. Y de tal poder que, cuando pasara, las flores se volverían hacia él, los animales vendrían a rendirle homenaje, los animales dañinos huirían, las plantas y las hierbas se extenderían en busca de sus pies para intentar al menos ser pisadas por él. Las brisas irían hacia él. Al mirarlo y contemplarlo, las aguas se reflejarían y se moverían de alegría.

Imaginad a este Varón, el archihombre, e imaginadlo acostado en un pesebre. Tendréis una idea pálida, imperfecta, irremediablemente pálida, irremediablemente imperfecta del Niño Dios nacido de la Virgen María y que lloró y sonrió en un pesebre de Belén…

¿Por qué? Porque, de hecho, Él era todo eso, ¡de hecho, Él era todo eso! Y dijisteis bien que los clamores de los cruzados, las misericordias de todos los santos que se entregaron a las obras espirituales o temporales de caridad a lo largo de la Historia, todo esto nació de Él, estuvo en su alma, de manera inimaginable, antes de encontrar algún reflejo en el alma de los santos, cuyos nombres, al enunciarlos, nos llenan de respeto, de veneración, solo por enunciarlos.

San Francisco de Asís, por ejemplo, el santo tan parecido a Nuestro Señor Jesucristo a fuerza de adorar y admirar, que al final de su vida, incluso su rostro y sus rasgos hacían pensar en Nuestro Señor Jesucristo… Él, que fue el hombre más condecorado de toda la historia, porque fue condecorado por un ángel, fue condecorado con las Llagas de Dios… No puede haber igual, no puede haber igual como honor visible, como honor sensible.

Pensad en una santa como Santa Teresa de Jesús, que sufrió tanto y padeció tanto en su alma al ver las tormentas que padecía la Iglesia con el protestantismo, con el humanismo, con el Renacimiento, que cuando murió, su corazón fue guardado en un recipiente de cristal, perfectamente cerrado, tan bien cerrado que se conserva intacto hasta ahora. Pues bien, allí, inexplicablemente, se desarrolló una planta sin aire y sin tierra, con forma de corona de espinas, pero en espiral, que rodeó el corazón para recordar los dolores del Sagrado Corazón.

Pensad en esta incalculable cohorte de santos a lo largo de los siglos; todo esto estaba en Él, pero de tal manera que tenemos ganas de doblar las rodillas pensando en Santa Teresa, pensando en San Francisco de Asís, en tantos otros santos, pensando en la majestad pensativa, meditativa, solemne, austera como el bronce, de San Benito…

Pensad en todo esto, mis caros, y ni siquiera tendréis una pálida idea de cómo era todo esto en Nuestro Señor. Todos ellos fueron chispas de Nuestro Señor, chispas tan hermosas que no podemos representarlas. Frente a Él, chispas tan pequeñas que se vuelven insignificantes. Y entonces comprenderéis lo que fueron esas perfecciones en Nuestro Señor Jesucristo.

Y, sin embargo, esas perfecciones tenían un don que ese archihombre no tenía. Y que Nuestro Señor Jesucristo, si fuera solo el archihombre del que os he hablado, no tendría. Es la gracia de Dios, la unión hipostática con Dios, haciendo de dos naturalezas completamente distintas una sola Persona. Él era una sola Persona; en Nuestro Señor Jesucristo no hay dos personas, hay una sola Persona, pero esa Persona una tiene el cuerpo y el alma de un hombre, es al mismo tiempo puro espíritu con Dios, ¡y la propia imagen del Padre Eterno con todos sus resplandores!

Imagen tan fiel del Padre Eterno conteniendo la expresión de esos resplandores eternos de tal manera que, volviéndose hacia el Padre Eterno, es como si se adorara a sí misma al verlo, y Él, al ver la imagen, es como si se adorara a sí mismo al verla. ¡Y esta adoración de estas dos similitudes perfectas es tan perfecta que, como un soplo, surge de ahí la tercera Persona de la Santísima Trinidad, que es el Divino Espíritu Santo!

Pues bien, la unión de este archihombre con la Segunda Persona de la Santísima Trinidad le confiere algo en comparación con lo cual nada es nada y nada se sabe decir y nada se puede decir; de tal modo esto es poderoso, resplandeciente, eterno, divino, que va más allá de todo lo que podemos pensar.

Entonces, comprenderéis bien la gloria dada a los hombres. A los hombres, tan de segunda clase en comparación con los ángeles, a ellos Dios quiso hacerles ese honor. No hubo un ángel que fuera la «reductio ad unum» de todos los ángeles. No hubo un ángel unido por unión hipostática a alguna de las Personas de la Santísima Trinidad. Pero hubo una cosa, y esa cosa fue: ¡un hombre, archihombre, unido por unión hipostática a la Santísima Trinidad! «Hic taceat omnis lingua» — «Aquí toda lengua calle», porque todos los umbrales del misterio comienzan a resplandecer, y se filtra a través de lo que ni siquiera sabemos expresar, se filtra algo que ni siquiera sabemos calificar, que es la belleza maravillosa, toda ideal, toda espiritual de Nuestro Señor Jesucristo. Superhombre, Él solo y nadie más en el sentido pleno de la palabra. Pero además de superhombre, es Hombre-Dios y, por lo tanto, tiene las pulcritudes, las magnificencias de Dios.

Hace un momento dijisteis «lumen de lumine», semejante al Padre Eterno y engendrado por el Padre Eterno, como una luz de vela encendida por la luz de otra vela.

Tomad una mecha apagada, acercadla a una vela, encendedla, comparad las dos llamas. ¿Qué se puede decir? «Lumen de lumine, Deo vero de Deo vero, genitum non factum est —Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho—, consustancial al Padre, de la misma sustancia del Padre. ¡Esta es su gloria!

Sin embargo, Dios quiso —y aquí está el encanto de la Navidad— para que viéramos hasta qué punto este Hombre-Dios contenía todas las bellezas posibles del hombre, que el comienzo de la meditación de todo hombre sobre la Santa Navidad comenzara viendo a este archigrande, a este divinamente grande, como pequeño. Y aquel cuya grandeza acabamos de cantar, diciendo que el firmamento es pequeño para contenerlo, comenzamos por analizarlo en un pesebre… Débil, entregado a la solicitud de los hombres, María, José, la adoración de los magos, la adoración de los pastores, al aliento de los animales que fueron a calentarlo en la fría noche de aquel invierno. Es decir, Él quiso que aquel que creó el sol fuera acunado no por el sol, sino por el aliento de los animales…

Y aún más, dándonos aquí una lección sobre la dignidad de la vida: un buey vale más que un sol. Porque el buey está vivo y el sol no… Por muy hermoso que nos parezca el sol, si vemos un mosquito volando, el mosquito es más que el sol. Y al mismo tiempo, hay una enorme humildad en Dios Nuestro Señor, al permitir que el aliento de este animal de la tierra del exilio se posara sobre aquel que creó el sol. Pero hay una glorificación de lo que está vivo en este primer honor. Cuando el sol dormía, el buey estaba despierto y los ángeles llamaban a los pastores…

Ustedes perciben fácilmente los magníficos contrastes que esto contiene. Entra por los ojos, y por eso, Dios daba a entender que el más pequeño de los hombres, el más torcido, el más tonto, el más cojo, el más enfermo, lo que sea, comparado con el sol, era mucho más que el sol, siempre que no fuera pecador, siempre que fuera fiel a la gracia de Dios.

Porque si el más pequeño de los hombres es más, está más lejos del buey que el buey del sol, ¡cuánto más vale el más pequeño de los hombres que el sol! Y entonces Nuestro Señor Jesucristo entra en la tierra dándonos esta magnífica lección. Una lección inolvidable para nosotros: tan pequeño para mostrar la grandeza de todo lo que es pequeño, para mostrar la grandeza de todo lo que nace, de todo lo que germina, de todo lo que se desarrolla a partir de un punto determinado… y, ¿por qué no decirlo?, la grandeza de las eras históricas en el momento en que nacen de la lucha, de las iras sagradas, de las oposiciones irreductibles de un pequeño grupo de perseguidos. Ahí está la belleza y la grandeza de todo lo que emerge.

Veis, pues, cuánta meditación filosófica cabe en la contemplación de un Niño en el pesebre.

Lo veis bien expresado en los acentos de «¡Stille Nacht, heilige Nacht! Alles schläft, einsam wacht / Nur das traute, hochheilige Paar» … Y así sucesivamente.

¿Por qué? Porque el alma de un pequeño profesor del siglo pasado, no sé muy bien si de Baviera o de Suabia, creo que de Baviera, un pequeño profesor de Baviera cantó eso. Es decir, hubo un compositor y un poeta que, para sacar a un vicario de un apuro en una noche de Navidad, exhalaron, a la vez, una canción que se podría decir que la humanidad tenía prisa por cantar…

Habían pasado 1800 años de la era cristiana y el villancico, popular y perfecto, aún no había aparecido. Y se diría que todos andaban a tientas en la oscuridad. Cuando, finalmente, desde el corazón, este anhelo se fue acumulando en esas dos almas que no tenían ni idea de ello. Y en el momento oportuno, deseado por la Providencia, compusieron la canción adecuada, que en un momento dado el mundo escuchó maravillado. Y se extendió por el mundo como la canción navideña por excelencia.

Escuché los acentos de la música que acabáis de oír. El Niño Jesús está en el pesebre. Es tan grande y tan pequeño. Podría ser tan terrible si nos manifestara su fuerza. Pero es tan indefenso, quiso ponerse tan a nuestro alcance, que para convencernos bien de que quiere tener esta familiaridad con nosotros, ese contacto «de plein pied», como se dice en francés, absolutamente desenvuelto con nosotros, se hizo más pequeño que nosotros. Aquel que es infinitamente más grande que nosotros, y quiso que el Alfa de la meditación sobre Él fuera tan pequeñito y que nos extasiáramos, no viéndole crear los soles, no viéndole gobernar la tierra, no viéndole presidir la Historia, modelando, creando las almas, modelando los cuerpos e inspirando las acciones de los buenos y castigando las de los malos. Nada de eso, sino tan pequeño que digamos: «Pero ¡¿cómo?! Él, tan grande, llegó a ser tan pequeño, y Él, tan enorme, infinito, tiene tanta ternura que llegó a ese extremo inimaginable de querer provocar pena como preludio de provocar admiración. No sé si mi pensamiento está claro, pero tal vez sea bueno repetirlo.

Toda nuestra meditación sobre su vida es una sucesión de admiraciones. Él quiso que el primer movimiento de admiración se mezclara con la compasión. Como Él querría después que el último movimiento de admiración se mezclara también con la compasión. Y cuando llegara el último fin de su vida terrenal, en la última agonía, lo veríamos y diríamos: «¡Dios mío, qué pena de Vos!».

Es decir, Él es tan más grande que nosotros, que no podríamos amarlo si no se nos presentara como menor. Ahí está la cuestión. Y, en su bondad, para estar en proporción con nosotros, que somos tan pequeños, solo haciéndose Niño pudo comenzar la relación con nosotros. Solo haciéndose «gusano y no hombre, oprobio de los hombres y burla del pueblo» —como dice de Él el profeta Isaías—, en lo alto del Calvario. Es que todos somos tan pequeños que no leeríamos el libro entero si la primera letra y la última letra no tuvieran una estatura menor incluso que nuestros ojos.

Nosotros, de rodillas ante el belén, contemplando al Niño Jesús, nos invade un respeto sin nombre, un respeto sacral, acompañado de ternura y compasión. Y la mezcla, la aglomeración, la amalgama, expresándome mejor, entre el respeto y la compasión parecen sentimientos, a primera vista, incompatibles. La amalgama entre el respeto y la compasión inspira, de principio a fin, el «Stille Nacht». Las palabras hablan de la «noche silenciosa, noche santa» / Alles schläft – todo duerme / einsam wacht – vela aislado / Nur das traute, hochheilige Paar – El «traute» es el muy respetable y altamente santo matrimonio.

Pero, mientras se pronuncian estas hermosas palabras, la música dice más que las palabras. Y la música expresa no tanto lo que se siente respecto a la noche silenciosa, en la que todos los hijos de las tinieblas duermen, y solo el matrimonio justo por excelencia está despierto. No es eso, expresa mucho menos eso que el sentimiento de ese matrimonio al ver al Niño Jesús.

Y cuando escuchamos cantar «Stille Nacht», tenemos la impresión de entrar en el Sapiencial e Inmaculado Corazón de María y escuchar allí su propia canción diciendo: «¡Mi Hijo, mi Dios y tan Niño, tan pequeñito, tan grande y tan adorable! ¡Cómo Te adoro! ¡Cómo me compadezco de Ti! ¡Cómo Te respeto! ¡Protegedme! ¡Cómo Te amo! ¡Yo te protegeré!».

Ahí está la ojiva incomparable y, para mí, es la perfecta armonía de sentimientos que debe despertar la noche de Navidad y que «Stille Nacht» trae consigo.

Bueno, me parece desafortunada la traducción [de «Stille Nacht» por] «noche feliz». El concepto de felicidad… la felicidad está ahí. Estoy comentando estas cosas con vosotros y es imposible que no veáis que me siento feliz. Veo destellos de felicidad en vuestros ojos. La felicidad es precisamente eso. Pero qué consideración de quinta categoría, es decir: «Qué felices somos, ¿verdad?». ¡Lo somos! Pero hay algo mucho más elevado. Él está allí, cerca de Él está Ella, y cerca de Ella está San José… Pero sobre todo está Él, tan infinito, tan pequeño y al mismo tiempo tan adorable.

Veréis que, de principio a fin, en «Stille Nacht», el sentimiento que se desarrolla es ese. Se ve, ora la gravedad del pensamiento adulto, ora algo que habla del sentimiento del niño, y es casi un diálogo entre el adulto y el niño.

[Se toca el Stille Nacht]

Hay momentos en los que se tiene la impresión de que el Niño llora. Y hay momentos en los que se tiene la impresión de que el Niño sonríe.

Es posible que en vuestra alma los reflejos sean diferentes, pero, al contrastarlos con los de mi alma, podréis diferenciaros, y también encontraréis armonías, y es de una diferencia armónica de donde surgen las bellezas.

Hay algo más en «Stille Nacht» que forma parte del ambiente navideño, pero forma parte —fíjense en las reversibilidades y en cómo Cristo Señor Nuestro está presente y vivo en la Iglesia Católica— del ambiente interno de toda catedral gótica.

Aquí, a lo largo de toda la música, hay una cierta amalgama armoniosa de alegría y tristeza, independientemente de los momentos en los que una nota de alegría es mayor o la nota de tristeza es mayor; desde el comienzo de «Stille Nacht» hay una cierta tristeza augusta junto a una gran admiración jubilosa e incluso cuando habla de llanto, hay una cierta alegría bajo el llanto.

Si entráis en una catedral y veis un rosetón en el que incide el sol, y la penumbra a media luz de la catedral, y esos dardos de luz multicolor que esparcen zafiros, esmeraldas y otras piedras preciosas… Bueno, de cualquier manera, veis, en medio de la penumbra, el esplendor, y rodeando el esplendor, la penumbra. Y una composición de alegría y dolor —de alegría por las razones correctas y de dolor por las razones correctas— que constituye uno de los aspectos más elevados del equilibrio del alma humana.

Y creo que este aspecto se expresa mucho en la liturgia, la liturgia católica que muchos encuentran aburrida porque solo saben vivir de risas, pero que incluso en los días de celebración de la Pascua tiene algo de triste. E incluso en la Semana Santa hay un fondo de esperanza que nada puede borrar.

Y aquí doy un paso más que nos lleva al final de esta meditación y que es un paso a la luz de la Navidad.

Si analizáis bien lo que hizo la Revolución de esta ojiva hecha de alegría y dolor, y que se ve tan bien en las imágenes verdaderas de Nuestro Señor Jesucristo, en las imágenes verdaderas de Nuestra Señora… pensad un poco en el Santo Sudario… ¡Tremendo! ¡Pero esa decisión! ¡La mirada de esos ojos cerrados, la proclamación de esa boca muda y la tensión de ese cuerpo flácido es algo admirable!

No digo que no haya ningún artista capaz de representarlo, es que ¡no hay ningún artista capaz de concebirlo! Es algo muy diferente que representar; no se puede concebir. La gente lo ve, lo interpreta, pero no lo concibe.

Está bien, ese equilibrio entre alegría y dolor, si prestáis atención, el mundo le ha roto; la Revolución ha roto ese equilibrio y la gente imagina el dolor como un estado del alma sin alegría, y define la alegría como un estado del alma sin dolor.

Mirad a vuestro alrededor y creo que lo encontraréis con una frecuencia impresionante, por no decir que solo lo encontraréis entre almas muy piadosas, que conciben, por ejemplo, la Semana Santa como la semana del dolor. Así que en esa semana solo se llora. La Navidad es la semana de la alegría; en esa semana solo se está alegre…

Ahora bien, cuando un alma ha hecho esto y ha separado la alegría del dolor, y solo concibe dolores sin alegría y alegría sin dolores, esa alma está partida por la mitad.

Para no considerar otro aspecto sino este, la Revolución es una Revolución maldita, porque ha dividido, ha liquidado y ha arrancado del alma la paz del «¡Stille Nacht, heilige Nacht!», la paz de la Navidad y la paz al mismo tiempo del Viernes Santo.

Hoy en día, todos huyen del dolor y hay predicadores que quieren convencer a los hombres de que deben resignarse al dolor. Y tienen razón, pero son muy pocos; antes eran más numerosos… Pero ¿sabían pintar a los hombres ese verdadero dolor, en cuyo fondo habita la alegría inefable de Nuestro Señor y Nuestra Señora, Él en la cruz y Ella al pie de la cruz? ¿Sabían comunicar, en los momentos de alegría, que las alegrías no eran lo contrario del dolor, sino que preparaban para el dolor?

¿Quién no ve en la alegría del «Stille Nacht» una preparación para la Pasión? ¿Y quién no percibe que en medio de esas alegrías resuena un poco del sollozo de Nuestra Señora al pie de la Cruz?… Os diré que fue uno de mis primeros encantos con la Iglesia Católica.

Cuando era niño, y tan pequeño que no sabía bien lo que era la alegría, ni sabía bien lo que era el dolor, pero sentía esa penumbra de la Iglesia y la sentía en el órgano. El órgano siempre tiene algo de Viernes Santo y algo de Navidad en todo lo que toca. ¡Es innegable! ¡Es innegable! Y me decía a mí mismo: No, aquí hay un equilibrio al que yo llamo santidad. Este es el estado temperamental, esta es la fisonomía moral del santo. Y lo encuentro en el interior de tantas iglesias, en el reflejo de tantas imágenes.

¿De dónde viene el equilibrio? Es de esta unión de la que nos da ejemplo «Stille Nacht», ¡pero de la que la Iglesia católica nos da mil ejemplos más!

(…) casas de la mayoría de ellos, no quiero decir de cada uno, porque no conozco la casa de cada uno de ellos, pero si entrásemos en la casa de la mayoría de ellos, veríamos dolores sin remedio y alegrías desgarradoras.

¿Y qué ocurre? Que quien se pone en ese desequilibrio, la Providencia lo castiga. No es muy apropiado hablar de los castigos de la Providencia en la noche de Navidad, pero no puedo dejar de presentarles un tipo de castigo. Aquí está el Dr. Duca; tal vez su sabiduría o, mejor, su ciencia, desmienta lo que tomo como punto de partida por falta de premisas para mi razonamiento.

Pero tengo la impresión de que en nuestra época la medicina, al menos en la medida en que el público la conoce, porque es cierto —voy a decir una banalidad, no es una impresión, es una certeza, que todo el mundo sabe—, la medicina ha progresado enormemente. Todos saben también que aún le queda mucho por progresar… Pero lo que importa, lo que importa más directamente aquí, es que tengo la impresión de que su forma de progresar ha sido volviéndose mucho más eficiente en detectar enfermedades que en curarlas y en caracterizar la incurabilidad de ciertas enfermedades como si fuera una sentencia de muerte. De ahí que haya gente que vive con el pánico de las enfermedades incurables, en las que —trayectoria clásica— el médico examina al paciente y no le dice claramente lo que tiene. Primer acto.

Segundo acto: la familia acompaña al médico hasta la puerta de la calle; es un visitante, se le acompaña hasta la puerta de la calle… Pero tarda un poco más de lo habitual.

El enfermo se pregunta: ¿de qué están hablando? No puedo ir allí porque estoy enfermo.

Tercer acto: La familia entra en la habitación más afectuosa de lo habitual…

Ustedes lo saben, o lo han visto o lo han oído contar. Todo el mundo complace al condenado a muerte y él se da cuenta, de repente, de que los labios rígidos de sus enemigos sonríen y que los ojos penetrantes de los antipáticos tienen una expresión de bondad… Se da cuenta de que está saliendo del contexto habitual de las relaciones. Se da cuenta de que es cierto lo que el profeta Job dijo de sí mismo: «nihil sepulcram superas: sobre mí está mi propia tumba»… Y no se atreve a preguntar y se queda en ese pantano.

En cierto momento, el padre, la mayoría de las veces la madre, o la esposa, o la hermana, o una hija, o un amigo que se sienta al borde de la cama y dice: Fulano: Quierodarte una buena noticia. Cuando quien comunica es muy católico, dice: Dios te quiere mucho… Él te ha llamado para estar con Él y, para no correr el peligro de perder el contacto con tu querida alma, Él tiene un pasaje de ida y sin vuelta. Estás embarcado en una enfermedad de la que no hay vuelta… ¡Ahhhh! El resultado ya lo deben conocer.

No conozco a las personas que ustedes conocen, pero ustedes deben conocerlas porque yo también conozco a personas que viven en el pánico del dolor, de la enfermedad incurable que aparece de un momento a otro.

Es más: en algunas muecas de sus rostros, percibo que, como son muy jóvenes, esta idea no se les queda grabada, pero cuando pasa, les pasma y pasma. Y es el dolor de la muerte, que llega y no vuelve atrás y que cubre a aquel con su manto de sufrimiento, que está ahí.

Y de dos maneras diferentes. Una es, por ejemplo, la condena a muerte por cáncer. «Tienes seis meses, se acabó».

blankCuando la Madre Leticia, la muy respetable Madre Leticia, pasionista, de la que todos ustedes han oído hablar, y que está enterrada en una tumba de la TFP, en el Cementerio de la Consolação. Cuando la Madre Leticia enfermó, el Dr. Haddad, a quien muchos de ustedes conocieron, muchos consultaron y del que todos han oído hablar, el Dr. Haddad, que estaba lejos de imaginar que iba a morir tan pronto, el Dr. Haddad me dijo: Tiene cáncer y le quedan como máximo seis meses de vida; está condenada.

Después de eso, vi a la Madre Leticia caminar con paso ligero y decidido. Le extirparon el cáncer, pero iba a volver, porque no era posible extirparlo por completo. Estaba condenada. Eso es una cosa.

Pero al menos… Es lúgubre, pero vamos a atravesar ese profundo abismo. Al menos ella tenía una gran probabilidad: no morir de repente. Antes de que sonara la campana final, no moriría.

Otra es la enfermedad cardíaca. El médico a veces dice: Fulano, te quedan tantos meses de vida. A veces es un año, pero puede morir antes y puede morir en cualquier momento.

Conozco a cardíacos que tienen miedo de toser por temor a que en ese momento les estalle el corazón… y que se acuestan y pronuncian el nombre del Padre sin saber si no se despertarán ante el Tribunal de Dios.

Estos son los dolores sin salida ni compensación, salvo para el alma católica —os diré algo hermoso al respecto—, pero sin salida ni contemplación. Y son los dolores que castigan adecuadamente a aquellos que buscaron separar la alegría y el dolor, y perdieron ese equilibrio entre la alegría y el dolor.

blankUn bello ejemplo de ese equilibrio entre la alegría y el dolor lo vi en Tsuneo; creo que todos ustedes han oído hablar de él. Un joven nissei [n.d.c.: hijo de padres japoneses] que murió allá por los años ¿59?, 69. Murió en el año 69 [28-4-1969] y sabía que tenía cáncer. Gravemente condenado, pero con tal equilibrio y tanta entereza de alma que, sabiendo que estaba condenado, de vez en cuando pedía algo que le apetecía, revolviendo tranquilamente esa vida que iba a abandonar…

Recuerdo que una de las últimas cosas que pidió fue una feijoada [n.d.c.: Guiso de judías negras con carne seca y partes de cerdo. No sé si su estado le permitió comerla o no, pero mi decisión era que, si el médico lo consentía, le dieran esa feijoada… Y ese estómago marcado por todas las tradiciones culinarias japonesas estaba tan “brasileñizado” que, antes de morir, quería comer un plato eminentemente brasileño como es la feijoada…

Recuerdo una conversación que tuve con Tsuneo sobre su muerte. Estábamos él y yo solos en la habitación, él acostado, yo en una silla cerca de su cama, y conversábamos. Él era un chico [de 18 años, n.d.c.], yo un hombre ya entrado en años. Empezamos a hablar y él me contaba sus impresiones de la infancia, una cosa y otra, como un alma que ya está… que va a morir y que ya está volcada hacia el Cielo.

Murió plácidamente, en una mezcla de alegría y dolor, de alegría por el Cielo y dolor por quien va a pasar por la muerte, que es un castigo y, por lo tanto, hace sufrir. Y así su alma llegó al final de su dolor. Ese equilibrio perfecto en el que una cosa no excluye a la otra y se pone según el orden de la sabiduría.

¡Sed así cada vez más! Os garantizo una cosa: el mundo os odiará cada vez más. Pero así es el pecado, que se retuerce cuando percibe ese equilibrio, más o menos como un drogadicto al que le quitan la marihuana. Se retuerce cuando la droga que alimenta su desequilibrio no está presente en él, y por eso odia.

El mundo os odiará cada vez más, pero vosotros estaréis en la luz de la Navidad, en el equilibrio de la Navidad.

Pidan a Nuestra Señora, que está a los pies del Niño Jesús, y cuyo Corazón Sapiencial e Inmaculado es el reflejo indescriptiblemente perfecto de todo lo que hay en Él, que les conceda algunas gracias que sean como sonrisas o incluso muchas gracias que sean como sonrisas acumulativas de alegría y dolor. Y quiero decir que este equilibrio especial del alma es lo que os convertirá en los héroes que queréis ser. ¡Es lo que os convertirá en santos, pues solo los santos son los verdaderos héroes!

Es en esta perspectiva que, ante el Belén que comienza a adornarse, doblo mis rodillas en espíritu y le pido a Nuestra Señora que nos ayude. Y recemos por esta intención el Salve Regina. Nuestra meditación ha terminado.

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