Técnica, Estado y vejez (eutanasia)

blank

 

«O Jornal», Río de Janeiro, 28 de octubre de 1972
Por Plinio Corrêa de Oliveira
«La Comisión del Senado estadounidense para el estudio de los problemas de la vejez» … Así comienza una noticia que leí hace poco. Para la mayoría de los lectores, el simple nombre de esta Comisión habrá causado una sensación de alivio y seguridad. Todos llevamos dentro la noción más o menos explícita —pero en todo caso dolorosa— de la complejidad y la dureza de la vida contemporánea.
En el torbellino y la convulsión de nuestras Babeles urbanas, percibimos de vez en cuando «flashes» de la desamparada vejez. A veces es una pobre anciana parada en la acera, dudando si cruzar o no la calle transitada, con una aprensión similar a la del alpinista frente al abismo que duda en saltar. Otras veces, más allá, es un anciano agotado que pide limosna disimuladamente.
Pero el drama de la vejez no solo afecta a los pobres. También existe el drama de la vejez acomodada, que se percibe al pasar frente a ciertas mansiones de lujo, con aspecto de casa deshabitada. Algo indefinido nos hace ver que la mayoría de las persianas cerradas no se abren desde hace mucho tiempo, que la puerta del jardín y la puerta de la casa rara vez son atravesadas por alguien. Nos preguntamos por qué esa simpática y melancólica vivienda aún no ha sido demolida para dar paso a un desalmado edificio de apartamentos. Pero la explicación no es difícil. De una o dos habitaciones sale luz. En la casa aún hay alguien que vive. Es el viejo propietario, o la vieja propietaria, que en soledad va terminando de vivir. La muerte se llevó a su cónyuge. Los hijos, los nietos, el egoísmo —bajo el aspecto de la diversión o el lucro— los dispersó. ¡Cuánta mendicidad de comprensión y afecto gime el anciano, dentro de su abundancia inútil para él!
Y así nos rodean mil otras situaciones en las que vemos cómo la vida moderna azota a los ancianos. Nos parece, pues, simpática e inteligente la idea de examinar en su conjunto este montón de dolores que es la situación de la vejez actual. Y, añadirá alguien, también la idea de constituir una comisión senatorial para tratar el problema.
Sobre este segundo punto, me confieso más reservado. Cuanto más pasa el tiempo, más se hace evidente que no es por la técnica, ni por el Estado, ni por las comisiones senatoriales o no senatoriales, como se resuelven estos casos en toda su profundidad.
Por ejemplo, ¿sabe el lector cómo encaminó sus estudios «protectores» dicha comisión senatorial? Se adentró en el problema de la eutanasia. Y, como era de esperar, algunos de sus miembros, en nombre de la protección, se pusieron a defender el derecho del anciano al suicidio, el del médico a matar al anciano, etc. Bonita solución para el afligido: ¡poner en sus manos un arma para que se mate! O desanimar al médico para que luche contra la enfermedad hasta el final.
Pero no es solo eso. Un importante médico de Florida asistió a la reunión, sin llevar un estetoscopio ni una aguja de inyección, sino un lápiz y papel. Y el papel estaba cubierto de cálculos. Ese ciudadano demostraba que, si se aplicara la eutanasia a 1500 pacientes en estado desesperado, se obtendría un ahorro de 5 millones de dólares, que se podrían aprovechar mejor en la cura de pacientes recuperables. De modo que, para ese ilustre médico, el dinero para curar a los enfermos no debe salir del bolsillo de los hombres válidos, sino de la inmolación de los inválidos.
Enfermos irrecuperables. ¿No lo es un anciano de 90 años? Entonces, eutanasia para él. Pero ¿por qué 90 años? ¿No se aplica el mismo concepto a los ancianos de 85 años? ¿Y a los de 80? En última instancia, ¿no sería mejor bajar la media a 70 o incluso a 65? Así aumentaría aún más la cantidad de dólares ahorrados para curar a los individuos en estado productivo.
¡Pobres ancianos, esos son sus protectores! Hasta ahí pueden llegar el Estado pagano y la técnica pagana, esos dos ídolos de nuestro siglo socialista.
Pero entonces, alguien me preguntará, ¿cuál es la solución? Retroceder de la civilización neopagana, para la cual la sociedad es una mera industria y el hombre una simple pieza de maquinaria, a la civilización cristiana, en la que la sociedad se ve como una familia y el hombre como una criatura de altísima dignidad, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida por la Preciosa Sangre de Cristo, nuestro Señor. Entonces sí, podrán surgir condiciones que permitan a los ancianos vivir días felices y serenos esperando en la tierra la hora del Cielo.

Contato