Élite es un grupo de personas que constituyen lo más escogido de una población en sus respectivos campos de actividad —que, a su vez, son los más importantes— y que a través de sus relaciones sociales informales dan origen a una cultura selecta.

 

Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

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NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Los Estados Unidos de América:

En un Estado democrático, florecen con sorprendente

vigor tradiciones y anhelos aristocráticos

 

CAPÍTULO II

Élites y contra-élites, aristocracia y perfección social:

clarificando los conceptos

 

En el capítulo precedente hemos analizado el distorsionante mito americanista en base a los estudios de escuelas sociológicas, cuyas extensas investigaciones confirman la existencia de élites estables y florecientes en los Estados Unidos. En los capítulos siguientes se abordará la génesis, el desarrollo y el estado actual de las élites de EE UU.

Esto puesto, se impone una definición de la terminología y de los conceptos adoptados por los autores de este apéndice, cosa que sigue inmediatamente. El lector no tendrá mayores dificultades para discernir en ellos los puntos de contacto y los aspectos enriquecedores en relación a la escuela sociológica elitista.

1. Élites

Élites locales.

En una primera definición, una élite es un conjunto de personas que se destacan individualmente de la pluralidad que constituye una comunidad. Pero los individuos aislados, sin relaciones entre sí, no constituyen verdaderamente una élite. Ésta sólo existirá cuando quienes la constituyen se interrelacionan con la suficiente vitalidad y asiduidad para crear, aunque sea primariamente, un ambiente psicológico e intelectual común.

La élite, por tanto, no es una mera yuxtaposición de personas eminentes. Ella nace cuando esas personas se interrelacionan de manera a lograr un enriquecimiento mutuo de cualidades, y a constituir gradualmente una cultura particular que sintetiza y eleva los valores intelectuales y morales de sus miembros.

Esta destilación ocurre, sobre todo, a lo largo de una convivencia marcada por frecuentes conversaciones y tertulias. Quienes constituyen una élite no han de reunirse necesariamente para tratar un tema concreto, sino una mezcla espontánea de asuntos propia del arte de conversar bien. El resultado es una convivencia natural en la que cada uno aporta algo para el desarrollo de la cultura de la élite de acuerdo con su propia personalidad.

Filadelfia en 1735, por J. Rogera. New York Public Library

Élite es un grupo de personas que constituyen lo más escogido de una población en sus respectivos campos de actividad —que, a su vez, son los más importantes— y que a través de sus relaciones sociales informales dan origen a una cultura selecta.

Este tipo de conversación abre horizontes en una atmósfera distendida donde los temas aparecen y desaparecen de forma inesperada pero armónica. El libre intercambio de ideas e impresiones anima la convivencia y crea el encanto y la importancia cultural de este tipo de discusiones que constituyen, para las élites, un agradable pasatiempo.

Un gran diplomático, un hábil financiero, un célebre literato, un distinguido médico y un eminente abogado que conversan una vez por mes durante media hora, pueden formar un grupo de personas eminentes pero no una élite. Posiblemente lo serán si charlan con más frecuencia, durante períodos más largos, a veces sin marcar previamente su encuentro, y discuten sobre asuntos variados, intercambiando ideas y valores, creando así una atmósfera específica donde puede nacer una cultura selecta.

Esta permuta recíproca de ideas y valores será aún más completa y eficaz si las esposas de esos hombres forman también un círculo social informal en cuyo seno se realice un proceso similar. La espontaneidad otorgará autenticidad a ese tipo de relaciones nacidas naturalmente.

Bajo esta perspectiva se puede entender mejor la creatividad innata de una élite. Ésta merece ser llamada élite solamente cuando genera un modo de pensar y una cultura común a sus miembros.

Éste es, por tanto, el concepto primordial de élite: un grupo de personas que constituyen lo más escogido de una población en sus respectivos campos de actividad —que, a su vez, son los más importantes— y que a través de sus relaciones sociales informales dan origen a una cultura selecta.

En un sentido más restringido, hay también élites constituidas por conjuntos de personas de importancia tan excepcional que trascienden incluso al grupo de los más escogidos de una ciudad o un país. Siendo pocos en número, ellos no representan propiamente la élite cultural de la ciudad o del país, sino que la trascienden.

Élites nacionales.

La élite de un país se compone de las personas más escogidas de la nación, las que representan sus más altos sectores de actividad y mantienen entre sí las relaciones correspondientes. Esta interrelación se manifiesta, por ejemplo, cuando un Presidente invita a las figuras más destacadas en los campos de la política, economía y cultura a un baile o a un banquete en la Casa Blanca.

Aunque la mayoría de ellos no alcance renombre internacional, forman una especie de élite de las élites.

Por debajo de esta élite nacional existen sucesivas élites menores en cuyo seno se reproduce el mismo sistema de relaciones recíprocas hasta llegar a las élites locales. Considérese, por ejemplo, una ciudad en la que existan, al mismo tiempo, una academia militar, un instituto teológico y una escuela de Bellas Artes. Las personas más eminentes de la ciudad recibirán en sus casas a la plana mayor de esas instituciones y se creará una convivencia semejante a la del ejemplo de la Casa Blanca, aunque a un nivel no tan elevado.

Se forma así una jerarquía que a partir de las élites locales se eleva, a través de círculos cada vez más selectos, hasta las élites más quintaesenciadas. Esta escala graduada y continua constituye la estructura de una sana sociedad de élites, en cuyos círculos más altos se desarrollan estilos de vida y tipos humanos que influyen de forma armónica sobre los niveles más bajos.

Una jerarquía así implica dos movimientos continuos: uno en sentido vertical y otro en sentido horizontal. El primero permite que asciendan de nivel las personas de verdadero mérito, mientras que mediante el segundo las personas de un mismo nivel se completan recíprocamente desde el punto de vista moral, cultural, etc..

Este doble proceso se manifiesta con notable riqueza en los países animados por una auténtica inspiración cristiana, donde la virtud de la caridad, con su cuño nítidamente sobrenatural, tiene una eficacia sin igual para unir fraternalmente a los hombres. E históricamente, éste es el tipo de sociedad de élites que se formó en Occidente según los moldes de la Civilización Cristiana.

Élites tradicionales, aristocráticas y auténticas.

El término élite suele ser complementado con diversos adjetivos: élite profesional, cultural, moral, étnica, etc. Será útil, por tanto, describir el sentido de tres calificativos que acompañan con frecuencia esta palabra: tradicional, aristocrática y auténtica.

Una élite profesional puede ser tradicional sin ser aristocrática. Así ocurre, por ejemplo, con la formada por los mejores pescadores del litoral de Nueva Inglaterra, quienes practican su profesión desde hace muchas generaciones.

Una élite aristocrática está compuesta, en primer lugar, por personas que ejercen una actividad personal compatible con la condición aristocrática. Debe, además, estar fundada en la continuidad de algunas generaciones, es decir, haber existido durante el tiempo necesario para alcanzar un carácter tradicional.

La autenticidad de una élite, sea tradicional o aristocrática, viene de la excelencia con que desarrolla sus actividades y estilo de vida, así como de la fidelidad con que sus miembros son lo que dicen ser. Por ejemplo, una élite de bisuteros, por más calificada y antigua que sea, nunca podrá ser considerada auténtica si sus miembros se juzgan joyeros.

¿Cuál es la diferencia entre las élites y la clase alta?

Las élites son, por así decir, la cuna de la clase alta. Como se ha visto, la élite de una ciudad está formada por quienes ejercen las profesiones de mayor prestigio y se destacan en sus respectivos campos. Para que estas personas constituyan necesariamente una clase social será preciso que ellas y sus descendientes adquieran estabilidad en sus posiciones de relieve. Esta preeminencia habitual los modelará y convertirá en una sola clase.

En resumen, la clase alta es un conjunto de familias de élite que han alcanzado de forma estable un determinado grado de perfección que las modela.

El refinamiento de las élites.

Las anteriores consideraciones presuponen la existencia de un proceso de refinamiento y de elevación cultural de quienes aspiran a ser miembros de la élite y de sus familias. Sin este refinamiento, podrán ser ricos, e incluso muy ricos, pero nunca formarán parte de una élite tradicional auténtica.

¿Cómo se da este proceso?

En la penumbra de un elegante salón de los Royal Marines, en Gran Bretaña, oficiales de los Marines norteamericanos y de los Comandos de la Marina Real Inglesa conversan mientras toman el tradicional té de las cinco. Abajo, un brillante desfile en la célebre Academia Miliar de West Point.

Un hombre que se enriquece y aspira legítimamente a tener prestigio debe adquirir cualidades que lo diferencien del vulgo: más cultura, mejor educación, etc. Tiene que adoptar el estilo de vida correspondiente a la idea que se hace el público de lo que debe ser un hombre de prestigio y, atendiendo a esa aspiración, comienza a refinarse de acuerdo con ese modelo.

En una sociedad bien constituida, el proceso de refinamiento debe darse en todas las clases sociales y no sólo en la más alta, puesto el deseo innato que todo hombre tiene de la perfección.

Cuando comenzó a verificarse este proceso de refinamiento en los Estados Unidos, la vida cultural norteamericana no ofrecía arquetipos adecuados. Como señala Richard Bushman, la República truncó la cultura norteamericana privándola de sus más altos modelos humanos, es decir, de los aristócratas: “En el siglo XIX, (...) el republicanismo había decapitado a la sociedad norteamericana al prohibir que la aristocracia existiera en los Estados Unidos. Los linajes aristocráticos, tradicionales portadores de la más alta cultura, no podían ser tolerados” [1].

Los aspirantes a la clase alta debían imitar los modelos europeos, principalmente el inglés, arquetipo natural para los norteamericanos. En consecuencia, consideraron que vivir como un gentleman confería prestigio social; y dado que la generalidad de los ingleses reconocía la superioridad de la moda femenina francesa, sus esposas las adoptaron también con naturalidad.

2. Élites inauténticas

Aún cuando un determinado grupo controle un importante patrimonio o disfrute de un gran poder, si no desarrolla el padrón de excelencia propio de las élites auténticas, no podrá aplicársele este calificativo: le faltan los horizontes, el estilo, las maneras, y la delicadeza de sentimientos que distinguen a las élites auténticas.

En otros casos, puede ocurrir que un grupo pertenezca a una élite auténtica pero que sus miembros adopten —junto con las maneras refinadas, esmerada educación y hábitos aristocráticos— una ideología revolucionaria o, al menos, una mentalidad democrático-igualitaria que favorezca al Estado omnipotente en detrimento de los cuerpos sociales intermedios.

Más aún, es innegable que numerosos miembros de las élites tienen una mentalidad ostensiblemente revolucionaria y son paladines de las transformaciones de carácter izquierdista y socialista en varios campos.

Entonces cabría preguntarse si una defensa genérica de las élites no favorece, aunque sea implícitamente, la acción destructora de esas élites izquierdistas.

Los sapos.

Para responder esta pregunta es necesario distinguir una falsa élite de una auténtica. La diferencia está en que las élites falsas o artificiales no tienen afinidad natural con las mejores tradiciones y las más profundas aspiraciones del pueblo; y a veces se oponen a ellas.

Como puede verse en los estudios sociológicos citados, las élites tradicionales influyen en la sociedad norteamericana, especialmente en los niveles más populares. Sin embargo, los cargos más importantes de la administración pública, del mundo financiero, de las grandes empresas, de los mass-media, de las fundaciones y órganos culturales son ocupados con frecuencia por personas que no pertenecen a las élites auténticas, sino que constituyen una especie de contraélite cuyos principios, ideas y estilo de vida colisionan con el modo de actuar y pensar de la mayoría de la población.

Estas élites inauténticas, en lugar de representar al país, casi constituyen un cuerpo extraño injertado en él. Pero aparecen ante el público de forma más ruidosa que las élites tradicionales, pues los mass-media les conceden una atención abundante y simpática. Por este motivo, un incontable número de norteamericanos confunde las pseudo-élites con las auténticas; y de este error nace una injustificada antipatía para con las élites en general.

Para identificar simbólicamente el perfil moral y psicológico del tipo humano de dichas élites inauténticas el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira acuñó la palabra sapo [2]. Concisamente, el sapo es un hijo de la Revolución Industrial enriquecido e izquierdista.

En efecto, la economía industrial fraguó fortunas desproporcionadamente mayores que los patrimonios agrícolas hasta entonces existentes. Dichas fortunas de origen industrial, financiero o incluso artístico o atlético, como ocurre con ciertas figuras del cine, de la televisión y del deporte, introducen un tal desequilibrio entre los sapos y los demás niveles económicos de la población que aquellos parecen vivir en una especie de estratosfera, aislados del resto del cuerpo social, llevando una vida económica y socialmente desproporcionada con sus orígenes y nivel cultural.

Carácter dañino de los sapos.

Los sapos son como un cáncer del cuerpo social. En vez de coronar una armónica jerarquía de élites construyen su propia estructura de poder, influencia y prestigio, sin contacto con lo mejor del país. El dinamismo de esta estructura antinatural perjudica gravemente la salud y el equilibrio de la vida política, económica, social y cultural de la nación.

Así como el último peldaño de una escalera debe guardar proporción con los inferiores, así también una verdadera élite ha de estar proporcionada a los demás órganos del cuerpo social. Una escalera con un último peldaño anormalmente alto puede resultar inutilizable.

En las sociedades modernas, este último escalón desproporcionadamente alto está compuesto muchas veces por enormes fortunas, acompañadas por un poder y una influencia publicitaria también anómalamente grandes. Dichas fortunas, sean individuales o anónimas, incluyen propiedades e intereses en muchas regiones del país y en diversas partes del mundo. Transgreden así los límites naturales y sanos de la propiedad privada y constituyen prácticamente Estados dentro del propio Estado.

Con el tiempo, esta situación antinatural produce en los miembros de esas contraélites una mentalidad que tiende al escepticismo doctrinal, desprecia las ideas, maneras y tradiciones de la Civilización Cristiana, y prefiere el poder y el status conferido por las súper fortunas, como medio para ejercer una acción casi tiránica sobre la nación.

Los sapos y el comunismo.

Al observar el comportamiento de estos sapos se constata un hecho sorprendente: en lugar de encontrarlos en la vanguardia del combate al comunismo internacional, como parece exigirlo su situación privilegiada, muchas veces promueven la capitulación, siempre listos a negociar con los comunistas y sus aliados, y aumentarles los créditos.

Esta contraélite está frecuentemente dispuesta a evitar el colapso de regímenes que se presentan como archienemigos del capitalismo. Es el caso de los inversores norteamericanos que regaron con dólares a la URSS incluso en períodos de gran tensión con Estados Unidos, suministrando a los soviéticos los recursos indispensables para sobrevivir y amenazar a los EE UU.

Rebasa los objetivos de este estudio ensayar una amplia explicación de este fenómeno. Es reveladora, sin embargo, la semejanza existente entre el papel de los sapos en los países capitalistas y el de la nomenklatura en los regímenes comunistas. Realmente, el desbordante poder de la casta privilegiada del Estado comunista que se inmiscuye en todos los campos de la vida humana tiene mucho en común con el avasallante poder económico de las contraélites capitalistas. En suma, la nomenklatura y los sapos son las dos caras de una misma moneda. No ha de sorprender, por tanto, que esas contraélites tan semejantes, aunque aparentemente contrapuestas, atraviesen con facilidad las barreras ideológicas.

La jet set.

Esta expresión designa a las personas realmente ricas que viven gastando dinero y divirtiéndose, viajando de uno a otro lugar de moda. En este grupo social se encuentran las figuras más dispares: una princesa de sangre real, un apostador profesional, un jockey famoso, una escandalosa estrella de cine... Para pertenecer a la jet set es necesario ser rico, extravagante y apasionado por aparecer ante el público. En suma, dinero + deseo de gastarlo + pasión por la publicidad = jet set.

Los reflectores de la propaganda que no alumbran con benignidad a las élites tradicionales están enfocados favorablemente sobre la jet set. Así, por ejemplo, si un miembro de ella asiste a un matrimonio entre personas de una élite auténtica, los mass-media dan todo relieve al jet setter mientras que ignoran a los invitados más tradicionales. La jet set es la caricatura de una élite auténtica. Su forma de decorar, sus ambientes y sus modas —mucho más marcados por el deseo de llamar la atención que por el buen gusto— lo ponen en evidencia. El tono vistoso y demagógico de los ambientes de la jet set nada tiene de aristocrático.

3. Las diferentes vías para las élites auténticas e inauténticas

Cuando alguien hereda una fortuna o la adquiere por sus propios méritos se encuentra ante una encrucijada: la vía ardua, para sí o al menos para sus descendientes, que abre las puertas de las élites tradicionales, o el camino fácil que le convertirá en sapo.

El camino de la asimilación a las élites tradicionales.

Escogen la primera senda quienes no se preocupan excesivamente en aumentar su fortuna, sino que se esmeran en asimilar la tradición y la cultura europeas, y en alcanzar un status social digno. La administración prudente y juiciosa de sus bienes les permitirá vivir según un estilo refinado semejante al de los aristócratas. Se sienten satisfechos desde que su patrimonio les baste para mantener el status adquirido y les permita mantener los valores culturales que corresponden a su posición.

El prestigio les viene más de su status social que del valor de su cuenta corriente. En consecuencia, gozan de amplia independencia con relación a las máximas de las sociedades revolucionarias, a las imposiciones de las altas finanzas, a los imperativos de las modas extravagantes y de los eslóganes de la propaganda y de los mass-media. Pueden, pues, perfeccionarse a sí mismos hasta ser asimilados en una élite tradicional, a nivel regional o nacional.

El camino de los sapos.

Los otros optan por el camino fácil del menosprecio de la tradición, del pragmatismo revolucionario, y se esfuerzan, sobre todo, en adquirir un poder económico cada vez más desproporcionado y monopolizador.

Tienen la idea fija de conseguir dinero a toda costa, lanzándose vertiginosamente en el mundo de las finanzas internacionales, y rompiendo sin miramientos los lazos que les unen a las tradiciones de su nación. Enteramente absorbidos por los negocios, les falta ese espíritu de ecuanimidad propio de los verdaderos aristócratas.

Los descendientes de los sapos pueden, sin embargo, adquirir un espíritu aristocrático con sólo abandonar su superficial apetito de riquezas y placeres, y poner empeño en adquirir auténticos bienes culturales y espirituales.

4. El sentimentalismo: una explicación para la mentalidad igualitaria

Un concepto erróneo de compasión.

No pocos norteamericanos sienten aversión hacia las desigualdades sociales y económicas debido no tanto a convicciones filosóficas como a una disposición tempera-mental gravemente errónea.

Esta mentalidad supone que las desigualdades, especialmente las sociales o económicas, siempre hacen sufrir a los inferiores, incluso los que llevan una vida cómoda, pues sufren con el hecho de que haya personas más ricas que ellos. Esta mentalidad deriva, pues, de una interpretación errónea de la compasión cristiana alimentada por una mal disimulada filosofía de la envidia.

La compasión cristiana no obliga a sentir lástima de quien tiene lo necesario para vivir de acuerdo con su condición; simplemente recuerda la necesidad de ayudar a quienes carecen de medios para llevar una vida digna, de acuerdo con las necesidades de la naturaleza humana y de su status social. Así pues, no hay ninguna razón para avergonzarse por ser más rico o gozar de mejor posición social que otros. Así como, por tener menos el hombre recto no se atormenta, sino que se alegra viendo que otros tienen más que él.

Esa falsa interpretación de la compasión afecta a algunos miembros de las élites tradicionales de una forma curiosa: juzgan su deber el camuflar su posición, educación y brillo, creyendo equivocadamente que así cumplen con su obligación cristiana y evitan a los demás la dolorosa humillación de ver a alguien en una posición más elevada.

La verdad reside exactamente en lo contrario. Las clases altas tienen la obligación de brillar ante las clases más bajas, y éstas tienen el derecho de contemplar el esplendor de las primeras y de inspirarse en él.

En efecto, la aristocracia debe estimular al pueblo a mejorar su situación, y la contemplación de las clases altas debe inspirar en los miembros de las clases inferiores dotados de talentos especiales el deseo de elevar legítimamente su condición.

No debe confundirse este deseo con la vil “codicia de los bienes ajenos” prohibida por el décimo Mandamiento. Hay que distinguir entre la envidia de quien se consume en la pasión de privar al prójimo de lo que le pertenece por justicia, y el noble deseo de alcanzar o sobrepasar, con diligencia y esfuerzo, la situación que se admira.

Sin embargo, en ciertas situaciones, es comprensible que la aristocracia se aparte de la vista del público. Por ejemplo, si los miembros de la clase alta perciben que el brillo de su vida va a ser mal interpretado y manipulado maliciosamente contra ellas, es razonable que opten por realizar su actividad social de modo discreto.

Una filantropía liberal, reformista e igualitaria.

Movidas por este falso espíritu compasivo, muchas personas ricas creen que no gozarán de una felicidad completa mientras los demás sufran por tener menos que ellas.

Tal actitud les conduce a un sentimentalismo filantrópico. Sienten un cierto bienestar personal al ayudar materialmente, no sólo a quienes realmente lo necesitan, sino también a todos los menos afortunados que ellos. Para afianzar su propia felicidad se convierten en filántropos.

Por otra parte, este sentimentalismo filantrópico les hace desear la eliminación de las raíces de esa supuesta “infelicidad”, es decir, las desigualdades sociales y económicas. De esta forma nace en ellas la tendencia para transformar la sociedad en un sentido igualitario.

Esta inclinación revolucionaria se manifiesta, por ejemplo, en la política exterior norteamericana, orientada muchas veces por el mito americanista a imponer democracias igualitarias en todo el mundo, como solución mágica para los países más pobres.

Es por esta razón que en los Estados Unidos las reformas izquierdistas e igualitarias de cuño socialista han partido muchas veces de los elementos revolucionarios de las clases altas, y no de las clases trabajadoras.

5. El concepto de perfección aplicado a las familias y a las clases sociales

El concepto de perfección es fácilmente comprensible. En estado de perfección se encuentra el ser que posee todos los atributos necesarios para su propia plenitud. Si este ser es racional, la perfección implicará la capacidad de discernir sus propios fines y disponer de los medios para realizarlos.

La perfección admite diversos grados. El más bajo de ellos consiste en tener esos atributos en la cantidad y cualidad suficiente que consienta una cierta liberalidad o abundancia. El grado más alto de perfección social consiste en haber adquirido dichos atributos en grado y profusión suficientes para destacarse con prestigio e incluso con gloria ante los demás.

Esta escala tiene un límite infranqueable. Nadie puede ir más allá de lo que sus capacidades y elasticidad natural le permiten. Una persona de escasas dotes podrá alzarse con prodigioso esfuerzo a la calidad de un músico medio capaz de entretener a una pequeña audiencia; pero nunca al nivel de un compositor dotado con el prodigioso talento de un Mozart.

El ascenso a través de los diversos grados de perfección es habitualmente penoso, y si bien todos los hombres rectos tienden a hacerlo, no es menos verdadero que suelen ser pocos los que consiguen alcanzar la cumbre.

Una familia puede caracterizarse por la participación natural de sus miembros en un mismo género de perfección aunque en grados diversos. Si, con noble tenacidad y fraternal espíritu de ayuda mutua dichos miembros se esfuerzan en alcanzarla, no será extraño que al menos algunos de ellos la disfruten en grado eminente.

Todas las clases sociales han de tender a la perfección.

El tender continuamente a lo más perfecto es propio de lo que está vivo y saludable. Esta tendencia natural debe manifestarse, por tanto, en todas las clases sociales. En esta perspectiva, una clase social es un conjunto de familias que ha alcanzado un determinado grado de perfección.

Es natural que los padres de familia, sean obreros, burgueses o nobles, quieran legar el mismo nivel de vida a sus descendientes. Esta continuidad es justa pero insuficiente. En la medida de lo posible, los padres deben querer transmitir a sus hijos una situación mejorada. Esto no quiere decir, sin embargo, que el hijo de un obrero haya de ser necesariamente profesional. Las condiciones de vida y el nivel cultural de un operario pueden elevarse considerablemente sin que deje de ser obrero.

También en el campo de la virtud los progresos son posibles. Pueden perfeccionarse, por ejemplo, el amor conyugal, maternal, paternal, y muchas otras virtudes. Este progreso moral es acompañado, tarde o temprano, por avances en los campos artístico y cultural, lo que no implica un cambio de posición social sino el perfeccionamiento de una clase en su conjunto.

Efecto de este proceso de perfeccionamiento de las clases bajas en la Civilización Cristiana fue el nacimiento de un arte popular que produjo verdaderas obras maestras por las manos de artesanos o campesinos. No se trata de un arte aprendido en las academias de Bellas Artes sino concebido y ejecutado como expresión de insignes cualidades de alma.

Esto no quiere decir que sea ilícito pasar de una clase a otra más alta. Dicho ascenso es bueno y saludable cuando aparece alguien con especiales talentos que lo justifiquen o lo impongan. Pero estas excepciones no pueden convertirse en regla general, aún cuando hayan de ser ávidamente corroboradas.

Los miembros de la clase alta no deben rechazar como elementos subversivos y perturbadores del equilibrio social a quienes hayan probado ser una excepción a la regla. Si aparece alguien con gran talento, las puertas de la clase alta se le deben abrir. Pues quien asciende por méritos propios no está liderando una revolución sino participando de un genuino progreso. En realidad, si el recién llegado sabe perfeccionar su educación y maneras hasta colocarse al nivel de su nueva clase, sus hijos nacerán ya en ella.

Esto hace parte del proceso rumbo a la perfección que debe darse en todas las clases, pero especialmente en las familias de clase alta, pues deben servir de ejemplo para el resto de la sociedad.

La marcha a través de los diversos grados de perfección constituye el progreso armónico y auténtico de la sociedad; en ella reside la idea de Civilización Cristiana: el conjunto de la sociedad caminando hacia un ideal común realizado por cada clase de un determinado modo.

La aristocracia sintetiza las perfecciones de la colectividad.

La aristocracia puede ser considerada también como expresión de la perfección colectiva de una ciudad o región. En efecto, toda ciudad o región posee una personalidad colectiva, un “alma común”, que tiene más valor que la suma de las personalidades individuales. Esa “alma común” es una síntesis de las perfecciones hacia las cuales tienden sus individuos, familias y clases; es el producto colectivo de su marcha ascendente.

El aristócrata expresa mejor esta “alma común”. Elevándose a un nivel más alto que la comunidad, pasa a personificarla. Por esa razón, tiene la misión de representar su espíritu, conservarlo, elevarlo y hacerlo progresar. En consecuencia, la vocación del aristócrata está orientada hacia el bien común.

Aristocracia y grandeza.

El aristócrata solamente cumplirá su vocación si tiene una clara idea de la grandeza de su nación y desea representarla en su persona.

En principio, en cada élite existe un “sueño” que contiene en estado germinal una idea de la grandeza que la nación está llamada a alcanzar. Es deber de esas élites realizarlo aunque la presión del mito igualitario haga difícil la tarea. De esta forma, la señalada división entre los norteamericanos que se dejan fascinar por la grandeza cuantitativa —la producción económica— y los que se mueven por la grandeza cualitativa —el honor y la gloria de la nación— se hace evidente.

6. La aristocracia y el tipo humano de Nuestro Señor Jesucristo

Nuestro Señor Jesucristo: la perfección del tipo humano.

Buscando la perfección, las diversas clases desarrollan sus propios patrones y se aproximan a un modelo humano ideal.

Ese tipo humano por excelencia, modelo para todas las clases, ese polo de perfección, no es un ente teórico sino una realidad histórica plenamente realizada en la persona de Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. La marcha ascendente rumbo a la perfección es, pues, una marcha hacia el Verbo, en cuya Humanidad Santísima se realiza el tipo humano perfecto.

En Nuestro Señor Jesucristo la perfección de la naturaleza humana se eleva a un grado superior por la unión hipostática con la naturaleza divina. En Él, todas las virtudes humanas se hallan presentes en armonía perfecta y en grado supremo, revelando —como la pantalla revela la presencia de la luz— la perfección divina del Hombre-Dios. Una sociedad empeñada en asimilar el tipo humano de Nuestro Señor Jesucristo, subirá continuamente rumbo a la perfección. En esto consiste el verdadero progreso.

La verdadera aristocracia es aquella que trata de realizar, con seriedad y entusiasmo, el modelo de perfección de Nuestro Señor Jesucristo. Ella se deteriora y desfallece a medida que se aleja de este divino ideal.

Beau Dieu d’Amiens, en la entrada de la Catedral de Amiens.

La aristocracia cristiana.

La aristocracia es la clase en la cual la destilación del tipo humano ideal es más completa. En otras palabras, a ella le corresponde sobremanera realizar el tipo humano más elevado, más perfecto, más noble. De esta forma, el tipo humano de Nuestro Señor Jesucristo se encuentra en el corazón del concepto occidental de aristocracia.

En efecto, los patrones políticos, sociales y culturales de Occidente tomaron cuerpo en el seno de la Civilización Cristiana [3]. El tipo humano del caballero cristiano, modelo y prototipo de la aristocracia occidental, encontró su ideal primero y supremo en la imitación de las perfecciones de Nuestro Señor. Las virtudes que componen el perfil moral del aristócrata cristiano —honor, abnegación, valentía, magnanimidad, respeto, honestidad, etc.— están inspiradas en el ejemplo y en las enseñanzas del Verbo humanado, Quien las contiene en Sí en grado supremo y divino.

En conclusión, la verdadera aristocracia es aquella que trata de realizar, con seriedad y entusiasmo, el modelo de perfección de Nuestro Señor Jesucristo. Ella se deteriora y desfallece a medida que se aleja de ese divino ideal.

Los rayos del sol de la divina predilección brillaron con esplendor sobre el Venerable Pierre Toussaint (1766-1853). Nacido esclavo en Haití, se trasladó en 1789 a Nueva York acompañando a su señor, Jean Bérard du Pithon, un noble y próspero agricultor francés que se vio obligado a abandonar la isla tras la Revolución Francesa. Dos años más tarde, su señor murió sin haber sido capaz de recuperar la fortuna familiar, dejando a su esposa en la miseria.

Angustiado por la situación en que ésta había quedado, Toussaint —mostrando hacia sus señores una dedicación y magnanimidad de caballero— no permitió que su pobreza fuese conocida. Con su habilidad aplicada como cotizado peluquero femenino de la mejor sociedad neoyorquina, conseguía lo necesario para la mesa de su señora, la servía, a ella y a sus invitadas, vestido como elegante mayordomo, y la entretenía después de las comidas con la música de su violín.

En 1807, en premio de su generosidad, su señora le concedió la libertad, y en 1811 contrajo matrimonio. A causa de su virtud, discreción y admirable sabiduría, muchas personas de la clase alta acudían a pedirle consejo en sus dificultades, convirtiéndose en el bienhechor anónimo de muchos de los que habían caído de posición y pasaban por momentos difíciles. Al morir, en 1853, multitudes agradecidas, de blancos y negros, obreros y aristócratas, llenaron la antigua iglesia de San Pedro durante su funeral. Sus restos reposan actualmente en la cripta de la catedral de San Patricio, donde aguardan el glorioso día de la resurrección y, según esperamos, el momento en que se le honre con el glorioso título de Santo.

La Providencia ejerció también su opción preferencial a favor de una auténtica dama norteamericana, vinculada por lazos de matrimonio a la nobleza escocesa y, por la sangre, a las genuinas élites análogas de su nación. Santa Isabel Ana Setton (1774-1821), nacida en una de las más distinguidas familias de Nueva York, la de los Bayley, fue la primera norteamericana elevada a la gloria de los altares. Contrajo matrimonio con William Setton —uno de los más ricos importadores de Nueva York— en cuya familia, de noble alcurnia escocesa, la Reina María Estuardo había elegido dama de compañía más de doscientos años antes. Al morir su marido, en Livorno, Italia, Santa Isabel Setton fue consolada por la aristocrática familia Filicchi de dicha ciudad. El ejemplo de estos nobles auténticamente cristianos le abrió los ojos hacia las verdades de la fe católica. Al volver a Nueva York, anunció a su familia y amigos que estaba pensando convertirse al catolicismo. Sus parientes trataron de evitarlo por todos los medios. Hasta su definitiva conversión, fue objeto de sospechas, ridículos, y rechazo por parte de la mayoría de su familia, que era episcopaliana. Algún tiempo después, partió con sus cinco hijos hacia Baltimore, en donde, tras abrir un colegio, iniciaría una intensa actividad apostólica que le llevó a fundar una congregación religiosa, que vio florecer rápidamente.

Murió a los 47 años, siendo elevada a la gloria de los altares por Pablo VI, en 1975.

Aristocracia y santidad.

De lo dicho no se puede deducir que la condición de aristócrata sea sinónimo de santidad. Por lo demás, hubo muchos santos no aristócratas y muchos aristócratas no santos. En efecto, una persona puede alcanzar la gloria de los altares sin realizar todas las perfecciones del orden temporal que la santidad puede producir. Es posible que haya santos cuyas virtudes no estén impregnadas con las cualidades que distinguen al aristócrata porque esto no forma parte de su vocación.

Pero si la aristocracia no se confunde con la santidad, tampoco se disocia enteramente de ella. Algunos aristócratas se limitan a garantizar la solidez del orden temporal; pero otros van más lejos y cultivan los más altos padrones de belleza y perfección dentro de dicho orden, y esto podrá convertirlos en santos.

Al seguir esta vocación que Dios les ha dado, tratarán de que sus cualidades, especialmente las de orden temporal, florezcan y se eleven a las más altas cumbres, y procurarán ver de esta forma la relación entre las cosas terrenas, los bienes del espíritu y el propio Dios. A quienes no son aristócratas, la santidad no les hace entrar necesariamente en la aristocracia, aunque favorece, sin duda, la realización en grado excelente de aquello que es inherente a la condición de cada uno. La santidad, por lo tanto, eleva al individuo dentro de su condición pero no lo hace pasar necesariamente a una categoría social más alta.


NOTAS

[1] Richard L. BUSHMAN, The Refinement of America, Alfred A. Knopf, New York, 1992, pp. 413-414.

[3] La posterior división de Europa, y más tarde de las Américas, en un bloque católico y otro protestante está fuera del alcance de este estudio, que es de naturaleza sociológica e histórica, y no religiosa. Es innegable, sin embargo, que los fundamentos de la Civilización Cristiana occidental, y más en concreto, de los tipos sociales creados por ella, se derivan de la persona de Nuestro Señor Jesucristo, como su propio nombre indica.