Es una ilusión pensar que los diversos movimientos surgidos en las colonias americanas tenían como único objetivo la proclamación de la independencia en relación a las metrópolis. Se trataba, de hecho, de otras tantas “Revoluciones Francesas”, que destruyeron casi todo lo que representaba el Antiguo Régimen e impusieron los principios igualitarios de 1789

 

Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

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NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Los Estados Unidos de América:

En un Estado democrático, florecen con sorprendente

vigor tradiciones y anhelos aristocráticos

 

CAPÍTULO VI

La República norteamericana hasta la Guerra Civil

 

1. La república aristocrática (1788-1828)

La consolidación de la Independencia tuvo necesidad de aristócratas.

En las futuras naciones del continente americano al igual que en las respectivas metrópolis funcionó con las correspondientes variantes lo que se llamó el Ancien Régime.

La independencia de esas naciones equivalió a otras tantas “Revoluciones Francesas”, que destruyeron casi todo lo que representaba el Ancien Régime e impusieron las metas y los ideales de 1789.

Es una ilusión pensar que los diversos movimientos surgidos en las colonias americanas tenían como único objetivo la proclamación de la independencia en relación a las metrópolis. Se trataba, de hecho, de otras tantas “Revoluciones Francesas”, que destruyeron casi todo lo que representaba el Ancien Régime e impusieron las metas y los ideales de 1789.

Sin duda, en todas las revoluciones hubo un fondo ideológico común. Está claro también que ellas se contagiaron mutuamente, de manera que cuando una de ellas vencía en un determinado país, creaba la convicción de que podía vencer en los demás. Esto daba a los revolucionarios un élan precioso para alcanzar su gran victoria.

Se equivocan rotundamente quienes piensan que este incendio igualitario y revolucionario se arrastró por el continente sin enfrentar resistencias. Muy por el contrario, hubo oposiciones importantes que obligaron a la Revolución a trazarse un itinerario no rectilíneo como un canal sino lleno de curvas, de pliegues y sorpresas como un caprichoso río chino.

Esto se observa sobre todo en la historia de los Estados Unidos, que es el país del continente americano donde la democracia es más característica, más coherente, mas entera, más poderosa y con más fuerza de contagio. Allí hubo resistencias monárquicas y aristocráticas que obligaron al movimiento republicano e igualitario a andar con mucha prudencia. Es digna de nota la presencia de numerosos aristócratas para facilitar y acelerar la victoria de los ideales revolucionarios. Varios de ellos dirigieron el movimiento demócrata y le comunicaron un barniz de confianza que consiguió que los Estados Unidos y otros países de América aceptasen las democracias populistas avant la lettre.

Si muchas democracias no hubiesen contado al principio con el apoyo de los aristócratas el pueblo no habría apoyado los regímenes democráticos, o los habría adoptado muchas décadas más tarde.

Cuarenta años de república aristocrática.

Los cuatro decenios posteriores a la ratificación de la Constitución Federal podrían designarse adecuadamente como la era de la República aristocrática. El furor igualitario amainó y las aristocracias imprimieron su tono a la vida política y social.

Los desafíos a la autoridad nacional fueron en gran medida superados, estableciéndose un gobierno federal de base sólida. El programa federalista se orientó nítidamente a favor de los intereses de las élites financieras y mercantiles del Norte; y perjudicó a los agricultores del Sur y a los demás propietarios rurales.

Estas cuatro décadas de república aristocrática terminaron con la elección de Andrew Jackson en 1828. Durante ellas se pasó de una sociedad predominantemente agraria, enraizada en la familia y en los lazos comunitarios, a una sociedad de gran desarrollo urbano e industrial, con proporciones continentales, marcada por el debilitamiento de la familia y por la inestabilidad social.

Durante todo el período colonial, la población y colonización raramente habían traspasado una línea distante algunas centenas de millas de la costa. Medio siglo después de la independencia, once nuevos Estados se añadían a la Unión, vastos territorios eran conquistados o adquiridos. Así, el país se extendió desde el Atlántico hasta el Pacífico, el flujo migratorio aumentó enormemente y la población se cuadruplicó.

2. La época de Jackson: la democracia popular

Andrew Jackson asumió la presidencia en 1829. Fue el primer Presidente de los Estados Unidos no oriundo de las élites tradicionales. Su ascensión marcó el fin de la República aristocrática y el comienzo de la profundización de la ideología democrática en la vida política, social y cultural del país.

Jackson fue un self-made man que encarnó el mito americanista. Según el historiador social James Bugg, “Jackson, el héroe de aquella época, simbolizaba para los norteamericanos todas las características que hicieron de ellos un pueblo escogido, destinado a convertir y salvar el mundo” [1].

Para Richard Hofstader, la elección de Jackson hizo que “un sistema económico y social fluido rompiese los lazos de un orden político fijo y estratificado. El movimiento jacksoniano, que había sido en su origen una lucha contra los privilegios políticos, se extendió a la lucha contra los privilegios económicos, reuniendo en su apoyo una hueste de ‘capitalistas rurales y empresarios de pequeñas ciudades’” [2].

Es una ilusión pensar que los diversos movimientos surgidos en las colonias americanas tenían como único objetivo la proclamación de la independencia en relación a las metrópolis. Se trataba, de hecho, de otras tantas “Revoluciones Francesas”, que destruyeron casi todo lo que representaba el Antiguo Régimen e impusieron los principios igualitarios de 1789.

A la izquierda, revolucionarios derriban la estatua ecuestre de Jorge III, en Nueva York (Detalle de una pintura de J. A. Oertel).

Abajo, lectura de la Declaración de independencia frente a la antigua Casa del Estado de Boston, Massachusetts.

Entre la elección de Jackson y la Guerra de Secesión, según James Madison, los Estados Unidos dejaron de ser gobernados por un “cuerpo escogido de ciudadanos, cuya sabiduría, patriotismo y amor a la justicia les hacía discernir mejor cuáles eran los genuinos intereses del país”, para serlo por la mayoría numérica [3].

Los demócratas jacksonianos pretendieron “realizar la igualdad social, de forma que la condición real de los hombres en la sociedad estuviera en armonía con los derechos que les habían sido reconocidos como ciudadanos” [4].

Una de las más inmediatas consecuencias del gobierno de democracia popular fue la puesta en marcha de una máquina política movilizadora de masas, que atizó los resentimientos con la retórica de la lucha de clases y rebajó las prerrogativas y el estilo de vida aristocráticos.

La posición de liderazgo no dependía ya del status social, de la clase o de la educación, sino del dinero. “Vencer las elecciones se convirtió, hasta un grado nunca visto, en un negocio de profesionales que manejaban máquinas poderosas”, escribió Marvin Meyers [5].

La figura del político perdió mucho prestigio ante la aparición de aventureros y demagogos sin verdadera capacidad intelectual, de tal forma que aquello que la nueva clase política había conquistado se envileció en sus propias manos. Por el contrario, la influencia de las élites tradicionales —que fueron apartadas de la política— quedó indemne e incluso aumentó en el terreno social.

La política dejó de ser el medio a través del cual la opinión pública orientaba la democracia. El dinero pasó a accionar a la opinión pública no para que dijese lo que sentía sino para hacerle oír lo que él quería. Esta acción del dinero se ejercía a través de la prensa escrita, más tarde también a través de la radio, de la televisión y de las técnicas de propaganda.

Esto ya nada tenía en común con la democracia idealizada por los filósofos e intelectuales del siglo XVIII, en la cual cada hombre aparecía como un pensador político autónomo, desinteresado y sereno en el momento de otorgar su voto.

Las élites tradicionales se retiraron de la vida pública con excepción de algunos Estados del Sur. “Estar marcado como aristócrata se había convertido en fatal desde el punto de vista político”, afirma George Tindall [6]. Nadie que tuviera pretensiones políticas osaría representar abiertamente los intereses de las clases aristocráticas.

La demagogia democrática azuzó las divisiones sociales, interpretándolas siempre como “lucha de los trabajadores honestos contra los aristócratas corrompidos, de la mayoría contra unos pocos” [7]. Esta filosofía social violenta “fue enunciada y repetida en la retórica política a todos los niveles, desde los mensajes del Presidente hasta los discursos callejeros, desde los editoriales hasta la correspondencia particular” [8].

La democratización de la economía arrancó a las élites tradicionales el control casi absoluto sobre los bancos y el mercado de capitales. Bray Hammond afirma que la política económica de la época “fue un golpe contra el grupo más antiguo de capitalistas dado por un grupo más joven y numeroso. Como consecuencia de la democratización de los negocios, hubo una difusión del espíritu emprendedor entre la masa del pueblo, y se transfirió la primacía económica de la vieja y conservadora clase mercantil para un grupo más joven, agresivo y numeroso, de hombres de negocios y toda clase de especuladores” [9].

Pero a pesar de todos los factores de democratización de la vida americana, “ciertas familias de prestigio preservaron su distinguida reputación en la época del hombre común” [10].

 

3. Las élites en las décadas anteriores a la Guerra Civil

En el Norte: asimilación y riqueza.

En la época que precedió inmediatamente a la Guerra Civil se multiplicaron las instituciones privadas de clase alta, como una barrera social contra la ostentación del alto número de nuevos ricos y también como medio de asimilarlos gradualmente a las clases tradicionales.

Las antiguas élites se adaptaron a las nuevas condiciones económicas y las estimularon. Constata Douglas Miller: “Numerosos oportunistas llenaron las filas de los ricos, haciendo difícil que las familias establecidas desde los tiempos coloniales conservasen su preeminencia’’ [11]. Y añade que “en los Estados costeros había una acentuada tendencia hacia el ocaso de las grandes propiedades rurales. (...) Sin embargo, las antiguas y respetables familias podían escapar del mismo —y así lo hicieron con frecuencia— uniéndose a los parvenus mediante matrimonios, comerciando su respetabilidad a cambio de dinero. (...) Los matrimonios acordados entre miembros de familias ricas, aunque nuevas, y antiguas familias respetables se hicieron cada vez más frecuentes en las décadas de 1830 y 1840” [12].

Por su parte, los nuevos industriales proporcionaron los medios necesarios para que la antigua clase pudiera mantener su padrón de vida, dentro de un clima económico en transformación. Douglas Miller ejemplifica con las élites de Nueva York: “La clase de la gentry estaba en decadencia, mientras la clase de los ricos capitalistas estaba en ascensión. (...) En el Norte, y especialmente en Nueva York, las clases ricas estaban comenzando a ejercer un poder y una influencia mucho mayores que los alcanzados por ninguna de las anteriores élites americanas” [13].

Las élites tradicionales continuaron influyendo en las grandes ciudades también por medio de entidades privadas de tipo filantrópico. Según Edward Pessen “en las décadas anteriores a 1850 Nueva York, Brooklyn, Boston y Filadelfia estaban gobernadas por un ‘patriciado’. Sin embargo, las élites de las grandes ciudades del Nordeste dirigían las centenares de asociaciones particulares que complementaban, y en algunos casos superaban en importancia, el trabajo realizado por las instituciones políticas municipales. La política se dejaba en las manos de los hombres de fortuna, aunque no en las de los de mayor fortuna, y en las de algunos representantes aislados de las élites familiares” [14].

Antes de la Guerra Civil, los descendientes de antiguas familias de la Boston colonial formaban el núcleo de la clase alta de la ciudad: “En las décadas de 1830 y 1840, varias docenas de los más ricos habitantes de Boston descendían de familias que habían emigrado de Inglaterra a Massachusetts dos siglos antes, alcanzando nada más llegar o poco después una preeminencia que han mantenido desde entonces casi intacta” [15].

En otras ciudades se reprodujo el mismo fenómeno aunque en grados diferentes: “Las sociedades de Filadelfia y Baltimore eran similares a la de Boston, en el sentido de que estaban también interrelacionadas por estrechos vínculos de parentesco que se fundaban en el nacimiento y en la riqueza” [16].

En Filadelfia “las familias que gozaban de mayor prestigio eran, con pocas excepciones, las más antiguas, aquellas que acompañaron a William Penn a bordo del Wellcome (...) o llegaron poco después para asociarse a los orígenes de la ciudad” [17].

En resumen, en los años previos a la Guerra Civil, las élites tradicionales del Norte aceptaron en sus filas, tal vez con excesiva celeridad, muchas familias recientemente enriquecidas. Las familias patricias, en cambio, desempeñaron profesiones liberales con más frecuencia. Disminuyeron su presencia en el mundo de la política pero conservaron el liderazgo social, mientras la clase de los nuevos ricos procuraba imitar su estilo de vida.

En el Sur: tradición y holocausto.

En el Sur de antes de la Guerra Civil la industrialización fue menos notable, las divisiones políticas más superficiales y la democratización menos marcante que en el Norte y en el Oeste. Antes bien, el Sur siguió un camino en gran medida opuesto.

Así describen Malone y Rauch los valores más apreciados por la sociedad sudista de aquel entonces: “Las virtudes más elogiadas no eran las del mundo del comercio, sino las de la aristocracia rural del Viejo Mundo y de la desaparecida época de la caballería: no eran la eficacia, la astucia y la agresividad, sino el honor, la generosidad y las buenas maneras. Sin ninguna duda, los sudistas más eminentes buscaban sus modelos en el pasado, mientras los del Norte miraban hacia adelante, hacia una nueva era de negocios y progreso ilimitados” [18]. Según Williams, Current y Freidel, el Sur “se adhería al mito democrático, pero más que nada glorificaba el liderazgo aristocrático. Su sistema agrícola era comercial y especializado, en armonía con las tendencias modernas, pero muchas de sus instituciones sociales eran más feudales que modernas” [19].

La clase patricia sudista se resistió a la intromisión de las nuevas élites adineradas de un modo más activo que las élites mercantiles del Norte. Los arribistas sólo eran absorbidos por la sociedad tradicional cuando adoptaban sus costumbres y su mentalidad conservadora.

Los Generales Lee y Grant firman las capitulaciones. National Geographic Society.

La dignidad en la adversidad es una característica de las verdaderas elites. En el cuadro de Tom Lovell, los Generales Lee y Grant firman las capitulaciones.

La Guerra Civil asestó un golpe mortal a la más exclusiva aristocracia que hayan conocido los Estados Unidos. La antigua clase principal salió del conflicto con el estigma de rebelde sin éxito y había perdido la flor y nata de sus hombres y la mayor parte de sus riquezas. La aristocracia del Sur, que había jugado un papel tan importante en la historia de la nación y producido muchos de sus hombres más eminentes, estaba aniquilada, destinada a vivir apenas como un recuerdo de los días de antes de la Guerra.

Antes de la Guerra Civil, los hombres de negocios se situaban por debajo de los hacendados, políticos, militares y profesionales liberales. Salvo en algunos centros urbanos, no se desarrollaron relaciones del tipo capital-trabajo entre patrones y asalariados [20].

Muchas antiguas familias de Virginia y de las Carolinas colonizaron la región fronteriza donde su estilo de vida aristocrático sirvió de modelo a los nuevos agricultores de aquellas regiones. “El ideal del gentilhombre de campo fue llevado por los emigrantes de Virginia y de las Carolinas a los más remotos rincones del Sur” [21].

El Sur de aquel entonces, a pesar de sus defectos, perpetuó una civilización con un encanto característico, un sano sentido de la realidad, una economía estable con la propiedad bien distribuida, viviendo en armonía con los principios del derecho. El orden social era bien aceptado por todos, pues en general cada uno se sentía en su lugar. El afán de lucro y el espíritu de competición desenfrenado que se instalaron en el Norte eran contenidos por una ética que valoraba tanto el trabajo como el ocio. Había respeto por el pasado con vistas al futuro y un desarrollado sentido estético.

El historiador I. A. Newby resume los valores que caracterizaban la “sociedad bien” del Sur de antes de la Guerra Civil: más rural que urbana, conservadora en política y descentralizada en el gobierno, con raíces históricas y sociales profundas y sentido religioso. Su pueblo era leal a la familia, a la clase y a las asociaciones locales. El mismo Newby añade que los confederados formaban “un movimiento conservador y contrarrevolucionario en lugar de radical y revolucionario [22]. “Tan sólo su religión estaba equivocada: el Viejo Sur fue protestante cuando todo indicaba que debería haber sido católico. El protestantismo era la religión del individualismo y del capitalismo liberal, y no la del tradicionalismo ni la de la autoridad; o, como afirmó [el historiador sudista] Tate, ‘casi no era una religión, sino el resultado de una ambición laica’. El Viejo Sur había sido, pues, una anomalía, ‘una sociedad feudal sin una religión feudal’, y ésta fue una de las razones por las que su estilo de vida no sobrevivió tras la derrota militar” [23].

Efectivamente “la Guerra Civil asestó un golpe mortal a la más exclusiva aristocracia que haya conocido jamás nuestro país. La antigua clase principal salió del conflicto con el estigma de rebeldes sin éxito: había perdido la flor y nata de sus hombres y la mayor parte de sus riquezas. (...) La aristocracia del Viejo Sur, que había jugado un papel tan importante en la historia de la nación y producido muchos de sus hombres más eminentes, estaba aniquilada, destinada a vivir apenas como un espléndido y romántico recuerdo de los días de ‘antes de la Guerra’” [24].

Jaher ratifica esta apreciación en términos análogos: “Con la Guerra Civil, los antiguos patricios sudistas sufrieron un repentino desastre. Su tradición militar, su ideal de caballero, su empeño en defender la civilización allí vigente, sus actitudes elitistas —que ponían de relieve su especial obligación en defender el orden social, estar al frente de las tropas a la hora del combate y enfrentar el peligro—; todo esto animaba a los sudistas de sangre azul para alistarse como voluntarios en el ejército. (...) Buena parte de la aristocracia del Sur que podría haber liderado y sustentado la clase en las décadas subsiguientes desapareció en la primavera de la vida. Al mismo tiempo, el alto índice de mortalidad y la amplia destrucción de propiedades en consecuencia de una lucha desarrollada principalmente en el Sur, traumatizaron a la clase alta e impidieron que los patricios recuperaran su situación tras la Guerra” [25].

Con el enorme flujo de inmigrantes católicos que llegaron en las décadas anteriores a la Guerra Civil, la Iglesia Católica, hasta entonces muy poco numerosa en los Estados Unidos, se transformó en el mayor grupo religioso del país, como se constató en el Primer Concilio Provincial de 1829.

En esa misma época, el anti-catolicismo recobró vigor manifestándose bajo una nueva modalidad: la del movimiento nativista, o nativism.

Abajo, un congreso realizado en 1856 por la sociedad secreta política llamada los Know-Nothings cuyos miembros debían sabotear la elección de católicos a los cargos públicos.

A la izquierda, el gran Obispo de Filadelfia, San Juan Neumann, que luchó incansablemente por el triunfo de la fe católica en los Estados Unidos.

4. El anticatolicismo del período anterior a la Guerra Civil

La Revolución Americana, la Declaración de Independencia y la Constitución permitieron a los católicos entrar en la vida social y política de la nación. Pasaron a gozar de derechos políticos que hasta entonces les habían sido negados. Sin embargo, la práctica no fue tan animadora como la teoría liberal hacía creer. Salvo en Maryland y en la Louisiana donde la presencia de élites tradicionales católicas se hacía notar desde los tiempos coloniales, los católicos permanecieron como una subclase sociopolítica poco numerosa.

Con el enorme flujo de inmigrantes católicos que llegaron en las décadas anteriores a la Guerra Civil, la Iglesia Católica, hasta entonces una institución prácticamente inexistente, se transformó en el mayor grupo religioso del país, como se constató en el Primer Concilio Provincial de 1829.

En esa misma época el anticatolicismo recobró vigor manifestándose bajo una nueva modalidad: la del movimiento nativista, o nativism. La hostilidad de los protestantes norteamericanos nativistas de todas las denominaciones formó una “cruzada protestante” unida contra los católicos. El Papa, los jesuitas y la Jerarquía católica eran acusados de confabular una “Santa Alianza” para promover la inmigración de católicos a América y subvertir la democracia.

La animosidad explotó en violentas manifestaciones en varias ciudades del país. En Boston, por ejemplo, fueron quemados un convento y una escuela católica. Una década después, en Filadelfia, fueron incendiadas dos iglesias católicas y decenas de casas de inmigrantes católicos irlandeses, con un balance final de trece muertos y cincuenta heridos. Pocos días después, ante amenaza de violencias semejantes en Nueva York el Obispo diocesano, Mons. Hughes, colocó laicos católicos fuertemente armados en torno a las iglesias, lo que enfrió la belicosidad de los “nativistas”.

El movimiento nativista engendró una sociedad secreta política: los Know-Nothings cuyos miembros debían sabotear la elección de católicos a los cargos públicos y removerlos de ellos en la medida de lo posible. A partir de 1854 obtuvieron victorias electorales espectaculares en todo el país. Cuando todo indicaba que iban a dominar el Congreso y vencer las elecciones presidenciales, los debates sobre la esclavitud y la Guerra Civil dividieron su base política. En las regiones donde el “fundamentalismo” protestante era fuerte y había pocos católicos, éstos casi no tenían status social. Las pocas familias que existían en dichas comunidades vivían al margen de la principal estructura social de la región [26].


NOTAS

[1] James L. BUGG Jr. (Ed.), Jacksonian Democracy — Myth or Reality? Holt, Rinehart and Winston, New York, 1962, p. 107.

[2] HOFSTADER, The American Political Tradition and the Men Who Made It, in BUGG, Jacksonian Democracy — Myth or Reality?, p. 7.

[3] Robert V. REMINI, The Legacy of Andrew Jackson, Louisiana State University Press, Baton Rouge, 1988, pp. 24, 28.

[4] apud Arthur M. SCHLESINGER, Jacksonian Democracy as an Intellectual Movement, in Jacksonian Democracy, Myth or Reality, Ed. por James L. BUGG, Jr., Holt, Rinehart, and Winston, New York, 1962, p. 77.

[5] Marvin MEYERS, The Jacksonian Persuasion, Stanford University Press, Stanford, 1957, p. 7.

[6] George TINDALL, America: A Narrative History, W.W.Norton & Co., New York, p. 338.

[7] REMINI, The Legacy of Andrew Jackson, p. 21.

[8] SCHLESINGER, Jacksonian Democracy as an Intellectual Movement in BUGG, Jacksonian Democracy, Myth or Reality, p. 72.

[9] Bray HAMMOND, The Jacksonians in BUGG (Ed.), Jacksonian Democracy, Myth or Reality, p. 94.

[10] Douglas T. MILLER, The Birth of Modern America, 1820-1850, Pegasus Books, New York, pp. 119-120.

[11] MILLER, The Birth of Modern America, 1820-1850, p. 119.

[12] MILLER, The Birth of Modern America, 1820-1850, pp. 120-121.

[13] Douglas T. MILLER, Jacksonian Aristocracy, Oxford University Press, New York, 1967, pp. 80, 181.

[14] PESSEN, Riches, Class and Power before the Civil War, p. 294.

[15] PESSEN, Riches, Class and Power, Before the Civil War, p. 111.

[16] MILLER, The Birth of Modern America, 1820-1850, p. 133.

[17] PESSEN, Riches, Class, and Power Before the Civil War, p. 120.

[18] Dumas MALONE y Basil RAUCH; Crisis of the Union, 1841-1877, Appleton — Century-Crofts, New York, 1960, p. 98.

[19] WILIAMS, CURRENT y FREIDEL, The History of the United States, to 1867, p. 476.

[20] Cfr. WILLIAMS, CURRENT y FREIDEL, The History of the United States, p. 480.

[21] EATON, The Growth of Southern Civilization, p. 2.

[22] I.A.NEWBY, The South: A History, Holt, Rinehart and Winston, New York, 1978, p .211.

[23] NEWBY, The South: A History, pp. 450-451.

[24] SCHLESINGER, New Viewpoints in American History, p. 93.

[25] JAHER, The Urban Establishment, p. 398.

[26] Cfr. John L. THOMAS S.J., The American Catholic Family, Prentice-Hall, Englewood Cliff, 1958, pp. 139-140.