"Durante las presidencias de George Washington y John Adams el poder ejecutivo estaba rodeado de un ceremonial que emulaba las realezas europeas. Las sensibilidades revolucionarias se erizaban especialmente cuando el Jefe de Estado era conducido en un elegante carruaje tirado por seis caballos blancos, con postillones y lacayos de librea. Aún más ofensivo para los republicano-demócratas fue la propuesta presentada en el Senado de conceder al presidente el tratamiento de Su Alteza, el Presidente de los Estados Unidos de América. Se procuraba así satisfacer las tendencias dominantes en la sociedad: “El aroma de una Corte, aunque republicana, estaba por todas partes”"

 

Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

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NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Los Estados Unidos de América:

En un Estado democrático, florecen con sorprendente

vigor tradiciones y anhelos aristocráticos

 

CAPÍTULO V

La aristocracia americana ante la Independencia y la Constitución

 

1. Las élites coloniales en el período pre-revolucionario (1763-1781)

La Revolución americana que independizó las trece colonias inglesas en América del Norte (Guerra de la Independencia) se inspiró en las repúblicas de la Antigüedad, en las doctrinas protestantes y en una “una complicada mezcla de nociones tomadas de la Ilustración, del iluminismo racionalista, de la teología puritana de Nueva Inglaterra [que] poseía connotaciones revolucionarias” [103].

La leyenda de un pueblo amable, virtuoso y libre, sublevado por culpa de la tiranía de un monarca implacable no corresponde a la realidad. Los americanos disfrutaban de más derechos que la mayoría de los pueblos de su época. Afirma Wood: “No eran un pueblo oprimido. No había allí grilletes imperialistas para arrancar” [104]. Había, sin duda, conflictos de intereses entre la Metrópoli y las colonias. Normalmente, esas diferencias se habrían resuelto de un modo pacífico, pero la controversia fue atizada por minorías radicales que la transformaron en un desafío a la política británica [105] y en una rebelión a favor de la independencia.

El descontento en relación al gobierno inglés era mucho más personal que político. Las quejas se concentraban, afirma Wood, en “el abuso de la autoridad real” en las “distinciones políticas” y en “los nombramientos oficiales” [106]. A nadie se le ocurría destruir la jerarquía social. Aquellas élites eran “vivamente conscientes de las distinciones de rango, y sensibles al más mínimo insulto social”, comenta Wood. Decían querer únicamente el aplastamiento de “los parásitos aduladores de la Corona” [107].

La Revolución americana fue obra de élites.

La Revolución Americana fue posible gracias a la solidaridad entre las clases altas de todas las colonias. Ciertos aristócratas la prepararon en sus mansiones. “Algunos de ellos eran deístas y librepensadores; y en sus bibliotecas podían encontrarse obras de Voltaire, Volney, Hume, Gibbon y La Edad de la Razón, de Thomas Paine”, señala Clement Eaton [108].

Para von Borch, la élite aristocrática colonial articuló la rebelión contra Inglaterra originando una “profunda paradoja en el nacimiento de los Estados Unidos. La ‘dinastía de Virginia’ de los primeros presidentes del Estado federal independiente —Washington, Jefferson, Madison y Monroe— venía precisamente de la aristocracia de los agricultores. (...) La revolución contra Inglaterra fue planeada en las ennoblecidas haciendas situadas a orillas de los ríos de Virginia. (...) Los señores (...) de las plantaciones, tan seguros de sí mismos, fueron los líderes de la rebelión contra Inglaterra” [109].

Había una dicotomía entre los hábitos aristocráticos y las ideas republicanas de esos hombres de élite revolucionarios. Wood refiere que cuando esta forma de “ambivalencia de actitud estaba ampliamente difundida [se] creó una dolorosa disyuntiva de valores y una situación social muy inestable” [110].

La división de la sociedad colonial antes de la Revolución.

La sociedad colonial, élites inclusive, se dividió en dos facciones: los whigs, liberales y reformistas manipulados por una minoría radical independentista, y los loyalists o tories. Estos últimos formaban una mayoría que justificaba ciertas quejas contra Inglaterra pero rechazaba la separación y prefería la reconciliación.

“Ningún líder americano, ni siquiera los más declarados partidarios de América, era antibritánico cuando comenzó (...) la Revolución”, afirma la historiadora Pauline Maier, de la Universidad de Massachusetts [111]. Claude H. Van Tyne añade que “la lealtad a la Corona era una condición normal” [112] en las colonias.

Entre los loyalists del Norte había numerosos hombres de negocios de Nueva Inglaterra, Nueva York y Pennsylvania. En el Sur, la clase de los hacendados formaba un conjunto en que predominaban los whigs moderados dominados por líderes radicales independentistas; mientras que muchos pequeños agricultores de las regiones fronterizas se inclinaban por los loyalists. “Los loyalists eran numerosos y pertenecían a las clases más eminentes —escribe Hockett.— La falta de un programa positivo redujo su importancia a un mínimo. Los whigs, por su parte, eran activos y estaban bien unidos. Sus comités locales impedían que se manifestaran las opiniones de los loyalists [113]. Estos comités llevaron la Revolución de puerta en puerta exigiendo acatamiento so pena de ostracismo, difamación o violencia física.

La Revolución independentista tuvo aspectos de guerra civil y muchos loyalists de todas las clases sociales se exiliaron en Inglaterra o en Canadá: “La Revolución —afirma H. Sénior de la Universidad McGill— fue una de las mayores sublevaciones que ha habido en este continente. Condujo al exilio a ochenta mil personas, dentro de una población de dos millones” [114].

Jeferson y su comité presentan la Declaración de Independencia al Congreso Continental en el Independence Hall de Filadelfia, el 4 de julio de 1776. Años después, Abraham Lincoln afirmaba que las palabras de ese documento tenían una aplicación para el mundo entero. Óleo de John Trumbull, en La Rotunda del Capitolio.

Firma de la Constitución de los Estados Unidos en 1787. Oleo de Howard Chandler Christy, en La Rotunda del Capitolio. De pie, George Washington preside la sesión y Alexander Hamilton con Benjamín Franklin, sentados en el centro.

También narra Schlesinger: “Cuando comenzó la guerra [de Independencia], millares de hombres y mujeres marcados con el estigma de ‘Tory’ fueron obligados a huir a sus países de origen, mientras que muchos otros se establecían en Canadá. (...) Sus haciendas y bienes fueron confiscados (...), y se emitieron decretos de proscripción para evitar su posible regreso. (...) Sin embargo, otros miembros de la clase alta, como la aristocracia rural del Sur y algunos de los grandes comerciantes cuáqueros” fueron “revolucionarios, aunque muchos estuvieran en serio desacuerdo con las doctrinas extremistas” [115].

2. La Declaración de Independencia (1776)

En mayo de 1775, el Congreso Continental se reunió por segunda vez en Filadelfia. Este Congreso era una asamblea de representantes de las colonias destinado a exponer reivindicaciones. La facción radical presionó hasta que el 2 de julio de 1776 se aprobó la Declaración de Independencia escrita por el agricultor, aristócrata y demócrata radical Thomas Jefferson [116].

La facción extremista dio un golpe de timón sin precedentes: fundó una nueva nación que rompía con las tradiciones políticas y religiosas del pasado colonial. Ella impulsó los trece nuevos Estados —las antiguas trece colonias— a la profesión oficial de una filosofía política deísta que sustituyó a la confesionalidad del Estado de la época anterior. Esta filosofía quería triunfar universalmente y para ello debía hacer del nuevo país un paradigma para todo el mundo, un heraldo de un novus ordo saeculorum. La tarea de difundir este modelo dio un carácter “misionero” a la república recién fundada [117]. En suma, el mito americanista pasó a orientar el rumbo del país.

3. Los años que siguieron a la Independencia (1781-1787)

Inmediatamente después de la Independencia los gobiernos de cada Estado eliminaron los privilegios sociales y buscaron la mayor nivelación económica posible con el fin de solapar las bases materiales de las élites aristocráticas y disminuir o incluso erradicar su predominio en la sociedad.

En los primeros años “eliminaron los derechos jurídicos de la primogenitura y del mayorazgo” [118]. Tierras pertenecientes a la Corona, a los Lords y a los loyalists fueron desapropiadas o confiscadas y divididas en pequeñas haciendas.

En todos los Estados, la aversión republicana hacia las desigualdades heredadas promovió una agitación general contra todas las diferencias económicas, sociales, intelectuales o profesionales. Los republicanos radicales atacaban cualquier manifestación de superioridad social. Para los más igualitarios, hasta la simple mención de grados de respetabilidad tenía sonoridades aristocráticas [119].

Nuevas figuras ocuparon el vacío dejado por los loyalists exiliados. “El efecto social más pronunciado de la Revolución —dice Wood— no fue la armonía ni la estabilidad, sino la súbita aparición de hombres nuevos por todas partes, tanto en la política como en los negocios. (...) ‘Hombres que no eran respetables ni por sus propiedades, ni por sus virtudes, ni por su capacidad’ estaban tomando la dirección de los asuntos públicos” [120].

Imbuidos de una filosofía política deísta, que quería triunfar universalmente, se fundaban en 1776 los Estados Unidos de América. El nuevo país surgía con la misión de expandir la democracia, liberando al mundo de las opresiones remanentes de la austera y jerárquica civilización europea originada en la Edad Media.

Curiosamente, la arquitectura del Capitolio, con su cúpula que recuerda la del Vaticano, parece insinuar esa misión “providencial” de implantar en el mundo un “novus ordo saeculorum”.

John Jay, una destacada figura de las élites tradicionales de Nueva York, se quejaba de que “se concedía posición e importancia a hombres a quienes la Sabiduría había dejado en la oscuridad”. El mismo juicio emitió el futuro Presidente James Madison, para quien las asambleas legislativas estatales “estaban siendo ocupadas y reocupadas por caras que cambiaban todos los años, frecuentemente por hombres sin letras, experiencia ni principios” [121].

Según Gordon Wood, por todos los Estados “un exceso de poder estaba conduciendo al pueblo, no sólo a la licenciosidad, sino a una nueva especie de tiranía ejercida, no por los gobernantes tradicionales, sino por el propio pueblo. Fue lo que en 1776 John Adams llamó contradicción teórica, despotismo democrático” [122].

Muchos Estados se hundieron en una ingobernabilidad turbulenta. En algunos de ellos explotaron violentas manifestaciones populares, mientras que prácticamente se extinguió toda forma de gobierno federal efectivo.

Estos factores rápidamente hicieron entender que la experiencia revolucionaria había fracasado y que era necesaria alguna forma de represión del caos y de un gobierno centralizado para resolver la crisis.

4. Papel de la aristocracia en la sanción de la Constitución (1787-1788)

Los Founding Fathers: una élite aristocrática nacional.

En 1787 los delegados de once Estados se reunieron en Filadelfia para elaborar una Constitución federal que sustituyera lo que hasta entonces había sido una libre confederación de trece Estados recientemente independizados. Trabajaron a puertas cerradas. Significativamente, los líderes revolucionarios más radicales no participaron en las negociaciones.

Era un selecto grupo de aristócratas presidido por George Washington —“sumamente encantador, tanto por su carisma personal como por el de su clase” [123]— que poseía la autoridad conferida por su alta categoría social y por su digno pasado familiar. Representaban lo mejor de la tradición colonial. Constituyeron un distinguido cenáculo sobre el cual se construyó la duradera leyenda de los Founding Fathers [Padres Fundadores de los Estados Unidos].

He aquí como los describen Dye y Zeigler: “Aquellos cincuenta y cinco hombres que redactaron la Constitución de los Estados Unidos y fundaron una nueva nación constituían una élite verdaderamente excepcional. No sólo eran ‘ricos y bien nacidos’, sino también educados, con talento y llenos de recursos”. Cuando el demócrata radical Thomas Jefferson, embajador en la Corte de Versalles, vio la lista de los delegados a la Convención, escribió: “Es realmente una asamblea de semidioses” [124]. Fue ésta la que paradójicamente dispuso el curso de la República norteamericana para las generaciones futuras. Louis Wrigth reconoce que la Carta Magna de la mayor democracia contemporánea fue redactada por aristócratas de reconocido prestigio que salvaron la nación de la disgregación: “La Constitución —añade— fue obra de gentlemen conscientes de su deber de servir a los más altos intereses del Estado” [125].

El paso hacia atrás dado por la Constitución.

Aunque gran parte de los delegados para la Convención de Filadelfia eran aristócratas y algunos de ellos monárquicos, la mayoría adoptó la forma republicana de gobierno como salida del caos social introducido por la Revolución. El resultado fue bastante contradictorio. “Por ‘gobierno republicano’ ellos entendían un gobierno representativo, responsable y no hereditario; y no una democracia de masas, con participación directa del pueblo en la toma de decisiones. (...) Quienes las tomaban habían de ser hombres con fortuna, educación y comprobada capacidad de liderazgo” [126].

Dye y Zeilger ven en este episodio trascendental una ironía de la Historia. Y observan que para los Founding Fahers la “igualdad” no significaba que los hombres fuesen iguales en nacimiento, riqueza, inteligencia, talento o virtud: “las desigualdades sociales eran aceptadas como consecuencia natural de la diversidad entre los hombres. Definidamente, no era función del gobierno reducir esas desigualdades. De hecho, la ‘peligrosa nivelación’ era una seria violación del derecho que todo hombre tiene a la propiedad, a usarla y disponer de los frutos de su trabajo. Por el contrario, era función específica del Gobierno proteger la propiedad y evitar que la influencia ‘niveladora’ redujese las naturales desigualdades de riqueza y poder” [127].

“La Constitución —añade Wood— era un documento intrínsecamente aristocrático, destinado a controlar las tendencias democráticas de la época” [128].

Con este fin, los convencionales lucharon para “que la aristocracia rural retornara a sus funciones, y para conceder ‘autoridad solamente a quienes por naturaleza, educación y buena disposición estuvieran capacitados para gobernar, y sólo a ellos’” [129].

5. Federalistas y anti-federalistas

Cuando los Estados tuvieron que ratificar la Constitución, el país se escindió: “Siendo la Constitución el programa de la vieja clase dominante, su ratificación produjo (...) una división de amplitud nacional” [130].

Los favorables a la Constitución se auto-denominaban “federalistas”, y esperaban que el gobierno central tuviese autoridad suficiente para contener la desintegración del país. Para ellos, dice Claude Bowers, “era imposible concebir un gobierno fuerte y capaz sin que la aristocracia lo dirigiera” [131].

Recepción ofrecida por Lady Washington. Huntington, Brooklyn Museum

Sin romper abruptamente con las formas del pasado, los nuevos gobernantes adoptaban ya el núcleo de las doctrinas igualitarias.

Fue el comienzo de la paradoja americana.

Durante las presidencias de George Washington y John Adams, el poder ejecutivo estaba rodeado de un ceremonial que emulaba las realezas europeas.

El aroma de una Corte, aunque republicana, estaba por todas partes.

En este óleo, Huntington representa con fidelidad el ambiente de una recepción ofrecida por la esposa de Washington.

Los contrarios eran denominados “anti-federalistas”, y veían en el gobierno central la perpetuación de una élite dirigente aristocrática. Eran adeptos del fortalecimiento de gobiernos locales de índole populista. Por eso los anti-federalistas se opusieron a la ratificación acusando la Carta Magna de “crear una cámara alta aristocrática y una presidencia casi monárquica” [132]. La discusión de fondo “se daba fundamentalmente entre aristocracia [federalistas] y democracia [anti-federalistas]” [133]. En ambas corrientes se encontraban nombres ilustres de las aristocracias locales.

Por fin, los federalistas cedieron e hicieron suya la retórica democrática de la Revolución al considerar al “pueblo” como fuente exclusiva para ordenar y establecer la Constitución.

A partir de entonces se procedió a la uniformización política y se aseguró el dominio ideológico demócrata-igualitario: “Los federalistas de 1787 aceleraron la destrucción de cualquier posibilidad de que existiese en América una manifiesta concepción aristocrática de la política, y contribuyeron a la creación de una tradición liberal, dominante y abarcativa (...) Al intentar enfrentar y retardar el ímpetu de la Revolución con la retórica de la Revolución, los federalistas (...) llevaron la ideología de la Revolución a su plena realización” [134].

Semejante combinación permitió que las élites gobernasen la nueva república sin romper abruptamente con el pasado pero sin abandonar el núcleo de las doctrinas revolucionarias. Fue el comienzo de la paradoja americana.

6. Tendencias aristocráticas y monárquicas en la época de la Independencia y de la Constitución

Como vimos, a comienzos del proceso revolucionario independentista, la mayoría de la población no pensaba separarse de Inglaterra, ni siquiera cambiar la forma de gobierno. “Al principio de la agitación, los norteamericanos no estaban empeñados en derribar la autoridad del Rey” [135].

Hasta entonces, el concepto de República en cuanto forma de gobierno no estaba claro para la opinión pública ni para quienes deseaban implantarla. “La propia palabra [República] inspiraba confusión; hasta tal punto que John Adams, (...) se quejaba de que ‘nunca había entendido’ lo que era un gobierno republicano y creía que ‘nunca nadie lo había entendido ni lo entendería jamás’” [136].

El éxodo macizo de loyalists políticamente activos y la severa represión de manifestaciones monárquicas revela la existencia de las tendencias anti-republicanas. Además, el hecho de que los revolucionarios republicanos las reprimiesen enérgicamente los mostraba contrariando sus principios liberales.

En efecto, las tendencias monárquicas no se extinguieron con la Independencia, sino que permanecieron dinámicas, mostrándose particularmente pujantes en el Ejército de aquel entonces.

Durante las presidencias de George Washington y John Adams el poder ejecutivo estaba rodeado de un ceremonial que emulaba las realezas europeas. Las sensibilidades revolucionarias se erizaban especialmente cuando el Jefe de Estado era conducido en un elegante carruaje tirado por seis caballos blancos, con postillones y lacayos de librea. Aún más ofensivo para los republicano-demócratas fue la propuesta presentada en el Senado de conceder al presidente el tratamiento de His Highness, the President of the United States of America (Su Alteza, el Presidente de los Estados Unidos de América). Se procuraba así satisfacer las tendencias dominantes en la sociedad: “El aroma de una Corte, aunque republicana, estaba por todas partes” [137].

Thomas Jefferson, líder republicano-demócrata, describe el sentimiento monárquico prevaleciente en el gobierno federalista de 1790 con estas palabras: “Quedé perplejo al constatar el predominio generalizado de los sentimientos monárquicos, a tal punto que me quedaba solo al defender los republicanos, teniendo siempre dificultad en encontrar a alguien que abogase también a favor del mismo argumento” [138].

La existencia de las propensiones monárquicas en aquella época fue reconocida por el propio Washington en una carta a Madison fechada el 31 de marzo de 1787: “‘Para mí está también claro que, aun admitiendo la utilidad e incluso la necesidad de la forma monárquica, no ha llegado todavía el momento de adoptarla sin perturbar la paz del país hasta sus fundamentos’. Es decir, las objeciones de Washington se referían a su oportunidad y no a la idea misma de la monarquía” [139]. En otra oportunidad, Washington “comentó que, en más de una ocasión, le habían presionado para que se convirtiera en un monarca” [140].


NOTAS

[103] Gordon S. WOOD, Creation of the American Republic 1776-1787, W.W.Norton & Company, New York, 1972, p. 17.

[104] Ídem, pp. 3, 4.

[105] HOCKETT, The Political and Social Growth of the American People, p. 180.

[106] WOOD, The Creation of the American Republic, pp. 79-80.

[107] Ídem, pp. 71-72.

[108] Clement EATON, The Growth of Southern Civilization 1790-1860, Harper and Row, p. 13.

[109] von BORCH, The Unfinished Society, pp. 216-217.

[110] WOOD, The Creation of the American Republic, p. 75.

[111] Pauline MAIER, From Resistance to Revolution, Random House, Inc., New York, 1972, p. xi.

[112] Claude H. Van TYME, The Loyalists in the American Revolution, New York, 1902, p. 23.

[113] HOCKETT, op. cit., pp. 190-191.

[114] Hereward SENIOR, The Loyalists of Quebec, Montréal, Price-Patterson Ltd., 1989, p. 3.

[115] SCHLESINGER, New Viewpoints in American History, p. 77.

[116] WOOD, The Creation of the American Republic, p. 356.

[117] Cfr. von BORCH, The Unfinished Society, p. 12.

[118] WILLIAMS, CURRENT, FREIDEL, A History of the United States, p. 143.

[119] Cfr. WOOD, pp. 399, 400, 482.

[120] WOOD, The Creation of the American Republic, pp. 476-477.

[121] WOOD, The Creation of the American Republic, p. 477.

[122] WOOD, op. cit., p. 404.

[123] BALTZELL, Puritan Boston and Quaker Philadelphia, p. 187.

[124] DYE y ZEIGLER, The Irony of Democracy, p. 27.

[125] Louis B. WRIGHT, The First Gentlemen of Virginia, Dominion Books, Charlottesville (Virginia), 1964, p. 350.

[126] DYE y ZEILGER, Irony of Democracy, p. 39.

[127] DYE y ZEILGER, Irony of Democracy, pp. 38-39.

[128] WOOD, The Creation of the American Republic, p, 513. Cita a Jonathan JACKSON, Thoughts Upon the Political Situation of the United States, Worcester, 1788.

[129] WOOD, op. cit., p. 510.

[130] HOCKETT, Political and Social Growth of the American People, p. 298.

[131] Claude G. BOWERS, Jefferson and Hamilton, the Struggle for Democracy in America, Houghton Mifflin Company, New York, 1925, p.29.

[132] DYE y ZEIGLER, The Irony of Democracy, p. 54.

[133] Gordon WOOD, The Constitution, in Gerald GROB y George BILLIAS, Eds. Interpretations of American History, vol. 1., CoIIier Macmillian, New York, 1982, p.175.

[134] WOOD, The Creation of the American Republic, p. 562.

[135] MAIER, From Resistence to Revolution, p. 288, 161.

[136] MAIER, From Resistence to Revolution, p.287.

[137] Merrill D. PETERSON, Thomas Jefferson and the New Nation, Oxford University Press, New York, 1970 p. 405-406.

[138] SCHLESINGER, New Viewpoints in American History, p.82.

[139] Minor MEYERS Jr., Liberty Without Anarchy, The University Press of Virginia, Charlottesville (Va.), 1983, p.85.

[140] MEYERS, Liberty Without Anarchy, p. 84.