Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

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NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


CAPÍTULO I - 2ª Parte

El período formativo

D - Las tres instituciones clave de la nobleza hispanoamericana: encomiendas, cabildos, mayorazgos

Tres instituciones desempeñan un papel capital en la consolidación de la élite americana: las encomiendas, de carácter preponderantemente rural y para-feudal; los cabildos, que se transformarán en órganos representativos de las aristocracias urbanas en formación; y los mayorazgos, que permitirán conservar los patrimonios familiares indivisos a través de muchas generaciones.

Detalle del óleo anónimo “Conquista y reducción de Indios”. Museo de América, Madrid.

El extraordinario papel civilizador de la encomienda queda puesto en evidencia al considerar que la mayoría de las parroquias y poblaciones del inmenso territorio hispanoamericano nacieron de ellas. En efecto, para cumplir su misión catequética los encomenderos debían proveer uno o más misioneros; éstos establecían una doctrina (capilla con escuela), promovían el paulatino agrupamiento de los aborígenes a su alrededor, y les enseñaban las costumbres cristianas y civilizadas.

14. La encomienda: su doble finalidad espiritual-temporal

Como se vio, entre los poderes conferidos al conquistador —y más tarde a las autoridades que le sucedieron— figuraba la facultad de conceder encomiendas de indios. Fue ésta una institución notable por su originalidad, de carácter al mismo tiempo espiritual y temporal, y que desempeñó en América un extraordinario papel civilizador.

La encomienda había surgido en el Medioevo español, con un triple propósito: premiar a guerreros cristianos por hechos de armas, encomendarles el cuidado y la evangelización de las poblaciones musulmanas en territorios reconquistados, y atender a las necesidades de repoblación de éstos [43]. Para el otorgamiento de encomiendas, la Corona daba preferencia a los hidalgos.

En Hispanoamérica fue recreada —con algunas alteraciones de fondo, que limitaron su alcance— para atender simultáneamente a tres prioridades de la Corona:

a) evangelizar y civilizar sus nuevos vasallos;

b) dar impulso a la producción agropecuaria, para lo cual era indispensable poder contar con mano de obra aborigen;

c) satisfacer legítimos anhelos de recompensa, manifestados por súbditos que habían expuesto sus personas, sus familias y sus bienes en actos de verdadero heroísmo durante los épicos lances de la Conquista.

En su versión americana, la encomienda al principio consistió en asignar cierto número de indios —a veces parcialidades o tribus enteras— para prestar servicio de trabajo personal en tierras del encomendero. Dicho servicio substituía el pago de tributos a la Corona. Las modalidades del mismo, sus turnos, horarios, etc., eran acordados con el respectivo curaca, cacique o jefe indígena, quien conservaba las facultades de gobierno sobre los suyos. En retribución, el titular de esa merced se obligaba a promover la evangelización y civilización de los indios que le fueran encomendados, así como a mantener armas y caballos para la defensa de las tierras de éstos y para las necesidades militares de su provincia [44]. La negligencia en proveer a la enseñanza religiosa de los encomendados determinaba diversas sanciones, como la obligación de restituir los tributos a los indios, o hasta la confiscación de la respectiva merced [45].

A poco más de dos décadas de implantada en América, la encomienda sufre una fundamental alteración: en 1536, buscando remediar abusos a que el sistema de servicio personal había dado lugar en Centroamérica, se decide abolirlo y substituirlo por la cesión al encomendero de tributos que los naturales debían pagar al rey. No obstante, en muchas partes se postergó la aplicación de esa norma, con la anuencia de las autoridades, por no permitirlo las condiciones locales. El sistema anterior pervivió sobre todo en zonas donde los aborígenes locales integraban “pueblos de rudimentario desarrollo social y cultural. (...)Así, en regiones como Nuevo León, Popayán, Venezuela, Tucumán, Paraguay y Chile subsistió la encomienda de servicio personal” [46].

El otorgamiento de cada encomienda a su titular se formalizaba por un contrato que recuerda el íntimo vínculo pactado entre señor y vasallo en el régimen feudal. El acto lo realizaban ceremonialmente el encomendero y sus vasallos indios en presencia del representante de la Corona; su carácter oficial y solemne propendía a reforzar la obligación de ambas partes a cumplir fielmente lo pactado [47].

El acierto de la Corona en implantar este sistema, así como los indudables beneficios del mismo, pese a los abusos a que estuvo sujeto —por ejemplo, su eficacia evangelizadora y civilizadora, su adecuación al nivel sociocultural de las poblaciones aborígenes en la época—, han sido reiteradamente resaltadas por historiadores imparciales, y no son materia de estas notas, que se ciñen a mostrar el papel de la encomienda como soporte de la aristocracia en formación.

En tal sentido, es fácil notar cómo en aquella naciente sociedad el conjunto de poderes y privilegios que sus jefes detentaban —y la encomienda era entonces uno de los más difundidos [48]— equivalía a un señorío de facto, cuyo ejercicio, en condiciones de autonomía evidentemente favorecidas por la distancia de la metrópoli, confería lo que con propiedad se ha denominado nobleza tácita [49]. El extraordinario papel civilizador de la encomienda queda además puesto en evidencia al considerar que la mayoría de las parroquias y poblaciones del hinterland hispanoamericano nacieron de ellas. En efecto, para cumplir su misión catequética los encomenderos debían proveer uno o más misioneros; éstos establecían una doctrina (capilla con escuela), promovían el paulatino agrupamiento de los aborígenes a su alrededor, y les enseñaban las costumbres cristianas y civilizadas. Con el tiempo ese asentamiento indígena se transformaba en pueblo de indios, la capilla en iglesia, y ésta en Parroquia. El fenómeno se repite a lo largo de los siglos XVI y XVII en toda la geografía de Hispanoamérica, desde el norte de México hasta Chile y las regiones central, norte y noroeste del Río de la Plata.

15. Los cabildos como soporte de las aristocracias urbanas

Estrechamente vinculada al desarrollo de villas y ciudades hispanoamericanas se halla otra antigua institución castellana, el Concejo municipal, con sus tradicionales fueros y privilegios. Bajo el nombre de cabildo o ayuntamiento, según se tratase de una ciudad o una villa, cobrará singular importancia, y su relevante papel durará hasta el fin del dominio español [50].

La importancia de los cabildos como centros de poder local radicó en el hecho de que, a través de ellos, la élite de conquistadores y primeros pobladores pasó a ser el vínculo orgánico entre la sociedad naciente y el poder central. El historiador Vicente D. Sierra destaca este aspecto: “El cabildo no surge por imposición legal, sino como expresión natural de la personalidad política de los conquistadores”. E insiste: “no es exagerado decir que el régimen municipal fue consustancial al conquistador. Lo implantó en el Nuevo Mundo sin ley alguna que se lo ordenara” [51]. De este modo los cabildos hispanoamericanos llegaron a poseer atribuciones mucho más amplias y vitales que las de los concejos castellanos de la época, cuyo poder efectivo —que en la Edad Media había sido considerable— se hallaba ya bastante mermado por el avance del centralismo [52].

Sólo más tarde los reyes reglamentarán su constitución, pero lo harán de modo muy escueto y genérico [53]. Y con el correr del tiempo, cuando crezcan en importancia las urbes hispanoamericanas, los cabildos se transformarán en verdaderos órganos de poder definidamente aristocratizantes [54].

16. Mayorazgos, fundamento de la perdurabilidad de las estirpes patricias americanas

El mayorazgo es también una antigua y sabia institución del Derecho Nobiliario español trasplantada a América. Al contrario de lo que vulgarmente se supone, no otorgaba a su legatario —en general, el hijo varón primogénito— ni la totalidad de los bienes paternos, ni mucho menos su disposición irrestricta, sino que lo convertía en una suerte de guardián de una porción substancial del patrimonio familiar (entre un quinto y un tercio). Esta porción era también, por su calidad, la parte más apreciable de dicho patrimonio; y el objeto primordial del mayorazgo era protegerla a través de las generaciones, impidiendo su dilapidación, para dar así al linaje del fundador condiciones materiales de perdurar.

Para ello, mediante previa autorización real un jefe de estirpe podía fundar mayorazgo y vincular al mismo no sólo bienes inmuebles —propiedades rústicas y urbanas— sino también una amplia diversidad de bienes muebles, tales como joyas, armas, platería y pedrería, obras de arte (cuadros y objetos valiosos, imágenes sacras, etc.) que integraban su patrimonio. Una vez efectuadas jurídicamente, esas vinculaciones de bienes eran indivisibles e inalienables. Se trataba de una situación de derecho y patrimonial singularísima, porque su titular sucedía al fundador y no al último poseedor, cualquiera que hubiese sido el número de sucesiones intermedias [55].

En ciertos casos podían también vincularse al mayorazgo determinados títulos, honras y cargos transmisibles de padres a hijos [56]

Solían asimismo ser incluidas las llamadas capellanías, que consistían en hacer celebrar un cierto número de misas anuales por las intenciones y en las condiciones estipuladas por su fundador. Para ello se destinaba una determinada renta, en general inmobiliaria, “cuyo interés (obtenido por arrendamiento o producción) servía no sólo para el pago del número de misas anuales para lo cual fueron fundadas, sino también para el pago de una suma anual hecha al capellán” [57]. Análogo procedimiento seguían los legados píos y denominaciones afines, establecidos para el sostén perpetuo de conventos u otras instituciones de la Iglesia, obras de caridad, etc.

El origen del mayorazgo en España remonta a la baja Edad Media (siglo XIII), cuando los monarcas, deseando “honrar y ennoblecer” a vasallos que “sobresalieron en las jornadas de la Reconquista, les facultaron para fundarlos sobre sus bienes, como un privilegio conferido a sus personas y linajes. A su vez, más tarde, en el proceso de formación de la nobleza en la América española, se observa que los mayorazgos ... surgen como un medio de asegurar las fortunas familiares y de consolidar el prestigio social en las capas altas de la sociedad del Nuevo Mundo” [58].

En efecto el mayorazgo llega a América no mucho después de la Conquista: “Pasada la primera época del descubrimiento y conquista de sus territorios, los conquistadores y sus descendientes se transforman en pobladores de ciudades, encomenderos y terratenientes. El estrato superior formado por los llamados beneméritos de Indias y su posteridad, esto es, la nobleza indiana o hidalguía americana, consciente del rol correspondiente a su alto rango social, concibe también el anhelo de ilustrar sus casas y apellidos, y de allí nace la apetencia de fundar mayorazgos y alcanzar de la Corona las gracias de títulos de Castilla y de hábitos en las órdenes militares” [59].

La importancia de los mayorazgos crecerá a medida que se vaya tornando más evidente la intención real de hacer prevalecer los poderes de los funcionarios de la Corona sobre las élites locales que paulatinamente crecen en importancia y riqueza. Las clases altas americanas, con su flexibilidad y sentido de adaptación característicos, sabrán sortear muchas —no todas— de las tentativas de restringir sus poderes por parte del legalismo de la metrópoli. Por ejemplo, la élite de Nueva España se aprovechará de “la mayoría de las instituciones castellanas—tanto bajomedievales como modernas—” como “medios idóneos para, precisamente, contrarrestar la ofensiva de la normativa jurídica impuesta por el poder central, y desarrollar dentro de ella una serie de rasgos peculiares concordes con sus características económicas y peculiar estructura social” [60].

En ese sentido, “La típica institución del mayorazgo” se convirtió en medio “para conseguir la continuidad legal del linaje y de sus bienes”; permitiendo así que, ya desde el siglo XVI, pudiese desarrollarse en México “una aristocracia que, aunque en la mayoría de los casos no titulada, sí ejercía en gran parte las funciones, y detentaba poderes similares en bastantes casos, de hecho aunque no de derecho, a los de los nobles de Castilla y en los otros reinos de la Monarquía” [61].

Esto fue favorecido por la circunstancia de que, con el tiempo, el mayorazgo dejó de tener carácter de privilegio y se transformó en derecho común. Así, por ejemplo, las Leyes de Indias permitieron fundarlos a “los vecinos de las ciudades, villas o lugares de las Indias” [62] en general, y la autorización regia para establecerlos fue delegada a los representantes locales del Monarca.

El primer Marqués de San Jorge de Bogotá (Colombia), Don Jorge Maldonado de Mendoza, octavo poseedor del Mayorazgo de este nombre y su esposa, Dña. María Tadea González Manrique del Frago, por Joaquín Gutiérrez. Museo de Arte Colonial de Bogotá

En algunos países hispanoamericanos, como México y Chile, la institución del mayorazgo perduró hasta mucho después de implantado el régimen republicano. En México, por ejemplo, “el mayorazgo permitió a la aristocracia que surgió en los siglos XVI y XVII, que persistiera como nobleza hasta bien entrado el siglo XIX”. Los tres principales mayorazgos mexicanos “eran muy antiguos: los múltiples del Valle de Orizaba, el imperio Aguayo-Alamo y el principado de la familia Rincón Gallardo, Marqueses de Guadalupe. Estos, y posiblemente otros cuantos, como los de los Mariscales de Castilla y los de la familia Santiago y Salinas, sugieren que existió en Nueva España una aristocracia criolla. Esta y otras familias se enriquecieron en el siglo XVI y fueron poderosas desde entonces. Lo siguieron siendo hasta después de la Independencia” [63].

El caso más notable de esta perduración ocurrió en la Argentina, con el señorío y mayorazgo de San Sebastián de Sañogasta (La Rioja), perteneciente a la familia Brizuela y Doria. Dicho vínculo sobrevivió más de 100 años a la república (declarada en 1816), ya que sólo fue abolido por una decisión de la Corte Suprema de Justicia hacia la tercera década de este siglo [64].

17. Mayorazgos y “política matrimonial”

Los bienes mayorazgos se solían conservar y aumentar por medio de la llamada política matrimonial, que consistía en concertar casamientos mutuamente ventajosos para las familias de ambos contrayentes. Dicha práctica fue usual, por ejemplo, en México: “Las familias que dependían de un mayorazgo agrícola, frecuentemente se casaban entre sí para conservar integradas las tierras. Las familias Aguayo-Alamo, los Mariscales de Castilla y los Condes del Valle de Orizaba y las familias Santiago-Salinas se casaron entre sí, literalmente, generación tras generación” [65].

El sistema tuvo amplia difusión en toda América española. En el Río de la Plata, el segundo fundador de Buenos Aires, Don Juan de Garay, y el de Córdoba del Tucumán, Don Jerónimo Luis de Cabrera, acuerdan después de su famoso encuentro a orillas del Paraná (1573) la boda de una hija del primero, Doña María de Garay, con un hijo del segundo, Don Gonzalo Martel de Cabrera. Otra hija de Garay casará con el gobernador de Asunción, Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias; y dos hijas de este último matrimonio casarán con dos nietos de Cabrera. Alianzas endogámicas de esta naturaleza se pactan con doble propósito: unir los patrimonios de familia, y “afianzar y estabilizar los derechos adquiridos, substrayéndolos a la codicia de los jueces comisionados o gobernadores prepotentes” [66].

De este modo, una cuidadosa interacción entre Mayorazgos y casamientos hará que ilustres linajes hispanoamericanos puedan permanecer en posesión de sus patrimonios durante centurias: en algunos casos, prácticamente desde los días de la Conquista hasta después de la Independencia, cuando los gobiernos republicanos extingan aquella institución.

18. Títulos, distinciones y preeminencias en Hispanoamérica

Con el establecimiento de encomiendas, cabildos y mayorazgos, quedaban implantados en América los cimientos institucionales de una verdadera élite análoga a la nobleza, a la que se dio en llamar hidalguía o aristocracia de Indias, constituida por las familias principales de cada fundación

Las situaciones y cargos para-nobiliarios que así surgían fueron siendo refrendados por vía consuetudinaria, y en el seno de la sociedad local fue creándose espontáneamente una jerarquía de títulos propia y original.

En el primer rango de ésta sobresalen “dos títulos, que, reconocidos en España o no, en América se apreciaban grandemente: uno, el de encomenderos, con su señorío práctico de tierras y vasallos; algo un tanto semejante al viejo señorío feudal, aunque sin la vieja autonomía. Otro, el título de conquistadores, con valor militar, histórico y heroico. Estas preeminencias las compartían, hasta cierto punto, los primeros pobladores, o sea, los hombres señalados que asistían a la fundación de las nuevas ciudades y que figuraban en el acta como personas importantes. Los primeros pobladores tenían deberes militares, como los tenían también los encomenderos, y como ellos gozaban de repartimiento de indios para su servicio” [67].

No tardó en establecerse una distinción entre los propios conquistadores, en dos categorías. El renombrado cronista de la Conquista peruana, el Inca Garcilaso de la Vega, deja ver hasta qué punto en la pequeña y ruda sociedad de entonces había plena conciencia de esas distinciones y preeminencias: “Llamamos conquistador de los primeros —escribe Garcilaso— a cualquiera de los ciento y sesenta españoles que se hallaron con D. Francisco Pizarro en la prisión de Atahuallpa; y los segundos son los que entraron con D. Diego de Almagro y los que fueron con D. Pedro de Alvarado, que todos entraron casi juntos; a todos éstos dieron nombres de conquistadores del Perú, y no más, y los segundos honraban mucho a los primeros, aunque algunos fuesen de menos cantidad y menos calidad que no ellos, porque fueron primeros” [68].

El cronista Bernal Díaz refiere también cómo en México la Corona aprobó los repartimientos realizados por Cortés y, en un comienzo, refrendó muy discretamente la preeminencia que esa élite fundacional iba adquiriendo en la sociedad de la conquista: “Y mandaron —escribe— que todos los conquistadores fuésemos antepuestos y nos dieran buenas encomiendas de indios, y que nos pudiésemos asentar en los más preeminentes lugares, así en las santas iglesias como en otras partes” [69].

En el Río de la Plata se constituye una jerarquía inicial de notables compuesta por “conquistadores, que son los que se hallaron en la conquista y pacificación de la tierra, y primeros pobladores, que todos están mandados preferir en los repartimientos de los indios (...) primero los conquistadores y después los pobladores”. Al lado de esta élite figuran también los “vecinos”, término que pasa a ser sinónimo de pobladores distinguidos que también tienen indios a su servicio, así como obligación de mantener armas y caballos para defensa de la ciudad; a éstos le sigue la pequeña burguesía de artesanos y mercaderes y los labriegos [70].

A veces el título de vecino coincide con el de conquistador o primer poblador, y también con el de hidalgo. En el Cuzco, por ejemplo, refiere Garcilaso de la Vega, la condición de “vecinos” designaba a “los señores de vasallos, que tienen repartimientos de indios”; los cuales eran “todos caballeros nobles, hijosdalgo” [71].

Como se ve, las incipientes élites locales se fueron estructurando de manera consuetudinaria y orgánica, teniendo siempre a su cabeza a los “conquistadores, sus hijos legítimos, los encomenderos y los primeros pobladores de las ciudades”, quienes “componían la capa de beneméritos, dignos de respeto y honores especiales” [72]. En tiempos de Felipe II éstos ya “constituían una verdadera aristocracia, aun cuando algunos de ellos careciesen de hidalguía” [73].

Buscando estructurarse según los modelos que una lenta y secular destilación había implantado en la Península, y adaptándolos instintivamente a las circunstancias del Nuevo Mundo; llevando en sí ingentes promesas de futuro, a la vez que expuestas a riesgos mayúsculos —el proceso revolucionario ya comenzaba a minar la cristiandad de Occidente—; haciendo dar a la herencia recibida sus primeros frutos, las emergentes nobleza y élites análogas de Hispanoamérica ingresan así en el majestuoso escenario de la Historia.

E - Consolidación de las fundaciones y definición de una élite hispanoamericana

Como se ha visto [74], aunque no debe considerarse a los Reyes Católicos como exponentes típicos del absolutismo monárquico del Renacimiento, es incuestionable que con la unificación de España establecen en la práctica el Estado nacional con una autoridad claramente centralizadora, y que en sus sucesores esta tendencia toma un cariz definidamente absolutista [75].

La gesta de la evangelización y civilización de América lleva, pues, la marca de una monarquía poderosa dispuesta a expandir las fronteras de su católico imperio. La iniciativa primera parte de los propios monarcas, y el plan de la magna obra es fruto de una dirección que en todo quiere pensar y a todas las necesidades quiere acudir con diligencia. Pero la ejecución, como se ha visto, es asumida en buena parte por los súbditos; si no por los más altos, al menos por los de más fe o arrojo, más sedientos de aventura o de gloria. “Nadie ignora que la conquista y población de América se hizo con autoridad de los Reyes y a costa de particulares”, señala el P. Constantino Bayle [76].

Así, pues, para describir la realidad social que surge en el Nuevo Mundo se hace necesario considerar estas dos peculiares fuerzas, a veces aliadas y a veces contrapuestas: el dirigismo unificador de la monarquía, que en ocasiones cercena el natural desarrollo de la sociedad naciente en las Indias; y el impulso local de los que, al otro lado del Océano, buscan también afianzar un señorío particular que consideran adquirido por derecho de conquista. Es la transposición, a tierras de Indias, de la puja entre “centripetismo” regio y autonomismo feudal que había marcado la historia institucional de la Península [77].

19. Convulsiones del período organizativo — La indisposición de la Corte y oposición de los legistas

Ese juego de fuerzas caracteriza todo el período que puede llamarse organizativo, o de consolidación de las fundaciones americanas, y que corresponde grosso modo al reinado de Carlos V. Período convulsionado, en el cual las fricciones entre la nobleza y el poder real que se verifican en Europa [78] se manifestarán a su modo también en Hispanoamérica.

Es en esta época cuando la Corona opta por recompensar a los hombres de la Conquista con encomiendas en vez de señoríos; porque siendo el Continente americano “un campo... efectivamente propicio para el desarrollo del sistema señorial”, al otorgar encomiendas el Rey conseguía hacer “una cesión muchísimo más escasa de sus derechos” que si otorgase señoríos [79]. Evitaba, por ejemplo, que los indios quedasen vasallos del conquistador en vez de suyos.

Por su parte los héroes de la Conquista, buscando afirmarse como clase señorial, debieron enfrentar la indisposición de la Corte ante sus pretensiones —que ni siempre eran módicas, como lo ilustra la carta en que Francisco Pizarro reivindica para los conquistadores “tantas franquicias y preeminencias como los que ayudaron al rey Don Pelayo y a los otros reyes a ganar a España de los moros” [80].

Mapa de la América española hacia 1640. Anónimo — João Teixeira, I. Albernaz. Copia realizada por el Servicio Geográfico del Ejército español, del original de la Biblioteca de Port-Toulon, Francia.

Es difícil, sin embargo, negar el fondo de justicia de tales reivindicaciones: con sus asombrosas hazañas, esos aguerridos hidalgos iban conquistando para su Monarca territorios vastísimos, cuya propia designación evoca su carácter de reinos ultramarinos anexionados a la Corona: Castilla del Oro (Centroamérica), Nueva España, Nuevo Reino de León (norte de México), el Imperio del Perú, el Nuevo Reino de Granada, etc.

Pero en la Corte muchos veían las cosas con otros ojos. “La antigua aristocracia —comenta José Durand— no podía aceptar fácilmente ese aluvión de guerreros famosos, todos justamente pedigüeños de títulos y honores. Tampoco podía ver con buenos ojos a tantos hombres que, enriquecidos de un momento a otro, pasaban de hidalgos oscuros a caballeros altivos y, en fin, quedaba el temor de que esas hazañas, realizadas en tierras desconocidas, tuviesen mucho de farsa o exageración. Al indiano, cada vez más, se le mira con desdén, y no tarda en figurar como personaje tristemente pintoresco en el teatro de la época” [81].

Por otro lado, habían llegado a la corte las relaciones del controvertido fray Bartolomé de Las Casas, el pionero de la leyenda negra antiespañola, quien pintaba un cuadro con ribetes dantescos de la crueldad sin entrañas con que, según aseguraba, procedían la absoluta generalidad de los conquistadores y encomenderos con relación a los indígenas.

Hoy en día existe suficiente evidencia de que el famoso libelo de Las Casas, “Brevísima relación de la destrucción de Indias”, no pasaba de un elenco de falsedades delirantes, ya cabalmente rebatido por la ciencia histórica; y el propio autor llega a ser considerado por especialistas de la psiquiatría como un psicópata [82]. Pero en ese entonces Las Casas contaba con fuertes apoyos en la Corte, y sus alucinadas críticas no sólo impresionaron profundamente un ambiente ya indispuesto en relación a los conquistadores, sino que tuvieron, para el desarrollo de la nobleza hispanoamericana, consecuencias concretas de la mayor importancia.

20. Encomiendas en jaque: Las “Nuevas Leyes” y sus secuelas

De hecho la Corona estaba obligada a proteger a sus nuevos súbditos aborígenes contra atropellos y abusos que realmente sufrían —por excepción y no por regla— a manos de españoles sin escrúpulos. Pero la regulación de esas medidas protectoras fue influenciada a fondo por eclesiásticos humanistas, alineados a Las Casas en su apasionada condenación de la élite de Indias, así como por ciertos legistas, contrarios a la existencia de una aristocracia territorial poderosa [83].

Inicialmente, la Corona concedió pocos títulos nobiliarios y privilegios de hidalguía en las Indias. Sin embargo, la real preeminencia sociopolítica y económica de los primeros conquistadores y pobladores, así como la concesión de encomiendas —verdaderos feudos en la práctica— acabó dando origen a una nueva nobleza indiana.

El primer título de Castilla fue otorgado por Carlos V a Hernán Cortés, elevado a Marqués del Valle de Oaxaca, en 1529. Después, el tercer Almirante de Indias, Luis de Colón, nieto del Descubridor, recibió los títulos de Duque de Veragua y Marqués de Jamaica (1536). A Francisco Pizarro se le creó Marqués (1537), sin denominación específica, pero sus herederos recibieron el título de Marqueses de la Conquista. Al lado, el escudo de Pizarro. Abajo, la estatua que le recuerda en su Trujillo natal (Cáceres) y al fondo el palacio que mandó construir.

Estos últimos —que más que como juristas actuaban como “funcionarios de la unificación del Estado” [84]— ejercían gran influencia en el Consejo de Indias, y ya anteriormente se habían opuesto al trasplante de las Ordenes ecuestres al Nuevo Mundo. Cuando toma cuerpo la controversia suscitada por Las Casas acerca de los métodos de la Conquista, aprovecharon para atacar y cercenar la encomienda (que como se ha visto, era una institución-clave para civilizar a los indígenas y constituir una nobleza americana). Evitaron, por ejemplo, que las encomiendas fuesen concedidas a perpetuidad, pese a que tal concesión fuera propuesta por el mismo Emperador y el príncipe Felipe, [85] además de haber sido respaldada por el Duque de Alba en calidad de miembro del Consejo de Estado, recomendada a cierta altura por voces tan autorizadas como las de los dominicos y franciscanos, y pedida insistentemente por la élite social criolla [86].

Los mismos legistas obtuvieron también paulatinas limitaciones en los repartos de tierras y de beneficios para los encomenderos, y postergaron el establecimiento amplio de los mayorazgos, otra reivindicación de las estirpes de conquistadores [87].

Su influencia vuelve a hacerse sentir en 1542, cuando se promulgan las controvertidas Leyes Nuevas de Indias. En este cuerpo legal —“magnífica demostración de filantropismo, que desgraciadamente hacía olvido de la realidad americana” [88]—, al par de introducir sabias y justas medidas de protección al indígena el Emperador opta por una solución extremada para la disputa acerca de las encomiendas: suspender indefinidamente su ejercicio.

La reacción de los hidalgos de Indias a esa drástica medida —que virtualmente cancelaba todas sus mercedes— fue de tal monta, que originó situaciones de gran tensión en México, Guatemala y el Perú [89].

En la tensa situación que vivía entonces Hispanoamérica, comenta el padre Constantino Bayle, “fué precisa la honda raigambre de la lealtad castellana para que el incendio brotado en el Perú no se corriese hasta Méjico y hasta el Río de la Plata” [90].

Las Leyes Nuevas dejaron de tener vigor; pero manifestaban claramente cuál era la disposición dominante, en este periodo, en relación a la hidalguía americana y a sus instituciones: “combatiendo el poder económico y social de los conquistadores, al igual que el de sus descendientes, la Corona puso todo género de limitaciones a las encomiendas: sólo habían de subsistir por dos vidas (o sea el beneficiario y un heredero); no daban potestad de gobierno sobre los indios, sino sólo derecho a tributo, etc. De otro lado se evitaba sistemáticamente el exceso de tierras —es decir, lo que el arbitrio de la Corona juzgaba excesivo— en un mismo dueño” [91].

21. Parquedad en la concesión de títulos de Indias

También en la concesión de títulos a estirpes americanas parece haberse manifestado inicialmente la influencia de la poderosa corriente de los legistas. Puede decirse que en los primeros tiempos de la Conquista los reyes, pese a que en otros campos dieron claras muestras de querer premiar magnánimamente los méritos de la nueva élite de ultramar, acabaron manifestándose efectivamente parcos, tanto en materia de concesión de títulos de nobleza a los numerosos conquistadores que ya eran hidalgos, como de otorgamiento de hidalguía a los que no la poseían. [92]

Es fácil notar cómo esa influencia dirigista y centralizadora de cuño renacentista podía perjudicar —y de hecho perjudicó— la formación de robustas cepas de aristocracia americana. Sin embargo, el sentido de las circunstancias y la ductilidad propios del carácter latino hicieron que las medidas de mayor intervencionismo dictadas por los legistas fuesen aplicadas con bastante parsimonia. Por ejemplo, muchas encomiendas, pese a las restricciones puestas a su hereditariedad, se transformaron en perpetuas de facto, pasando de padres a hijos por tiempo indefinido, mediante disimulaciones legales que contaban con el aval expreso de los virreyes y Audiencias locales (y a veces también del propio Monarca), incluso después de su extinción oficial en 1720 . Por ejemplo la familia Irarrázaval, establecida en Chile desde el siglo XVI, permaneció en posesión de sus encomiendas de Pullalli, Illapel, Cuirimón y Llopeo hasta el año 1791 [93].

De ahí resultó que, aunque relativamente cohibida, la Nobleza Tácita emergente tuvo medios de afirmarse y prosperar, aún cuando no alcanzara la grandeza y proyección que cabía esperar. Y a medida que esa nobleza define y precisa sus trazos, éstos van revelando, cada vez más claramente, la fisonomía de una verdadera aristocracia, aunque de tono menor que la europea [94].

22. Fin de la etapa de los adelantados-gobernadores: La implantación de los Virreinatos

En el poblamiento de la América española pueden señalarse dos fases, que no corresponden a ciclos económicos definidos como los del territorio sudamericano bajo el dominio de Portugal [95]. Mientras que los portugueses establecen inicialmente factorías precarias para la tala del “palo Brasil”, seguidas algunas décadas después de haciendas azucareras, y sólo un siglo más tarde de explotaciones mineras, los españoles —secundando tanto los propósitos político-militares como económicos del rey— a la par de fundar ciudades buscan inicialmente oro y riquezas, estimulados tanto por los hallazgos de grandes tesoros (aztecas, incas, chibchas, etc.), como por los relatos de fabulosos Eldorados, que en las primeras décadas del siglo XVI deslumbran la imaginación y excitan la ambición de grandes y pequeños.

Llega después el momento de organizar la vida y la producción en las nuevas posesiones. La sed de aventuras, fama y fortuna que animaba al conquistador va gradualmente cediendo lugar a su impulso civilizador y a su talento organizativo. A medida que se agota el ciclo del oro de aluvión, en las zonas ya conquistadas propicias a la minería se establece una incipiente explotación de gemas y metales preciosos (esta última cobra fuerte impulso al descubrirse a mediados del siglo XVI las riquísimas minas de Potosí en el Altoperú, y las de Zacatecas en México). Comienzan también a desarrollarse tanto la producción agrícola-ganadera —bastante diversificada de acuerdo a los climas— como la vida urbana en las nuevas villas y ciudades. Las Indias ofrecían ya posibilidades de progreso efectivas y crecientes. [96]

Esta nueva fase organizativa determina naturalmente cambios político-administrativos. Establecida en lo fundamental la soberanía española sobre aquellos vastos territorios, gradualmente termina la etapa de los adelantados-gobernadores y comienza el período de control más directo de los reinos hispanoamericanos por parte de la Corona, mediante la implantación de los dos primeros grandes Virreinatos: el de Nueva España (1535), con base en Méjico y que incluye buena parte de Centroamérica y el Caribe, y el del Perú (formalmente en 1542, y efectivamente desde 1551) [97].

Los reyes adoptan como norma enviar personalidades de la alta nobleza peninsular para cubrir los cargos de virreyes y presidentes de las Reales Audiencias, que allí se trasladan con todo un ilustre séquito de hidalgos.

 

 

Azulejo dedicado a Don Francisco de Toledo, del linaje de los Álvarez de Toledo y Figueroa, Camarero Mayor de Carlos V, y que fue por doce años Virrey del Perú. Abajo, el Castillo de los Condes de Oropesa (Toledo), en donde nació.

Los reyes adoptan como norma enviar personalidades de la alta nobleza peninsular para cubrir los cargos de virreyes y presidentes de las Reales Audiencias, así como prelados de gran realce para las diócesis mayores. Al mismo tiempo se designan personalidades de élite para los altos cargos de la administración pública. Esta política se vuelve patente desde el inicio del período virreinal, cuando representantes de casas tan ilustres como los Mendoza o los Velasco son designados para los Virreinatos de Nueva España y del Perú; y será continuada a través del nombramiento de grandes títulos de Castilla para ocupar dichas funciones. Pero debe notarse que los cargos de virreyes, gobernadores o presidentes de Audiencias, por muy poderosos o importantes que fuesen, tenían breve duración; y la condición de sus ocupantes era la de altos funcionarios de la burocracia real, aunque acreedores de significativas honras protocolares.

A pesar de tales limitaciones, la organización virreinal así constituida contribuyó a fomentar el paso a Indias de nobles peninsulares, aunque generalmente se tratase de segundones empobrecidos. Al Perú, por ejemplo, fueron llegando “hidalgos y personas bien nacidas como un Nicolás de Rivera y un Rodrigo Niño y un Alfonso Enríquez de Guzmán y un Juan Tello y un Diego de Agüero y un Antonio de Rivera...”, quienes “vinieron a estas tierras —dice el erudito jesuita peruano, P. Rubén Vargas Ugarte— a dar nuevo lustre a su apellido y abrillantar sus blasones, convirtiéndose en troncos de respetables familias que multiplicaron sus ramos y fueron el núcleo de la nacionalidad” [98].

Éstos se van fusionando con la hidalguía de Indias; y a esa élite se agregan paulatinamente elementos de la burguesía letrada o mercantil, quienes llegan atraídos por las posibilidades que el Nuevo Mundo ofrece de consolidación patrimonial y de ascensión social.

F - Papel de la nobleza indígena en la sociedad hispanoamericana

Los pueblos indígenas diseminados por el territorio americano, muy diversos desde el punto de vista cultural y etnológico, poseyeron jerarquías naturales en general bastante rudimentarias, pero que, en ciertos casos —particularmente entre aztecas e incas, y también entre mayas, chibchas y otros—, llegaron a tener cierta complejidad y a caracterizar una especie de clase noble.

Al encuentro con ellos, la política española fue de considerarlos súbditos naturales del Rey e imponerles vasallaje formal a éste. En ocasiones esta sumisión fue rechazada por los jefes aborígenes, lo cual determinó acciones de guerra para someterlos; pero otras veces, al contrario, las caciques se sometieron pacíficamente, y en numerosos casos se aliaron junto con sus tribus a los conquistadores, para combatir el despotismo cruel de los tiranos autóctonos que hasta entonces los habían sojuzgado.

23. Conservación de las jerarquías precolombinas — Fusión de sangre y concesión de nobleza a señores indígenas

Después de asumir el gobierno de esos pueblos, los conquistadores trataron en general de conservar, con empeño y resultados desiguales, sus jerarquías precolombinas. [99]

Los hidalgos españoles tampoco desdeñaron mezclar su sangre y sus nombres a los de princesas indígenas. Son numerosos los casos de matrimonios de conquistadores con indias nobles.

Es así que de uniones de Beneméritos de Indias con hijas de nobles aztecas, incas o de otros pueblos autóctonos descienden algunas de las más distinguidas familias de la élite hispanoamericana [100].

En la misma España hay casas de la alta aristocracia oriundas del matrimonio de nobles peninsulares con princesas aborígenes de América.

24. Asimilación de las dinastías de México y Perú

La Corona dio, además, pleno reconocimiento a esas jerarquías sociales precolombinas y las incorporó a la propia nobleza española.

El designio claro y generoso de la Corona a este respecto es manifestado reiteradamente. En 1543, por ejemplo, Carlos V instruye al obispo de Méjico, Fray Juan de Zumárraga, a propósito de nuevos descubrimientos, para que en su nombre prometa a los “Reyes, Príncipes, Señores y Repúblicas, y Comunidades” que allí encontrare “el bueno y suave tratamiento que les entendemos hacer, guardándoles todos sus privilegios, preeminencias, señoríos, libertades leyes y costumbres, con todas las otras condiciones y calidades que ellos debida y razonablemente os pidieren” [101].

Actitud análoga se refleja en relación a los descendientes legítimos del Inca Atahualpa, a quienes por Real Cédula de 1545 “se les reconoció una nobleza de tan alto rango, —señala el especialista en nobiliaria Francisco de Cadenas Allende— que pasó muy por delante en honores y derechos a la hacia poco otorgada a los Grandes de España. El Rey les llamó Hermanos y Altezas, concediéndoles, además de una Condecoración propia y particular para ellos, el Toisón de Oro a perpetuidad, el derecho a permanecer cubiertos en su real presencia, a presidir todos los Tribunales, Concejos y cabildos de todos sus Reinos y a mantener una pequeña Corte, con sus correspondientes Consejeros” [102].

25. Jerarquías indígenas intermedias equiparadas a la nobiliaria castellana

Además de ese enaltecimiento de las dinastías aztecas e incas, la Corona refrenda jurídicamente la condición nobiliaria de jerarquías indígenas intermedias. Oficializa los títulos de cacique y de indio principal, con sucesión por varonía y una especie de mayorazgo: el primero se da a los jefes de antiguos reinos, como los de México, o de grandes unidades tribales, como las regidas por los curacas en el imperio incaico; y el segundo se otorga a los jefes de parcialidades menores. Hacia fines del siglo XVI, por ejemplo, “en Costa Rica se contaban unos cincuenta caciques nobles” [103].

En el Perú fueron reconocidos seis grados nobiliarios indígenas. En lo alto de esa escala estaban los descendientes directos del Inca, en la base los regidores de cabildos de indios. Abajo de esta jerarquía figura la categoría de los indios ricos; en general, comerciantes y poseedores de tierra. Informes de la época llegan a empadronar “mil indios ricos” sólo en una región [104].

La Corona dio pleno reconocimiento a las jerarquías sociales precolombinas y las incorporó a la propia nobleza española. Al mismo tiempo, los hidalgos españoles no desdeñaron mezclar su sangre y sus nombres a los de princesas indígenas.

Cuadro de la Colección Pedro de Osma (Lima), inspirado en dos famosos lienzos de la iglesia de la Compañía de Jesús del Cuzco, en el que se representa la unión de la descendencia imperial incaica con las casas de Loyola y los Borja. Se trata del enlace de Doña Lorenza de Loyola con Don Juan de Borja (derecha). A la izquierda, vemos los padres de Doña Lorenza, Don Martín García de Loyola, sobrino de San Ignacio y Doña Beatriz Clara Coya, Princesa del Perú, hija del Emperador Inca (arriba a la izquierda).

La razón de justicia cristiana que anima estas concesiones es enunciada por Felipe II en la Real Cédula del 26 de febrero de 1557: “Algunos naturales de las Indias eran en tiempo de su infidelidad caciques y señores de pueblos y porque después de su conversión a nuestra Santa Fe Católica es justo que conserven sus derechos y al haber venido a nuestra obediencia no los haga de peor condición. Mandamos a nuestras Reales Audiencias que si estos caciques o principales descendientes de los primeros, pretendieran suceder en aquel género de señorío o cazicazgo y sobre esto pidieren justicia, se la hagan...” [105].

En esa actitud que tanto honra a la Casa de Austria y a España, trasluce de modo admirable el espíritu católico, con su fuerza al mismo tiempo asimilativa y estimulante, a cuyo soplo las aptitudes latentes de la raza indígena se vuelven cualidades patentes.

Los especialistas concuerdan en que, por las Leyes de Indias, los caciques fueron “equiparados a los nobles castellanos”, al ser eximidos del pago de tributos, distinguidos con la concesión de escudos de armas y honrados con el tratamiento nobiliario de “don” [106]. Hubo incluso, como fue visto [107], el proyecto de fundar una Orden de Caballería exclusiva para los aborígenes. Algunos autores llegan a sostener que los privilegios de los hidalgos indígenas eran tan considerables, que en ciertos casos excedían los de la propia nobleza de España [108].

A la derecha, escudo concedido por Carlos V —con sus propias armas— a Don Alonso Titu Atauche Inga, hijo de Huascar Inca. A la izquierda, escudo de Don Gonzalo Ucho Gualpa y Don Felipe Tupac (Archivo General de Indias).

26. Autonomía de tribunales y cabildos indígenas - Fueros caballerescos

En el terreno judicial las prerrogativas de los hidalgos indígenas fueron también notables. No podían ser procesados sin informar previamente a la Real Audiencia sobre los motivos que fundamentaban la acción. Los que ejercían funciones de alcaldes, además de dirigir los cabildos propios, desde 1655 pudieron mantener cárcel y administrar justicia civil y criminal en primera instancia contra ladrones y homicidas (esta jurisdicción era extensiva a cualquier persona —blanca, india o negra— que robase o matase dentro de sus territorios . Poseían, asimismo, privilegios militares [109].

La aplicación de esas normas no quedó en letra muerta. Por ejemplo, ya en el siglo XVI el antiguo reino de los tarascos, en Michoacán (México), fue transformado en provincia de Nueva España; y el cazonci (señor) y sus parientes con funciones de gobierno fueron reconocidos como caciques, primero por los encomenderos y luego por la Corona. Esta les reafirmó derechos de presidencia de los cabildos (con jurisdicción política y judicial), de reparto de tierras y encomiendas de indios, y de manutención de caballeros armados. En la capital, Pátzcuaro, se erigió el palacio de Gobierno de los caciques sucesores del cazonci, y se levantaron las casas solariegas de otros caciques e indios principales, algunas de ellas dotadas de hasta ocho patios interiores y galerías con columnatas [110].

Por otro lado, consumada la Conquista, los caciques, instruidos por los propios españoles acerca de sus derechos judiciales, se apresuraron a esgrimir ante las recién establecidas Audiencias el recurso de amparo, para salvaguardar el goce de su autoridad y poderes cuando los sentían amenazados; lo cual les fue invariablemente reconocido [111].

Esa aristocracia indígena, así reconocida y protegida por la Corona y por los conquistadores, ejercía una función orgánica de puente entre la nobleza criolla y las poblaciones nativas, “algo así como una estamento intermedio entre las comunidades española e india”, comenta el historiador Virgilio Roel. “Su vestimenta, riqueza y privilegios, correspondían a las de las clases altas coloniales, al paso que su medio ambiente natural era el de los indios. Su jerarquía era reconocida por los españoles, pero ella le venía de cuando gobernaban estas tierras los antiguos reyes del Perú. Eran indígenas pero con fueros y privilegios caballerescos” [112].

27. Prioridad en la educación de indios nobles

España promovió también, como política prioritaria en toda América, la fundación de colegios de niños nobles para hijos de caciques e indios principales. En su establecimiento, dice el historiador Pedro Borges Moran, colaboraron “las autoridades civiles, prescribiendo la fundación a los encomenderos y a los religiosos; las eclesiásticas, haciéndolo [prescribiéndolo] a estos últimos; los misioneros, adelantándose a unas y otras en la iniciativa o secundando las prescripciones” [113].

En 1536 se crea el primer colegio modelo de este género en Tlatelolco, al que siguen institutos semejantes fundados de norte a sur del Continente. El padre Avellaneda, visitador de la Compañía de Jesús, escribe al rey al respecto: “El intento que en esto se tiene es criar a estos niños hijos de caciques y principales con toda institución de policía [civilidad] y cristiandad: porque siendo ellos los que después han de gobernar y regir sus pueblos, será de mucha importancia su ejemplo y enseñanza para el bien de todos los demás, como ya se experimenta ese fruto” [114].

Esa sabia política educacional, que supo valorar y dignificar la nobleza indígena, fue constante a lo largo de los tres siglos de dominio español en América. Cuando hacia fines del siglo XVIII la Corona crea el Real Colegio de Nobles Americanos, con sede en Granada, estipula que podrán ingresar al mismo, en igualdad de condiciones con los jóvenes pertenecientes a la nobleza criolla, los “hijos de caciques e indios nobles” y de mestizos también nobles [115].

Los resultados de esta obra asimilativa fueron tan excelentes, que pasados cuatro siglos el Papa Pio XII podrá exaltar “el intento en gran parte logrado, de aquellos grandes misioneros, secundados por el espíritu universal y católico de la legislación de sus monarcas, de fundir en un solo pueblo, mediante la catequesis, la escuela y los colegios de Letras Humanas, el elemento indígena con las clases cultas venidas de Europa o nacidas ya en tierra americana” [116].

*   *   *

Los mismos aborígenes atestiguarán su reconocimiento a la benemérita obra civilizadora de España, de un modo tan inesperado como glorioso. Al estallar las convulsiones de la emancipación americana los indígenas —a veces pueblos enteros— aparecen entre los más fieles y heroicos combatientes de la causa realista. Así ocurre, por ejemplo, con Agustín Agualongo y sus huestes en el sur de Colombia, con Antonio Navala Huachaca y los iquichanos del Perú central —cuya fuerza insurgente toma el nombre de División restauradora de la ley, y desencadena la llamada guerra de las punas bajo el lema “Amor a la Religión y al mejor de los Reyes” [117]—, con los habitantes de Chiloé y zonas de la Araucanía chilena. Esos reductos aborígenes permanecieron fieles al Rey hasta mucho después de declarada la Independencia, y fueron los últimos bastiones españoles en el continente americano que capitulan, honrosamente, frente a los ejércitos republicanos.


NOTAS

[43] Cfr. Virgilio ROEL, Historia social y económica de la colonia, G. Herrera Editores, Lima, 3ª ed., 1988, p. 89; Constantino BAYLE S.I., España en Indias, Ediciones Jerarquía, Madrid, 2ª ed., 1939, p. 192 y Luis GARCÍA DE VALDEAVELLANO, op. cit., pp. 339-345.

[44] Cfr. Silvio ZAVALA, Ensayos sobre la colonización española en América, Editorial Porrúa, México, 3a ed., 1978, pp. 107 ss.; José María OTS Y CAPDEQUÍ, op. cit., p. 7; Milagros del VAS MINGO, op. cit., pp. 55-58, 64-70, 81-82 y Constantino BAYLE S.I, op. cit., p. 192.

[45] Cfr. Fernando de ARMAS MEDINA, Cristianización del Perú (1532-1600), Escuela de Estudios Hispano-Americanos — C.S.I.C, Sevilla, 1953, pp. 121-123; ver también Arthur M. HEINRICHS, op. cit., pp. 82-83.

[46] Gastón Gabriel DOUCET, El trabajo indígena bajo el régimen español, in Guillermo MORÓN y otros, Historia General de América, Italgráfica, Caracas, 1989, t. IV, p. 167. Ver también Constantino BAYLE S.I., op. cit., pp. 206-211; Richard KONETZKE, América Latina—II. La época colonial, Siglo Veintiuno Editores, México, 1972, p. 181; Jaime EYZAGUIRRE, Fisonomía histórica de Chile, Editorial Universitaria, Santiago, 13ª ed., 1992, pp. 48-57 y 59, y Virgilio ROEL, op. cit., pp. 89-94 y 273.

[47] Una muestra de este procedimiento la ofrece la cesión de encomienda que el primer Virrey de México, Don Antonio de Mendoza, hace al poblador español Gerónimo López. El representante real arenga al nuevo encomendero recordándole su misión religiosa, “que tenga especial cuidado en instruir y enseñar a los naturales del dicho pueblo en las cosas de nuestra santa fe católica, poniendo en ello toda su solicitud posible y necesaria, sobre lo cual le encargaba la conciencia y descargaba la de su majestad y suya en su real nombre”. Y el encomendero manifiesta estar consciente de esta misión religiosa, cuando más tarde escribe al Emperador Carlos V: “Dios eligió los que habíamos de venir a ganar esta tierra, eligió a Vuestra Señoría para fundador y perpetuador della y desta su nueva Iglesia [la nueva cristiandad americana] (apud Arthur M. HEINRICHS, op. cit., p. 83).

[48] Sobre la difusión de la encomienda, son ilustrativas las cifras concernientes a México: “En 1545,... treinta años después de la Conquista, no había más de 1.385 pobladores españoles en México, de los cuales 577, o sea más de la tercera parte, eran encomenderos” (José DURAND, op. cit., vol. II, p. 29). También un número considerable de los conquistadores del Perú recibió indios en encomienda.

[49] El conocido especialista en nobiliaria Francisco de Cadenas Allende emplea la expresión Nobleza Tácita para designar dos categorías específicas de la élite hispanoamericana:

a) los encomenderos, en quienes “se puede encontrar un origen nobiliario muy similar al propio de señores feudales y, anteriormente, de los nobles territoriales”;

b) los “cabildantes e individuos pertenecientes a linajes que ejercieron cargos reales reiteradamente y que, en cierto modo, de una situación Aristocrática, pasaron a una Cuasiposesión de la Nobleza de Indias para terminar siendo considerados como nobles” (Francisco de CADENAS ALLENDE, Nobiliaria extranjera, Hidalguía, Madrid, 2ª ed., 1986, pp. 60 y 62).

Como puede verse, dentro del género élites análogas a la nobleza —tal como lo caracteriza el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira— el concepto de Nobleza Tácita designa especies ya prácticamente asimiladas a la categoría nobiliaria en sentido estricto.

De hecho, y sin considerar su misión religiosa, la simple enumeración de las funciones y prerrogativas de los encomenderos permite apreciar hasta qué punto habían alcanzado ese tácito ennoblecimiento: “aparte de percibir los tributos de los indios, en dinero, especie o trabajo,... gozaban ciertos privilegios como el de tener asiento en las Reales Audiencias y Chancillerías, estar exentos de ejercer su oficio, no poder ser presos por deudas ni ejecutados en sus esclavos, armas y caballos, y todo esto, unido al servicio militar de defender el territorio, les hacía aparecer y ser considerados nobles” (Jesús LARIOS MARTÍN, op. cit., p. 17; ver también Francisco de CADENAS ALLENDE, op. cit., pp. 72-73).

[50] Esos concejos eran establecidos en el propio acto fundacional de la nueva población, siguiendo un ritual solemne e inalterable en el cual trasluce el carácter del hidalgo español, afecto a la representación, al ceremonial, y a la precisa delimitación de cargos, derechos y obligaciones.

El conjunto de formalidades de cada fundación comprendía delimitar la plaza, con lugar preeminente para la iglesia y la futura sede del gobierno municipal; trazar las calles y fijar el sitio de los futuros solares, de la picota o Árbol de la justicia, de la horca, etc., así como proceder al nombramiento de las autoridades: Alcalde, Justicia Mayor (o Alguacil mayor), Alférez real, tesorero, regidores, etc. y labrar la respectiva acta. Antes o después de la ceremonia, habiendo Sacerdote presente se oficiaba la Santa Misa (cfr. Vicente D. SIERRA, Así se hizo..., pp. 151-153).

[51] Vicente D. SIERRA, Así se hizo..., pp. 146 y 158.

[52] Cfr. Vicenta María MÁRQUEZ DE LA PLATA y Luis VALERO DE BERNABÉ, Nobiliaria española — Origen, evolución, instituciones y probanzas, Prensa y Ediciones Iberoamericanas, Madrid, 1991, pp. 163-165.

[53] Cfr. Vicente D. SIERRA, Así se hizo..., p. 146.

[54] (cfr. infra II, §B, 3.)

[55] Cfr. Manuel TABOADA ROCA, (Conde de Borrajeiros), Las sucesiones nobiliarias y su regulación legislativa después de la Constitución, Hidalguía, Madrid, 1983, pp. 35-48.

[56] En el Perú, por ejemplo, mientras que el oficio de “Escribano mayor de la Mar del Sur” quedó vinculado al mayorazgo de Presa, perteneciente a la familia Carrillo de Albornoz, el de “Correo mayor de Indias pertenecía hereditariamente a los Carvajal y Vargas, condes del Castillejo. El alferazgo real de Lima era de los Lezcano y luego de sus descendientes los Buendía, marqueses de Castellón; el alferazgo del Cusco era propiedad del mayorazgo de Celiorigo, de la familia Ugarte; el de Trujillo, de la casa de los condes de Olmos. La tesorería mayor de la Real Casa de Moneda pertenecía a los Santa Cruz, condes de San Juan de Lurigancho. Y como estos ejemplos podríamos citar muchos más” (Paul RIZO-PATRÓN, op. cit., p. 151).

[57] Paul RIZO-PATRÓN, op. cit., p. 153.

[58] Luis LIRA MONTT, La fundación de Mayorazgos en Indias—Estudio Histórico-Jurídico, in “Boletín de la Academia Chilena de la Historia”, Santiago, nº 102, septiembre, 1992, p. 349.

[59] Ídem, p. 351.

[60] José F. de la PEÑA, Oligarquía y propiedad en Nueva España (1550-1624), Fondo de Cultura Económica, México, 1983, p. 182.

[61] Ibídem.

[62] Cfr. Luis LIRA MONTT, La fundación..., p. 352.

[63] Doris M. LADD, La nobleza mexicana en la época de la independencia — 1780-1826, Fondo de Cultura Económica, México, 1984, p. 112.

[64] El citado mayorazgo se constituyó en 1663 sobre un tercio de los bienes de su fundador, el Capitán General Pedro Nicolás de Brizuela y de la Peña, héroe de la lucha contra la sublevación de los indios diaguitas, casado con Doña Mariana Doria y Salcedo. Las cláusulas de su fundación permiten apreciar el espíritu católico vigente en la época. Entre ellas figura la cesión a su hijo mayor de los bienes vinculados, bajo condición de “que no los pueda vender, trocar ni enajenar en todo ni en parte, so pena de perderlo para siempre jamás”. Otras cláusulas estipulan “que todos los que fueren sucediendo en este vínculo no usen ni tengan ni firmen más alcurnias ni apellidos que Brizuela y Doria” (aunque sus apellidos de nacimiento fuesen otros), así como que no tengan “raza de judío, hereje, moro” o filiación ilegítima. Al concluir, el documento invoca la maldición de Dios para los descendientes que violen sus cláusulas, de modo que por permisión divina “se vean pobres, mendigos y arrastrados de puerta en puerta”; y al contrario, los bendice si “acudieran como nobles cristianos obedientes a sus padres difuntos”, augurándoles el goce perdurable del vínculo “y que procedan como hidalgos y buenos cristianos. Amén” (Apud Eduardo A. COGHLAN, Historia genealógica de algunos linajes argentinos, Buenos Aires, 1972, pp. 185-186; cfr. también Armando R. OCAMPO, La Capilla de San Sebastián de Sañogasta, in “Revista de la Junta de Historia y Letras de La Rioja”, La Rioja (Argentina), 1943, pp. 85-113).

[65] Doris M. LADD, op. cit., p. 43.

[66] Raúl A. MOLINA, Hernandarias—El hijo de la tierra, Editorial Lancestremere, Buenos Aires, 1948, p. 363.

[67] José DURAND, op. cit., vol. II, p. 20.

[68] Apud ídem, vol. II, p. 21.

[69] Apud ídem, vol. II, p. 19. El historiador costarricense Norberto de Castro y Tosi distingue siete categorías de hijosdalgo en Centroamérica hacia el siglo XVII: primero los “Caballeros Hijosdalgos”, peninsulares o criollos; a éstos siguen los “Hijosdalgo de Pobladuría de Sangre”, descendientes de primeros pobladores plebeyos; en tercer lugar los “Hijosdalgos de Pobladuría de Privilegio”, que se convertían en hidalgos de sangre a la tercera generación, todo ello de acuerdo a las Ordenanzas de Felipe II; venían después, sucesivamente, los segundones de las tres categorías antedichas, los hijos de matrimonios de españoles nobles con indias, los caciques indígenas, y finalmente los indios nobles (Apud Samuel STONE, La dinastía..., pp. 52-53).

[70] Ídem, vol. II, p. 20.

[71] Ídem, vol. II, p. 24.

[72] Magnus MÖRNER, Estratificación social de Hispanoamérica durante el periodo colonial, in Guillermo MORÓN, op. cit., t. IV, p. 104 (destaque en el original).

[73] José DURAND, op. cit., vol. II, p. 14.

[74] (cfr. supra C, §2)

[75] (cfr. Nobleza y élites tradicionales análogas, Vol. I, Cap. VII, § 5, e)

[76] op. cit, p. 199.

[77] (cfr. supra C., § 2)

[78] (cfr. Nobleza y élites tradicionales análogas, Vol. I, Cap. VII, § 5.)

[79] Bernardo GARCÍA MARTÍNEZ, El Marquesado del Valle — Tres siglos de régimen señorial en Nueva España, El Colegio de México, México, 1969, p. 10.

[80] Apud Guillermo LOHMANN VILLENA, op. cit., p. XX.

[81] José DURAND, op. cit., vol. II, p. 9. Nótese de paso cómo esa imagen peyorativa del conquistador, popularizada por los sainetes, se asemeja a la que por esa misma época puso en boga Cervantes con su Quijote, para ridiculizar el espíritu de Caballería; lo cual refuerza la tesis que parecen insinuar autores como Enrique Heine, de que El Ingenioso Hidalgo hizo parte —intencionalmente o no— de una suerte de orquestación publicitaria de inspiración anticatólica contra la clase guerrera de España, precursora de los métodos del llamado terrorismo mediático contemporáneo.

Dicha orquestación no puede dejar de ser calificada de “revolucionaria”, en el sentido que da a esta palabra el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira en su citado ensayo Revolución y Contra-Revolución (cfr. SOCIEDAD ESPAÑOLA DE DEFENSA DE LA TRADICIÓN, FAMILIA Y PROPIEDAD, España anestesiada sin percibirlo, amordazada sin quererlo, extraviada sin saberlo—La obra del PSOE, Editorial Fernando III el Santo, Madrid, 1988, p. 66).

[82] Acerca de este asunto, ver COMISIÓN INTER-TFPs DE ESTUDIOS IBEROAMERICANOS, op. cit., pp. 60-65; Josep-Ignasi SARANYANA, Teología profética americana—Diez estudios sobre la evangelización fundante, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1991, p. 65; cfr. también Cayetano BRUNO S.D.B., La España misionera ante el Quinto Centenario del gran Descubrimiento, Ediciones Didascalia, Rosario (Argentina), 1990, pp. 75-77; Rafael GAMBRA, La cristianización de América, editorial MAPFRE, Madrid, 1992, pp. 153-169 y Philip W. POWELL, op. cit., pp. 48-49.

[83] (cfr. Nobleza y élites tradicionales análogas Vol. I Cap. VII, § 5.)

[84] (cfr. Nobleza y élites tradicionales análogas Vol. I Apéndice I, B, § 6., a)

[85] En 1556 el príncipe Felipe, secundado por consejeros de la Corte flamenca, hace notar que no pocos descendientes de los conquistadores en el Perú se encuentran empobrecidos, y ordena al Consejo de Indias que se pronuncie sobre la perpetuidad de las encomiendas y sobre la concesión de privilegio de hidalguía para “honrar y ennoblecer el dicho Reino y los descubridores, conquistadores, pobladores y otras personas que han servido en la guerra y en ocasiones que en él se han ofrecido”. Sin embargo, la oposición de los legistas acabó prevaleciendo (Richard KONETZKE, La formación de la nobleza en Indias, in “Estudios Americanos”, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, nº 10, julio, 1951, pp. 337 y 338).

[86] Cfr. Richard KONETZKE, América Latina—II. La época colonial, in Historia Universal, Siglo Veintiuno Editores, México, 1972, pp. 170-181 y Constantino BAYLE S.I., op. cit., pp. 198 y 199.

[87] Cfr. Richard KONETZKE, La formación..., pp. 351-353; José DURAND, op. cit., vol. II, p. 29 y José F. de la PEÑA, op. cit., pp. 181-185.

[88] Vicente D. SIERRA, El sentido misional de la conquista de América, Publicaciones del Consejo de la

Hispanidad, Madrid, 1944, p. 85.

[89] La Metrópoli, previendo las reacciones desfavorables a las Leyes Nuevas, había dispuesto enviar a América personalidades de reconocido prestigio para explicarlas y resolver eventuales dificultades en su aplicación. Pero el movimiento de oposición parece haber sido mucho mayor de lo esperado.

A Nueva España, por ejemplo, se envió al canónigo de Sevilla, inquisidor de Toledo y miembro del Consejo de Indias, licenciado Francisco Tello de Sandoval, provisto además del título especial de Inquisidor Apostólico, expedido por el cardenal Tavera. Un México en ebullición se preparó para recibirlo: el 3 de marzo de 1544 —cinco días antes de su llegada a la capital— el cabildo designó al Procurador Mayor de la ciudad, Antonio de Carvajal, a fin de que pidiese en nombre de ésta a la Corte la suspensión de las Leyes Nuevas. Los cabildantes acordaron igualmente que, para expresar su desagrado, todos los vecinos saliesen a esperar a Sandoval vestidos de luto. Dos días después de llegado a la capital, los vecinos acudieron en tanto número a protestar que invadieron el convento donde se hospedaba. La casi totalidad de los conquistadores y encomenderos de la región amenazaron volverse con sus familias a España si no hubiese una vuelta atrás por parte de la Corona.

El movimiento de reacción fue incontenible. Respetuosas pero enfáticas cartas de protesta llegan al Emperador enviadas por hidalgos como García de Aguilar desde México, Cieza de León desde el Perú —quien así interpela al Monarca: “¿Qué es esto?: ¿por qué S. M., siendo príncipe tan cristianísimo, ansí nos quiere destruir...?”— o los conquistadores de Guatemala, que exclaman: “estamos tan escandalizados como si nos enviara a cortar las cabezas”...

En el Perú la tensión pasó a las vías de hecho: el ambicioso Gonzalo Pizarro apresó y mató al primer Virrey, Blasco Núñez Vela, enviado para aplicar las Leyes Nuevas. Carlos V decidió entonces enviar como pacificador al sagaz clérigo Pedro La Gasca, con instrucciones de revocar la controvertida legislación. Merced a la habilidad y tacto del pacificador, y al apoyo que éste recibió de conquistadores como Sebastián de Benálcazar y Pedro de Valdivia, Gonzalo Pizarro perdió apoyo, la rebelión fue sofocada y su jefe ajusticiado. (Cfr. C. PÉREZ BUSTAMANTE, Don Antonio de Mendoza, primer Virrey de la Nueva España (1535-1550), in “Anales de la Universidad de Santiago”, Santiago, 1928, vol. III, p. 93 y Constantino BAYLE S.I, op. cit., pp. 200-201).

[90] Constantino BAYLE S.I., op. cit., p. 199.

[91] José DURAND, op. cit., vol. II, p. 29.

[92] Sin contar el título hereditario de Almirante de las Indias concedido a Cristóbal Colón, hasta 1519 —o sea, un cuarto de siglo después del Descubrimiento— sólo habían sido otorgadas pequeñas mercedes, como por ejemplo, la hidalguía a los descendientes de los hermanos Yáñez Pinzón, socios y lugartenientes del Descubridor.

Una década después, como fue visto, (cfr. supra § C, 9.), Carlos V franqueó también las puertas de la hidalguía, colectivamente, a los primeros pobladores de la isla de La Española y a los llamados trece de la fama de la conquista peruana.

A un reducido número de conquistadores —los grandes solamente— el emperador les fue concediendo el uso nobiliario del Don o mejorando, parsimoniosamente, los escudos de armas con registro heráldico de sus hazañas. Pero el primer título de Castilla fue otorgado por Carlos V al único conquistador a quien la Corte recibiera en España, después de algunos vaivenes, con grandes honras: Hernán Cortés, elevado a Marqués del Valle de Oaxaca en ese mismo año de 1529. Ocho años después sólo habían sido otorgados dos nuevos títulos: al tercer Almirante de las Indias, Luis de Colón, nieto del Descubridor, se le dio el de Duque de Veragua y Marqués de Jamaica (1536); y a Francisco Pizarro se le creó Marqués (1537), sin denominación específica hasta que sus herederos recibieron el título definitivo de Marqueses de la Conquista. Por las mismas ordenanzas de 1529 a los capitanes de nuevos descubrimientos y fundaciones se les promete el título de Marqués. Pero hasta el fin del siglo XVI llegarán sólo a nueve los títulos de Castilla concedidos en Hispanoamérica y a 16, los hábitos de órdenes de caballería; dos de estos últimos recayeron en Cortés y Francisco Pizarro.

Además, solamente un título americano, el de Marqués del Valle de Oaxaca, comportó efectivo señorío jurisdiccional, es decir, dio a Cortés y sus herederos el gobierno de un Estado propio, con vasallos y derecho a tributar. La otra concesión señorial que llegó a ver la luz del día en América —el ducado de Veragua, concedido a la familia Colón— tuvo duración efímera (20 años) y fue extinguido por Felipe II en 1556. Otros señoríos, prometidos en sendas capitulaciones a Diego de Almagro en el Mar del Sur, a Pedro de Mendoza en el Río de la Plata (que incluía la oferta de diez mil vasallos y el título de conde), a Pero Fernández de Lugo en Santa Marta (Colombia), a Juan de Céspedes en Nueva Andalucía, a Hernando de Soto en la costa sur de los Estados Unidos, a Pedro de Alvarado en el Pacífico Sur, a Juan Ortiz de Zarate en el Río de la Plata (con promesa de 20.000 vasallos) y a Pedro Maraver en Venezuela, nunca tuvieron vigencia, sea por muerte de sus beneficiarios o por otras circunstancias fortuitas.

Y aunque en las ya referidas Ordenanzas de Indias de 1573 se volvió a prometer “vasallos en perpetuidad y título de marqués u otro” a los adelantados que cumplieren su cometido, no hubo nuevas concesiones de señoríos a conquistadores. Y los títulos de nobleza posteriormente otorgados en América no incluyeron jurisdicciones (cfr. Bernardo GARCÍA MARTÍNEZ, op. cit., pp. 20 a 27; Julio de ATIENZA Y NAVAJAS, Consideraciones diversas sobre Títulos Nobiliarios, Hidalguía, Madrid, 1961, pp. 27 y 28; Adolfo BARRERO DE VALENZUELA, Carta real de reconocimiento de hidalguía a una rama descendiente de los Pinzones, in “Hidalguía”, Madrid, mayo-junio, 1970, p. 495; Luis ARRANZ MÁRQUEZ, op. cit, pp. 42 y 43; José DURAND, op. cit., vol. II, pp. 35-36 y Jesús LARIOS MARTIN, op. cit., pp. 8-14).

[93] Cfr. Luis Eugenio SILVA, Tradición de una familia chilena, in “La Segunda”, Santiago, 21-2-1994. Ver también José María OTS Y CAPDEQUÍ, op. cit., pp. 526 ss. y Silvio ZAVALA, op. cit., p. 104.

[94] (cfr. infra, III, B.) Los términos nobleza y aristocracia son empleados en este trabajo en un sentido elástico, a veces estricto, a veces dilatado.

En sentido estricto el estado aristocrático resulta de la conjunción de tres factores: consuetudinario, cultural y jurídico-político.

El factor consuetudinario se muestra en el surgimiento y posterior modificación de situaciones nobiliarias legítimas oriundas de la costumbre y modeladas por ésta, que el poder real después reconoce y sanciona, por así decir, bajo el hálito de la costumbre.

El factor cultural está presente en la tendencia propia de la nobleza hacia las expresiones culturales eximias, por ejemplo las bellas maneras: el arte de conversar, el arte de actuar en sociedad —resumido en la fórmula francesa savoir dire, savoir faire, savoir plaire—, el arte de la contienda con belleza y elegancia, etc. El ser culto tendía a realzar el status del noble, sobre todo en el período de la Ilustración; y aunque la falta de cultura no lo privase de dicho status, se entendía que la nobleza plena supone una cultura quintaesenciada.

A su vez, el factor jurídico-político se manifiesta en las varias formas de poder que corresponden ex natura a la condición nobiliaria-aristocrática.

Fue la íntegra y perfecta conjunción de estos tres factores en las clases nobles y aristocráticas de la Cristiandad europea, lo que hizo de ellas las noblezas y aristocracias por excelencia.

En el Nuevo Mundo los nobles a fuero de España, titulados e hidalgos, tanto peninsulares como criollos, constituyeron una nobleza local de menor expresión que la de la Metrópoli. Pues aunque fuesen indiscutiblemente nobles, en ellos los tres componentes antedichos estaban presentes en general de modo bastante parcial y atenuado.

Los demás miembros de la élite tradicional hispanoamericana tampoco constituyeron una aristocracia en su sentido propio, sino una élite análoga a ésta, por idéntica razón.

No obstante, desde el siglo XVII se volvió usual en la literatura y en el lenguaje corriente referirse a la nobleza y a las élites más cultas e influyentes del Continente como “aristocracias”, incluso en la fase republicana. Y es en ese sentido lato o analógico que dicho término es empleado por los autores citados en este trabajo.

[95] (cfr. Nobleza y élites tradicionales análogas, Vol. I, Apéndice I, B, § 4.)

[96] La ciudad de Lima presenta una muestra notable de la rapidez con que América se civiliza: “sabemos que ya en 1544 —o sea, nueve años después de fundada— existían mansiones como la de Doña María de Escobar, viuda del Capitán Francisco de Chaves, frente al convento de Santo Domingo, con torre de aparato, y salas y recámaras; y que, cuando del saqueo del palacio del Virrey Núñez Vela, se sacaron de él cajas ensayaladas, cofres tumbados, guadamecíes, paños de corte y escritorios muy galanos... A pocos, en los inventarios de los Encomenderos y sus mujeres, principian a figurar vajillas de metales preciosos con repujados blasones, blandones y candelabros, redes, cortinas de damasco, tapicerías y reposteros, imágenes de bulto, pinturas y bufetes con columnillas labradas. Todo esto y mucho más traían los numerosos buques que hacían la carrera a Panamá; y hasta cuadros de pintores flamencos aparecen decorando capillas y casas, y aun despachándose para apartados rincones de la Sierra”. (José de la RIVA-AGÜERO Y OSMA, Obras Completas, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1968, t. VI, pp. 371-372).

[97] La jurisdicción del inmenso virreinato peruano, que tuvo a Lima por sede, abarcaba toda la porción española de Suramérica, desde Panamá hasta el Río de la Plata, con la única excepción de Venezuela (que fue primero Gobernación y, desde 1731, Capitanía General). Más tarde se produce su fragmentación, al crearse sucesivamente los virreinatos de Nueva Granada (provisoriamente en 1719, definitivamente en 1740), con capital en Santa Fe de Bogotá, y del Río de la Plata (1776), con sede en Buenos Aires.

[98] Rubén VARGAS UGARTE S.J., Títulos Nobiliarios en el Perú, Compañía de Impresiones y Publicidad, Lima, 2a ed., 1948, pp. 5-6.

[99] 1) Hernán Cortés, por ejemplo, buscó consolidar y asimilar tanto a la llamada nobleza azteca como a las de otros pueblos vasallos de Moctezuma, que se aliaron a él contra la tiránica casta mágico-sacerdotal de México.

Cuando se dirige a reconquistar la capital azteca Cortés arma caballero al joven heredero de los tlaxcaltecas, un niño de 12 años hijo de su amigo y aliado el jefe Maxixcatzin, fallecido poco tiempo antes. De este modo le reconoce su autoridad; y en la misma ceremonia, que impresiona vivamente a todos los circunstantes, hace bautizar al jovencito con el nombre de Don Lorenzo Magiscacin, dice la crónica, “porque también fuese caballero de Jesucristo”.

Una vez retomada México, Cortés reinstala el cabildo, reparte solares a los vecinos y reconstituye la situación de los españoles, pero también restablece la magistratura del cihuacóatl (inmediato colaborador del emperador, administrador y juez supremo) y de los señoríos aztecas. El propio Cortés explica esta acción a Carlos V: “Y para que más autoridad su persona tuviese, tórnele a dar el mismo cargo que en tiempo del señor tenía, que [es el de] ciguacoat, que quiere tanto decir como lugarteniente del señor. Y a otras personas principales, que yo asimismo de antes conocía, les encargué otros cargos de gobernación desta ciudad, que entre ellos se solían hacer. Y a este ciguacoat y a los demás les di señorío de tierras y gente, en que se mantuviesen, aunque no tanto como ellos tenían, ni que pudiesen con ellos ofender en algún tiempo. Y he trabajado siempre de honrarlos y favorecerlos” (apud Carlos PEREYRA, op. cit., p. 159; cfr. también Salvador de MADARIAGA, Hernán Cortés, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1941, p. 561).

Muchos conquistadores que se consideraban ennoblecidos por sus hazañas, no osaban aplicarse a sí mismos el título de don si no lo poseyesen desde antes, por respeto a las reglas del honor, pero se anticipaban a aplicárselo a los señores autóctonos de Méjico, Centroamérica, Colombia, Perú o el Paraguay. Refiere por ejemplo el cacique centroamericano Ah Nakuk Pech, señor maya de Chac-Xurub-Chene: “Cuando recibí el bautismo fui llamado don Pablo Pech”. Y agrega: “los jefes principales fuimos hechos hidalgos por los capitanes... Nosotros engendramos hidalgos y todos mis hijos lo serán hasta que el sol llegue a apagarse”. (apud José DURAND, op. cit., vol. II, p.39).

[100] Por ejemplo, algunos ramos de ilustres estirpes de Colombia y Ecuador, como los Holguín, Cobo y Lozano, Concha, Cordero, Ordóñez, Piedrahita, Ricaurte, Salazar, Uribe de Brigard, etc., descienden de princesas incas, hijas o sobrinas de Atahualpa y Huayna Cápac.

Entre ellos se cuentan el presidente del Ecuador, Dr. Luis Cordero (1833-1912), descendiente del matrimonio del conquistador Diego de Sandoval y Ampuero con la princesa Francisca Coya, hermana de Atahualpa; el presidente de Colombia, Dr. Mariano Ospina Pérez (1891-1976), descendiente de la sobrina de Huayna-Cápac, por coincidencia también llamada Francisca Coya; el obispo de Santa Marta, Mons. Lucas Fernández de Piedrahita (1624-1688), célebre por haber enfrentado una invasión de bucaneros; el obispo ecuatoriano Mons. Alberto María Ordóñez Crespo (1872-1954), además de numerosos hombres públicos de ambos países.

Ramas de cepas tradicionales de Argentina, Bolivia y Chile descienden igualmente de Coyas, Pallas y Ñustas de la familia del Inca. Por ejemplo la familia Montt, que dio tres presidentes a la Nación chilena, proviene por líneas femeninas de Ñusta Bartola Díaz, nieta de Manco Cápac; características familias históricas como los Ramos Mejía de Buenos Aires, o los Ballivián en Bolivia, llevan también sangre de princesas incas; y así podrían mencionarse muchos otros casos.

(Ver al respecto la edición conjunta de los trabajos de Piedad y Alfredo COSTALES, Los Señores naturales de la tierra, y del Dr. Fernando JURADO NOBOA, Las Coyas y Pallas del Tahuantisuyo — Su descendencia en el Ecuador hasta 1900, Xerox del Ecuador, Quito, 1982.)

[101] Instrucción Real de 1 de Mayo de 1543, apud Juan MANZANO MANZANO, Sentido misional de la empresa de Indias, in “Revista de Estudios Políticos”, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, vol. I, nos 1-2, 1941, pp. 112-113.

[102] Francisco de CADENAS ALLENDE, op. cit., p. 67. Notable ejemplo de ese espíritu asimilativo es la concesión, en tiempos de Felipe III (1614) del marquesado de Santiago de Oropesa a la princesa Doña Ana Coya Inca de Loyola, nieta del último Inca, Sayri Túpac, e hija del matrimonio de Don Martín Ignacio de Loyola con la llamada infanta Beatriz Clara Coya, señora del Valle de Yucay. Del célebre marquesado, que comprendía extensos territorios en el Altoperú, subsiste hoy el título en posesión de la familia española Martos y Azlor de Aragón.

[103] Samuel STONE, La dinastía..., p. 54.

[104] Virgilio ROEL, op, cit., pp. 310-312. Esta profusión de potentados indígenas se debió a que el ejercicio del derecho de propiedad —que los aborígenes peruanos sólo conocieron después de la Conquista, pues anteriormente vivían en un régimen de “esclavitud mecanizada”, como la denomina el historiador Vicente Sierra— les fue reconocido con inédita largueza. Por ejemplo en el siglo XVIII, en la pampa de Quilcata había una cacica, Inés Capchaguamani, que poseía “20 mil cabezas de ganado ovino, un sin número de cabezas de ganado equino y bovino, y 20 mil carneros de la tierra (llamas), según relación del intendente de Huamanga, Demetrio O'Higgins” (Leslie CRAWFORD, Derechos amplios, in “El País”, Montevideo, 31-7-1992; ver también Vicente D. SIERRA, El sentido..., p. 295).

[105] Apud Jesús LARIOS MARTÍN, op. cit., pp. 20 y 21; cfr. también Francisco VELÁZQUEZ-GAZTELU Y CABALLERO-INFANTE, op. cit., pp. 375-376.

[106] Luis LIRA MONTT, El Fuero Nobiliario..., p. 63; cfr. también Santiago MONTOTO, Nobiliario Hispano-Americano del Siglo XVI — Colección de documentos inéditos para la historia de Ibero-América, Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, Madrid, 1928, t. II, pp. 68-72.

[107] (cfr. supra C, 6.)

[108] Cfr. Francisco de CADENAS ALLENDE, op. cit., p. 65. La amplitud de estos privilegios es inédita en una potencia colonial. Por ejemplo, el noble indígena no podía ser privado ni separado de sus súbditos; tenía facultad de poseer, desde los primeros tiempos de la colonización, tierras en propiedad privada, y estaba exento de trabajar en mitas (especie de encomienda con servicio personal, atribuida al poder público para la explotación de minas y prestación de otros servicios del Estado); en muchas regiones podía indicar, de acuerdo con el representante de la Corona, cuáles de sus súbditos serían repartidos en encomienda y a qué patrones; y él mismo podía recibir vasallos en encomienda.

De acuerdo a las Leyes de Indias (Ley XXI, Libro VI, Título X de la nueva recopilación), los delitos contra indígenas “se castigaban con redoblada severidad (...). Que la disposición se cumplía con saludable escarmiento, cuando no faltaban íntegros jueces, lo prueba la sentencia del corregidor de Cuzco y caballero de Calatrava, D. Gaspar Paniagua de Loaysa, Señor de Santa Cruz en Extremadura, que hizo cortar la mano a un español porque abofeteó a un Cacique” (José de la RIVA-AGÜERO Y OSMA, op. cit., t. VI, p. 357).

[109] Ídem, pp. 65 y 66.

[110] Cfr. Delfina E. LÓPEZ SARRELANGUE, La nobleza indígena de Pátzcuaro en la época virreinal, Universidad Nacional Autónoma de México — Instituto de Investigaciones Históricas, México, 1965, pp. 101 ss.

[111] En 1597, por ejemplo, un decreto de la Real Audiencia de La Plata (hoy Sucre, Bolivia) manda al gobernador del Tucumán, Capitán General D. Pedro de Mercado de Peñalosa, así como a las autoridades subalternas de su jurisdicción que, atendiendo solicitud de los caciques de Gastona y de la encomienda de Olloscos en San Miguel de Tucumán, cuyas tierras estaban siendo ocupadas por intrusos, “les amparéis y defendáis en las dichas tierras para que las tengan, gocen y posean según como las tenían y poseían (...) y si alguna o algunas personas en ellas o parte de ellas se les hubieren entrado, las echaréis y lanzaréis de ellas para que libremente se las dejen tener, gozar y poseer” (Apud Gastón BARREIRO ZORRILLA, Castilla es mi Corona — Divisa de los Escudos de Montevideo en la época Indiana, Barreiro y Ramos, Montevideo, 1992, p. 164).

En México el Amparo era también utilizado para defender el libre goce del “derecho al cacicazgo y señorío natural”, tanto en ámbito rural —por ejemplo en casos de usurpación de tierras de caciques— como urbano, en que dicho recurso “salvaguardaba la organización y jerarquía tradicional dentro de los pueblos [de indios], con sus caciques y principales, dotados de prerrogativas y excepciones” (ídem, pp. 196-197).

[112] Virgilio ROEL, op.cit., p.311.

[113] Pedro BORGES MORAN, Misión y Civilización en América, Editorial Alhambra, Madrid, 1987, pp. 263-264. Cfr. también ídem, Historia de..., vol. I, p. 451; Vicente D. SIERRA, Así se hizo..., pp. 173 ss.; Ramón XIRAU (compilador), Idea y querella de la Nueva España, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pp. 15-16 y Enrique María VILLASÍS TERÁN, Historia de la evangelización del Quito, Gráficas Iberia, Quito, 1987, p. 88.

[114] Vicente D. SIERRA, Así se hizo..., p. 197.

[115] (cfr. infra, II, B., § 6)

[116] PIO XII, Radiomensaje al V Congreso de la Confederación Interamericana de Educación Católica, 12-1-1954, apud Juan TERRADAS SOLER C.P.C.R., op. cit., p. 250.

[117] Patrick HUSSON, De la guerra a la rebelión, Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de las Casas” — Instituto Francés de Estudios Andinos, Lima-Cuzco, junio, 1992, pp. 108 ss.