Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana

 

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Editorial Femando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

Primera edición, julio de 1993.

Segunda edición, octubre de 1993

© Todos los derechos reservados.


NOTAS

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la segunda ediciónimpresa , de octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Con Alfonso I, rey de Asturias, comenzó uno de los períodos más florecientes de la Reconquista.

Luchó repetidamente contra los musulmanes, a los que arrebató Lugo en el año 755.

Azulejos de la Plaza de España de Sevilla

CAPÍTULO VII

Génesis de la Nobleza

Su misión en el pasado y en nuestros días

El punto de máxima insistencia de Pío XII

 

Para el hombre común de nuestros días, el estudio de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y la Nobleza romana suscita muchas curiosidades; tanto más que el público se muestra hoy, en no raras ocasiones, sorprendentemente desinformado acerca de dicha clase social, sus orígenes, su misión, las diversas características que ha ido asumiendo a lo largo de los siglos, así como acerca del papel que debe representar en nuestros días y en el futuro.

Ahora bien, no tuvo por objetivo aquel memorable Pontífice en sus alocuciones el discurrir sobre todos los aspectos de la Nobleza de modo que quedara agotada la cuestión. Esto no debe extrañar, ya que el público al cual Pío XII se dirigía era de una nobleza muy fina, y naturalmente conocía los numerosos datos doctrinales e históricos sobre la institución nobiliaria ignorados por el gran público de hoy.

Lectores habrá del presente trabajo que sean clérigos o nobles, pero los habrá también de la grande, mediana o pequeña burguesía. Así pues, le ha parecido conveniente al autor presentar en este capítulo, a los lectores inteligentes incompletamente informados, una selección de datos sobre la Nobleza que sean de su interés, pero que tendrían cierta dificultad en encontrar reunidos en la obra de un solo escritor y que les sea de fácil alcance.

Cabe también añadir que el presente capítulo contiene una visión de conjunto —o tal vez sea mejor decir, un conjunto de visiones panorámicas— de diversos asuntos de especial interés para el lector de Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana.

En esas condiciones, se hacen en este capítulo múltiples consideraciones sobre diversos temas, lo que explica el hecho de que sea el más extenso de este libro. Para no alargarlo aún más, ha decidido el autor no incluir en él sino el mínimo indispensable de citas.

1. La esfera privada y el bien común

a) Los grupos humanos y sus jefes

En cualquier grupo humano existente en la esfera privada, el ejercicio de la autoridad confiere al titular un relieve, a veces mayor, menor otras. Así sucede, por ejemplo, con un padre de familia —y por participación con él, con su esposa—, con el presidente de una asociación, con un profesor, con el dirigente de un equipo deportivo, etc.

• Requisitos intelectuales de quien ejerce la autoridad

El ejercicio de dicha autoridad exige esencialmente de su titular una clara y firme noción de en qué consisten la finalidad y el bien común del grupo sobre el que la ejerce, y un lúcido conocimiento de los medios y técnicas de acción necesarios para su consecución.

En la esfera privada, no le basta a quien ejerce el poder con estar dotado de esos atributos, situados todos ellos en la inteligencia. Necesita saber, es verdad; pero ha de ser también capaz de comunicar lo que sabe y, en la medida de lo posible, de, persuadir de sus propias convicciones a quienes no están de acuerdo con él.

Por más amplios que sean sus poderes, por más drásticas que sean las sanciones establecidas por los principios normativos del grupo social contra quien le desobedece, por más honrosas y remuneradoras que sean las recompensas otorgadas a quien acata su autoridad, nada de esto bastará para que el jefe se haga obedecer. Se hace imprescindible que exista entre él y sus subordinados un consenso profundo y estable sobre las metas que pretende alcanzar y los métodos que prefiere para ello; así como, por parte de sus subordinados, una seria confianza en su capacidad de emplear acertadamente esos métodos y alcanzar esas metas, todo ello con vistas al bien común.

• Requisitos de la voluntad y de la sensibilidad

Para persuadir, no le bastará al jefe argumentar con una lógica impecable. Otros atributos situados en el campo de la voluntad y de la sensibilidad le serán también necesarios.

Antes que nada, el jefe, dirigente o líder —sea cual sea el título con el que se le designe en el grupo— debe estar dotado de un penetrante sentido psicológico. Esta cualidad requiere el ejercicio simultáneo de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad, pues a una persona inteligentísima, pero abúlica e hiposensible, ordinariamente le falta hasta el sentido psicológico indispensable para conocer datos elementales de su propia mentalidad y, con más razón, de las de los demás: su cónyuge, hijos, alumnos, empleados, etc.

Para un jefe que carezca de sentido psicológico le será difícil no sólo persuadir las inteligencias, sino también unir las voluntades para una acción común. Sin embargo, este sentido psicológico tampoco basta. Es preciso que quien ejerce la autoridad, o simplemente el liderazgo, disponga, además, de una riqueza de sensibilidad suficiente para dar a todo lo que dice el sabor de lo real, de lo sincero, de lo auténtico, de lo interesante, de lo atrayente de todo aquello, en fin, que lleva a quienes le deben obediencia a seguirle con complacencia.

Esta es, sumariamente descrita, la lista de las cualidades sin las cuales quien preside un grupo social privado no cuenta con las condiciones normales para ejercer con éxito su misión.

• El jefe, en las circunstancias excepcionales, propicias o adversas

Pero el sentido común hace ver que, en cualquier grupo privado, la normalidad es a veces alterada por circunstancias excepcionales, sean favorables o desfavorables.

El jefe normal de valor mediano corre el riesgo de dejar pasar —por incapacidad de colocarse a su nivel— ocasiones excelentes que él ha sabido ver de manera tan sólo incompleta, o incluso no ha sabido ver en absoluto, y por eso las deja escapar sin aprovecharlas, o haciéndolo sólo parcialmente. Como contrapartida, corre el riesgo de perjudicar seriamente el grupo al que preside, e incluso de causarle la ruina, si no sabe discernir el peligro cuando éste se apunta en el horizonte, evaluar su grado de nocividad y eliminarlo de una vez tan pronto como sea posible.

El jefe excelente es aquél que en las ocasiones excepcionales, favorables o desfavorables, y estimulado por ellas, crece en todas sus aptitudes en la medida del tamaño de esa excepcionalidad, y se muestra así superior a las circunstancias en que se encuentra.

• Utilidad y oportunidad de esta sistematización de nociones

Nada de lo que se ha dicho es nuevo; pero las nociones de mero sentido común aquí sumariamente sistematizadas, andan tan enterradas en numerosas mentalidades en estos días de confusión, que es necesario hacer ya esta síntesis para que se pueda aprehender con facilidad lo que sigue.

b) Superioridad y nobleza del bien común — ¿Cómo se distingue del bien individual? — Entidades privadas cuyo bien común tiene carácter trascendente a nivel regional o nacional

El bien común de los grupos, asociaciones o entidades de cualquier tipo existentes en la esfera privada, no está únicamente formado por lo que es bueno sólo para este o aquel individuo, sino por lo que es bueno para la generalidad de las personas que lo constituyen.

Sin duda, ese bien, como es de un orden más elevado que el mero bien de cada individuo, es ipso facto también más noble.

• Importancia de las entidades de la esfera privada para el bien común de la región, de la nación y del Estado

Hay casos, sin embargo, en los que el bien de una entidad de derecho privado no se limita únicamente a su propio bien, sino que se eleva a un nivel más alto.

Un ejemplo puede ilustrar esta realidad.

En una Universidad que no pertenezca al Estado, sino a una fundación o asociación que exista hace varios siglos —como ha habido tantas y hay aún en Europa y América—, es frecuente que se defina un estilo de investigar, de pensar, de exponer y de enseñar, un conjunto de curiosidades intelectuales modeladas específicamente según un mismo estilo, unos mismos impulsos religiosos, patrióticos, artísticos y —en el sentido más amplio del término— culturales; en suma, un mismo y estable acervo de valores que cada generación de maestros y alumnos recibe de la anterior, conserva, perfecciona y transmite a la posterior.

La tradición universitaria así mantenida constituye un preciosísimo bien del espíritu para las sucesivas generaciones de profesores y discípulos; marca a fondo la vida de los ex alumnos y forma un tipo humano específico, el cual, a su vez, puede marcar todo el ambiente en una ciudad que viva de la Universidad y en torno a ella.

Es obvio que una institución así, aunque se sitúe en el mero campo privado, constituye un bien común para la región y, en ciertos casos, incluso para el país en que existe.

El ejemplo de ciertas instituciones privadas —como en este caso, el de una Universidad—, ayuda a comprender completamente en qué consiste el bien común de una región o de una nación. En efecto, su propia excelencia las aproxima ipso facto a este mismo bien común, recibiendo de ahí un cierto grado de nobleza que no se confunde con la mera, y por cierto indiscutible, dignidad de las instituciones integrantes del sector exclusivamente privado.

• Una sociedad muy característica de la esfera privada: la familia

Queda entendido que ninguna de esas entidades privadas tiene carácter tan básico, ninguna es fuente de vida tan auténtica y desbordante para la nación y para el Estado como la familia. Nada se ha dicho sobre ella hasta aquí, dejándola para ulteriores consideraciones. [1]

Se ve así como la fuerza de impacto y la influencia de las instituciones privadas pueden marcar a fondo la vida política de la nación —e incluso del propio concierto internacional— impidiendo de este modo que el país quede en manos de meros equipos de aventureros. Esta influencia y fuerza de impacto resultan en gran medida de la intensidad, de la vitalidad, de la cohesión y la continua tendencia a mejorar que las animan.

c) La nación y el Estado nacen de la esfera privada — La plenitud del bien común

• La formación de las naciones y de las regiones

Cuando un conjunto de personas naturales, grupos sociales y personas jurídicas, orientadas hacia el bien privado —o acumulativamente hacia el bien privado y hacia el común— llegan a aglutinarse en un todo nítidamente diferenciado de lo que está fuera de él y pasan a constituir un circuito cerrado de carácter étnico, cultural, social, económico y político, y cuando, a su vez, este todo no se deja abarcar o federar en ningún otro circuito más amplio, se constituye ipso facto, una nación. El bien común de esta nación —la cual, políticamente organizada, da origen a un Estado— se destaca. [2]

Análoga afirmación se podría hacer con respecto a la región. Al mismo tiempo que una realidad territorial, la región es un conjunto de elementos constitutivos análogos a los de la nación. Desde este punto de vista, la diferencia entre región y nación está en que la primera no abarca la globalidad de los elementos constitutivos de la segunda, sino únicamente una importante parte de los mismos; la diferencia entre las varias regiones de una nación consiste en que dichos elementos constitutivos suelen variar, unas veces más y otras menos, de una a otra región.

Tal vez una comparación pueda contribuir a aclarar el asunto. Las regiones se diferencian entre sí y de la nación como los diversos altorrelieves de un mismo bloque se diferencian entre sí y del bloque de piedra en que están esculpidos; una nación se diferencia de la otra como una estatua en relación a otra.

• El Estado como sociedad perfecta — Su soberanía y majestad — Su nobleza suprema

Como acabamos de decir, el bien común así entendido abarca a todos los bienes subordinados sin absorberlos ni siquiera reducirlos. El propio hecho de englobarlos trae consigo para el Estado una supremacía de misión, de poder y, por tanto, de intrínseca dignidad, que la palabra majestad [3] expresa adecuadamente. Lo normal en una nación es que constituya una sociedad entera y perfecta [4] y por tanto soberana y mayestática, cualquiera que sea su forma de gobierno.

Este poder mayestático es, a su vez, supremamente noble. El propio hecho de ser soberano, o sea, supremo, le confiere una nobleza natural intrínseca superior a la de los cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado. Todo lo que se ha dicho anteriormente lo comprueba.

2. La familia frente al individuo, los cuerpos intermedios y el Estado

A esta altura de la exposición cabe preguntarse cuál es la relación de la familia con los varios cuerpos situados en la zona intermedia entre el individuo y el Estado, especialmente con aquellos relacionados en diversa medida con el bien común y máxime con el cuerpo que engloba a los demás, los abarca, los agrupa, los dirige y los gobierna tanto a ellos como al conjunto de la nación, esto es, el Estado, y su órgano directivo supremo que es el Gobierno del país.

Ya se ha hecho antes una referencia a la familia como uno de esos cuerpos intermedios. Conviene aquí añadir que su situación frente a ellos es muy peculiar, pues mientras estos últimos tienden a diferenciarse entre sí, la familia, por el contrario, tiende a penetrar en todos ellos. Además, ninguno de esos cuerpos está capacitado para ejercer sobre la familia una influencia igual a la que ésta puede ejercer sobre cualquiera de ellos.

a) Del individuo a la familia, de ésta a la gens y por fin a la tribu — La trayectoria para la fundación de la civitas — Nace el Estado

Por ser el estado matrimonial condición normal del hombre, es formando parte de su respectiva familia, como jefe o miembro, como el hombre se inserta en el inmenso tejido de familias que integra el cuerpo social de un país.

A la vez que por familias, dicho cuerpo social está constituido también por otros grupos intermedios, y, consecuentemente, la inserción de un individuo en uno de esos grupos constituye un modo de integrarse en ese tejido. Así ocurre, por ejemplo, con las corporaciones de artesanos y mercaderes, así como con las Universidades y también con los órganos directivos que constituyen el poder municipal, urbano o rural.

Sin embargo, si se atiende a la génesis del Estado, se verá que éste tuvo su origen, de uno u otro modo, en entidades preexistentes, cuya “materia prima” era la familia. Ésta dio origen a los grandes bloques familiares que los griegos designaban como génos y los romanos como gens, los cuales, a su vez, formaron bloques todavía mayores de tonus también aún familiar, mas cuyas correlaciones genealógicas se perdían en la noche de los tiempos y tendían a diluirse: eran, entre los griegos, las phratrias, y las curias entre los romanos. “La asociación —afirma Fustel de Coulanges [5]— continuó creciendo naturalmente y del mismo modo; muchas curias o fratrías se agruparon y formaron una tribu.”

A su vez, la conjunción de las tribus forma la ciudad —o mejor, la civitas—, y con ello el Estado. [6]

b) En el individuo y en la familia se encuentran los factores más esenciales para el bien común de los grupos intermedios, de la región y del Estado — La familia fecunda, un pequeño mundo

La experiencia demuestra que, habitualmente, la vitalidad y la unidad de una familia están en natural relación con su fecundidad.

Cuando la prole es numerosa, los hijos ven al padre y a la madre como dirigentes de una colectividad humana ponderable, tanto por el número de los que la componen como —normalmente—por los apreciables valores religiosos, morales, culturales y materiales inherentes a la célula familiar, lo que cerca a la autoridad paterna y materna con una aureola de prestigio; y, al ser los padres de algún modo un bien común de todos los hijos, es normal que ninguno de ellos pretenda absorber todas sus atenciones y afecto, instrumentalizándolos para su mero bien individual. En las familias numerosas, los celos entre hermanos encuentran un terreno poco propicio, mientras que, por el contrario, pueden nacer fácilmente en las familias con pocos hijos.

En estas últimas se establece también, en no raras ocasiones, una tensión padres-hijos como consecuencia de lo cual uno de los lados tiende a vencer al otro y a tiranizarlo. Los padres, por ejemplo, pueden abusar de su autoridad evitando la convivencia hogareña para emplear todo su tiempo disponible en las distracciones de la vida mundana, dejando a sus hijos relegados a los cuidados mercenarios de baby-sitters o dispersos en el caos de tantas guarderías turbulentas y vacías de legítima sensibilidad afectiva. También pueden tiranizarlos —es imposible no mencionarlo— mediante las diversas formas de violencia familiar, tan crueles y tan frecuentes en nuestra sociedad descristianizada.

A medida que la familia es más numerosa se va haciendo más difícil que cualquiera de esas tiranías domésticas se establezca. Los hijos perciben mejor cuánto pesan a los padres, tienden a estarles agradecidos, y a ayudarles con reverencia, a su momento, en el gobierno de los asuntos familiares.

A su vez, el considerable número de hijos da al ambiente doméstico una animación, una jovialidad efervescente, una originalidad incesantemente creativa en lo tocante a los modos de ser, de actuar, de sentir y de analizar la realidad cotidiana de dentro y de fuera de casa, que hacen de la convivencia familiar una escuela de sabiduría y experiencia, hecha toda ella de la tradición comunicada solícitamente por los padres, y de la prudente y gradual renovación añadida respetuosa y cautamente a ella por los hijos. La familia se constituye así en un pequeño mundo, al mismo tiempo abierto y cerrado a la influencia del mundo exterior, cuya cohesión proviene de todos los factores arriba mencionados y reposa principalmente en la formación religiosa y moral dada por los padres en consonancia con el párroco, así como en la convergencia armónica entre las varias herencias físicas y morales que han contribuido a modelar las personalidades de los hijos a través de sus progenitores.

c) Las familias, pequeños mundos que conviven entre sí de modo análogo a las naciones y los Estados

Ese pequeño mundo se diferencia de otros pequeños mundos análogos —es decir, de las demás familias— por notas características que recuerdan a escala menor las diferencias entre las regiones de un mismo país o entre los diversos países de una misma área de civilización.

La familia así constituida tiene habitualmente una especie de temperamento común, apetencias, tendencias y aversiones comunes, modos comunes de convivir, de reposar, de trabajar, de resolver problemas, de enfrentar adversidades y sacar provecho de circunstancias favorables. En todos esos campos, las familias numerosas cuentan con máximas de pensamiento y modo de proceder corroboradas por el ejemplo de lo que hicieron antepasados no raras veces mitificados por la nostalgia y por el paso del tiempo.

d) La familia y el mundo de las actividades profesionales o públicas — Linajes y profesiones

Ahora bien, sucede que esa grande e incomparable escuela de continuidad incesantemente enriquecida por la elaboración de nuevos aspectos modelados según una tradición admirada, respetada y querida por todos los miembros de la familia, influye mucho en la elección que los individuos hacen de sus actividades profesionales, o de las responsabilidades que quieran ejercer a favor del bien común. De ahí se sigue que haya con frecuencia linajes de profesionales provenientes del mismo tronco familiar, por donde la influencia de la familia penetra en el ámbito profesional.

Es cierto que en el consorcio así formado entre actividad profesional o pública por un lado, y familia por otro, también la primera ejerce su influencia sobre la segunda. Se establece así una simbiosis natural y altamente deseable; pero sobre todo conviene destacar que en la mayoría de las ocasiones el propio curso natural de las cosas conduce a que la influencia de la familia sobre las actividades extrínsecas a ella sea mayor que la de dichas actividades sobre ella.

En otras palabras, cuando la familia es auténticamente católica y cuenta no sólo con su natural y espontánea fuerza de cohesión, sino también con la sobrenatural influencia de la mutua caridad que proviene de la Gracia, la organización familiar alcanza las condiciones óptimas para marcar con su presencia todos o casi todos los cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado y, por fin, también al propio Estado.

e) Los linajes forman élites hasta en los grupos o ambientes profesionales más plebeyos

A partir de estas consideraciones es fácil comprender cómo la influencia bienhechora de linajes llenos de tradición y de fuerza creativa en todos los grados de la jerarquía social —desde los más modestos hasta los más altos— constituye un precioso e insustituible factor de ordenación, bien de la vida individual, bien del sector privado de la sociedad, o bien de la vida pública; y que, por la propia fuerza de la costumbre, acabe yendo a parar la dirección efectiva de los varios cuerpos privados a las manos de los linajes que se destacan como los más dotados para conocer a aquel grupo social, coordinarlo, colocar en él el lastre estabilizador de una robusta tradición, y darle el impulso vigoroso de un continuo perfeccionamiento en sus modos de ser y de actuar.

En esta perspectiva es legítimo que se forme en el ámbito de algunos de esos grupos una élite paranobiliaria, un linaje preponderante paradinastico, etc., hecho que contribuye también a dar origen en las comarcas y regiones rurales a la formación de “dinastías” locales, análogas en cierto modo a una familia dotada de majestad regia.

f) Sociedad jerárquica y, en cuanto tal, participativa — Padres regios y reyes paternales

Todo este cuadro hace ver a una nación como un conjunto de cuerpos, los cuales están constituidos a veces por cuerpos menores, y así gradualmente, hasta llegar en línea descendente al simple individuo. Siguiendo el mismo recorrido en sentido inverso, se ve claramente el carácter progresivo —y, en cuanto tal, también jerárquico— de los varios cuerpos intermedios entre el simple individuo y el más alto gobierno del Estado.

Considerando que el tejido social está constituido por toda una abundante jerarquía de individuos, familias y demás sociedades intermedias, se concluye que, desde cierto punto de vista, la propia sociedad es un conjunto de jerarquías de diversas índoles y naturalezas que coexisten, se entreayudan, se entrelazan, y por encima de las cuales se destaca únicamente, en la esfera temporal, la majestad de la sociedad perfecta, que es el Estado; y, en la espiritual —más elevada—, la majestad de la otra sociedad perfecta que es la Santa Iglesia de Dios.

Así vista, dicha sociedad de élites es altamente participativa; es decir, en ella cuerpos con peculiaridades propias comparten de arriba a abajo, de maneras diversas según su nivel social, categoría, influencia, prestigio, riqueza y poder, de tal manera que se puede decir que incluso en el más modesto hogar, el padre era antaño el rey de los hijos; y, en el ápice, el Rey era el padre de los padres. [7]

3. Orígenes históricos de la Nobleza feudal — Génesis del feudalismo

En el contexto de este cuadro, resulta más fácil ver qué es exactamente la Nobleza, es decir, la clase que —al contrario de otras, que tienen solamente rasgos de nobleza— es plenamente noble, enteramente noble; es la nobleza por excelencia.

Una palabra sobre sus orígenes históricos abreviará la explicación.

a) La clase de los propietarios se constituye como Nobleza militar y también como autoridad política

Una vez que el grandioso imperio carolingio había sido reducido a escombros, los bárbaros, normandos, húngaros y sarracenos se lanzaron sobre él en nuevas y devastadoras incursiones. Como sus pobladores, así acometidos por todos los lados, no podían resistir a tantas calamidades con el mero recurso al ya muy debilitado poder central de los reyes, se volvieron de modo muy natural hacia los respectivos propietarios de sus tierras en demanda de quien les dirigiese y gobernase en tan calamitosas circunstancias.

Accediendo a esa petición, éstos construyeron fortalezas para sí y para los suyos. El espíritu profundamente cristiano de aquel tiempo hacía que en esta designación de “suyos” no sólo estuvieran paternalmente incluidos los familiares del propietario, sino también la llamada sociedad heril, formada por los empleados domésticos y trabajado-res manuales que habitaban en sus tierras, así como por sus respectivas familias. Para todos había refugio, alimento, asistencia religiosa y mando militar en aquellas fortalezas que, con el tiempo, se fueron transformando en los altivos castillos señoriales de los que restan hoy tantos ejemplares. A veces cabían en su recinto hasta los bienes muebles y el ganado de cada una de las familias de campesinos, puestos así a salvo de la codicia de los invasores.

Castillo de Saumur. Detalle de una miniatura del “Livre des trés Riches Heures Du Duc de Bérry”.

En la reacción militar, el propietario rural y sus familiares eran los primeros combatientes. Su deber era mandar, estar en la vanguardia, en la peligrosa dirección de las ofensivas más arriesgadas, o de las defensas más obstinadas. A la condición de propietario se sumó así la de jefe militar y héroe.

Naturalmente, en los intervalos de paz todas esas circunstancias revertían en un poder político local sobre las tierras circundantes, lo que hacía del propietario un señor, un Dominus en el sentido pleno de la palabra, con funciones de legislador y juez que, en cuanto tales, le proporcionaban un trazo de unión con el Rey.

b) Participación subordinada de la clase noble en el poder real

Así pues, la clase noble se formó como una participación subordinada en el poder real.

Resumiendo lo anteriormente dicho, estaba a su cargo el bien común de orden privado —que consistía en la conservación e incremento de la agricultura y la ganadería, de las cuales vivían tanto nobles como plebeyos—, así como —por representar al Rey en aquella comarca— el bien común de orden público, más elevado, de naturaleza más universal, y por eso intrínsecamente noble.

Tenía, por fin, esta clase una cierta participación en el ejercicio del propio poder central del monarca, pues los nobles de categoría más elevada eran, en más de un caso, consejeros normales de los reyes, y nobles eran también, en su mayor parte, los Ministros de Estado, los Embajadores y los Generales, cargos indispensables para el ejercicio del gobierno supremo del país.

Es decir, había un tal nexo entre las altas funciones públicas y la condición nobiliaria que incluso cuando convenía para el bien común que fueran elevados plebeyos al ejercicio de esas funciones, éstos generalmente acababan recibiendo del rey Títulos nobiliarios que les alzaban, a ellos y muchas veces también a sus descendientes, a la condición de nobles.

El propietario, colocado por la fuerza de las circunstancias en una misión más elevada que la mera producción agrícola —esto es, la de ejercer sobre la salus publica una cierta tutela, tanto en la guerra como en la paz— se encontraba así investido con los poderes que normalmente corresponderían a un Gobierno local. De este modo ascendía ipso facto a una condición más alta, dentro de la cual le correspondía ser una especie de rey en miniatura; por lo tanto, su misión participaba intrínsecamente de la nobleza de la propia misión real.

La figura del propietario-señor noble nacía así de la espontánea realidad de los hechos.

Esa misión, al mismo tiempo privada y noble, sufrió una paulatina ampliación conforme las circunstancias iban permitiendo a la Europa cristiana —más desahogada de aprensiones y peligros externos— conocer periodos más largos de paz, y durante mucho tiempo no cesó de ampliarse.

Primeras páginas del “Libro de Armería del Reino de Navarra”

c) Se delinean las regiones — El bien común regional — El señor de la región

En efecto, bajo las nuevas circunstancias los hombres pudieron ir ensanchando sus vistas, pensamientos y actividades a campos gradualmente más vastos.

Entonces se formaron las regiones, modeladas frecuentemente por factores locales tan diversos como las características geográficas, las necesidades militares, los intercambios de intereses, la afluencia de multitudes de peregrinos a santuarios dotados de gran atracción —situados a veces en zonas distantes—, así como por la afluencia de estudiantes a las Universidades de mucha fama y de comerciantes a las ferias de mayor reputación.

Contribuyeron también a caracterizar dichas regiones las peculiares afinidades psicológicas provenientes de los más variados factores: la tradición de luchas llevadas en común contra un adversario externo, a veces durante mucho tiempo, las semejanzas de lenguaje, de costumbres, de expresiones artísticas, etc.

El bien común regional abarcaba, pues, los diversos bienes comunes más estrictamente locales. Era, por eso mismo, más alto y noble que ellos.

Las riendas de mando de ese bien común regional iban normalmente a parar a las manos de algún señor con dominios más amplios, más poderoso, más representativo del conjunto de la región y, por lo tanto, más capaz de aglutinar sus diversas partes, reuniéndolas en un todo único a efectos de guerra y de paz, sin perjuicio de las respectivas autonomías.

A ese señor regional —también él un rey en miniatura en su región, como el simple señor-propietario lo era en su comarca— le correspondía, por lo tanto, una situación y un conjunto de derechos y deberes intrínsecamente más nobles. El señor feudal antes descrito —en cuyo derecho de propiedad participaba un gran número de trabajadores manuales a través de un vínculo un tanto parecido con las actuales enfiteusis— pasaba, pues, a deberle un vasallaje análogo, aunque no idéntico, al que él, a su vez, prestaba al Rey. Así se iba formando, en la cumbre de la jerarquía social, una jerarquía nobiliaria.

d) El rey medieval

Desde luego que, en principio nada de esto existía al margen del Rey —símbolo supremo del pueblo y del país— ni contra él, sino, por el contrario, debajo suyo, bajo su égida tutelar y poder supremo, para conservar a su favor ese gran todo orgánico de regiones y localidades autónomas que era entonces una nación.

Ni en las épocas en que este despedazamiento de facto del poder real fue llevado más lejos, se replicó jamás el principio monárquico unitario. Una nostalgia de unidad real —e incluso, en muchos lugares, de la unidad imperial carolingia, que abarcaba a toda la Cristiandad— nunca cesó de existir en la Edad Media. Así pues, a medida que los reyes fueron recuperando los medios para ejercer un poder que englobara efectivamente a todo el Reino y representara su bien común, lo fueron ejerciendo.

Sepulcro de Pedro III de Aragón y II de Cataluña, llamado El Grande, en el Monasterio de Santes Creus, Tarragona.

Claro está que ese inmenso proceso de fijación, de definición y de organización a nivel local y después regional, seguido de un proceso menor de rearticulación nacional unificadora y centralizadora, no se operó sin que apareciesen aquí y allá reivindicaciones excesivas, unilateral y apasionadamente formuladas por parte de quienes representaban justas autonomías o promovían necesarias rearticulaciones, y, en general, todo esto condujo a guerras feudales que eran a veces largas y se entrelazaban con conflictos internacionales. Es este el duro tributo pagado por los hombres en razón del pecado original, de sus pecados actuales, de la molicie o complacencia con que resisten al espíritu del mal o a él se entregan.

A pesar de estos obstáculos, fue así como se modelaron la sociedad y el Estado medievales, y no se entiende el sentido profundo de la historia del feudalismo y de la Nobleza sin tomar en consideración lo que hasta aquí se ha dicho.

En realidad, los orígenes y el desarrollo del régimen feudal y de la jerarquía que lo caracteriza se dieron en los diversos Estados europeos de diferentes modos, bajo la acción de circunstancias diversas que no se aplicaron a todos ellos, pero sí a muchos. Sin embargo, se puede describir a título de ejemplo el proceso constitutivo de ese régimen como acabamos de hacerlo.

Muchos rasgos de ese cuadro se encuentran en la historia de más de un reino que no tuvo, sin embargo, un régimen feudal en el sentido pleno del término. Ejemplo significativo de ello son las dos naciones ibéricas: España y Portugal. [8]

e) El régimen feudal: ¿Factor de unión o desunión? — La experiencia del federalismo contemporáneo

Muchos historiadores ven en el feudalismo instituido en ciertas regiones de Europa y en las situaciones agrarias parafeudales formadas en otras, peligrosos factores de desunión. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que la autonomía considerada en sí misma no es necesariamente un factor de desunión.

Por ejemplo, nadie ve hoy en día factores de desunión en la autonomía de los Estados que integran las repúblicas federativas existentes en el Continente Americano sino, por el contrario, modos de relación ágiles, plásticos, fecundos, dentro de una unión entendida con inteligencia; porque regionalismo no quiere decir hostilidad entre las partes, ni entre éstas y el conjunto, sino autonomía armónica, así como riqueza de bienes espirituales y materiales, tanto en los rasgos comunes a todas las regiones como en las características peculiares de cada una de ellas.

4. El noble y la Nobleza: interacción modeladora

a) Génesis — Un proceso consuetudinario

Con la vista puesta, por un lado, en la Nobleza como se acaba de describir, tal y como fue en los siglos en que estaba plenamente en vigor en los diversos países de la Europa medieval y post medieval y, por otro, en la figura que se forman hoy en día de ella sus miembros o admiradores —sea en Europa, sea en las naciones nacidas del Descubrimiento, pobladas y organizadas por el genio de los pueblos europeos, así como por el celo misionero de la Iglesia— se nota que la Nobleza se funda, tanto hoy como antaño, en ciertos principios coherentes entre sí. Éstos componen una teoría que se ha conservado en sus líneas esenciales la misma semper et ubique, si bien que presentando notables variaciones según los tiempos y lugares.

Dicho cuerpo básico de doctrina lo vemos germinar en la mentalidad de los pueblos europeos de la alta Edad Media modelando la institución nobiliaria casi siempre por vía consuetudinaria; de modo que, históricamente hablando, esta doctrina llegó a su más amplia y lógica aplicación en el apogeo de la Edad Media, pari passu a la plena y armónica expansión del feudalismo y de sus consecuencias en el campo político, social y económico

Conviene destacar que esta elaboración teórico-consuetudinaria, de amplios horizontes y sutiles rasgos multiformes, tuvo como agentes simultáneos y armónicos, no sólo a las familias nobles, sino también al resto del cuerpo social, especialmente al Clero, Universidades y otros cuerpos intermedios. Por lo tanto, desde intelectuales, cuyo pensamiento habitaba los más altos páramos de la reflexión humana, hasta pequeños burgueses y simples trabajadores manuales intervienen en este proceso tan natural que continúa siendo en alguna medida el mismo en varios campos hasta en nuestro perturbado siglo.

b) Ejemplos en diversos campos

Así por ejemplo, el ejército alemán anterior a la I Guerra Mundial fue ampliamente modelado por la idea que de él se hacía la opinión pública, influenciada a fondo por el militarismo prusiano, y una influencia análoga llegó a “esculpir” el perfil del Kaiser Guillermo II, símbolo al mismo tiempo del ejército y de la nación.

Aunque con una nota militar menos acentuada, una afirmación semejante podría hacerse respecto a la idea que la opinión pública de otros países de la misma época se hacía de sus respectivos monarcas y fuerzas armadas, como Francisco José en Austria y Eduardo VII en Inglaterra.

Nos hemos remontado a estos ejemplos que ya forman parte de la Historia por ser —en dicha perspectiva— indiscutibles, si es que existe algo indiscutible en materias de esta naturaleza; pero para demostrar la perennidad del proceso al que aquí se alude, basta con mencionar la oleada de universal entusiasmo despertada por el antiguo y rutilante ceremonial del matrimonio entre Charles y Diana, Príncipe y Princesa de Gales.

En esa ocasión se pudo también apreciar cuánto ganó en estabilidad con dicha ceremonia el ya clásico perfil psicológico y moral que, según las viejas aspiraciones inglesas, deben tener el príncipe heredero y su esposa, así como las actualizaciones accidentales que aquel país quiere introducir en dicho perfil e, ipso facto, en la fisonomía general de la nación.

Estos ejemplos permiten, pues, ver claramente en qué consiste la fuerza consuetudinaria espontánea —creadora, conservadora o renovadora— que una nación entera, considerada en su globalidad y sin entrechoques ponderables entre diversas corrientes, puede desarrollar en su forma de modelar —en general lenta, prudente, mas renovadora— instituciones como la Nobleza.

5. La monarquía absoluta, hipertrofia de la realeza rumbo al Estado totalitario populista

El armónico resultado así alcanzado en la sociedad feudal comenzó a deshacerse con la diseminación de los principios de los legistas, [9] y también en consecuencia de otros factores. A partir de entonces, y hasta la Revolución de 1789, el Poder real fue caminando en toda Europa en el sentido de absorber cada vez más las antiguas autonomías y volverse continuamente más centralizador.

a) La monarquía absoluta absorbe los cuerpos y poderes a ella subordinados

Muy diferente de aquel sistema de élites superpuestas —nobles o no— que se podían encontrar en la Edad Media diseminadas en las más diversas naciones, era la índole de la realeza absoluta, que en casi todas las monarquías europeas fue reuniendo en las manos del Rey —el cual a su vez, se identificaba cada más con el Estado (“L’État, c’est moi, [10] es la máxima atribuida generalmente a Luis XIV)— la plenitud de poderes otrora repartidos, como ya se ha visto, entre los cuerpos intermedios.

Al contrario del soberano feudal, el monarca absoluto de la Edad Moderna tiene en torno a sí una nobleza que le acompaña noche y día, y que le sirve principalmente de elemento decorativo, sin ningún poder efectivo. De este modo, el rey absoluto se encuentra separado del resto de la nación por un foso profundo, mejor se diría por un abismo. Típicamente fueron así los soberanos franceses de la Edad Moderna, los cuales tuvieron en Luis XIV —el Rey Sol— su modelo más completo. [11]

A realizar dicho modelo en sí mismos tendían con mayor o menor afán los diversos monarcas del fin del siglo XVIII. Éstos producían al observador un primer impacto admirativo por su aparente omnipotencia, la cual sobrenadaba solamente en la superficie de la situación y no hacía sino ocultar la impotencia profunda en que se colocaban los reyes absolutos por su propio aislamiento.

b) Sólo le resta entonces apoyarse en burocracias civiles y militares — Las pesadas “muletas” de la realeza absoluta

En efecto, cada vez más desprovistos de vínculos vitales con todos los cuerpos intermedios que constituían la nación, esos monarcas ya no contaban con sus apoyos naturales, o los tenían debilitados por el estado de creciente asfixia en que el propio absolutismo real los ponía.

Incapaces de mantenerse en pie, de andar y luchar sin el sustentáculo de sus elementos constitutivos naturales —los cuerpos intermedios—, se veían obligados dichos soberanos absolutos a apoyarse en redes de burocracia cada vez mayores.

Esos organismos burocráticos eran las pesadas muletas —relucientes pero frágiles— de esa monarquía de fines del siglo XVIII. En efecto, cuanto mayor es el funcionariado, más pesa; y cuanto más pesa, más gravoso les resulta a aquellos mismos que, para estar en pie y andar, están obligados a cargar con él.

Así fue la realeza absoluta y burocrática devorando a lo largo de los tiempos al Estado paternal, familiar y orgánico. Mencionaremos a continuación algunos ejemplos históricos que ilustran cómo se dio dicho proceso en ciertos países de Europa.

c) Centralización del poder en Francia

En Francia, los grandes feudos fueron siendo reabsorbidos por la Corona, principalmente por efecto de alianzas matrimoniales entre miembros de la Casa Real y herederas de grandes unidades feudales. Al mismo tiempo, una especie de fuerza centrípeta iba aglutinando en París los principales resortes de mando e influencia del Reino. Luis XIV desarrolló esta política en todas sus consecuencias.

La última absorción de un territorio feudal efectuada por la Corona francesa —llevada a término por medio de negociaciones diplomáticas que tuvieron aún aspectos de un acuerdo de familia— tuvo por objeto el Ducado de Lorena. En el Tratado de Viena (1738) fue convenido entre Francia y Austria que Lorena pasaría a título vitalicio a Stanislao Leszczynski, Rey destronado de Polonia y padre de la Reina María Les-zczynska, esposa de Luis XV. Cuando el suegro del Rey falleciera, dicho Ducado se incorporaría automáticamente al Reino de Francia, lo que efectivamente sucedió.

• Debilidad de la aparatosa omnipotencia bonapartista

El arquetipo aparatoso y terrible de la monarquía burocrática, que nada tenía ya de paternal, fue el Estado de Bonaparte, todo él militar, financiero y administrativo.

Después de haber vencido a los austríacos en Wagram (1809), Napoleón ocupó Viena durante algunos meses. Cuando las tropas francesas se retiraron por fin y el Emperador Francisco I de Austria pudo volver a su capital, los vieneses le ofrecieron una recepción festiva a fin de consolarle de la pesada derrota y de los infortunios a que él y su país habían estado sujetos. [12] Consta que, al conocer este hecho, el déspota corso no pudo evitar exhalar un gemido: “¡Qué Monarquía tan fuerte!”, dijo, calificando así a la Monarquía de los Habsburgo, quizá la más paternal y orgánica de la Europa de aquel tiempo...

El curso de la Historia mostró cuánta razón tenía Bonaparte. Derrotado definitivamente en Waterloo tras los Cien Días, nadie en Francia pensó en ofrecerle un homenaje festivo como reparación por la inmensa tragedia que sobre él se había abatido. Por el contrario, cuando el Conde de Artois, futuro Carlos X, entró oficialmente en París, por primera vez tras la Revolución, como representante de su hermano Luis XVIII, fueron grandes los festejos llevados a cabo para celebrar a la dinastía legítima, la cual volvía del exilio sin los laureles de ninguna victoria militar; únicamente con el prestigio de un inmenso infortunio soportado con majestuosa dignidad. [13]

Después de su segunda y definitiva abdicación, aislado en su fracaso, Napoleón quedó reducido a la impotencia hasta el punto de tener que pedir asilo al Rey de Inglaterra, es decir, al jefe de uno de los Estados que más inexorablemente se le opuso; y ni siquiera la perspectiva próxima de la destrucción de su trono suscitó en sus más allegados el ánimo suficiente para hacer a su favor alguna guerrilla o revolución inspirada en el amor filial de súbditos leales para con su monarca.

De alguna guerrilla o revolución, sí, a manera de las que levantó la lealtad monárquica en la Vendée y en la Península Ibérica a favor de sus Príncipes, o de las que la fidelidad inquebrantable de los bravos campesinos del Tirol, capitaneados por Andreas Hoffer despertó contra Napoleón a favor de la Iglesia Católica y de la Casa de Austria. A estos defensores de la Fe —así como de la Corona e independencia española y portuguesa, del Trono francés y de la monarquía de los Habsburgo— les tocó derramar su sangre por dinastías en las cuales aún estaban en vigor sensibles rasgos del paternalismo de antaño. En esto, como en muchas otras cosas, eran radicalmente diferentes, tanto del despotismo duro y arrogante de Napoleón, como del sordo y medroso de su hermano José, a quien “ascendió” autoritariamente de “Rey” de Nápoles a “Rey” de España.

Con excepción de la aventura de los Cien Días, el ejército francés, por su parte, aceptó disciplinadamente la caída de Napoleón. En efecto, por más épicos y brillantes que fueran los recuerdos que le unía al Corso, no tenían la fuerza de cohesión de vínculos familiares. Napoleón no podría decir de sus ejércitos lo que afirmara la Reina Isabel de Castilla, no sin cierta amargura, sobre el leal y aguerrido pueblo portugués: el secreto de su lealtad y dedicación estaba, según ella, en que los bravos combatientes portugueses, “¡hijos son [de su rey], y no vasallos! [14]

d) La disolución del Sacro Imperio

El Sacro Imperio Romano Germánico, electivo desde su origen, pasó a ser de hecho hereditario en 1438, con Alberto II, el Ilustre, de la Casa de Austria. Desde entonces, el Colegio de los Príncipes Electores siempre designó para el Trono imperial al Jefe de esta misma Casa. Constituye una excepción, tan solo en la apariencia, la elección de Francisco de Lorena en 1745, pues éste era esposo de la heredera de dicha dinastía, la Archiduquesa María Teresa de Habsburgo. Con el matrimonio de ambos se constituyó la Casa de Habsburgo-Lorena, continuadora legítima de aquélla al frente del Sacro Imperio. [15]

Escudo Imperial con el águila bicéfala de los Habsburgos y los escudos de los países de la monarquía austro-húngara. Abajo, el Emperador Francisco José, ante su Corte, escucha un discurso del Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono, en su 60 cumpleaños de la subida al trono.

Pero el carácter fuertemente federativo del Sacro Imperio subsistió hasta su disolución en 1806 por la renuncia del Emperador Francisco II (I de Austria), presionado por Napoleón. Éste último redujo drásticamente el número de unidades soberanas del extinguido Imperio al imponer en aquel mismo año la Confederación del Rin.

La posterior Confederación Germánica (1815-1866), que tenía al Emperador de Austria como presidente hereditario, representó un papel conservador en esta andadura centrípeta; sin embargo, la victoria de Prusia en la batalla de Sadowa (3 de julio de 1866) obligó a su disolución, formándose bajo hegemonía prusiana la Confederación de Alemania del Norte, de la cual fueron excluidos Austria y otros Estados de la Alemania del Sur. Tras la derrota de Napoleón III en 1870 se convirtió en el Reich alemán, mucho más centralizado, dentro del cual sólo se reconocían como soberanos veinticinco Estados.

El impulso centrípeto no habría de parar aquí; la Anschluss de Austria y la anexión del Sudetenland al III Reich condujeron este impulso al extremo del cual resultó la II Guerra Mundial.

La anulación de estas dos conquistas centrípetas de Adolfo Hitler, así como la reciente reincorporación de Alemania Oriental al actual Estado alemán, tal vez marquen el punto final de esas sucesivas modificaciones del mapa germánico.

e) El absolutismo en la Península Ibérica

Análogo fue en Portugal y en España el curso de los acontecimientos rumbo al absolutismo real.

Con el ocaso de la Edad Media, la organización política y socioeconómica tendió gradualmente, tanto en uno como en otro Reino, hacia la centralización. Esa tendencia fue aprovechada con destreza por los respectivos monarcas con la intención de ampliar y consolidar continuamente el poder de la Corona sobre los varios cuerpos del Estado, y especialmente sobre la alta Nobleza; de modo que cuando estalló en el viejo continente la Revolución Francesa el poder de los reyes de Portugal y de España había llegado a su auge histórico. Esto no se dio, naturalmente, sin múltiples fricciones entre los monarcas y la Nobleza.

Esta tensión tuvo en Portugal episodios dramáticos y que dejaron huella tanto en el reinado de D. Juan II —con aplicación de la pena capital al Duque de Braganza y otros grandes nobles del Reino, así como la muerte del Duque de Viseu, hermano de la Reina, apuñalado en presencia del Monarca— como en el reinado de D. José I, con la ejecución pública del Duque de Aveiro y de algunas de las más destacadas figuras de la aristocracia, sobre todo de la ilustre Casa de los Távoras.

En España, dicha tendencia centralizadora —que ya se podía notar en diversos monarcas de la Casa de Trastámara y va creciendo a lo largo de los sucesivos reinados hasta llegar a su auge en el siglo XVIII, con los Reyes de la Casa de Borbón— se define completamente durante el gobierno de los Reyes Católicos. La prohibición de construir nuevos castillos, la destrucción de muchos otros, la limitación de los privilegios nobiliarios, así como la transferencia a la Corona de Castilla del señorío de las plazas marítimas, fueron algunas de las medidas iniciales tomadas por Isabel y Fernando, y tuvieron como efecto una disminución del poder de la Nobleza. Concomitantemente, los Maestrazgos de las principales Órdenes Militares fueron incorporados a la Corona.

Al final de esa evolución —aún antes de 1789— la llamada Nobleza histórica se mostraba cada vez más afecta a gravitar en torno al soberano, residía en la capital y no raras veces se hospedaba en el propio Palacio Real, de modo semejante a lo que ocurría en otros países de Europa, sobre todo en Francia, donde el Rey Sol y sus sucesores se hallaban cercados de las inigualables magnificencias del palacio de Versalles.

La vida de Corte, en la cual esa Nobleza ejercía altas funciones, le absorbía buena parte de su tiempo, y le exigía la manutención de un fastuoso tren de vida, para lo cual frecuentemente no le bastaban las rentas producidas por sus tierras patrimoniales. En consecuencia, los reyes remuneraban los cargos áulicos de buena parte de esta Nobleza; pero, aun así, no eran raros los casos en que la suma de esa remuneración y de las rentas territoriales no bastaba. En más de una Corte, resultaron de ahí endeudamientos devastadores, rotos, a veces, por medio de mésalliances con personas de la alta burguesía, o remediados por medio de subsidios concedidos por los reyes a título de favor.

• Debilitamiento de la Nobleza y del propio poder real a consecuencia del absolutismo

Después de las malhadadas invasiones napoleónicas de España (1808-1814) y Portugal (1807-1810), sus respectivos regímenes monárquicos se fueron liberalizando cada vez más. De este modo, las Coronas fueron perdiendo mucha de su influencia no sólo política sino también socio-económica. Mientras tanto, los Títulos de Nobleza que los reyes portugueses y españoles iban distribuyendo con creciente liberalidad, acabaron por incluir en esta clase —o por mera preferencia personal del Monarca, o por servicios prestados al Estado o a la sociedad en los más variados campos— a numerosas personas que no habían nacido en ella. [16]

Descontados los excesos que de vez en cuando se verificaban en la concesión de Títulos, dicha ampliación de los cuadros de la Nobleza correspondía a la necesidad de atender las exigencias equilibradas de las transformaciones socio-económicas, reconociendo el valor, tantas veces efectivo, de dichas actividades para el bien común. Sin embargo, a la hora de realizar dichas ampliaciones faltó en muchos casos criterio para discernir quién era realmente digno de ese honor, desmereciéndose así la consideración de que la Nobleza gozaba antaño. Con ello, pasaba a ser menos expresivo el premio que recibían estos o aquellos auténticos propulsores del bien común al ser introducidos en un cuerpo social como el de la Nobleza, que sólo tiene que perder con la falta de una juiciosa y discreta selección, pues Nobleza y selección son conceptos correlativos.

En España, la proclamación de la República en 1873 y en 1931, y las restauraciones monárquicas que la siguieron dieron ocasión a otras tantas supresiones y reintegraciones de los derechos y Títulos de la Nobleza, todo ello, con evidente trauma para el cuerpo nobiliario. En Portugal, tras la proclamación de la República en 1910, los Títulos nobiliarios, distinciones honoríficas y derechos de la Nobleza fueron abolidos. [17]

f) El Estado burgués superpotente y el estado comunista omnipotente

En síntesis, y también a mero título de rápida mirada retrospectiva sobre el estado actual de ese proceso centralizador, puede decirse que en el siglo XIX ya se esbozaba el Estado burgués superpotente en naciones apenas residualmente monárquicas, algunas, o ya ruidosamente republicanas, otras.

A lo largo de la belle époque, del periodo de entreguerras y de la posguerra de 1945, las Coronas fueron cayendo unas detrás de otras, y el Estado democrático superpotente fue abriendo los caminos de la Historia para el Estado proletario omnipotente.

La narración de la historia del absolutismo del Estado proletario —al mismo tiempo furioso detractor y remoto continuador del absolutismo monárquico de los siglos XVII y XVIII— y el surgimiento de la perestroika, de la glasnost y de la autogestión socialista como reacciones a su vez detractoras y continuadoras del absolutismo proletario, está claramente fuera de la temática del presente trabajo.

6. Génesis del Estado contemporáneo

a) El ocaso de las regiones — La marcha rumbo a la hipertrofia del poder real

Como ya se ha dicho en el apartado anterior, al comenzar la Edad Moderna el modelo feudal se encuentra en el inicio de un acentuado proceso de decadencia política. En efecto, el poder real va consolidándose y llegará incluso a hipertrofiarse en los siglos XVII y XVIII. Comienza a nacer así el Estado contemporáneo, basado cada vez menos en la aristocracia rural, en la autonomía y el impulso creador de las regiones, y cada vez más en órganos burocráticos, a través de los cuales se va extendiendo a todo el país la acción del Estado.

Paralelamente, las vías de comunicación, gradualmente más transitables y protegidas contra el bandidaje endémico de los siglos anteriores, favorecen intercambios de varios órdenes entre las diferentes regiones del país. Por otro lado, la expansión del comercio y el nacimiento de nuevas industrias van uniformizando el consumo.

Los regionalismos de todo tipo entran en decadencia y la formación de centros urbanos cada vez mayores va desplazando el centro de gravedad de las micro-regiones hacia las macro-regiones y de éstas para las metrópolis nacionales. La capital se va convirtiendo, como nunca, en el gran polo de atracción de las energías centrípetas de todo el territorio, así como el foco de irradiación del mando emanado de la Corona. Pari passu, la Corte atrae cada vez más a la Nobleza antño preponderantemente rural; ésta se establece alrededor del rey, el cual es el punto de partida de la dirección, o sea, de la irradiación de todo lo que se hace en el país.

b) El absolutismo real se transforma en absolutismo de Estado bajo el régimen democrático-representativo

Si se presta atención a este proceso centrípeto gradual e implacable, se verá que conserva una línea de continuidad con las formas sucesivas y cada vez más absorbentes de los tipos de Estado nacidos por fin en los siglos XIX y XX. Así pues, el Estado republicano burgués del siglo XIX fue, a pesar de sus aspectos liberal-democráticos, más centralizador que el Estado monárquico de la fase anterior. En él se dio un incontestable proceso de democratización [18] que abrió las puertas del Poder a las clases no nobles; pero estas mismas puertas fueron cerrándose gradualmente para las clases nobles, una forma bastante discutible, por cierto, de practicar la igualdad. Mientras tanto, la libertad se hacía cada vez más escasa para los ciudadanos, sobre el conjunto de los cuales iba pesando la creciente mole de legislaciones en continua expansión.

Esto desde el punto de vista del Estado.

c) La piramidalización centrípeta — La superpiramidalización — Dos ejemplos: Banco y mass-media

Para que se pueda tener un cuadro global del efectivo ocaso de las libertades en el siglo XIX es necesario considerar que también en la esfera de la iniciativa privada fue manifestándose a lo largo del mismo una tendencia a la piramidalización, es decir, al entrelazamiento de empresas o instituciones similares en bloques cada vez más amplios que absorbían a cualquier unidad autónoma que se resistiera a integrarse en la pirámide competente. Como es obvio, en el ápice de cada una de esas pirámides existían —o aún existen— grandes fortunas que controlaban a las gradualmente menores del conjunto, con lo que los propietarios de pequeñas y medianas empresas perdían buena parte de su libertad de acción ante la competencia y presiones del macrocapitalismo.

Por la propia naturaleza de las cosas, se superponían a su vez, por encima de ese conjunto de pirámides, algunas entidades dotadas de una fuerza de liderazgo aún mayor. A título de ejemplo basta citar al sistema bancario y a los mass-media.

En nuestro siglo, este proceso se ha incrementado acentuadamente gracias a los nuevos inventos, al continuo progreso de la ciencia y de la técnica.

Por otra parte, la concentración del capital particular en las manos de unos pocos propietarios de grandes fortunas puede conducirnos a otra consecuencia distinta de la disminución de libertad de los pequeños propietarios. Se trata de la posición del macro-capitalismo frente al Estado.

Efectivamente, en el mundo burgués —en apariencia, alegremente liberal-democrático; en realidad, cada vez más democrático y nivelador bajo cierto punto de vista, pero menos liberal bajo otro— ha pasado a producirse de algún modo una extraña inversión de valores. Por ejemplo, los bancos y los mass-media son normalmente propiedades privadas; pertenecen, por lo tanto, a individuos; sin embargo, esas grandes fuerzas cuentan en el mundo de hoy, en no raras ocasiones, con un poder nítidamente mayor —dicho sea de paso— que el de la Nobleza del siglo XIX, e incluso que el de la anterior a la Revolución Francesa.

Interesa principalmente señalar aquí que esas fuerzas acaban teniendo frecuentemente sobre el Estado un poder mayor que el que éste tiene sobre ellas. En efecto, los bancos y los mass-media disponen de más medios para influir a fondo en el nombramiento de los cargos electivos de la mayor parte de las democracias modernas, que los que éste tiene para intervenir en la elección de las grandes autoridades de los bancos y mass-media privados. Esto es tan notorio que en muchas ocasiones concretas aquel ha sentido que se encontraría en cierto sentido desaparejado si no asumiera él mismo el papel de gran empresa bancaria o periodística, invadiendo de esta forma la esfera privada... la cual, a su vez, había invadido la esfera estatal.

¿Convergencia? No; camino hacia el caos, mejor diríamos.

Además, en lo que se refiere a la plena libertad de acción y desarrollo, esta confrontación entre el Estado y el macro-capitalismo no trae ningún beneficio económico ni político al ciudadano común.

Basta considerar, por ejemplo, el cuadro que se presenta frecuentemente ante nosotros en los días de elecciones. Ante la mesa que preside cada colegio electoral y mantiene el orden en él, desfilan las multitudes. Entre ellas, como un ciudadano cualquiera, confundido con los demás electores, pasa el magnate de la nobleza antitética [19] del siglo XX y deposita en la urna su voto, consciente de que valdrá tanto o tan poco como el del más obscuro de los ciudadanos.

Días después, se publican los resultados del escrutinio. El magnate los comentará en su club como lo haría un ciudadano cualquiera, en todo y por todo como si hubiese contribuido al resultado en la misma medida que un votante común; pero aquellos de sus interlocutores que, al oírle, saben que de él depende, por ejemplo, una cadena de órganos de publicidad capaz de condicionar notablemente el voto de las masas amorfas y desorientadas de nuestros días, ¿podrán mantener en su fuero íntimo esa misma ilusión?

d) El capitalismo de Estado: continuación de la línea centrípeta y autoritaria anterior — Sepulcro de lo que le ha antecedido

En vista de lo anterior, ¿qué trajo de nuevo el capitalismo de Estado a los países en que fue implantado?

Por influencia, próxima en algunos casos, remota en otros, de la ideología de 1789, acentuó hasta el infinito la línea centrípeta precedente; [20] hizo del Estado un Leviatán, ante cuya omnipotencia las atribuciones de reyes y nobles de las épocas anteriores parecen pequeñas, si no corpusculares. Al absorber absolutamente todo con su fuerza de atracción devoradora, el colectivismo de Estado sepultó ipso facto, en el mismo abismo, en el mismo nada, como en una tumba, a reyes y nobles, así como, no mucho después, también a las aristocracias antitéticas [21] que habían llegado al punto culminante de su andadura histórica.

e) Un sepulcro — Dos trilogías

Pero, ¿han sido sólo esas las víctimas de la gangrena colectivista?

¡No! También lo han sido los estratos sucesivamente inferiores de la burguesía. El poder de absorción del “Leviatán” colectivista no perdonó ni a un solo hombre, ni un solo derecho individual. Hasta los más elementales de esos derechos —aquellos que no le corresponden en virtud de una ley elaborada por el Estado, sino por la fuerza del orden natural de las cosas, expresado con sabiduría y simplicidad divinas en el Decálogo— han sido invariablemente negados por el colectivismo a cada uno de los pueblos sobre los que instaló su poder, así como a cada uno de los infelices individuos que constituyen dichos pueblos. Es lo que la experiencia histórica, claramente patente ahora en el siniestro panorama desvelado tras la caída del Telón de Acero, ha hecho evidente para todo el género humano. Hasta el derecho a la vida ha sido absorbido por el Estado colectivista, negando así al hombre lo que la moda ecológica actual se esfuerza por garantizar al más frágil pajarillo, al menor y más repugnante gusano.

 

Estatua de Don Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, en Burgos, por Juan Cristóbal.

 

Así pues, los obreros, los más insignificantes siervos del Estado, han sido los más recientes ocupantes de esa tumba, cuyo epitafio podría designar globalmente a esas víctimas de anteayer, de ayer y de hoy, por medio de los tres grandes principios negados por el colectivismo:

TRADICIÓN — FAMILIA — PROPIEDAD,

cuya negación despertó la valiente y polémica contestación del mayor conjunto de entidades anticomunistas de inspiración católica del mundo moderno.

Y como, según ciertas leyendas populares, los sepulcros de las víctimas de injusticias clamorosas son sobrevolados por confusos y atormentados torbellinos de espíritus malignos, se podría imaginar, flotando sobre esa agitada, febril y ruidosa ronda otra trilogía:

MASIFICACIÓN — SERVIDUMBRE — HAMBRE.

f) ¿Qué queda hoy de la Nobleza? — La respuesta de Pío XII

Una vez extinguida la independencia administrativa de las regiones bajo el peso del totalitarismo revolucionario, y concomitantemente abolidas por el creciente igualitarismo de la Edad Contemporánea las especiales funciones y los correlativos privilegios que hacían de la Nobleza en la Edad Media, así como en el Antiguo Régimen, un cuerpo social y político definido, cabe preguntarse: ¿Qué queda hoy de ella?

A esta pregunta Pío XII responde categóricamente: “Se ha pasado una página de la Historia, se ha terminado un capítulo, se ha colocado el punto que indica el final de un pasado social y económico.” [22]

Sin embargo, de esta clase a la que nada de palpable resta, el Pontífice espera el ejercicio de una alta función para el bien común. Esta función es descrita por él con precisión y evidente complacencia en sus varias alocuciones, incluso en la de 1952 y en la subsiguiente de 1958, pronunciada poco antes de su muerte; y el pensamiento del fallecido Pontífice sobrevive claramente en las alocuciones de Juan XXIII y de Pablo VI tanto al Patriciado y a la Nobleza romana como a la Guardia Noble Pontificia.

Para comprender enteramente este delicado, sutil e importante tema, conviene volver antes que nada a nuestra exposición histórica retrospectiva, considerando el curso de los acontecimientos bajo un ángulo peculiar.

7. El perfil moral del noble medieval

En todo cuerpo social constituido por los profesionales de un mismo ramo específico, es fácil notar cuanta influencia ejerce la actividad profesional sobre la configuración de espíritu, el perfil intelectual y moral de los que la ejercen y, en consecuencia, también sobre las relaciones domésticas o sociales extrínsecas al ámbito profesional.

En la Edad Media y en el Antiguo Régimen la condición nobiliaria no podía ser equiparada estrictamente a una profesión. Desde cierto punto de vista, ser noble era un modo de ganarse la vida; pero, desde otro, era mucho más. En consecuencia, la condición nobiliaria marcaba a fondo a quien gozaba de ella, así como a toda su familia, por medio de la cual habría de ser transmitida a lo largo de los siglos a las generaciones venideras. El Título de Nobleza se incorporaba al apellido y a veces lo sustituía; el blasón de armas pasaba a ser el emblema de la familia, y la tierra sobre la cual el noble ejercía su poder adquiría en la mayoría de los casos su propio nombre, cuando no ocurría lo contrario y era el noble quien incorporaba a su Título el nombre de la tierra. [23]

a) En la guerra como en la paz, ejemplo de perfección

Dos principios esenciales definían la fisonomía del noble:

1. Para ser el hombre modelo puesto en la cumbre del feudo como la luz en el candelero, tenía antes que ser, por definición, un héroe cristiano dispuesto a todos los holocaustos a favor del bien de su rey y de su pueblo, así como el brazo temporal armado en defensa de la Fe y de la Cristiandad en las frecuentes guerras contra paganos y herejes.

2. Pero, al mismo tiempo, él y toda su familia tenían que dar a sus subordinados y pares un buen ejemplo en todo, o mejor, un ejemplo excelente. Tanto en la virtud como en la cultura, en el impecable trato social, en el buen gusto, en la decoración del hogar, en los festejos, su ejemplo debía impulsar a todo el cuerpo social para que, análogamente, cada cual mejorase también en todo.

b) El caballero cristiano — La dama cristiana

Como enseguida se verá, estos dos principios tenían un alcance práctico admirable. Durante la Edad Media fueron aplicados con autenticidad de convicciones y sentimientos religiosos, y se trazó así en la cultura europea —y después en la de todo Occidente— la fisonomía espiritual del caballero cristiano y de la dama cristiana.

A lo largo de los siglos, y a pesar de las sucesivas diluciones infligidas a su contenido por la progresiva laicización del Antiguo Régimen, los conceptos de caballero, o de caballero y dama, han designado siempre la excelencia del tipo humano, e incluso continúan designándola en nuestros días, cuando, desgraciadamente, ambos calificativos se están quedando anticuados.

Aunque la Nobleza haya perdido en Italia —hacia donde Pío XII dirigía especialmente su mirada— así como en tantos otros países, todo lo que acabamos de ver, le queda principalmente un supremo y postrero tesoro: esa excelencia del tipo humano; y ésta no puede ser conocida a fondo sin considerar cómo y por qué se formó a lo largo del proceso generador del feudalismo y de la jerarquía feudal.

 

El Marqués de Espínola recibe, de manos de Justino de Nassau, las llaves de Breda, que capitula después de una resistencia intrépida.

El admirable cuadro de Velázquez refleja toda una tradición de nobleza de alma, y de cortesía nacida de la caridad, que se expresa hasta en el rudo y humillante momento de la rendición (Velázquez, Museo del Prado, Madrid).

La Princesa Doña Juana de Austria, hermana de Felipe II. Cuadro de Cristóvão de Morais. Museo Real de Bellas Artes. Bruselas.

c) Holocausto, buenas maneras, etiqueta y protocolo — Simplificaciones y mutilaciones impuestas por el mundo burgués

Holocausto. Esta palabra merece ser subrayada, pues tenía en la vida del noble una importancia central, que se hacía sentir de algún modo hasta en la vida social, bajo la forma de un ascetismo que la marcaba a fondo. En efecto, las buenas maneras, la etiqueta y el protocolo se modelaban según padrones que exigían al noble una continua represión de todo lo que hay de vulgar, de burdo y hasta de humillante en tantos impulsos del hombre. La vida social era, bajo algunos aspectos, un sacrificio continuo que se iba haciendo más exigente a medida que la civilización progresaba y se quintaesenciaba.

La afirmación puede quizá despertar la sonrisa escéptica de no pocos lectores. Para que éstos ponderen bien lo que hay en ella de real bastará con que consideren las mitigaciones, simplificaciones y mutilaciones que el mundo burgués nacido de la Revolución Francesa viene imponiendo gradualmente a las etiquetas y ceremoniales sobrevivientes en nuestros días. Todas esas alteraciones se dirigen invariablemente a proporcionar despreocupación, comodidad y confort burgués a los magnates del arribismo, decididos a conservar cuanto les sea posible, en el seno de su opulencia recién nacida, la vulgaridad de sus anteriores condiciones de vida; así la erosión de todo buen gusto, de todas las etiquetas y bellos modales se ha venido haciendo por obediencia a un deseo de laissez-faire, de relajamiento, y por el dominio del capricho inopinado y extravagante del hippismo, el cual encontró su apogeo en 1968 en la descabellada rebelión de la Sorbona y en los movimientos jóvenes tipo punk, dark, etc., que le han seguido.

d) Diversidad armónica en la práctica de las virtudes evangélicas: En la humildad del estado religioso — En medio de las grandezas y esplendores de la sociedad temporal

Conviene describir aquí un aspecto espiritual que se destaca acentuadamente en numerosos miembros de la Nobleza.

Muchos santos, nacidos nobles, renunciaron enteramente a su condición social para practicar, en el anonadamiento terrenal del estado religioso, la perfección de la virtud. ¡Qué espléndidos han sido los ejemplos que así han dado a la Cristiandad y al mundo!

Pero otros santos, también nacidos nobles, se conservaron en las grandezas de esta tierra, realzando así a los ojos de las demás categorías sociales, con el prestigio inherente a su condición socio-política, todo lo que hay de admirable en las virtudes cristianas, y dando un buen ejemplo moral a toda la colectividad a la cabeza de la cual se encontraban. Con ello obtenían grandes beneficios no sólo para la salvación de las almas, sino también para la propia sociedad temporal. En efecto, nada hay más eficaz para el Estado y para la sociedad que tener en sus más elevados niveles a personas aureoladas con la alta y sublime respetabilidad que irradia la personalidad de los santos de la Iglesia católica.

Además, esos santos tan dignos de reverencia y admiración por su elevada condición jerárquica se hacían particularmente amables a los ojos de la multitud por practicar de modo constante y ejemplar la Caridad cristiana. Son, efectivamente, innumerables los nobles beatificados o canonizados que, sin renunciar a los honores terrenos que merecían por su origen, se destacaron por su particular amor a los desamparados, es decir, por su marcada opción preferencial por los pobres.

En este mismo solícito servicio a los necesitados, brillaron también con frecuencia aquellos nobles que prefirieron los admirables despojamientos de la vida religiosa para hacerse pobres con los pobres, y así aligerarles sus cruces de la vida terrena y preparar sus almas para el Cielo.

Hacer aquí mención de los tan numerosos nobles de uno y otro sexo que practicaron las virtudes evangélicas en medio de las grandezas y esplendores de la sociedad temporal, así como de los que las practicaron abandonando la vida secular, por amor a Dios y al prójimo, alargaría excesivamente este trabajo. [24]

e) Cómo gobernar — cómo no gobernar

Gobernar no es sólo, ni principalmente, hacer leyes, dictar sanciones para sus trasgresores y compeler a la población a que las obedezca mediante una burocracia tanto más eficaz cuanto mayor sea su alcance, y una fuerza policial tanto más coercitiva cuanto más capacitada esté para invadir e intimidar. Así se puede gobernar, en la mejor de las hipótesis, una prisión, pero no un pueblo.

Como se ha observado al inicio de este capítulo, para gobernar hombres es necesario, antes que nada, ganarse su admiración, confianza y afecto. A ese resultado no se llega sin una profunda consonancia de principios, de anhelos, de rechazos, sin un cuerpo de cultura y de tradiciones comunes a gobernados y gobernantes.

Los señores feudales alcanzaron, en general, dicha consonancia en sus respectivos territorios mediante un continuo estímulo de las poblaciones rumbo a lo excelente en todos los campos. Incluso para conseguir el consenso popular a favor de las guerras a que les llevaban las condiciones de su época, la Nobleza usó métodos persuasivos, entre los cuales el dar entero y prioritario apoyo a las predicaciones de la Jerarquía eclesiástica acerca de las circunstancias morales que podrían hacer legítima una guerra emprendida por motivos religiosos o por motivos temporales.

f) El bonum y el pulchrum de la guerra justa — Los caballeros lo sentían hasta el fondo del alma

La Nobleza hacía brillar el bonum de la guerra justa, al mismo tiempo que el pulchrum, en la fuerza de expresión del ceremonial bélico, en el esplendor de los armamentos, de los arreos de los caballos, etc. La guerra era para el noble un holocausto en pro de la glorificación de la Iglesia, de la libre difusión de la Fe, del legítimo bien común temporal; holocausto hacia el cual se ordenaba de modo análogo a como lo hacían los clérigos y religiosos con respecto a los holocaustos morales inherentes a su respectivo estado.

Los caballeros, que no siempre eran nobles, sentían hasta el fondo del alma el bonum y el pulchrum de ese holocausto, y en ese estado de espíritu partían para la guerra. La belleza con que rodeaban las exterioridades de su actividad militar estaba lejos de significar para ellos un medio de seducir y llevar consigo libremente a los hombres válidos de la plebe —para los cuales, dicho sea de paso, era desconocido el reclutamiento obligatorio, con la amplitud y duración indefinida de las movilizaciones generales de nuestros días—; pero esto no obstante producía concretamente sobre el espíritu de las poblaciones ese efecto.

Bien entendido, en aquellos siglos de Fe ardiente actuaban sobre el público, mucho más que esas brillantes apariencias, las enseñanzas de la Iglesia; y éstas no dejaban dudas sobre el hecho de que la guerra santa podía ser, más que simplemente lícita, un deber para todo el pueblo cristiano, incluidos en él tanto los nobles como los plebeyos. [25]

8. La Nobleza en nuestros días — Magnitud de su misión contemporánea

a) Substrato esencial de todas las noblezas, cualquiera que sea su nacionalidad

En vista de todo lo anterior, ¿cuál es el substrato del tipo humano característico de la Nobleza?

Para responder a esta pregunta, la erudición histórica viene acumulando datos sobre el origen de esta clase, sobre la función política, social y económica que le ha correspondido sucesivamente, bajo varias formas y en diversas medidas, a lo largo de los siglos, sobre su específica influencia en la moralidad, usos y costumbres de la sociedad, así como, por fin, sobre su acción en el ejercicio del mecenazgo en beneficio de las artes y de la cultura.

¿Qué es un noble?

Es alguien que forma parte de la Nobleza; pero esa participación implica que ha de corresponder a un determinado tipo psicológico y moral que, a su vez, modela al hombre entero; de manera que —por considerables que hayan sido las transformaciones sufridas por dicha clase a lo largo de los siglos, o las variedades que presente según las naciones— la nobleza acaba siendo siempre una. Así pues, por más que un magnate húngaro sea diferente de un grande de España, o un duque o un par de Francia posea características diversas de las de un duque del Reino Unido, de Italia, Alemania o Portugal, a los ojos del público un noble es siempre un noble, y, más específicamente, un conde es siempre un conde, un barón siempre un barón, un hidalgo o gentilhombre siempre un hidalgo o gentilhombre.

Las vicisitudes históricas por las cuales ha pasado la Nobleza han modificado de modo, por así decirlo, inconmensurable la situación de esta clase, de manera que, en nuestros días, si no pocos de sus miembros continúan en el vértice de la riqueza y del prestigio, otros se encuentran en el vórtice de la pobreza, obligados a duros y humildes trabajos para mantener su existencia, vistos incluso con sarcasmo y desdén por tantos de nuestros contemporáneos imbuidos del espíritu igualitario y burgués difundido por la Revolución Francesa, cuando no despojados de sus bienes, pisoteados y reducidos a una condición proletaria por los regímenes comunistas de cuya dominación despótica no hayan conseguido escapar a tiempo.

b) La Nobleza: un modelo de excelencia — Impulso hacia todas las formas de elevación y perfección [26]

Privada de todo poder político en las repúblicas contemporáneas, y contando únicamente con vestigios de él en las monarquías; teniendo en el mundo de las finanzas una representación escasa, cuando la tiene; desempeñando en la Diplomacia, así como en el mundo de la cultura y del mecenazgo un papel casi siempre menos patente que el de la burguesía, la Nobleza de hoy no es en la mayor parte de los casos sino un residuo; un residuo precioso que representa a la tradición y consiste esencialmente en un tipo humano.

A este tipo humano, ¿cómo podemos definirlo?

El curso de los hechos nos ha llevado a que la Nobleza haya venido constituyendo durante siglos —e incluso en nuestra sociedad intoxicada de igualitarismo, vulgaridad y corrupción moral— un modelo de excelencia para la edificación de todos los hombres y, en cierto sentido, para que reciban un merecido realce todas las cosas excelentes dignas de ello, pues cuanto más se dice de un objeto que es noble, aristocrático, más se acentúa que es excelente en su género.

Aún en las primeras décadas de este siglo, dominaba en la sociedad temporal, al menos en sus líneas generales, la tendencia a siempre mejorar, en los más variados campos y bajo los más diversos puntos de vista; esta afirmación, sin embargo, debería ser muy matizada al tratar de la religiosidad y de la moralidad pública o privada.

Hoy en día, por el contrario, es imposible esconder que una tendencia omnímoda hacia la vulgaridad, la extravagancia delirante, y en muchas ocasiones hacia el brutal y descarado triunfo de lo obsceno y hediondo va ganando terreno. En este sentido, la revolución de la Sorbona de 1968 fue una detonación de alcance universal que puso en acentuado movimiento los malos gérmenes desde hace tanto tiempo incubados en el mundo contemporáneo. Se puede decir que el conjunto de esos fenómenos trae consigo una acentuadísima marca de proletarización, tomado dicho término en su sentido más peyorativo.

Sin embargo, el viejo impulso hacia todas las formas de elevación y perfección nacido en la Edad Media y desarrollado desde ciertos puntos de vista en los siglos sucesivos no por ello ha muerto; por el contrario, frena en alguna medida la velocidad de expansión de su opuesto, e incluso consigue en varios ambientes una tal o cual preponderancia.

En el pasado fue misión de la Nobleza en cuanto clase social cultivar, alimentar y difundir ese impulso de todas las clases hacia lo alto. El noble estaba vuelto por excelencia hacia esa misión en la esfera temporal, como el Clero en la espiritual.

Símbolo de ese impulso, personificación suya, libro vivo en el cual toda la sociedad podía “leer” todo lo que nuestros mayores, ávidos de elevación en todos los sentidos, anhelaban e iban realizando: así era el noble.

Así era él, sí; y ese precioso impulso es quizás lo mejor de lo que conserva de todo lo que fue. Hombres de nuestros días se vuelven en número creciente hacia él indagando con muda ansiedad si sabrá conservarlo, e incluso ampliarlo valientemente, para salvar al mundo del caos y de las catástrofes en que se va hundiendo.

Si el noble del siglo XX se mantiene consciente de esta misión y, animado por la Fe y por el amor a una tradición bien entendida, hace todo lo posible para cumplirla, alcanzará una victoria de grandeza que no será menor que la de sus antepasados cuando contuvieron a los bárbaros, repelieron para más allá del Mediterráneo al Islam y, bajo el mando de Godofredo de Bouillon, derribaron las puertas de Jerusalén.

c) El punto de máxima insistencia de Pío XII

Como se ha visto, de todo lo que antaño la Nobleza fue o tuvo, le ha quedado “solamente” esa excelencia multiforme junto con un conjunto residual de medios, los indispensables para que, en la mayor parte de los casos, no decaiga a una situación específicamente proletaria o proletarizante.

Solamente”, se ha dicho; y realmente, ¡qué poco es eso en relación a lo que eran y tenían los nobles! Pero, ¡cuán mejor es esto que la vulgaridad burda y jactanciosa de tantos otros de nuestros contemporáneos!

De hecho, en las vulgares y adineradas corrupciones no raras de la jet set; en las extravagancias de más de uno de los millonarios que aún existen; en los egoísmos, en las comodidades desenfrenadas y en los excesos de precaución sanchopancescos de ciertos burgueses medianos o incluso pequeños, ¡cuántos fallos y lagunas hay, si se les compara con lo que aún resta de excelencia en las verdaderas aristocracias!

Ahí se encuentra el punto de máxima insistencia de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana. El Pontífice muestra a los eminentes partícipes de esa categoría, y en ellos al mundo entero, que esta excelsa característica de la Nobleza le confiere un lugar inconfundible entre las clases dirigentes que van emergiendo de las nuevas condiciones de vida; lugar de notoria importancia religiosa, moral y también cultural, que hace de ella un precioso valladar ante la torrencial decadencia del mundo contemporáneo.

d) La Nobleza: fermento, y no mero polvo del pasado — Misión sacerdotal de la Nobleza para elevar, purificar y pacificar al mundo

Ya Benedicto XV (1914-1922), en su alocución de 5 de enero de 1920, proferida poco después de haber terminado la I Guerra Mundial, al dirigir al Patriciado y a la Nobleza Romana palabras de ardiente elogio a la conducta dedicada y heroica que mantuvieron en los días dramáticos del conflicto, hizo ver toda la importancia de la misión que se abría para ellos en el subsiguiente periodo de paz.

En aquella ocasión hizo mención el Pontífice a “otro sacerdocio semejante al sacerdocio de la Iglesia: el de la Nobleza.” Con esas palabras no se refiere únicamente al buen ejemplo dado en concreto por el Patriciado y por la Nobleza romana durante la guerra, sino que se eleva a un plano más alto que el de una encomiástica narración histórica para afirmar que hay algo de sacerdotal en lo intrínseco de la misión de la Nobleza. Este elogio de la Nobleza en cuanto tal no podía ser mayor, sobre todo en los labios de un Papa.

El Papa Benedicto XV, al término de la I Guerra Mundial, elogió con ardor la conducta dedicada y heroica del Patriciado y de la Nobleza romana, en los días dramáticos del conflicto, haciendo mención a “un otro sacerdocio semejante al sacerdocio de la Iglesia: el de la nobleza”.

Es verdad que el Pontífice no tiene la intención de equiparar la condición de noble a la de sacerdote; no afirma la identidad entre una y otra misión, sino tan sólo una notable semejanza, y desarrolla este principio con citas de San Pablo, como más abajo se verá; pero para dar todo el relieve a la autenticidad de los deberes del noble en el campo de la Fe y de la moralidad, sus enseñanzas se revisten de una impresionante fuerza de expresión:

“Junto al regale Sacerdotium de Cristo, vosotros, oh nobles, habéis sido elevados a la condición de genus electum de la sociedad; y vuestra actuación ha sido la que, por encima de cualquier otra, más se ha asemejado a la del Clero y ha emulado su obra. Mientras el sacerdote, con su palabra, con su ejemplo, con su valor, con las promesas de Cristo, asistía, sostenía y confortaba, la Nobleza cumplía también su deber en los campos de batalla, en las ambulancias, en las ciudades, en los campos; y, combatiendo, asistiendo, prodigándose o muriendo, entre viejos y jóvenes, entre hombres y mujeres, mantenía la fidelidad a las tradiciones de las glorias pasadas y a las obligaciones que su condición impone.

“Por lo tanto, si grato Nos resulta el elogio hecho a los sacerdotes de nuestra Iglesia por la obra realizada en el doloroso periodo de la guerra, es cosa justa que Nos rindamos también la debida alabanza al sacerdocio de la Nobleza. Uno y otro sacerdocio son ministros del Papa porque en horas tristísimas han interpretado bien sus sentimientos.”

Benedicto XV pasa a hablar a continuación sobre los deberes de la Nobleza en el período de paz que entonces se abría:

“¡Y cómo no habremos Nos de decir que el sacerdocio de la Nobleza —por ser aquel que proseguirá sus obras beneméritas también en tiempo de paz— será visto por Nos con particular benevolencia! ¡Ah, del ardor del celo desplegado en días nefastos, deducimos con complacencia la constancia de propósitos con que los Patricios y los Nobles de Roma continuarán realizando en horas más felices las santas empresas con que se alimenta el sacerdocio de la Nobleza!

“El Apóstol San Pablo amonestaba a los nobles de su tiempo para que fueran o volvieran a ser como su condición lo exigía. Sin embargo, no satisfecho con haberles dicho que debían ser modelo en el obrar, en la doctrina, en la pureza de costumbres, en la gravedad [de su conducta], —’in ómnibus te ipsum praebe exemplum bonorum operum in doctrina, in integritate, in gravitate’ (Tit. II, 7)— San Pablo consideraba más directamente a los nobles cuando recomendaba a su discípulo Timoteo que amonestara a los ricos (‘divitibus huius saeculi praecipe’) para que hicieran el bien y se enriquecieran de buenas obras (‘bene agere, divites fieri in bonis operibus’) (I Ti. VI, 17).

“Se puede afirmar con razón que estas advertencias del Apóstol convienen también admirablemente a los nobles de nuestra época. Cuanto más elevada es, amadísimos hijos, vuestra condición social, tanta mayor obligación tenéis de caminar delante de los demás con la luz del buen ejemplo (‘in ómnibus te ipsum praebe exemplum bonorum operum’).”

Pero —podrá decir algún lector— ¿también en días tan diferentes como los nuestros corresponden a la Nobleza esos deberes? ¿No sería más objetivo decir que hoy en día obligan a los nobles tanto como a cualquier otro ciudadano? La doctrina de Benedicto XV afirma precisamente lo contrario.

“Siempre —prosigue— ha apremiado a los nobles el deber de facilitar la enseñanza de la verdad (‘in doctrina’); pero hoy —cuando la confusión de las ideas, compañera de las revoluciones de los pueblos, ha hecho perder en tantos lugares y a tantas personas las verdaderas nociones de derecho, justicia y caridad, de religión y de patria— ha aumentado aún más la obligación que tienen los nobles de empeñarse en reintegrar al patrimonio intelectual de los pueblos aquellas santas nociones que nos deben dirigir en las actividades cotidianas. Siempre ha apremiado a los nobles el deber de no admitir nada indecoroso en sus palabras o actos, para que su ligereza no sea para sus subalternos incitación al vicio (‘in integritate, in gravitate’); pero, ¡qué duro y grave se ha vuelto hoy este deber por la malicia de nuestra época! Por eso, no sólo los caballeros, sino también las señoras, están obligados a unirse fuertemente en santa liga contra las exageraciones y torpezas de la moda, alejando de sí y no tolerando en los demás aquello que las leyes de la modestia cristiana no consienten.

“Y para que los Patricios y Nobles de Roma lleguen a realizar aquello que hemos dicho que San Pablo había recomendado más directamente a los nobles de su tiempo (...) a Nos basta con que continúen modelándose durante la paz según aquel espíritu de caridad del cual han dado hermosas pruebas durante la guerra. (...)

“Vuestra nobleza no será, pues, considerada como una inútil supervivencia de tiempos ensombrecidos, sino como levadura reservada para resucitar a la sociedad corrompida; será faro de luz, sal de preservación, guía de los extraviados; será inmortal no sólo en esta tierra, donde todo —hasta la gloria de las más ilustres dinastías— se marchita y entra en ocaso, sino también en el Cielo, donde todo vive y se deifica con el Autor de todas las cosas nobles y bellas.”

Y al final de la alocución, al impartir la Bendición Apostólica, el Pontífice manifiesta el deseo “de que todos cooperen, con el sacerdocio propio de su clase, a la elevación, purificación y pacificación del mundo y, haciendo el bien a los demás, aseguren también para sí la entrada al Reino de la Vida Eterna: ‘Ut aprehendat veram vitam!’” [27]

e) Admiradores de la Nobleza en los días que corren

De hecho —conviene repetirlo— aun cuando despreciado y odiado, el noble que sepa conservarse digno de sus antepasados es siempre un noble, objeto especial de consideración —y no raras veces, también de cortesías— por parte de quienes tratan con él.

Ejemplo de esta atención que la Nobleza despierta es el hecho de que haya en todas las sociedades, aun en los días que corren —y en ellos más que en las décadas anteriores—, admiradores de la Nobleza que le dedican un respeto admirativo, un interés emocionado y casi se podría decir romántico. La mención de hechos que son síntoma de la presencia gradualmente más señalada en nuestros días de ese compacto filón de quienes consagran tal admiración por la Nobleza sería interminable.

Dos de estos hechos hablan por sí. Uno de ellos —ya citado— es el entusiasmo jubiloso y admirativo con el cual multitudes que sería imposible calcular con precisión siguieron por televisión en todo el mundo la ceremonia matrimonial del Príncipe de Gales con la Princesa Diana; otro es el crecimiento constante de la revista parisiense “Point de Vue — Images du Monde”, que dedica especial atención a lo que ocurre en los segmentos aristocráticos de la población de todos los países, sean monarquías o repúblicas. La tirada de “Point de Vue”, que en 1956 era del orden de 180.000 ejemplares, llegó a alcanzar en 1991 los 515.000. [28]

f) Nobleza: tesis y antítesis

Con respecto a las élites adineradas que en vez de procurar cultivar cualidades adecuadas a su elevada condición económica, se jactan de permanecer en la vulgaridad de sus hábitos y modos de ser, juzgamos conveniente hacer algunas consideraciones.

La tendencia a permanecer en los descendientes del propietario es inherente a la propiedad individual. A ello conduce con todas sus fuerzas la institución de la familia. Así pues, se han constituido, a menudo, linajes y hasta “dinastías” comerciales, industriales o publicitarias, cada una de las cuales puede ejercer sobre el curso de los acontecimientos políticos un poder incomparablemente mayor que el de los simples electores... sin que todos los ciudadanos dejen de ser iguales ante la ley.

¿Constituyen esos linajes una nueva Nobleza?

Desde el punto de vista meramente funcional, tal vez se pudiera decir que sí; pero ese punto de vista no es el único y ni siquiera es necesariamente el principal. Esa nueva “Nobleza”, considerada no en teoría, sino en concreto, frecuentemente no es ni puede ser una Nobleza, antes que nada porque gran parte de sus miembros no quieren serlo. En efecto, los prejuicios igualitarios que tantos de esos linajes cultivan y ostentan desde sus orígenes les llevan a diferenciarse cada vez más de la antigua Nobleza, a hacerse insensibles a su prestigio, a subestimarla en algunas ocasiones a los ojos de la multitud. Para ello, no se sirve esta nueva “Nobleza” de una obligada supresión de las características que diferencian a la antigua Nobleza de la masa, sino de la ostentación de una característica instrumentada para cultivar una popularidad demagógica: la vulgaridad.

Mientras la Nobleza antigua era y quería ser una selección, esta su antítesis actual se jacta con cierta frecuencia precisamente de no diferenciarse de la masa, de camuflarse con los modos de ser y hábitos de ésta para huir de la venganza del espíritu igualitario demagógico, en general mantenido hasta la exacerbación... por los propios mass-media, cuyos dirigentes y responsables máximos tantas veces pertenecen, paradójicamente, a esa misma “Nobleza” antitética.

En otros términos, por el orden natural de las cosas, es propio de la Nobleza formar con el pueblo un conjunto orgánico, como la cabeza con el cuerpo; y es característica de esta nobleza antitética una tendencia a evitar en lo posible esa diferenciación vital, tratando, por el contrario —al menos en la apariencia—, de integrarse en el gran conjunto amorfo y sin vida que es la masa. [29]

Sería exagerado afirmar que son así todos los plutócratas contemporáneos; pero, así lo son sin lugar a dudas, un gran número de ellos, frecuentemente los más ricos, a los cuales un observador atento no negará, por cierto, que son particularmente notables por su dinamismo, su poder y por lo arquetípico de sus características.

9. El florecimiento de élites análogas — ¿Formas contemporáneas de Nobleza?

Al hablar de la sociedad burguesa, de la vida burguesa y sus peculiaridades, no se ha tenido la intención de incluir a aquellas familias de dicha clase en cuya atmósfera interior se ha venido constituyendo a lo largo de las generaciones una genuina tradición familiar, rica en valores morales, culturales y sociales. Dichas familias, al contrario que la nobleza antitética, forman, por su fidelidad a la tradición del pasado y el empeño en perfeccionarse continuamente, verdaderas élites.

En una organización social abierta a todo aquello que la enriquece con verdaderos valores, esas familias que se van convirtiendo paulatinamente en una clase aristocratizada acaban por fundirse gradual y suavemente en la aristocracia; o bien, por la fuerza de las costumbres, constituyen pari passu, al lado de la propiamente dicha ya existente, una nueva aristocracia con peculiaridades específicas. A quien está al mismo tiempo en la cumbre del poder político y de la influencia social —como ocurre con los monarcas— le corresponde presidir de manera acogedora, comedida y llena de tacto dicho perfeccionamiento altamente respetable de la estructura político-social, más auscultando las ansias que marcan el rumbo de las sanas transformaciones sociales y definen las aspiraciones de la sociedad orgánica, que trazando geométricamente el camino a golpe de decretos.

En esta perspectiva, la existencia de las élites aristocráticas, en lugar de excluir celosamente, mezquinamente, el florecimiento pleno de otras élites sirve, por el contrario, a estas últimas de padrón para fecundas analogías y de estímulo para fraternales perfeccionamientos.

El sentido peyorativo de la palabra burguesía lo merecen los sectores de esa categoría social que, despreocupados de formar tradiciones familiares propias, así como de prolongarlas y perfeccionarlas a lo largo de las generaciones, se empeñan tan sólo en galopar rumbo a la más descabellada modernidad, por lo que, aun cuando cuenten en su pasado con algunas generaciones de opulencia o de simple desahogo constituyen sin embargo una especie de capa de arribistas... ¡en un estado de permanente mutación causado por la determinación autofágica de no mejorar sus hábitos a lo largo de las generaciones!

En España, la condición de intelectual abría las puertas para ascender a la Nobleza. El Código de las Siete Partidas, de Alfonso X, El Sabio (1252-1284), concedía —entre otros privilegios, a las personas que se dedicaban a los menesteres de la cultura— el título de Conde a los maestros de jurisprudencia que ejercían el cargo durante más de veinte años. En la foto, la Universidad de Salamanca.

a) Tema del que los Pontífices no llegaron a tratar: ¿No habrá formas “actualizadas” de reconocer oficialmente a la Nobleza?

Las consideraciones precedentes nos conducen así a un aspecto de la presente problemática del que ni Pío XII, ni sus antecesores y sucesores llegaron a tratar, tal vez por razones prudenciales.

Como se ha expuesto a lo largo de los capítulos de esta obra, Pío XII atribuye a la Nobleza de nuestros días un importante papel. En vista de locual, el Pontífice desea conservarla como una de las clases dirigentes del mundo actual; y para eso abre sus ojos para lo que aún le resta, para el uso que debe hacer de ese medio residual de supervivencia y de acción, con el fin de que no sólo defienda con éxito su actual posición, sino que quizá recupere para sí un más amplio lugar al sol en los más altos parajes del organismo social contemporáneo.

Pero la función que así queda reconocida a la Nobleza es de tal importancia que normalmente no le bastará con contar con el exiguo, y por cierto tan controvertido, residuo de lo que tuvo.

Se podrían imaginar los medios para irle ampliando gradualmente la base de acción. ¿De qué modo sería deseable hacerlo? ¿Hasta qué punto ese deseable sería viable en las condiciones actuales? ¿Por qué no pensar, por ejemplo, en una sociedad que proporcione a la Nobleza ampliamente —aunque bajo formas eventualmente “actualizadas” y que no consistan tan sólo en la propiedad inmobiliaria urbana o sobre todo rural— las bases necesarias para su existencia y para la plenitud de su acción bienhechora? Por ejemplo, ¿por qué no reconocerla oficialmente, en cuanto portadora de un factor tan precioso como la tradición, como uno de los consejeros particularmente escuchados y respetados por quienes tienen en sus manos los resortes de la dirección del mundo de hoy?

No se puede excluir la hipótesis de que haya pensado en esto maduramente el Papa Pío XII, si bien que, por razones prudenciales, no haya llegado a exteriorizar las conclusiones a que haya llegado eventualmente con su pensamiento.

Habiendo analizado con tan solícita atención los problemas contemporáneos de la Nobleza, habría sido normal que Pío XII hubiera considerado lo que sigue.

b) Noblezas auténticas, aunque de brillo menor — Ejemplos históricos

Con el tiempo, especialmente a partir de finales de la Edad Media, al lado de la Nobleza por excelencia, guerrera, señorial y rural, se fueron constituyendo noblezas también auténticas, pero de un brillo menor. Ejemplos no faltan en los diversos países europeos.

Así pues, en España, la investidura de determinados cargos civiles, militares o de cultura, e incluso el ejercicio de ciertas formas de comercio e industria particularmente útiles para el Estado confería ipso facto la Nobleza a título personal y vitalicio, o bien a título también hereditario. [30]

En Portugal, la condición de intelectual abría las puertas para la categoría de noble. Lo era a título personal y vitalicio, aunque no hereditario, todo aquel que se licenciaba en Teología, Filosofía, Derecho, Medicina o Matemáticas en la famosa Universidad de Coimbra; pero si, de padre a hijo, tres generaciones se diplomaban en Coimbra en estas materias, pasaban a ser nobles por vía hereditaria todos sus descendientes aunque éstos, por su parte, no cursasen estudios en la referida Universidad. [31]

En Francia, además de la nobleza togada —noblesse de robe—, que se reclutaba entre la magistratura, era de destacar la pequeña nobleza de campanario o, más correctamente, noblesse de cloche, esto es, de campana. Este nombre se refiere a la utilizada por el municipio para convocar a los vecinos. La noblesse de cloche estaba habitualmente formada por familias de burgueses que se habían destacado al servicio del bien común en las colectividades humanas de tamaño menor. [32]

c) Nuevos-ricos—nuevos-nobles

Estos ennoblecimientos no se daban, por cierto, sin suscitar problemas dignos de atención, que se dejan ver con especial claridad en determinadas situaciones.

Por ejemplo, el Rey de España Carlos III (1759-1788), considerando el brote industrial que comenzaba a despertar en otras naciones del continente europeo y el nocivo descompás en que se encontraba España en este campo, decidió, mediante la Real Cédula de 18 de Marzo de 1783, estimular fuertemente la aparición de industrias en su reino. Para ello adoptó, entre otras medidas, la de elevar como que automáticamente a la condición de nobles a aquellos de sus súbditos que, con provecho para el bien común, invirtiesen con éxito capitales y esfuerzos en fundar industrias nuevas o desarrollar las ya existentes. [33]

La resolución del Monarca atrajo al campo industrial a numerosos candidatos a la Nobleza. Ahora bien, como se ha visto en el apartado anterior, la autenticidad de la condición de noble no consiste únicamente en el uso de un título conferido por Decreto Real, sino también y especialmente en la posesión de lo que se podría llamar el perfil moral característico de la clase aristocrática. Sin embargo, es comprensible que ciertos nuevos-ricos ascendidos por la Real Cédula a nuevos-nobles, tuviesen especial dificultad en adquirirlo pues, como se sabe, dicho perfil sólo se obtiene por medio de una larga tradición familiar, que habitualmente le falta tanto al nuevo-rico como al nuevo-noble, y de la cual se pueden encontrar, no obstante, importantes rasgos en élites burguesas tradicionales menos ricas.

La inyección de esa sangre nueva en la Nobleza tradicional podría proporcionarle en ciertos casos un suplemento de vitalidad y creatividad. No obstante, también podría traer consigo el riesgo de añadirle rasgos de vulgaridad y de cierto arribismo desdeñoso de viejas tradiciones con evidente perjuicio para la integridad y coherencia del perfil del noble. Era la propia autenticidad de la Nobleza, por su identidad consigo misma, la que podría así resultar perjudicada.

Hechos análogos sucedieron en más de un país de Europa, a consecuencia de situaciones también análogas; pero sus efectos estuvieron en general limitados por diversos factores.

Antes que nada, en el ambiente general de la sociedad europea de entonces aún había una profunda impregnación de aristocracia, y el nuevo-noble—nuevo-rico se sentía a disgusto en la condición social a que ingresaba si no se empeñara en asimilar, por lo menos en buena medida, su perfil y sus maneras. Las puertas de muchos salones difícilmente se le abrían de par en par, con lo que se ejercía sobre él una presión para aristocratizarle que era reforzada, a su vez, por la actitud del pueblo llano, que sentía lo risible de la situación de un conde o de un marqués de reciente fábrica, y lo dejaba entender por medio de bromas incómodas a los oídos de quien era de ellas desdichado blanco. De ahí que el recién-noble, lejos de embestir contra las peculiaridades de un ambiente con respecto al cual era heterogéneo, hiciera en general todo lo posible para adaptarse a él y, sobre todo, para proporcionar a su progenie una educación genuinamente aristocrática.

Las mencionadas circunstancias facilitaron la absorción de estos elementos nuevos por parte de la Nobleza antigua, de modo que, al cabo de una o más generaciones, desaparecieron las diferencias entre los nobles tradicionales y los nuevos-nobles: es que éstos iban dejando de ser “nuevos”, por el propio efecto del paulatino transcurrir del tiempo, y el matrimonio de jóvenes nobles, titulares de nombres históricos, con hijas o nietas de nuevos-ricos—nuevos-nobles servía a muchos de ellos como medio para evitar la decadencia económica y de conferir nuevo brillo a su respectivo blasón.

Algo de todo esto aún ocurre hoy en día. No obstante, debido al tono fuertemente igualitario de la sociedad moderna y a otros factores expuestos en diversas partes de este libro, un ennoblecimiento automático o casi automático, de la misma manera que el instituido por el Rey Carlos III, lo que haría sería desvirtuar a la Nobleza mucho más que servirla, pues los nuevos-ricos se muestran cada vez menos celosos en ser nuevos-nobles.

d) En el cuadro de las formas políticas actuales, ¿no habría medios de constituir nuevas modalidades de Nobleza?

La pregunta, sin embargo, continúa en pie: ¿No habría hoy en día algún medio de constituir también en la sociedad contemporánea nuevas noblezas —con grados jerárquicos y modalidades diversas, correspondientes a funciones a su vez diferentes— siempre que tuviesen por objetivo todas ellas alcanzar algún determinado grado dentro de aquella plenitud de excelencias ligadas a la continuidad hereditaria que caracterizan a la Nobleza aún hoy reconocida como tal?

Por otra parte, ¿dentro del cuadro de las formas políticas actuales, qué medios habría para abrir una vía de acceso a esas nuevas modalidades de Nobleza, independiente de la sucesión hereditaria, para aquellas personas que hayan prestado excelentes servicios al bien común sea por su rutilante talento, sea por el fulgor de su destacada personalidad, sea por su heroica abnegación y caballeresca valentía, sea, por fin, por su relevante capacidad de acción?

Tanto en la Edad Media como en el Antiguo Régimen hubo siempre lugar en las filas de la Nobleza para recibir a personas que, pese a haber nacido en la más humilde plebe, diesen pruebas inconcusas de poseer en grado heroico o excelente atributos semejantes. En ese caso se encontraban los combatientes que se destacaban en la guerra por su valor o su competencia táctica.

e) Un nuevo grado jerárquico en la escala social

El horizonte ampliado por estas reflexiones hace un tanto más maleable que otrora la distinción entre Nobleza y burguesía, dando lugar a un tertium genus, calificado también como Nobleza; pero una Nobleza diminutae rationis, como lo fueron otrora la Nobleza Togada y la Nobleza de Campanario.

Una pregunta, sin embargo, cabe aquí. Se refiere al uso de la palabra nobleza.

Así como la fecunda vitalidad del cuerpo social de un país puede dar origen a noblezas nuevas, puede también suscitar la formación de nuevos estratos en las clases sociales inferiores. Así va ocurriendo, por ejemplo, en el mundo del trabajo manual, en el cual ciertas técnicas modernas exigen a veces la utilización de una mano de obra tan altamente especializada y tan cargada de responsabilidades, que constituye una especie de tercer género entre el intelectual y el trabajador manual.

Este cuadro coloca al lector ante todo un florecimiento de situaciones nuevas, ante las cuales sólo con mucho tacto y con las inteligentes lentitudes inherentes a las sociedades orgánicas será posible estructurar con firmeza de principios, justicia y objetividad, nuevos niveles de jerarquía social.

Considerando todas estas cosas, nos preguntamos: en función de ese atrayente trabajo jerarquizador ¿qué es lo que el curso de los hechos pide a los hombres idóneos del mundo contemporáneo? ¿Cuál es la posición exacta indicada por la palabra noble? Es decir, para que un nuevo grado de la escala social merezca ser calificado como noble, ¿qué características debe tener? ¿Cuáles son las que vedan el acceso a esta ilustre calificación?

La pregunta engloba tantas situaciones complejas y en estado de continua evolución que no es posible darle por ahora una respuesta perentoria y sencilla. Esto es especialmente verdadero si se toma en consideración que la solución de problemas de esa naturaleza es dada muchas veces con más acierto por la acción conjugada de los hombres de pensamiento y la acertada evolución consuetudinaria de la sociedad, que únicamente por las lucubraciones de meros teorizadores, tecnócratas, etc.

No se pretende aquí sino rozar ligeramente en esta interesante cuestión. Conviene decir, sin embargo, que la calificación de noble sólo puede ser aplicada a categorías sociales que conserven significativas analogías con el patrón originario y arquetípico de la Nobleza surgida en la Edad Media, pues éste continúa siendo también en nuestros días el patrón de la verdadera Nobleza.

Así, el nexo particularmente vigoroso y próximo entre la finalidad de una clase social y el bien común regional o nacional; la disposición característica de sus miembros para un desprendido holocausto de derechos e intereses a favor de ese bien común; la auténtica excelencia con que sus componentes realizan sus actividades habituales; la consecuente y ejemplar elevación del patrón humano, moral y social de sus miembros; un correlativo tenor de vida proporcionado por la especial consideración con la que el trato social corriente les agradece dicha dedicación al bien común; y, por fin, las condiciones económicas suficientes para conceder adecuado realce a todo el conjunto de esta situación; todo ello, en fin, constituye una serie de factores cuya feliz convergencia propicia la formación de nuevas modalidades de Nobleza. [34]

f) Esperanza de que el camino trazado por Pío XII no sea olvidado

Estas reflexiones, suscitadas por el estudio atento de las alocuciones de Pío XII aquí comentadas, expresan esperanzas; esperanzas, sí, de que el camino trazado por el Pontífice no sea olvidado ni subestimado por la Nobleza, así como por las auténticas élites sociales no específicamente nobles, pero de situación comparable a la suya que existen no sólo en Europa sino también en las tres Américas, en Australia y en otros lugares.

Sean pues, de esperanza, y no sólo de explicable nostalgia, las palabras finales de este capítulo.

 


NOTAS

 

[1] Cfr. apartado 2 de este mismo capítulo.

[2] La expresión “se destaca” indica aquí una preeminencia que existe en provecho de quienes constituyen los órdenes sucesivamente interiores.

El Estado se encuentra encima de toda esa estructura social, bien a la manera de un tejado, que pesa sobre las paredes de un edificio, pero al mismo tiempo las protege de la destructora intemperie, bien como la torre de un santuario que descuella sobre el conjunto de edificios en que está enclavada, aumentando su belleza, sirviendo de nexo entre lo que es terrenal y lo que es celestial, encantando, entusiasmando y elevando a altas cumbres el espíritu de aquellos sobre quienes se destaca.

Como el tejado o la torre, el poder estatal ha de tener toda la estabilidad necesaria. Esta debe conjugarse, sin embargo, con toda la ligereza posible: un kilo menos de lo indispensable puede acarrearle la ruina; un kilo de más puede comunicar a la estructura un aspecto opresivo y falto de gracia, sobre el bien de cada uno de los grupos que la constituyen como, a su vez, el bien de cada uno de éstos se destaca sobre bien de cada individuo.

[3] Maiestas se deriva de maior, comparativo de magnus, que significa grande en el sentido físico y moral. Muchas veces tiene un sentido accesorio de fuerza, de poder, de nobleza, que convierte a magnus en un epíteto honorífico o laudatorio usado en lenguaje noble. Este mismo significado se extiende a sus derivados y compuestos (cfr. A. ERNOUT y A. MEILLET, Dictionnaire étymologique de la langue latine — Histoire des mots, Editions Klincksieck, París, 1989, 4a ed., p. 377).

[4] Del latín perfecta, que significa hecha hasta el fin, acabada, terminada.

[5] La Cité Antique, Hachette, París, p. 135.

[6] Sobre el papel de la familia en la formación del Estado, véanse los respectivos textos de Fustel de Coulanges, de Frantz Funk-Brentano y de Mons. Henri Delassus en Documentos VII, VIII y IX.

[7] Es muy expresiva, en ese sentido, la observación recogida por Frantz Funck-Brentano (El Antiguo Régimen, Ed. Destino, Barcelona, 1953, p. 23) de las memorias, de capital interés, del campesino Retif de la Bretonne: “El Estado es una gran familia, compuesta de todas las familias particulares y el príncipe [es decir, el Monarca] es el padre de los padres”.

Sobre esta estrecha vinculación entre la condición de Rey y la de padre, declara Santo Tomás de Aquino: “Quien gobierna a una comunidad perfecta, es decir, una ciudad o provincia se llama rey por antonomasia; quien rige una casa no se llama rey, sino padre de familia, si bien tiene cierta similitud de rey, y de ahí que también se llame a veces a los reyes padres de los pueblos” (El régimen político — Introducción, versión y comentarios de Victorino Rodríguez O.P., Fuerza Nueva Editorial, S.A., Madrid, 1978, p. 34).

Por su parte, San Pablo tiene en su epístola a los Efesios (III, 14-15) estas magníficas palabras sobre el carácter sagrado de la autoridad paterna: “Por esa razón doblo mis rodillas ante el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, de quien toda paternidad, en el Cielo y en la Tierra, toma su nombre.” Ver también sobre el mismo tema, el texto de Mons. Henri Delassus transcrito en Documentos IX.

[8] Cfr. José MATTOSO, A Nobreza medieval portuguesa, Ed. Estampa, Lisboa, 1981, pp. 27-28; Enciclopedia Universal Ilustrada Espasa-Calpe, t. XXI, pp. 955 y 958; t. XXIII, p. 1139.

[9] Nombre con que se califica a los consejeros de los reyes de finales de la Edad Media que se empeñaron en desarrollar el absolutismo real y combatir el feudalismo, apoyándose para ello en el antiguo Derecho Romano.

[10] El Estado soy yo.

[11] Esta absorción de la Nobleza mediante la centralización y fortalecimiento del poder real no afectó en la misma medida a las Noblezas de los diversos países ni a las de las diversas regiones de un mismo país. La de la Vendée, región francesa que más tarde habría de convertirse en foco de resistencia contra la Revolución Francesa, es ejemplo típico de una Nobleza que resistió contra esta influencia demoledora de la monarquía absoluta.

Con respecto a esta actitud de resistencia frente al poder central, relata el insigne historiador Georges Bordonove: “La nobleza de la Vendée forma una casta, no encerrada en sus recuerdos, sino animada por su propio dinamismo. La existencia de Versalles no la debilitó ni física ni moralmente. Salvo excepciones, la influencia de las ideas nuevas y el pensamiento de los filósofos y discursantes del Siglo de la Ilustración la dejan indiferente. Tiende, por el contrario, a recordar el papel que jugó en épocas pasadas, el poder y opulencia que tuvo, su antigua grandeza y la preeminencia del Poitou. Sufre, sin ninguna duda, con la regresión de la Nobleza en el Estado en favor del poder central. Nunca perdonó enteramente a Richelieu el haber demolido sus castillos feudales, ni al Rey-Sol su altanero absolutismo” (La vie quotidiane en Vendée, Hachette, Paris, 1974, p. 49). Para entender correctamente el espíritu que animaba esas resistencias de la Nobleza de la Vendée frente al absolutismo real —contra el cual los revolucionarios de 1789 tan furiosa y prolijamente se extendieron— es necesario tomar en consideración que no tuvo el Trono defensores más ardientes que ella, ni encontraron los revolucionarios oponentes más heroicos y altivos.

[12] Cfr. Documentos X.

[13] Esta magnífica recepción de los parisienses a quien había de ser su futuro Rey es descrita con ejemplar fidelidad por el historiador anteriormente citado, Georges Bordonove, en su obra Les Rois qui ont fait la France — Charles X. En Documentos X se encuentran transcritos fragmentos de la misma.

[14] Elaine Sanceau, O reinado do Venturoso, Livraria Civilização-Editora, Porto, 1970, pp. 205-206.

[15] Hubo inmediatamente antes otra excepción. Tras el fallecimiento de Carlos VI, padre de María Teresa, recibió la Corona el Elector de Baviera, Carlos Alberto; sin embargo, su presencia en el Trono imperial con el nombre de Carlos VII fue de corta duración (1742-1745). A su muerte, ascendió a la dignidad suprema del Sacro Imperio Francisco de Lorena. Como se ha dicho anteriormente, la elección de este último constituye una prueba más del poder político de la Casa de Austria, pues el marido de la Archiduquesa fue elegido Emperador a petición de ella, que lo cualificaba así con el más alto Título nobiliario de la Cristiandad y convertía en proporcionado el matrimonio de la ilustre heredera de los Habsburgos con quien antes solo había sido Duque de Lorena y Gran Duque de Toscana sucesivamente.

[16] Tal vez ningún monarca haya llevado tan lejos la propensión a hacer de la Nobleza una clase francamente abierta como el Rey Carlos III de España (1759-1788) (Cfr. apartado 9, c).

[17] Con respecto a la situación de los títulos bajo el régimen republicano afirma el Dr. Ruy Dique Trasvassos Valdez: “El artículo de la Constitución de 1911 que abolió las distinciones nobiliarias en nuestro país fue más tarde objeto de restricciones basadas en la consideración de derechos adquiridos. Así pues, aquellas personas a quienes, estando vigente la Monarquía, les hubiese sido concedido un Título y hubiesen pagado los respectivos derechos de merced del mismo, fueron legalmente autorizadas a usarlo, con la condición de precederlo con su nombre civil. (...)

“Durante la Vida del Rey D. Manuel II en el exilio, muchas personas se dirigieron al Soberano para que, como jefe de la Nobleza, les autorizara a usar el Título, y lo mismo hicieron los miguelistas ante el jefe de su causa. Habitualmente esa autorización era concedida (...) y tenía, más que nada, el carácter de una promesa de renovación oficial en la hipótesis de una restauración monárquica.

“Muerto el Rey y reconocido por la mayoría de los monárquicos portugueses D. Duarte Nuño, Duque de Braganza, como quien reunía en sí los derechos dinásticos de las dos ramas de la Casa de Braganza, apareció en primer lugar la Comisión de Verificación y Registro de Mercedes, a la que siguió más tarde el Consejo de la Nobleza, organismo al que dicho Príncipe dio poderes para tratar de estos asuntos.

“Ninguno de estos organismos produjo efectos civiles ante el Estado. Sin embargo, es de destacar que varias personas, cuyos Títulos les han sido reconocidos durante el régimen republicano solamente por una de estas vías, han sido designadas por dicho Título (siempre antecedido por el nombre civil) en el Diário do Governo, como se hace con quienes cuentan con un decreto a su favor” (Títulos Nobiliarios en Afonso Eduardo MARTINS ZÚQUETE (Coordinador), Nobreza de Portugal, Editorial Enciclopédia, Lisboa, 1960, vol. II, pp. 197-198).

[18] Se emplea aquí la palabra “democratización” en el sentido revolucionario de democracia, el cual, como se ha visto, no es el único que puede dársele.

[19] Cfr. apartado 8, f.

[20] Cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución, Ed. Fernando III el Santo, Bilbao, 1978, pp. 33-40.

[21] Cfr. Capítulo VII, 8, f.

[22] PNR 1952, p. 457.

[23] Esa simbiosis entre hombre, función y tierra fue expresada de un modo tocante por Paul Claudel en L'Otage:

Coufontaine(...) Así como la tierra nos da su nombre, así yo le doy mi humanidad.

“Estando en ella no nos faltan raíces, y en mí, por la Gracia de Dios, no le falta el fruto, puesto que soy su Señor.

“Por eso uso la partícula de, ya que soy el hombre que por excelencia lleva su nombre.

“Mi reino es mi feudo, como una Francia pequeña, y la tierra, en mí y en mi linaje viene a ser amable y noble como algo que no se puede comprar” (Gallimard, Paris, 1952, pp. 26-27).

[24] Sobre el número de nobles elevados por la Iglesia al honor de los altares, véase Documentos XII.

[25] En Documentos XI podrá encontrar el lector la doctrina de Papas, Santos y Doctores sobre las condiciones de licitud de la guerra.

[26] Con respecto a la Nobleza como factor de propulsión social hacia todas las formas de elevación y perfección, véase también el Apéndice IV.

[27] “L'Osservatore Romano”, 5-6/1/1920. Véase el texto completo de esta alocución en Documentos II.

[28] A ese propósito se lee en el Dictionnaire Encyclopédique QUID, sección “Les journaux se racontentent” (Robert Laffont, 1991, p. 1218): “La historia de Point de Vue es la de una revista que, sin auxilio financiero y sin ningún lanzamiento promocional, ha conseguido, año tras año, alzarse a la primera línea de las grandes publicaciones periódicas ilustradas francesas de clase internacional.” Esto ocurre, añádase, pese a ser la revista muy discutida en más de un ambiente de la élite francesa.

[30] En razón del cargo desempeñado podían acceder a la Nobleza “los Altos servidores de la Casa Real; las Amas y nodrizas de los Infantes reales; los Alcaldes de Casa y Corte: Presidentes, Consejeros y Oidores de las Reales Chancillerías…” (Vicenta María MÁRQUEZ DE LA PLATA y Luis VALERO DE BERNABÉ, Nobiliaria Española — Origen, Evolución, Instituciones y Probanzas, Prensa y Ediciones Iberoamericanas, Madrid, 1991, p. 15). En esta obra, adoptada como manual por la Escuela de Ciencias Nobiliarias, Heráldicas y Genealógicas de Madrid, el lector encontrará una visión completa y didáctica del tema aquí tratado.

Con respecto a la nobleza conferida por el ejercicio de cargos militares, cabe señalar, a título de ejemplo, las siguientes frases de D. Vicente de Cadenas y Vicent: “Felipe IV dice, en la Real Cédula de 20 de agosto de 1637, que el Oficial que sirva en guerra viva un año, goce de la nobleza de privilegio, y aquel que lo hiciere durante cuatro, pase dicha nobleza a sus herederos. (...) La Nobleza Personal está reconocida a todos los Oficiales del Ejército por Real Orden de 16 de abril de 1799, y el 18 de mayo de 1864 se ordena que el dictado de Don y de Noble se dé a los hijos de Capitán y Oficiales de mayor graduación, nietos de Teniente Coronel y a los Hidalgos Notorios que sirvan en el Ejército” (Cuadernos de Doctrina Nobiliaria, nº 1, Instituto Salazar y Castro (C.S.I.C), Asociación de Hidalgos a Fuero de España, Ediciones Hidalguía, Madrid, 1969, p. 28).

A su vez, las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio (1252-1284), entre otros privilegios concedidos a las personas que se dedicaban a los menesteres de la cultura, conferían el título de Conde a los Maestros de Jurisprudencia que ejercían el cargo durante más de 20 años (cfr. Bernabé MORENO DE VARGAS, Discursos de la Nobleza de España, Instituto Salazar y Castro, C.S.I.C, Ediciones Hidalguía, Madrid, 1971, pp. 28-29).

D. Vicente de Cadenas y Vicent resume estos criterios de ennoblecimiento en su importante obra Apuntes de Nobiliaria y Nociones de Genealogía y Heráldica, al decir: “El sacerdocio, el desempeño de oficios honrosos, la milicia, las letras, la concesión de un Título, el matrimonio, el nacer en ciertos casos de madre hidalga, o en determinados territorios, el haber prestado grandes servicios a la humanidad, a la Patria o al Soberano, el haber sacrificado su persona o bienes por grandes ideales, etc., han sido siempre, y hoy deben serlo, causas justas para adquirir Nobleza, ya que la tendencia universal es ampliar la base del Estado Noble, el más culto y sufrido de los que forman la nación, para aprovechar sus virtudes, en beneficio de la comunidad” (Primer Curso de la Escuela de Genealogía, Heráldica y Nobiliaria, Instituto Luis de Salazar y Castro (C.S.I.C), Ediciones Hidalguía, Madrid, 2ª ed., 1984, p. 30).

El ennoblecimiento por el ejercicio de actividades industriales será mencionado en el próximo apartado (9, c).

[31] Cfr. Luiz da SILVA PEREIRA OLIVEIRA, Privilégios da Nobreza e da Fidalguia de Portugal, Officina de João Rodrigues Neves, Lisboa, 1806, pp. 67-81.

[32] De hecho, la adquisición de nobleza podía darse por el ejercicio de otros cargos y funciones, tales como: cargos militares, comensal del soberano (altos cargos de la Corte, secretarios y notarios del Rey), cargos de finanzas, cargos universitarios, etc.

Está muy difundida en Francia la convicción de que resulta muy difícil elaborar una relación completa de cargos y funciones ennoblecedoras en la época del Antiguo Régimen. Philippe du Puy de Clinchamps, por ejemplo, en el libro, La Noblesse, del cual tomamos esta enumeración, llega a afirmar que “no existe, en la historia de la Nobleza, capítulo más enrevesado que el de los ennoblecimientos por el ejercicio de una función” (Colección “Que sais je?”, Presses Universitaires de France, Paris, 1962, pp. 20, 22). No parece haber en esta afirmación una censura, sino únicamente una constatación, pues todo lo que es orgánico y vivo tiende hacia lo complejo, y a veces hasta hacia lo complicado; lo que diverge, y mucho, de tantos fríos y lapidarios cuadros de funcionarios elaborados por el capitalismo de Estado y de ciertos amontonamientos piramidales del macrocapitalismo privado.

[33] Cfr. Vicente de CADENAS Y VICENT, Cuadernos de Doctrina Nobiliaria, nº 1, pp. 35-38.

[34] Como ejemplo de formación de élites tradicionales análogas y nuevas modalidades de aristocracia, el Apéndice I de esta obra narra la génesis y el desarrollo de las élites aristocráticas en Brasil.