Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

XII Estación

 

 

 

 

 

“Legionário”, 10 de abril de 1938

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Terminadas las tareas extenuantes de un día entero de lucha y de trabajo, decidí asistir a la bendición del Santísimo Sacramento. Faltaba aún una hora entera. Pero no me importó, me dirigí a la iglesia directamente, esperando allí a que diera comienzo la solemnidad litúrgica.

Entré. El ambiente correspondía exactamente a lo que esperaba. Dos pálidas lámparas eléctricas encendidas en una nave lateral esparcían por el inmenso cuerpo del templo una luz desigual y caprichosa que recortaba sobre el suelo de piedra y las paredes sobriamente decoradas, las sombras inesperadas de las gruesas columnas del edificio. De la calle, la iluminación pública proyectaba sobre las ventanas la suficiente luz como para hacer brillar los rubís y los zafiros de las vidrieras, sin, a pesar de ello, herir la augusta oscuridad de la iglesia. Las bocinas de los automóviles, la voz de los vendedores callejeros, el rumor confuso del tránsito, todo el gemido de la gran ciudad, que ya en las últimas horas del día, se curvaba bajo el fardo de la tarea cotidiana casi concluida, repercutía en el interior de la iglesia, ennoblecido por los artificios mágicos y transformadores de un eco que le imprimía una nota grave y sobrenatural.

Me juzgaba solo, pero más tarde me di cuenta que alguien terminaba el Vía Crucis, en la nave derecha de la Iglesia. Y fijándome más reconocí que se trataba de un joven periodista católico, compañero mío.

Llegando a la 12a estación, al lado de donde yo estaba, oí su oración proferida a media voz. Decía así:

"Aquí estoy, Señor, en la estación que contempla vuestra muerte en la Cruz.

Por excelencia es ésta la estación que conmemora la abundancia de vuestro amor. En ella, el odio y la perversidad, realizando hasta el fin el pavoroso crimen que había sido tramado en el Sanedrín y completado con la cobardía del procurador de César, perpetraron la mayor monstruosidad que el género humano sería capaz de realizar.

Llenos de horror, hasta los seres inanimados se conmovieron. El sol se nubló. El velo del templo se rasgó. Las entrañas de la tierra gimieron y conturbaron el orbe con un terremoto febril. Las propias sepul­turas rajaron sus lápidas seculares, y los cadáveres de los muertos que dormían —tal vez hace milenios— interrumpieron su sueño, recorriendo Jerusalén llena de terror, pues hasta los justos salían de sus cuevas funerarias en actitud de terrorífica protesta.

Y, sin embargo, había corazones humanos que no se conmovieron. Fue exactamente esa hora de dolor y de supremo abandono, que escogisteis para conceder las más abundantes de vuestras misericordias.

Y vuestro amor, venciendo en un prodigio de caridad la más refinada malicia humana, se expandió entonces, irresistiblemente, sobre los que más os odiaban.

Con una mirada de ternura, conquistasteis un ladrón que terminó siendo llamado bueno, no tanto por su bondad, sino por la vuestra. A lo lejos, vuestra gracia buscaba los amigos infieles, que os habían abandonado sin piedad en las manos de los verdugos, el procurador cobarde que os entregó a la saña de las multitudes facinerosas, el Sanedrín pérfido que tramó vuestra muerte y, Señor, ¡más aún!, mientras sufríais las torturas de vuestra Pasión, vuestra gracia buscaba por última vez al hijo de la perdición que os había traicionado con un beso.

Por esto, en la presente estación, Señor, mi oración no será por mí, ni por aquellos a quien amo, incluso ni por aquellos que os aman.

Permitid, Señor, que os pida misericordia por aquellos que os ofenden.

No miréis el odio que rebosa en su corazón. Mirad, antes, al amor que vuestra gracia derrama en el corazón de los justos, el amor que vuestra gracia les inspira hacia los que persiguen vuestra Iglesia.

Vos, Señor, que sondeáis hasta los riñones y el corazón, visteis innumerables veces en mí el pecado y la miseria. Pero visteis, también, que nunca, y en ningún día de mi vida, dejé de amar a vuestros enemigos, aquellos enemigos acérrimos que, locos de odio contra Vos, también se volvían hacia mí, vuestro siervo, queriendo hacerme el mal que a Vos harían si pudiesen.

Vos sabéis, Señor, con qué ardor les deseo todo el bien, y con qué amor siempre quise su conversión. Si los herí, fue para curarlos. Si los disgusté, fue para salvarlos, si los reprendí, fue para resucitarlos. Ellos, sin embargo, me pagaron el bien con mal. Pero Vos sabéis, que no por eso dejé o dejaría de amarlos y de hacerles el bien, incluso con el riesgo de mi propia vida...

Mirad, Señor, la expiación que, en su nombre, ofrecen las santas vírgenes y los varones consagrados a Vos en los claustros. Mirad las oraciones de los Santos que inebriáis en el Cielo con delicias de vuestro amor eterno. Mirad, Señor, el corazón de vuestra Madre Santísima, aquella obra prima de vuestro poder y de vuestra misericordia, que colocada junto a Vos en el Reino de la Gloria, no cesa de rogar por vuestros enemigos, con un amor tanto más insis­tente, cuanto más ellos se distancian de Vos.

Más aún, Señor. Miraos a Vos mismo, mirad vuestra preciosísima sangre, con la que ungisteis las calles de la Jerusalén pecadora, y que ofrecéis hoy en el augusto sacrificio de los altares. Señor, por vuestra propia sangre, salvad a vuestros enemigos.

Mirad, Señor, a aquellos que se postran sumisos, adorando ídolos humanos, cuando sólo Vos sois Dios, mirad a los hombres llenos de orgullo, que quieren destruir vuestros altares para imponer a la adoración de la humanidad criaturas vuestras que blasfeman de vuestro nombre y pisan vuestra Ley.

Mirad, Señor, a aquellos que afirmando no existir Dios, predican la destrucción de la familia y la subversión de todas las instituciones divinas y humanas.

Mirad, Señor a aquellos que se encuentran separados de Vos por la herejía o el cisma, mirad aún a aquellos católicos, que pertenecen al cuerpo de la Iglesia, pero en los cuales vuestra gracia ya no reina. Mirad, sobre todo, a aquellos que querrían serviros, sirviéndose a sí mismos, y cerrando los ojos al sentido católico, buscan las doctrinas que más agradan a su ambición, en lugar de buscar las que más se ajustan al pensamiento de vuestro Vicario en la Tierra.

Señor, (...) que a todos ellos vuestra gracia les diga aquellas palabras llenas de vida eterna, con las que convertisteis a la samaritana, transformasteis a la Magdalena e hicisteis manso como un cordero el corazón feroz del ladrón penitente que a vuestro lado murió..."

Súbitamente un toque de campana rompió el silencio, y la Iglesia se llenó de luces.

Tomado por sorpresa, mi compañero se levantó bruscamente e hizo deprisa las dos últimas Estaciones del Vía Crucis.


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