Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Como Nuestro Señor, no retrocedamos ante un aparente fracaso

 

 

 

Extractos del libro «En Defensa de la Acción Católica» (1943)

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Pilatos presenta Nuestro Señor - Ecce homo (por Antonio Ciseri)

No busquemos apenas éxitos momentáneos, aplausos inconstantes de las masas y hasta de nuestros adversarios, que son el fruto de la táctica del terreno común.

Varias veces Nuestro Señor nos muestra que debemos despreciar la popularidad entre los malos: “Jesús les dijo: «Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta». Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su incredulidad” (Mt 13, 57-58).

Hay personas que estiman como el supremo triunfo de una obra católica, no la aprobación y bendiciones de la Jerarquía, sino los aplausos de los adversarios. Este criterio es falaz; entre mil otros motivos, porque a veces hay en ello una mera celada en la que caemos, y en realidad hemos sacrificado principios a ese precio: “¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas” (Lc 6, 26).

“Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás” (Mt 12, 39).Y añade San Marcos: “Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla” (8, 13). Nuestro Señor se retiró; y nosotros, al contrario, queremos permanecer en el campo estéril, desfigurando y disminuyendo las verdades hasta arrancar aplausos. Cuando estos vengan, será la señal de que hemos pasado a ser falsos profetas, en muchos casos.

Nuestro Señor ciertamente tiene pena de los que, aun sin estar tan empedernidos en el mal, no se salven con un milagro: “Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano». La extendió y su mano quedó restablecida” (Mc 3, 5).

Pero muchos perecerán en su ceguera: “Él les dijo: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios; en cambio a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que por más que miren, no vean, por más que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados” (Mc 4, 11-12).

No sorprende, en vista de tanto rigor, que el “dulce Rabbí de Galilea” infundiera a veces, hasta en sus más allegados, verdadero terror: “Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle” (Mc 9, 32).

Terror no mucho menor causarían, por cierto, profecías como ésta, que demuestran a la saciedad que ser apóstol es vivir de luchas, y no de aplausos: “Mirad por vosotros mismos. Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio [de mí] ante ellos” (Mc 13, 9).

Nuestro Señor Jesucristo no atraía la estima general

“Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús”.


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