Plinio Correa de Oliveira

 

Fátima

 

 

 

 

 

 

Legionário, órgano oficioso de la Arquidiócesis de São Paulo, 14 de mayo 1944

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Hace cerca de 30 años, la primera conflagra­ción mundial caminaba hacia su declinio. Contenido el ímpetu inicial de la invasión teutónica, los franceses se disponían a re­conquistar el territorio perdido. Para los po­liticos preeminentes y para los observadores militares, ya no era dudoso el éxito final de la lucha. Toda la estrategia alemana se ba­saba en la esperanza del triundo del “blitzkrieg”. La primera partida se jugaría con in­mensas posibilidades de éxito. Pero era la única. Los alemanes la habían perdido. El resto, para los aliados, era sólo cuestión de tiempo. Los economistas, los sociólogos, los politiqueros formaban ya sus corrillos de antecámaras y bastidores, para saber cómo debería organizarse el mundo en la post-guerra. Y eso mientras en los campos de batalla todavía estaba encendida la lucha, y los cañones germânicos tronaban no muy lejos de París.

Esos corrillos tenían importancia real. Te­nían, incluso, mucho más importancia que el tronar de los cañones. En los campos de batalla se liquidaba una guerra ya decidida “in radice”. En los gabinetes no se liquidaba un guerra sino que se elaboraba una nueva era. El futuro no estaba ya en la recámara de las ametralladoras, sino en los corrillos de los abogados y de los técnicos.

Cuando ya comenzaban a delinearse, ti­midamente, las primeras líneas de ese nuevo mundo, se verificó uno de los hechos más considerables de la Historía contemporánea. En nuestro mundo son muchos los escépti­cos que no creen en ese hecho. Los que no son escépticos son tímidos y no osan pro­clamar los hechos en los que creen. Unos por falta de Fe, otros por falta de valor, no osaron incorporar a la Historia contempo­ránea ese hecho. Pero los más graves moti­vos sobre los cuales puede basarse la inteli­gencia humana están ahí patentes, atestando que Nuestra Señora bajó de los cielos a la tierra, y que manifestó a tres pequeños pas­tores de un rinconcillo perdido de Portugal, las condiciones verdaderas, los fundamentos indispensables para la reorganización del mundo. Oído ese mensaje, el mundo encon­traría realmente la paz. Negado, ignorado ese mensaje, la paz sería falsa y el mundo se sumergería en una nueva guerra. La gue­rra vino. La guerra está ahí. Se piensa aho­ra, como hace 30 años, en reorganizar nuevamente el mundo. Ningún momento más oportuno que éste para recordar la apa­rición de Nuestra Señora en Fátima.

Analicemos primeramente el hecho. Lucía, Francisco y Jacinta, eran tres pastores como otros tantos que hay en Portugal. Educados en un zona enteramente aislada de los “mias­mas” contemporáneos, consevaban intacta la flor de su inocencia bautismal, y, a falta de cartillas y de colegios, desenvolvían su personalidad, su formación, su virtud, en contacto con las bellezas del campo, con los encantos del arte y de la música popular de su tierra, con la suave austeridad de las en­señanzas cristianas recibidas de los labios de sus madres, o del simple y piadoso ma­gisterio del parroco de la aldea. En ellos, como en todos los hijos de la Iglesia, era generosa y fecunda la gracia de Dios, como también era generoso el animo con que le correspondían. No pasaban, sin embargo, de ser tres excelentes niños, que cumplían sus deberes, rezaban con una piedad sincera a la cual no era ajena, a veces, cierta pereza, y pasaban el día guardando celosamente los rebaños paternos.

En un día de estos, igual a todos los otros, se manifesta para ellos la primera aparición, después de la cual otras se siguieron. Eran niños tan extremadamente sencillos e igno­rantes, que serían incapaces de forjar cual­quier quimera que por fin los sugestionase. Cuando vieron la primera aparición, ni sa­bían con quien trataban. Describiendo ma­ravillosamente a la persona que se les apa­reció, retrataban por sus palabras una figura de una elegancia, una majestad, una nobleza, que su imaginación de pequeños pastores nunca habría podido forjar gratuitamente. Inmediatamente se abatió sobre ellos una verdadera persecución. Estuvieron en la cár­cel, fueron amenazados de muerte, y hasta conducidos al lugar de su supuesto suplicio; se portaron con la dignidad de los mártires del Coliseo. Después, fueron objeto de los agrados indiscretos y frenéticos de la mul­titud. Se conservaron, en medio de este triun­fo, sobrios, sencillos, desinteresados como un Cincinato. Interrogados muchas veces por separado, con mil artifícios destinados a inducirlos a la exageración, o a la dismi­nución de la verdad, siempre supieron con­servarla íntegra.

Dos de ellos murieron todavía en la in­fancia, Jacinta y Francisco. Jacinta profetizó su muerte, cuando nada haría sospechar un fin tan prematuro. Y al morir como dijo, lo hizo afirmando la verdad de las revela­ciones. Francisco también testimonió la ver­dad de lo que vió, al morir. Lucía no murió, sino que tomó el hábito religioso, y con su responsabilidad de Esposa de Jesucristo con­firma plenamente en la edad adulta las afir­maciones que hicieron en su juventud. Ella estaría en pecado mortal, si no desmintiese las visiones caso las hubiere falseado en com­binación con sus pequeños primos. Ella re­cibe continuamente el Santo Sacramento con la tranquilidad de los justos. Esos son los testigos. El seño del martirio, el prestigio de la inocencia, la dignidad del hábito re­ligioso, les asegura la veracidad. Realmente, cuando delante de una multitud calculada en millares de personas, los pequeños pas­tores sustentaban que estaban viendo a Nuestra Señora, no mentían. Todo en su vida nos lo atestigua. Hasta su ignorancia sirve de credencial a esos pequeños heral­dos. Niños que en el tiempo de las aparicio­nes ni sabían quien era el Papa no podrían inventar lo que dijeron, como un analfabeto no inventa una teoría de trigonometría, ing­norando incluso las cuatro operaciones de la aritmética.

Examinados los mensajeros, analicemos a la Señora que les dió el mensaje. Hágase un test: tómense varios niños por separado, y mándeseles que imaginen a título de com­posición literaria una aparición de Nuestra Señora, describiendo su semblante, su traje, sus expresiones fisonómicas, sus gestos, año­tándole las palabras, ¿qué saldría de esto? ¡Cuánta infantilidad, cuanta concepción gro­tesca, cuanto pormenor ridículo! El nivel de instrucciónn de los niños de Fátima era in­comparablemente inferior al de un niño de la ciudad. No conocían teatros ni cines, no habían visto libros con fotos representando reinas, señoras de corte de tiempos antiguos, etc. No tenían, pues, otra idea de belleza, ele­gancia, distinción, que la que filtraba hasta ellos —¡en qué penumbra!— a través de los tipos femeninos que veían alrededor de sí en la aldea. No poseían la menor noción de belleza propia a los varios colores y a sus respectivas combinaciones. Sin embargo, describen la Señora que se les aparece con pormenores suficientes como para ver que era una figura de sublime belleza con una rara majestad y simplicidad. Señora, por cier­to, tan diferente de todo cuanto ellos cono­cían en materia de imágenes, que no sospe­charían que fuese Nuestra Señora, y ni siquiera una Santa. Sólamente supieron con quién trataban cuando Nuestra Señora se declaró como tal.

Esa Señora les dijo cosas muy elevadas. Les habló de la guerra, les habló del Papa (que Jacinta, la menor, no sabía que existie­se), les habló de la pureza de las costumbres y del respeto a los domingos, les habló de politica y sociología. ¡Y esos niños repiten el mensaje con una fidelidad extraordinaria!

Realmente, como dice la Escritura, Dios saca para sí “de la boca de los niños, una alabanza perfecta”.

Es el momento de considerar el mensaje. Antes de nada, notemos que es absoluta­mente ortodoxo. No es facil inventar un men­saje ortodoxo. Mucho “figurón” católico que sirve para discursos de inauguración, de lu­to, etc, toma un cuidado tremendo para no preparar un discurso que huela a herejía... y se le escapan dos o tres herejías en su discurso. Ahora bien, todas, absolutamente todas las palabras de la Señora a los pequeños pastores son de una ortodoxia absoluta. Tratando temas complejísimos, ella ni una vez se equivoca en doctrina. Positivamente, esto no podría ser invención de pequeños pastores.

Pero hay algo más. El mensaje de la Seño­ra, que sobrevino precisamente en el mo­mento crucial en el que se preparaba la post-guerra, despreciando las manifestaciones aparatosas de falso patriotismo y de “cien­ticismo técnico”, colocó con gran simplicidad todas las cosas en sus términos únicos y fundamentales. La guerra fue un castigo pa­ra el mundo, por su impiedad, por la impu­reza de sus costumbres, por su hábito de transgredir los domingos y los días santifi­cados. Esto resuelto, todos los asuntos se resolverían por si. No resuelto esto, todas las soluciones nada resolverían... Y si el mun­do no oyese la voz de la Señora, si no respe­tase esos princípios, una nueva conflagra­ción vendría, precedida de un fenómeno celeste extraordinario. Y esa conflagración sería mucho más terrible que la primera.

Se reunieron los técnicos —que son hoy los reyes de la tierra, junto con los banque­ros— “et convenerunt in unun adversus Do­minus”. Constituyeron una paz sin Cristo, una paz contra Cristo. El mundo se hundió todavía más en el pecado, a despecho del mensaje de Nuestra Señora.

En Fátima, los milagros se multiplicaban por decenas, por centenas, por miles. Allí estaban ellos, accesibles a todos, pudiendo ser examinados por todos los médicos de cualquier raza o religión. Las conversiones ya no tenían número. Y, todo esto no obs­tante, nadie daba oídos a Fátima. Unos du­daban sin querer estudiarlo. Otros negaban sin examinarlo... Otros creían pero no tenían valor para decirlo. La voz de la Señora no se oyó.

Pasaron viente años. Un bello día, señales extrañas se vieron en el cielo... era una auro­ra boreal, anunciada por las agencias tele­gráficas de la Tierra. Del fondo de un con­vento, Lucía escribió a su Obispo: era la señal, y dentro de poco la guerra vendría. La guerra llegó poco después. Está ahí, y hoy se piensa nuevamente en “reorganizar el mundo”, a la luz de los últimos fogoñazos de esta lucha potencialmente ya vencida.

“Si vocem ejus hodie auderitis, nolite ob­durare corda vestra” — si hoy oyeseis su voz, no endurezcais vuestros corazones, dice la Escritura. Inscribiendo la fiesta de Nuestra Señora de Fátima en el conjunto de las ce­lebraciones litúrgicas, la Santa Iglesia pro­clama la perennidad del mensaje de la San­tísima Virgen dado al mundo a través de los pequeños pastores. Una vez más la voz de Fátima llega a nosotros: no endurezca­mos nuestros corazones, porque sólo así ha­bremos encontrado el camino de la paz ver­dadera.


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