Plinio Corrêa de Oliveira

 

Estrategia apostólica

de un santo

"Catolicismo" Nº 50 - Febrero de 1955

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En sus relaciones con los orientales, San Pío X fue un modelo de firmeza, pero al mismo tiempo de afecto paternal. Aquí le vemos rodeado de altos prelados de rito oriental, manifestando el amor de la Iglesia por esa venerable y gloriosa porción del rebaño de Jesucristo.

En noviembre publicamos un estudio sobre San Pío X, basado principalmente en los datos biográficos contenidos en la excelente obra del Rev. P. Dal Gal, O.F.M., traducida al español por la editorial "Cristiandad" de Barcelona.

En ese estudio, que dejamos inconcluso, tuvimos ocasión de mostrar que toda la vida de San Pío X fue una preparación para el Papado. Vicario de Riese, Canónigo en Treviso, Obispo de Mantua, Patriarca de Venecia, conoció el ministerio de las almas en sus diversos niveles y aspectos, adquiriendo así una visión de conjunto incomparablemente útil para quien un día sería elegido a la suprema dirección de todos los rebaños y de todos los Pastores. En el curso de esta rica experiencia en el gobierno de las almas, iluminado por una inteligencia vigorosa y penetrante, por una excelente cultura eclesiástica y, sobre todo, por una virtud eximia, el gran Santo constituyó para sí un como que sistema de acción, que aplicó y perfeccionó en cada cargo, y que llegó a constituir el programa de su inmortal pontificado. Hemos enumerado los diversos puntos de este programa, y hemos tratado más particularmente la parte relativa al Catecismo. Nos habíamos propuesto considerar la predicación de San Pío X. A esto y a algunos otros puntos queremos dedicar el presente artículo.

El lenguaje de un Santo

El tema que estamos tratando sólo puede verse en su sentido más amplio si damos a la palabra "predicación" un significado amplio. No se trata sólo de la predicación desde el púlpito, sino genéricamente de toda la enseñanza oral o escrita, desde las clases de Catecismo hasta los documentos papales.

Considerando las características del "estilo" de San Pío X, podríamos enumerarlas en algunas antítesis fructíferas:

a) gran actualidad y, al mismo tiempo, profunda tradicionalidad;

b) gran empeño en agradar y, al mismo tiempo, preeminencia absoluta hacia el público;

c) tierna compasión e invencible firmeza.

Actualidad y tradicionalidad

Hay un cierto academicismo tradicional, que ha congelado la oratoria, por así decirlo. Sólo elige los temas que se prestan a la grandilocuencia o a provocar lágrimas fáciles. Se expresa con palabras rebuscadas y fuera de uso. Desarrolla el tema de forma totalmente teórica, sin tener en cuenta lo más mínimo las necesidades espirituales de los oyentes. En resumen, pretende mucho más glorificar al orador que instruir y edificar a la audiencia.

En el otro extremo, existe un modernismo demagógico y de convención, que tampoco pretende otra cosa que la glorificación del orador, pero que avanza hacia este fin por procesos diametralmente opuestos. Es un halago constante de los aspectos más ordinarios del hombre, una complicidad invariable y omnímoda con todo lo que el oyente siente, pero quizá mal se atreva a confesarlo a sí mismo. En la elección de temas, prefiere lo banal, cuando no la picaresca. Los elementos de lenguaje y expresión coloristas se buscan en la jerga más populista. En la argumentación... nada de argumentos: juegos de palabras, comparaciones más o menos tramposas, gesticulación más o menos patética y, cuando menos se espera, un chiste. Una de esas bromas que hacen reír a carcajadas al público y le quitan todo deseo de tratar con seriedad el tema propuesto, haciendo que se incline de buena gana por la opinión del orador como pago por los momentos groseramente hilarantes que éste le hace pasar.

Decididamente, los partidarios de una tradición glacialmente muerta no entendieron a San Pío X, y si estuviera vivo tampoco lo entenderían hoy. En sus sermones, en sus documentos, se nota sobre todo el objetivo de persuadir, de formar, de santificar. Por eso se ve que el Santo tiene siempre en la mayor consideración las peculiaridades de la mentalidad del pueblo al que se dirige, y no trata el tema para un público académico, sino para hombres y mujeres de carne y hueso, que viven intensamente los problemas de su tiempo, con sus carencias, sus defectos, también sus cualidades. Su argumentación, por así decirlo, adolece de ello en ocasiones. Ciertos puntos especulativamente muy importantes se tratan de forma siempre clara, digna, suficiente, pero sin mayor amplificación. Otros puntos, secundarios en principio, que a veces constituyen la mera aplicación de principios generales, se tratan per longum et latum, con una sorprendente abundancia de consideraciones. ¿Por qué? Pío X, ante todo Pastor de almas, no se demora más de lo necesario para que la opinión pública acepte lo que, según previsiones razonables, ya sabe o admitirá sin dificultad. Reserva lo mejor de sus esfuerzos para los puntos difíciles, es decir, para la demostración de los principios que más chocarán, para hacer la aplicación de los principios a los hechos concretos en aquellos puntos en los que la miseria humana podría tal vez formar una falsa visión de las cosas. Como el Buen Pastor que toma a las ovejas sobre sus hombros y camina con ellas, así San Pío X recorre todo el campo doctrinal con las ovejas descarriadas en la mente o en el corazón, y pasa con ellas por todos los lugares difíciles o peligrosos, por temor a que, abandonadas a sí mismas en las altas esferas de la teoría, o en la maraña de las cuestiones prácticas, nunca se salgan de su sitio.

Sin embargo, ¡qué tradicional le parecería San Pío X a los populacheros! Nunca una palabra menos digna en su vocabulario. Nunca un pensamiento menos elevado. Nunca una actitud demagógica. Si su lenguaje era claro y accesible, nunca dejaba de ser noble. Si sus pensamientos eran proporcionados a la inteligencia de cada cual, siempre estaban impregnados de la sagrada dignidad de Aquel en cuyo nombre se enseñaban. San Pío X supo bajar al público sin rebajar ni un ápice la excelsa dignidad de Ministro del Señor. Sabía descender hasta el público, no para ponerse a su nivel en sus miserias, sino para elevar al pueblo hasta sí mismo. Al tratar los problemas más actuales de su tiempo, con una visión penetrante de la realidad tal como se presentaba, san Pío X supo mantenerse en el nivel en el que las grandes tradiciones de la Iglesia han situado la oratoria sagrada, y los nobles estilos del Vaticano han fijado el lenguaje de los actos pontificios.

Profundamente tradicional en el fondo de su enseñanza y en la nobleza de su forma, la doctrina de San Pío X era al mismo tiempo profundamente actual, pues se realizaba según las necesidades reales de cada época, en un lenguaje accesible y atractivo, capaz de orientar las mentes y mover las voluntades.

Superioridad y capacidad de atracción

San Pío X murió en 1914. Sus contemporáneos son, pues, innumerables, incluso en nuestros días [N.C.: el autor escribe en 1954]. Nemo sumus fit repente, dice la Moral: nada de excelente ni de pésimo se hace de repente. Todo lo que es profundo procede de una germinación lenta. Sería imposible que nuestro mundo hubiera llegado al clímax de la crisis religiosa, cultural, moral, política, social y económica en la que se encuentra, sin que esta crisis hubiera germinado, de forma cada vez más grave, en un pasado lejano. Es decir, que los problemas de la época de San Pío X no son distintos de los de hoy. Al contrario, son los mismos problemas, pero en muchos casos con un grado de exacerbación menor que el actual. Una exacerbación menor no significa una exacerbación pequeña. Si hoy tantos problemas están a punto de estallar, es porque en tiempos del santo ya estaban cargados de pólvora. El proceso de combustión ya había comenzado. Sólo que, a partir de entonces, las llamas se han transformado en inmensas llamaradas.

Así, San Pío X experimentó muy de cerca, como en carne propia, un problema que concierne en grado sumo a quienes hoy se dedican al apostolado. Por un lado, la doctrina católica es inmutable, pero por otro, los tiempos cambian. Y así, no es infrecuente que lo que ayer entusiasmaba o conmovía a la gente, hoy despierte antipatía, o al menos no logre superar la indiferencia general. Por el contrario, lo que ayer suscitaba repulsión o no suscitaba más que indiferencia, hoy suele despertar entusiasmo o, al menos, vivo interés. Al difundir sólo lo que agrada al público, se traiciona la misión esencial del apostolado, que consiste en proclamar toda la verdad. Pero al proclamar toda la verdad se corre el riesgo de suscitar antipatías y provocar divisiones, desgraciadamente ya inminentes a causa de la maldad de los tiempos. ¿Cómo actuar?

A lo largo de la vida de San Pío X se puede observar que tuvo presente este problema, y con la mayor atención. Es importante saber cómo lo resolvió. Hay ciertos Santos que han recibido de Dios en grado extraordinario, e incluso carismático, el don de atraerse el afecto de los hombres. Uno de ellos era sin duda José Sarto. No le faltaban dotes naturales para ello. Su semblante, de rasgos claros, delicados y armoniosos, su alta estatura, su voz de timbre agradable, inspiraban naturalmente simpatía y confianza. Los conocimientos y las virtudes acrisoladas del hombre de Dios acentuaban profundamente esta impresión natural. Pero tal era la atracción que ejercía San Pío X sobre quienes se acercaban a él, que llegaba a tener algo de misterioso y evidentemente sobrenatural. El cardenal Merry del Val, en su admirable libro sobre el gran Pontífice, cuenta cómo, apenas elegido el sucesor de León XIII, el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede solicitó audiencia para rendirle homenaje. La opinión mundial admiraba en León XIII a un Papa con la aureola de una inteligencia genial y un porte altamente aristocrático. Se decía que su sucesor era un simple cura de aldea de origen humilde y sin gran talento. Es concebible que los diplomáticos entraran en la sala donde San Pío X estaba dispuesto a recibirlos, sin ninguna inclinación a dejarse emocionar o fascinar. Cuando terminó la audiencia, todos fueron a visitar a monseñor Merry del Val, que estaba al frente de la Secretaría de Estado. Tras los primeros saludos, se hizo un silencio que dejó perplejo al prelado. Finalmente, uno de los diplomáticos rompió esta difícil atmósfera, formulando una pregunta repetida inmediatamente por los demás: dígame, Monseñor, ¿qué extraordinario encanto tiene este nuevo Papa? Todos seguimos bajo el yugo de su atracción... Era la gracia de Dios, que bullía en el alma de un Santo y atraía hacia sí los corazones de los hombres.

La verdad sale más fácilmente por la boca de los pequeños que por la de los diplomáticos. La profundidad de la impresión que San Pío X causaba en todos fue expresada de forma conmovedora por los niños. El P. Dal Gal nos cuenta que cuando el Papa se dirigía a ellos con encantadora bondad, no pocas veces, en lugar de responder "sí, Santo Padre", decían instintivamente "sí, Jesús". Después de esto, ¿qué otro elogio se puede hacer de alguien?

Todos los que estuvieron cerca de San Pío X están de acuerdo en que, si naturalmente atraía tanto, no se basaba sólo en este admirable don, sino que ejercía sobre sí una vigilancia constante para no pronunciar una palabra irreflexiva que pudiera dañar innecesariamente a alguien. En esto, como en tantos otros puntos, su aplicación fue constante. Y por esta razón, nunca hubo nadie que, al tratar con él, pudiera retirarse con justo motivo de queja.

Este afán de agradar es muy evidente en los documentos del Santo Pontífice. Incluso en sus actos más enérgicos y vehementes, se observa que siempre dejaba abierta de par en par la puerta del perdón para quienes se arrepintieran sinceramente del mal cometido y resolvieran firmemente no volver a hacerlo. ¡Y con qué acentos llamaba a los corazones descarriados a esta puerta! Uno estaba seguro de que daría hasta la última gota de su sangre para salvar una sola alma caída en el error o en el pecado.

Pero este deseo de complacer a los hombres no era mera filantropía naturalista. Era auténtica caridad. Por esta razón, San Pío X, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por los hombres por amor a Dios y para atraerlos a la gracia de Jesucristo, nunca dejó de enseñar toda la verdad, de predicar la moral sin aspavientos ni engaños, de desplegar ampliamente el estandarte del Salvador. En su tiempo no faltaron quienes recomendaron a los católicos que velasen aquellas partes de su doctrina que eran demasiado incompatibles con las tendencias del siglo. En esto, San Pío X se mostró constantemente de una energía indomable. Su papel, como el de todo apóstol en general, no consistía en velar la verdad porque no era amada, sino en desplegarla para hacerla totalmente amada.

Tiernísima compasión, firmeza invencible

Pero ¿no puede decirse que tal intransigencia habrá creado crisis dolorosas, que habrá impuesto sufrimientos lancinantes a tantas almas, que habrá dado lugar a luchas y dificultades? ¿Y cómo puede un corazón católico hacer sufrir tanto a los demás de forma deliberada y premeditada?

No hay nada más distinto del santo Pontífice que un matón que encuentra todo su placer en la disputa, que hace consistir toda su gloria en aplastar al prójimo, que no entiende la convivencia humana más que como una lucha permanente, en el plano de las ideas como en el de los intereses. Siempre que San Pío X hizo sufrir a alguien, sufrió profundamente, también, en su propia alma.

Algunas crisis dolorosas que estallaron en el curso de su pontificado le colocaron en esta posición. La acción del Modernismo dentro de la Iglesia le obligó a actos de una energía que desconcertó a muchos, incluso a muchos católicos. Su lucha contra el gobierno francés, laicista y masónico, le llevó a posiciones de una intransigencia que muchos de sus contemporáneos, por muy situados que estuvieran, no acababan de comprender. Algunas de sus intervenciones en asuntos eclesiásticos tuvieron que hacerse con gran firmeza. En todos estos casos, San Pío X fue tan lejos como debería haber ido un Papa de los más enérgicos en la misma situación. Y es fácil ver que sus rigurosos gestos provocaron mucho dolor y muchas lágrimas...

Pero, ¡qué rigor tan justificado! En primer lugar, San Pío X no actuó con entereza sino después de haber agotado todos los métodos suasorios. Sólo recurriría a un castigo severo cuando estuviera seguro de la inutilidad de cualquier medio más suave. Así en la condena del modernismo. Estos enemigos felicísimos de la Iglesia, infiltrados en los círculos católicos, propagaban al amparo de la capa de Catolicismo doctrinas que eran la síntesis de todas las herejías. Habiendo fracasado todos los demás procedimientos, el Papa fulminó —ésa es la palabra correcta— contra ellos la Encíclica "Pascendi". ¿Podría no haberlo hecho? El enemigo, con piel de cordero, arrastraba a las almas a la herejía. Si San Pío X no hubiera llegado a este rigor extremo, ¿cuáles habrían sido las consecuencias? Según el cardenal Mercier, Arzobispo de Malines, Europa podría haberse visto arrastrada a una crisis tan grave como la del Protestantismo. ¿Quién querría cargar con tanta responsabilidad ante Dios?

Y, en segundo lugar, ¡qué afectuoso rigor! Ninguna censura que no fuera estrictamente justa, estrictamente necesaria. Ninguna expresión que superara la medida adecuada. Ninguna omisión en lo que dijese respecto a las promesas de perdón.

Y, por último, qué seriedad en todo esto. El Pontífice, decíamos, tenía abierta de par en par la puerta del perdón. Pero nunca un perdón equívoco, nunca un perdón para encubrir situaciones falsas. Perdón, sí, pero para quienes dieron garantías de arrepentimiento y de intención de no reincidir. Porque lo vago, lo flotante, lo indefinido, la timidez, el oportunismo, nunca fueron cosas que el Santo amara o siquiera tolerara.

Gran maestro, gran protector

"En la mañana del 3 de junio de 1951, tras el canto de la Letanía de los Santos, Pío X fue solemnemente proclamado Beato [por Pío XII]. Leído el decreto, fue descubierto su sagrado cuerpo en la urna colocada ante el altar de la Confesión, y cayó el velo de su imagen en la gloria de Bernini" [*]

El Santo Padre Pío XII, en cuyo pontificado se han acumulado tantas glorias, al canonizar a San Pío X quiso darnos un gran ejemplo. Un magnífico ejemplo, sí, pero que conlleva la continencia de cumplir deberes verdaderamente arduos. Por eso, el Santo Padre nos ha indicado a su Santo Predecesor y Homónimo no sólo como ejemplo, sino también como protector.

Cada Santo es invocado por la piedad de los fieles para que les ayude especialmente en alguna necesidad especial. San Pío X es el más valioso intercesor ante Dios que puede obtener para nosotros las gracias que necesitamos para ver y actuar según su ejemplo en esos asuntos tan difíciles que en su vida abordó con admirable sabiduría, y que el apostolado en nuestros tiempos agitados reclama en todo momento.

En todo esto el Santo Pontífice no hizo más que continuar la línea tradicional de la Santa Sede. Una Maestra tan firme y una Reina tan complaciente. En la cuestión de los orientales, por ejemplo, concedió todo lo que permitía la tolerancia disciplinaria, pero mantuvo muy claramente todo lo que exigía la intransigencia doctrinal. En sus relaciones con los orientales, San Pío X fue un modelo de firmeza, pero al mismo tiempo de afecto paternal. En el cuadro que ilustra [el comienzo de este artículo] le vemos rodeado de altos prelados de rito oriental, manifestando el amor de la Iglesia por esa venerable y gloriosa porción del rebaño de Jesucristo.


NOTAS

[*]  "Pío X", texto de Nello Vian, Pórtico y Versión de Andrés E. de Mañaricúa y Fotografías de Leonardo von Matt, editado por Desclée de Brouwer en 1954

Las letras en negrita proceden de este sitio.

Para profundizar en el conocimiento de San Pío X y especialmente su lucha contra el “modernismo” recomendamos a nuestros visitantes la sección “Especial” sobre San Pío X (en portugués). Para acceder pinchar aquí.

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