Traducción de:

El 8 de diciembre de 2004 se conmemoraron 150 años de la proclamación del
dogma de la Inmaculada Concepción por el Beato Pío IX, en 1854. Evento
grandioso, que trasciende del mero campo teológico por la profunda
influencia que hasta hoy ejerce sobre el curso de los acontecimientos
temporales. Esta influencia es explicada por el Prof. Plinio Corrêa de
Oliveira en un magistral artículo para la revista “Catolicismo” (Nº 86,
febrero de 1958), del cual “Tradición y Acción” transcribió los tópicos
principales (Nº
4, oct.-dic. 2004), como adhesión al jubileo de ese gran dogma
mariano.
En 1854, por la Bula Ineffabilis, el gran Papa Pío IX definía como dogma
la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. En 1858, del 11 de Febrero al
16 de Julio, la Virgen aparecía 18 veces en Lourdes a una hija del pueblo,
Bernardette Soubirous, declarando ser Ella la Inmaculada Concepción. A
partir de entonces se inician los milagros. Y la gran maravilla de Lourdes
comenzó a brillar a los ojos del todo el mundo, hasta nuestros días. El
milagro confirmando el dogma: he ahí, en resumen, la relación entre el
acontecimiento de 1854 y el de 1858.
Lo que, empero, es menos conocido por el gran público, es la relación de
esos grandes hechos con los problemas de mediados del siglo XIX, tan
diversos de los de hoy, pero al mismo tiempo tan y tan parecidos con
ellos.
El nuevo dogma chocaba a fondo el espíritu esencialmente igualitario de la
Revolución, que a partir de 1789 reinaba despóticamente en Occidente. Que
una simple criatura fuera de tal manera elevada sobre todas las otras, por
un privilegio inestimable concedido desde el primer instante de su ser, es
cosa que no podía ni puede dejar de doler a los hijos de la Revolución,
que proclamaban la igualdad absoluta entre los hombres como el principio
de todo orden y de toda justicia.
La propia naturaleza de ese privilegio es también antipática para
espíritus liberales. Si alguien admite el pecado original, con toda la
secuela de desarreglos del alma y miserias del cuerpo que acarreó, debe
aceptar que el hombre necesita de una autoridad, a cuyo imperio tiene que
vivir sujeto. Ahora bien, la definición de la Inmaculada Concepción
implicaba en una reafirmación implícita de la enseñanza de la Iglesia a
este respecto.
Sin embargo, no radica sólo en esto lo que osaríamos llamar la “sal” del
glorioso acontecimiento de la definición del dogma. Es imposible pensar en
la Virgen Inmaculada sin recordar al mismo tiempo la serpiente cuya cabeza
Ella aplastó triunfal y definitivamente con el talón. El espíritu
revolucionario es el propio espíritu del demonio, y sería imposible para
una persona de fe no reconocer la parte que el demonio tiene en el
surgimiento y en la propagación de los errores de la Revolución, desde la
catástrofe religiosa del siglo XVI hasta la catástrofe política del siglo
XVIII y todo cuanto a ésta siguió.
Pues bien, ver así afirmado el triunfo de su máxima, de su invariable, de
su inflexible enemiga, era para el poder de las tinieblas la más horrible
de las humillaciones. De otro lado, ver que contra la tempestad
revolucionaria se erguía, sola e intrépida, la figura majestuosa del
Vicario de Cristo, desarmada de todos los recursos de la tierra y confiada
solamente en el auxilio del Cielo, era para los verdaderos católicos
fuente de un júbilo igual al que sintieron los Apóstoles, viendo erguirse
en la tempestad desencadenada sobre el lago Genezaret la figura
divinamente varonil del Salvador, gobernando soberanamente los vientos y a
los mares: venti et mare obediunt Ei – “Los vientos y los mares le
obedecen” (Mt. 8, 27).
Así como todos los generales y gobernadores del Imperio Romano se dejaron
derrotar o huyeron en desbandada delante de los hunos, así también frente
a la Revolución aquellos que en la sociedad temporal deberían defender la
Iglesia y la civilización cristiana se hallaban, y en número incontable,
en deplorable derrota o desbandada.
En esta situación, de una noble y solemne dramaticidad, Pío IX, como San
León Magno frente a Atila, era el único en enfrentar el adversario e
imponerle la retirada. ¿Retirada? La proposición parece osada. Empero,
nada es más verdadero. A partir de 1854, en efecto, la Revolución comenzó
a sufrir sus más grandes derrotas.
En la apariencia como en la realidad, ella continuó extendiendo su imperio
sobre la tierra. El igualitarismo, la sensualidad, el escepticismo fueron
alcanzando victorias siempre más radicales y extensas. Pero algo nuevo
había surgido. Y este algo, que es modesto, apagado, insignificante de
aspecto, a su vez viene creciendo incoerciblemente y acabará por matar la
Revolución.
Para comprender bien este punto fundamental, es preciso tener en vista el
papel de la Iglesia en la Historia, y de la devoción a Nuestra Señora en
la Iglesia.
La Iglesia es, en los planes de Dios, el centro de la Historia. Es la
Esposa de Cristo, a la que Él ama con amor único y perfecto, y a la cual
quiso sujetar a todas las criaturas. Y es claro que el Esposo nunca
abandona la Esposa, y que es sumamente celoso de la gloria de Ella.
Así, en la medida que su elemento humano se conserve fiel a Nuestro Señor
Jesucristo, la Iglesia nada debe temer. Hasta las mayores persecuciones
servirán a su gloria. Y las honras y prosperidades más marcadas no
adormecerán en el pueblo fiel el sentido del deber y el amor a la Cruz.
Esto en el plano espiritual.
Por otro lado, en el plano temporal, si los hombres abrieran su alma a la
influencia de la Iglesia, estará franqueado a ellos el camino de todas las
prosperidades y grandezas. Por el contrario, si la abandonaren, estarán en
la senda de todas las catástrofes y abominaciones. Para un pueblo que
llegó a pertenecer al gremio de la Iglesia, sólo hay un orden de cosas
normal, que es la civilización cristiana. Y esa civilización, superior a
todas las otras, tiene por principio vital la Religión Católica.
Las condiciones de florecimiento de la Iglesia
A su vez, hay para la Iglesia tres condiciones de florecimiento tan
esenciales que exceden todas las demás, y sobre las que nunca será
suficiente insistir.
1. Ante todo está la piedad eucarística. Nuestro Señor presente en el
Santísimo Sacramento es el sol de la Iglesia. De Él nos vienen todas las
gracias.
2. Pero estas gracias tienen que pasar por María. Pues es Ella la
Medianera universal, por quien vamos a Jesús y por quien Jesús viene a
nosotros. La devoción mariana intensa, lúcida, filial, es pues la segunda
condición para el florecimiento de la virtud.
3. Si Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento está presente pero no nos
habla, su voz se hace oír para nosotros a través del Sumo Pontífice. De
donde la docilidad al Sucesor de San Pedro es el fruto propio y lógico de
la devoción a la Sagrada Eucaristía y a Nuestra Señora.
Así pues, cuando estas tres devociones florecen, más temprano o más tarde
la Iglesia triunfa. Y, a contrario sensu, cuando ellas declinan, más tarde
o más temprano la civilización cristiana decae.
La Inmaculada Concepción
Desde mucho antes de la proclamación del dogma, los ambientes católicos de
Europa y de América venían siendo trabajados por una verdadera lepra, el
jansenismo. Esa herejía tenía en la mira precisamente debilitar a la
Iglesia, minando la devoción al Santísimo Sacramento bajo las apariencias
de un falso respeto. Exigía tales disposiciones para aproximarse a la
Sagrada Mesa, que las personas influenciadas por ese error
—desgraciadamente muy numerosas— dejaban casi completamente de comulgar.
De otro lado, el jansenismo movía una campaña insistente contra la
devoción a Nuestra Señora, a la que acusaba de desviar a los fieles de
Jesucristo, en lugar de conducirlos hacia Él. Y por fin, esa herejía movía
una lucha incesante contra el Papado, y especialmente contra la
infalibilidad del Sumo Pontífice.
La definición del dogma de la Inmaculada Concepción fue el primero de los
grandes reveses sufridos por el enemigo interno. En efecto, nació de ahí
un inmenso manantial de piedad mariana, que se viene expandiendo cada vez
más. Para probar que todo nos viene por María, quiso la Providencia que
fuese marial ese primer gran triunfo.

Lourdes
Pero para glorificar aún mejor a su Madre, Nuestro Señor hizo más. En
Lourdes, como estruendosa confirmación del dogma, hizo lo que nunca antes
se había visto: instaló en el mundo el milagro por así decir en serie y
permanente. Hasta entonces el milagro aparecía en la Iglesia
esporádicamente. Pero en Lourdes, las curaciones científicamente
comprobadas y de origen más auténticamente sobrenatural se vienen dando
hace casi ciento cincuenta años, como un flujo continuo, ante los ojos de
un siglo confuso y desorientado.
La infalibilidad
De este brasero de fe encendido con la definición de la Inmaculada
Concepción se desprendió, como una llama, un inmenso anhelo. Los mejores,
los más doctos, los más calificados elementos de la Iglesia deseaban la
proclamación del dogma de la infalibilidad papal. Más que nadie, lo quería
el gran Pío IX. Y de la definición de este dogma brotó para el mundo un
manantial de devoción al Papa, que constituyó para la impiedad una nueva
derrota.
La
Sagrada Eucaristía
Por fin, vino el Pontificado de San Pío X, y con él la invitación a los
fieles para la Comunión frecuente e incluso diaria, así como para la
comunión de los niños. Y la era de los grandes triunfos eucarísticos
comenzó a brillar, radiante, para toda la Iglesia.
Con todo esto, la atmósfera jansenista fue barrida de los ambientes
católicos. La plaga modernista, y más tarde la plaga neo-modernista, no
consiguieron anular esas grandes victorias que la Iglesia había alcanzado
contra sus adversarios internos.
Un triunfo inmenso y frustrado
Pero, se podría preguntar, ¿qué resultó de ahí para la lucha de la Iglesia
contra sus adversarios externos? ¿No se diría que el enemigo está hoy más
fuerte que nunca, y que nos aproximamos de aquella era soñada por los
iluministas hace tantos siglos, de naturalismo científico, craso e
integral, dominado por la técnica materialista; de la república universal
ferozmente igualitaria, de inspiración más o menos filantrópica y
humanista, de cuyo ambiente sean barridos todos los resquicios de una
religión sobrenatural? ¿No está ahí el comunismo, no está ahí el peligroso
deslizar de la propia sociedad occidental hacia la realización de este
propósito?
Sí. Y la proximidad de este peligro es mayor de lo que generalmente se
piensa. Pero nadie presta atención a un hecho de importancia primordial.
Es que mientras el mundo va siendo modelado para la realización de este
siniestro designio, un profundo, un inmenso, un indescriptible malestar se
va apoderando de él. Es un malestar muchas veces inconsciente, pero que
nadie osaría contestar. Se diría que la humanidad entera sufre violencia,
que está siendo puesta en una horma que no conviene a su naturaleza, y que
todas sus fibras sanas se contuercen y resisten. Hay una aspiración
inmensa por otra cosa, que aún no se sabe cuál es. Pero —hecho tal vez
nuevo desde que comenzó, en el siglo XVI, el declinar de la civilización
cristiana— el mundo entero gime hoy en las tinieblas y en el dolor,
precisamente como el hijo pródigo cuando llegó al extremo de la vergüenza
y de la miseria, lejos del hogar paterno. En el propio momento en que la
iniquidad parece triunfar, hay algo de frustrado en su aparente victoria.
La experiencia nos muestra que es de descontentos así que nacen las
grandes sorpresas de la Historia. A medida que la contorsión se acentúe,
se acentuará también el malestar. ¿Quién podrá decir qué magníficos
sobresaltos no podrán provenir de ese hecho?
En el extremo del pecado y del dolor, está muchas veces para el pecador la
hora de la misericordia divina…
Ahora bien, este sano y promisorio malestar es, a mi juicio, un fruto de
la renovación de la fibra católica causada por los grandes acontecimientos
que arriba enumeré, resurrección ésta que repercutió favorablemente sobre
lo que había de restos de vida y de sanidad en todas las áreas de cultura
del mundo.
El gran momento histórico
Fue por cierto un gran momento en la vida del hijo pródigo, cuando su
espíritu embotado por el vicio adquirió nueva lucidez y su voluntad nuevo
vigor, en la meditación de la situación miserable en que había caído, y de
la torpeza de todos los errores que lo habían conducido lejos de la casa
paterna. Tocado por la gracia, se encontró con más claridad que nunca
frente a la gran alternativa: o arrepentirse y regresar, o perseverar en
el error y aceptar hasta el más trágico final sus consecuencias. Él
escogió el bien. Y el resto de la historia, lo conocemos por el Evangelio.
¿No nos estaremos aproximando de ese momento? Todas las gracias acumuladas
para la humanidad pecadora, por ese nuevo manantial de devoción a la
Sagrada Eucaristía, a Nuestra Señora y al Papa, ¿no producirán,
precisamente en los lances trágicos de una crisis apocalíptica que parece
inevitable, la gran conversión?
La enseñanza de Lourdes y Fátima
El futuro sólo Dios lo conoce. A nosotros los hombres nos es lícito, entre
tanto, conjeturarlo según las reglas de verosimilitud.
Estamos viviendo una terrible hora de castigos. Pero esta hora también
puede ser una admirable hora de misericordia. La condición para esto es
que miremos hacia María, la Estrella del Mar, que nos guía en medio de las
tempestades.
Nuestra Señora ha de socorrernos. En realidad, Ella ya comenzó a
socorrernos. La definición de los dogmas de la Inmaculada Concepción y de
la infalibilidad papal, la renovación de la piedad eucarística, tiene su
continuidad en los fastos marianos de los pontificados que siguieron al de
San Pío X. Nuestra Señora apareció nuevamente en Fátima y delineó
perfectamente en sus apariciones la alternativa: o nos convertimos, o un
tremendo castigo vendrá. Pero al fin, el Reinado del Inmaculado Corazón se
establecerá en el mundo.
En otros términos, de cualquier manera, con más o con menos sufrimientos
para los hombres, el Corazón de María triunfará.
Lo que quiere decir, al final, que, de acuerdo con el mensaje de Fátima,
los días del dominio de la impiedad están contados.
La definición del dogma de la Inmaculada Concepción marcó, pues, el inicio
de una sucesión de hechos que conducirá al Reinado de María.

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