Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Se debe ser moderado en todo,

incluso en la moderación

 

 

 

 

 

Catolicismo n. 38, Febrero 1954 (*)

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Los estados de espíritu de los pueblos como los de los individuos sufren variaciones.

Hay épocas en las que la opinión pública de una nación sólo se entusiasma con las opiniones extremadas, las afirmaciones o las negaciones estruendosas, las grandes polémicas, los oradores de elocuencia altisonante, los hombres capaces de grandes hechos.

Dice el adagio francés que: “Tout passe, tout casse, toute lasse et tout se remplace“ (Todo pasa, todo se quiebra, todo cansa y todo se reemplaza).

Este gusto de lo grandioso tiende fácilmente a la exageración. Del heroísmo auténtico se pasa al melodrama, y como nadie puede vivir por mucho tiempo en una atmósfera saturada de rayos y de centellas, poco a poco las energías se van gastando, y una sorda nostalgia de la tranquila vida cotidiana, con su despreocupación, con su amenidad, con los placeres vegetativos que proporciona, va minando los corazones.

Los héroes y los heroísmos van pasando de moda. Los espíritus, saturados y hartos de ideal, van dislocando sus preferencias hacia otro polo, hacia las formas de virtud que aseguran la tranquilidad de la vida.

Es la era de los moderados, es decir, de los periodistas que pronostican la inminente solución de todos los problemas, de los pensadores sonrientes que amortiguan con destreza las polémicas encontrando “medios términos” hábiles entre las opiniones extremas, de los artistas que presentan estilos y formas de belleza adecuados a una vida mediana y risueña, etc.

Al cabo de cierto tiempo, los ánimos están rehechos, las energías recuperadas. La vida cotidiana comienza a hartar. El aire parece parado y denso en la modorra de la rutina diaria. El apetito de lo grandioso resurge. Y el ciclo recomienza.

¿Cuánto tiempo duran estos ciclos? Es algo muy variable.

A veces en la vida de una misma generación estos ciclos se suceden rápidamente. Otras veces, su lentitud es tal que se arrastra lentamente a través de generaciones.

De cualquier forma, este fenómeno existe y marca a fondo toda la vida política, social, cultural y económica. Si Bizancio cayó, fue en gran parte porque los ánimos se encontraban en la fase “moderada” y vegetativa mientras que los acontecimientos exigían heroísmo.

La caída de Napoleón fue muy favorecida porque los franceses estaban cansados del clima de grandeza un tanto melodramática del Imperio, desde Ney hasta el último de los pequeños burgueses. Si Alemania pudo invadir tan fácilmente a Francia en 1940, fue en parte porque encontró delante de sí un pueblo embriagado de espíritu pacifista y “moderado”, mientras que los nazis estaban en el cenit de su fase “heroica”.

Las marcas de estos diversos estados de espíritu son tan profundas en todos los campos, que incluso invaden inesperadamente dominios como el de la moda y del humor. En los períodos “heroicos” los tipos femeninos que logran más éxito son los imponentes, grandiosos, fatales, cleopátricos.

En los períodos “moderados” la admiración recae más fácilmente sobre lo gracioso, lo leve, lo gentil. En los períodos “heroicos”, el humor tiene apetito de anécdotas o diseños que provoquen grandes carcajadas. En los períodos “moderados” se desea un humor discreto, sobrio, que simplemente haga sonreír.

Evidentemente, un hombre sujeto a las grandes variaciones mentales de la opinión pública, que acabamos de describir, sería un intemperante típico.

En efecto, mutaciones de estas existen en el hombre virtuoso, pero de modo equilibrado. Hay momentos en que el espíritu temperante está dispuesto a la acción, y otros al reposo; momentos en que su alma aspira a las cúspides austeras y otros a los valles risueños. Pero, porque es equilibrado, sabe que su vida fue hecha para los horizontes sublimes y gravísimos que la Fe le revela; de la alternativa entre las glorias regias del Cielo y la tragedia eterna del infierno, poniendo en juego a cada instante la Sangre de Cristo. Sabe que la vida tiene momentos de placer y horas de lucha, momentos de reposo y momentos de trabajo, de dolor y de alegría, de intimidad y de solemnidad.

El hombre equilibrado no ignora que tener un alma saludable pide estas alternancias. Y por esto no querrá pasar toda su vida sólo en uno de estos climas, en el “heroico” o en el “moderado”.

Aún más, sus estados de espíritu no quedarán a merced de los vientos indecisos de su sensibilidad.

El hombre ponderado sabe portarse a la altura de las circunstancias, no mostrando una grandilocuencia ridícula en las ocasiones triviales, ni una trivialidad torpe en las grandes situaciones.

Esto que se dice del hombre temperante, también se dice de un pueblo temperante. Cuando un pueblo está en su apogeo, no revela estos grandes desequilibrios de alma, estas hambres y estos hastíos mentales inmoderados, parecidos con el hambre y el hastío de los enfermos. Esto se puede decir, por ejemplo, de la Inglaterra victoriana, igualmente espléndida en la grandeza del Imperio y en el encanto de su vida privada.

Evidentemente no vivimos en un siglo de equilibrio mental. Y si algún lector piensa lo contrario, estremézcase, pues es algún desequilibrio de su alma que lo lleva a engañarse tan completamente a respecto de un hecho evidente como la luz del sol.

El resultado es que tenemos de todo en materia de intemperancia. Tenemos “heroicos” intemperantes, como “moderados” intemperantes, y tenemos toda la gama intermedia pues el teclado de la intemperancia tiene mil notas.

De estas intemperancias, la “moderada” parece sin embargo ser hoy, entre nosotros, la más generalizada.

En buena parte por lo menos, esto es natural. Pues la II Guerra sació de grandezas dramáticas y melodramáticas.

En Occidente, la influencia que se tornó preponderante fue la hollywoodiana. Esta trae consigo una atmósfera de saciedad, optimismo, alegría conciliadora, del estilo “joven simpático” y “niña buena”, de liberalismo profundo, de negación implícita del pecado original, que estimula al máximo la intemperancia “moderada”. Por lo demás, con buenos baños, buenos refrigeradores, buena cocina, radio, televisión, automóvil, clínicas Mayo y ataúdes pintados, decorados, adornados, en cementerios risueños, al son de músicas amenas, ¿por qué no sonreír siempre? ¿Y qué quiere el “moderado” sino estar siempre sonriendo?

Es fácil ver cómo esta tendencia “moderada” se va tornando preponderante.

En los artículos de diarios, en los discursos, en las conferencias, incluso en las conversaciones particulares, las opiniones que se afirman con mayor seguridad, más énfasis, más eco, son siempre las “equilibradas”, las “moderadas”, las del término medio. Todos los que atacan una opinión procuran denunciarla como “extremada”. Y sus defensores tratan de esquivar este rótulo como si de eso dependiera el éxito de su causa.

En una palabra, un slogan de un origen más o menos invisible domina a Occidente: ¡moderación! ¡moderación!

Contrarios por principio a cualquier desequilibrio, ocupémonos del más actual, es decir, de este intemperante e inmoderado amor a la moderación.

Esta será la materia de un próximo artículo. 

(*) Título original: Moderación, moderación: slogan que llena Occidente. Traducción y adaptación por Acción Familia (Santiago de Chile). Las negritas son nuestras.


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