Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Altivez popular y

pretensión revolucionaria

 

 

 

 

 

"Catolicismo", Nº 48, Diciembre de 1954 (*)

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Como se sabe, Louis Veuillot (polemista católico francés del siglo XIX, n.d.c.) era plebeyo, en el mejor, y sin embargo en el más radical sentido de la palabra. Sus padres eran de extracción social muy humilde, y Veuillot tuvo la elevación de alma y el buen gusto de nunca ocultar este hecho. Por el contrario, en una página célebre, cierta vez afirmó que si el mundo regresase al Evangelio y pudiese ser emprendida una reconstrucción social seria, él se incluiría en la plebe, para reorganizarla, dejando a los otros la tarea de las demás clases. Y el gran escritor añadió que la Revolución no quiso destruir sólo la nobleza y el clero, sino incluso el pueblo. En efecto, las mentalidades modeladas a la 1789, aunque proclaman la dignidad de la condición de plebeyo, de hecho se avergüenzan de ella, buscando ocultar de cualquier manera todo aquello que pueda hacer recordar que la plebe existe y tiene su lugar a la luz del sol. De ahí nace el deseo que el espíritu revolucionario procura insuflar en la masa, de ostentar en cuanto sea posible un aspecto burgués. La casa, el traje, las maneras, el tipo de diversiones, etc. En definitiva todas las cosas, para el pobre trabajador manual, cuando en él penetran las toxinas de la Revolución, sólo tienen atractivo, sólo satisfacen, cuando son en toda la medida de lo posible burguesas. De ahí un “lujo” ruinoso, de baratijas vistosas, tantas veces sin gusto ni durabilidad, devastando las economías operarias en exclusivo provecho de los fabricantes de tales inutilidades.

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Deben existir diferencias de clases, por el propio e inmutable orden natural de las cosas, conforme lo enseñan los Papas. Y así, en cualquier sociedad deberán existir ricos y pobres, familias ilustres y familias modestas, intelectuales y trabajadores manuales. Ahora bien, todavía por el propio orden natural de las cosas, las élites deben ser menos numerosas que el pueblo. En consecuencia, la condición popular es la de la mayoría del género humano. Y esta condición no puede ser de penuria, ni de angustia, ni de vergüenza. Pues de lo contrario deberíamos creer que Dios creó para la vergüenza, la angustia y la penuria, a la inmensa mayoría de los hombres, que El mismo redimió y elevó a la categoría de miembros de su Cuerpo Místico. El estado de plebeyo puede y debe colocarse, pues, tranquila y dignamente a la luz del sol; y el plebeyo puede y debe vivir con hartura, con despreocupación, con nobleza –diríamos – en su estado, en el estilo de vida que le es propio, sin sentir la necesidad de camuflarse como burgués, sino mostrando por el contrario, a todos, de cuanta belleza tangible y cuanto esplendor moral es capaz la vida de un plebeyo rescatado por la Sangre de Cristo.

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En entera consonancia con lo que hemos dicho, existe el admirable tipo humano contemporáneo de vaquero paraense (gentilicio de Pará, Estado de Brasil, n.d.c.). Físicamente, su condición de plebeyo hizo de él una obra prima de fuerza, salud y equilibrio temperamental. Habituado al aire libre y puro, al ejercicio tonificante, a la mesa sobria pero harta, al reposo generoso y auténtico del campo, domina los espacios y los incontables rebaños, con su agilidad de verdadero “técnico”. De ahí le vino también un desarrollo de los nervios y del alma, que se refleja en el porte varonil y elegante, en la expresión plácida y a un tiempo vivaz del semblante. El es vaquero en todo su ser. Pero ¡cómo posee y expresa la modesta y esplendida dignidad que hay en ser un honesto y laborioso vaquero de las extensiones del Pará! ¿Este hombre ganaría con despojarse de su magnífico sombrero, untar de cosméticos su cabeza, cambiar su ropa por un atuendo estilo burgués, comprado ya hecho y a crédito, dejar las extensiones del Pará por una esquina y una taberna, y perderse arreglado, perfumado y adelgazado, en la multitud operaria “burguesiforme” de alguna gran ciudad?

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O este magnífico moro del Rif, que enfrenta altanero los vientos del desierto, digno, libre, altivo en su pobreza sin pretensiones ¿ganaría en cuanto hombre, en eclipsarse en alguna fábrica actual, para vivir del lujo falso, enervante y lleno de miseria, de la infeliz plebe urbana de nuestros días?

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Este es un principio al que no se debe renunciar de ningún modo. En una civilización cristiana debe haber clases proporcionadamente desiguales. El pueblo, el “pequeño pueblo de Dios” como se decía afectuosamente en la Edad Media, debe necesariamente existir y constituir una clase que tenga lo suficiente para una vida familiar harta y estable según su estado; una clase con la conciencia de su dignidad, que encuentre en su modo de vivir propio y característico, honra y belleza. La cuestión social no se resolverá mientras la mayor parte de la humanidad se sienta avergonzada de la condición de vida que le es propia; mientras no vuelva a florecer un arte popular que haga resplandecer ante los ojos de todos la fuerte, bella y noble dignidad del verdadero plebeyo; mientras no se le den al obrero urbano y rural condiciones de vida materiales que tornen esto posible. Sobre todo, mientras la templanza cristiana no expulse de la atmósfera contemporánea el tóxico de la Revolución, y todas las clases, en lugar de soñar con una loca igualdad, sepan amarse en Jesucristo, Nuestro Señor, que quiso nacer hidalgo y trabajador manual. Príncipe de la Casa de David e hijo de carpintero, para hacer circular entre ellas el amor y la caridad cristiana. 

(*) Traducción por Acción Familia (Santiago de Chile).


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