Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

La verdadera gloria sólo

nace del dolor

 

 

 

Catolicismo, N° 78 - Junio 1957 (*)

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A lo lejos, una multitud asiste –con el habitual entusiasmo, como es natural– a un desfile de los granaderos de la Reina en su uniforme de gala. Desde hace mucho, la táctica militar volvió inútiles uniformes como éste: pantalones negros, dolmans rojos con cinturón y ornatos blancos, guantes blancos, gran gorro de piel. Pero se los conserva para efectos morales: mantener la tradición del ejército y hacer sentir al pueblo el esplendor de la vida militar.

La gloria, en efecto, debe expresarse por símbolos. De ellos se sirve Dios para manifestar a los hombres su propia grandeza. Y en esto, como en lo demás, debemos imitar a Dios. Ahora bien, el uniforme de los granaderos, su marcha impecablemente cadenciada y alineada, la ufanía con que el abanderado conduce el pendón nacional y el baliza indica el rumbo de la marcha, el redoblar de los tambores y el toque de los clarines, todo en una palabra, expresa la belleza moral inherente a la vida militar: elevación de sentimientos, abnegación hasta la sangre, fuerza de emprender, arriesgar y vencer, disciplina, gravedad; en suma, heroísmo. Hay gloria, y verdadera gloria, brillando en todo este ambiente.

* * *

Pero, al final, ¿la gloria es esto? ¿Consiste en vestir un uniforme anacrónico, ejecutar maniobras que ya no tienen ninguna correspondencia real con la batalla moderna, tocar tambores y clarines, y pisar firme en el suelo para adquirir para sí y dar a los otros la impresión de que se es héroe? ¿En avanzar "valerosamente" en un campo sin obstáculos ni riesgos, como quien va al encuentro de un enemigo que no está presente, y ganar por premio los aplausos embriagadores de la multitud? ¿Esto es gloria? O es teatro, representación, opereta?

 

En la segunda foto tenemos la otra cara de la gloria militar. Inmerso enteramente en la tragedia de la lucha armada, este joven soldado de la guerra de Corea [1950-1953] parece no tener edad definida. De la juventud, él tiene la robustez. Pero la vitalidad, el brillo, la lozanía se esfumaron. Su piel, curtida por días interminables de sol, noches enteras de viento y tempestad, parece haber tomado una consistencia no muy diferente del cuero. En el traje, ni la más leve preocupación de elegancia: todo está dispuesto para abrigar contra la rudeza del clima y permitir movimentos sueltos y ágiles, en el barro, en el monte, en las escarpas de los cerros, bajo la acción implacable de los bombardeos.

La lucha, la resistencia y el avance son los objetivos a los cuales todo en este hombre está ordenado. Su fisonomía desde hace mucho no es iluminada por una sonrisa, su mirada parece inmovilizada en la vigilancia contínua contra los hombres y los elementos.

En él no hay preocupación de los grandes lances, ni de los gestos teatrales. Está vuelto hacia las mil trivialidades de la vida cotidiana auténtica de las guerras. Él no quiere representar para sí o para los otros un gran papel. Quiere la victoria de una gran causa. Es lo que explica su seriedad, su dignidad y su fuerza de resistencia.

Él está todo penetrado, hasta las últimas fibras, por un gran cansancio y un gran dolor. Pero un cansancio menor que la inflexible resistencia de alma y cuerpo que lo supera y vence. Un dolor conscientemente sentido, y aceptado hasta sus últimos límites y consecuencias, por amor a la causa por la que está luchando.

Esta es la faz dolorosa y tal vez trágica de la vida militar. En esto es que está el mérito, de allí es que nace la gloria.

Uniformes vistosos, armas relucientes, marchas cadenciadas, desfiles aparatosos, clarines, tambores, aplausos sin fin de una concurrencia embriagada, todo esto son exterioridades legítimas, y hasta necesarias, en la medida en que expresan un deseo de luchar y de sacrificarse por el bien común. Pero todo esto no pasaría de opereta, si este coraje no fuese auténtico y probado, como lo es, por lo demás, por los granaderos de la Reina Elizabeth.

* * *

Son consideraciones de orden natural, es cierto. En ellas podemos, no obstante, coger materia para elevarnos a un campo más alto.

La vida de la Iglesia y la vida espiritual de cada fiel son una lucha incesante. Dios da a veces a su Esposa días de una grandeza espléndida, visible, palpable. Él da a las almas momentos de consolación interior o exterior admirables.

Pero la verdadeira gloria de la Iglesia y del fiel resulta del sufrimiento y de la lucha.

Lucha árida, sin belleza sensible, ni poesía definible. Lucha en la que se avanza a veces en la noche del anonimato, en el barro del desinterés o de la incomprensión, bajo las tempestades y el bombardeo desencadenado por las fuerzas conjugadas del demonio, del mundo y de la carne. Más lucha que llena de admiración a los Ángeles del Cielo y atrae las bendiciones de Dios. 


 (*) Difusión por el sitio Tradicción y Acción por un Perú Mayor.


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