Plinio Corrêa de Oliveira

AMBIENTES, COSTUMBRES, CIVILIZACIONES

¿Tienen los símbolos, la pompa y la

riqueza una función en la vida humana?

 

"Catolicismo" Nº 82 - Octubre de 1957 [*]

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Ha llegado el momento de que "Catolicismo" diga algo sobre las críticas hechas por Lord Altrincham y parte de la prensa británica a la Reina Isabel [**].

El pronunciamento de esta hoja sólo podría estar en "Ambientes, Costumbres, Civilizaciones". Y esto por la misma naturaleza del asunto. Porque fueron bien del género de esta sección las críticas que sufrió la joven Soberana.

En pocas palabras, Lord Altrincham y sus secuazes atacaron a Elizabeth II por juzgar que su presentación, su forma de ser, el tono aristocrático de la corte inglesa, son incompatibles con la idea que nuestro siglo igualitario hace de una Reina.

¿Qué pensar de eso?

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Que la crítica de Lord Altrincham es asombrosamente superficial, o fundamentalmente insincera. Porque si nuestro siglo es tan igualitario que las más bellas tradiciones del pasado monárquico y aristocrático no pueden sobrevivir, entonces también la monarquía misma no tiene más razón para existir. Lo que Altrincham pidió fue, al final, la transformación de la monarquía en una pequeña institución burguesa. Él quisiera a Elizabeth II vestida no como reina de Inglaterra, sinó como reina de belleza de suburbio, capaz de figurar sin demasiada disonancia junto a Khrushchev y a Bulganin en las ceremonias oficiales. Si nó lo notó, fue superficial. Si lo percibió fue insincero cuando formuló sus críticas como monárquico. Por su boca hablaba un igualitarismo esencialmente antimonárquico.

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Sobre Altrincham es lo que basta. No se merece más tiempo.

Vamos al mérito del asunto. ¿Es cierto que el ceremonial de la monarquía inglesa es un anacronismo y debe ser plebeizado?

La pregunta está mal formulada. Importa actuar, nó de acuerdo a los caprichos de este o aquel siglo, sino de acuerdo al orden de Dios en la creación.

Quiso la Divina Providencia que existiesen en la naturaleza materiales bellos y preciosos con los cuales el ingenio humano, rectamente movido por un anhelo de belleza y perfección, produjese joyas, terciopelos, sedas, en definitiva todo lo que sirve para el adorno del hombre y de la vida.

Imaginar un orden de cosas -cualquiera que sea la forma de gobierno, por lo demás- en que todo eso fuese proscrito como malo, sería rechazar los dones preciosos concedidos para la perfección moral de la humanidad.

Por otro lado, Dios dio al hombre la posibilidad de expresar con gestos, ritos, formas protocolares, la alta noción que tiene de su propia nobleza, o de la sublimidad de las funciones de gobierno espiritual o temporal que a veces es llamada a ejercer. De ahí, que más allá del lujo, la pompa sea un elemento natural de la vida de un pueblo culto.

Esos recursos decorativos fueron hechos para adornar la tradición, el poder legítimo, los valores sociales auténticos, y no para ser el privilegio de arribistas y de nouveaux-riches que alardean su opulencia -para lo que nada los preparó- en boîtes, casinos u hoteles suntuosos. Y mucho menos para ser encerrados en los museos como incompatibles con la simplicidad funcional y la sesudez lúgubre de un ambiente más o menos proletarizado.

Así entendidos, esos elementos decorativos tienen esencialmente una admirable función cultural, didáctica y práctica, de la mayor importancia para el bien común.

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En un balcón, la Reina, el Duque de Edimburgo y sus dos hijos se presentan, ante los aplausos de la multitud. Siglos de gusto, finura, poder y riqueza prepararon pacientemente esas joyas magníficas, esa indumentaria noble, esa perfecta estilización de actitudes y expresiones fisonómicas.

Considerando las conveniencias del cuerpo, es bien posible que la Reina encontrase más cómodo en ese momento estar en bata y pantuflas haciendo tricot; el Duque prefiriese estar en una piscina, y los niños revolcándose en el césped. Pero ellos comprenden que esas cosas sólo se hacen en particular. Ellas pueden ser buenas, por ejemplo, para que las haga un pastor delante de su rebaño de irracionales, no sin embargo para que un jefe de Estado imponga respeto a un pueblo inteligente. A los animales se les conduce haciendo el uso de un bordón y dándoles pasto. Para los hombres, son necesarias convicciones, principios y, en consecuencia, símbolos en que todo esto se exprese.

Cuando la Familia Real se asoma así al balcón, ella simboliza la doctrina del origen divino del poder, la grandeza de su nación, el valor de la inteligencia, del gusto, de la cultura inglesa. Las multitudes aplauden. Del mundo entero vienen personas deseosas de contemplar esta manifestación de la grandeza de Inglaterra. Y, al terminar, todos se dispersan diciendo: “qué gran institución, qué gran cultura, qué gran país”.

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Aquí está, en nuestra segunda fotografía, Elizabeth en traje común. Imagínese que en adelante ella sólo se presentara así al pueblo. ¿Quién vendría a verla? Y, viéndola, ¿quién pensaría en la gloria de Inglaterra?

De los pocos que acudiesen a verla, la casi totalidad pensaría: qué joven simpática. La alta finura, la distinción tan auténtica de la Reina, velada por la banalidad de los trajes modernos, muchos no lo notarían. Y como de jóvenes simpáticas están llenas las calles, plazas, cines, ómnibus y metros, la cosa quedaría por ahí.

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¡Admirable, legítimo, profundo poder de los símbolos! Sólo lo niega quien no tiene la inteligencia para comprenderlo. O quien quiere destruir las altas realidades que estos símbolos expresan. ¡Ay del país en que —cualquiera que sea la forma de gobierno, repetimos— la opinión pública se deje descarriar por demagogos vulgares, endiosando la trivialidad y simpatizando sólo con lo que es banal, inexpresivo y común! 


NOTAS

[*] Traducción y adaptación de "El Perú necesita de Fátima - Tesoros de la Fe"

[**] John Grigg, también conocido como Lord Altrincham, fue un escritor y político británico que pasará a la historia como el hombre que llamó a la Reina Isabel II una "pedante colegiala".

Su padre era el periodista de la revista Times, Edward Grigg (más tarde Barón Altrincham), que poseía y editó una publicación poco conocida llamada National Review. Después de la muerte de su padre en 1955, Grigg se convirtió en el nuevo Lord Altrincham, retituló su publicación para National and English Review, y publicó los artículos que atacaban a gobierno conservador para su manejo de la crisis de Suez. Pidió la abolición de la Cámara de los Lores y era un crítico abierto de la nobleza hereditaria.

Sin embargo, lo que realmente llamó la atención de la gente fue un artículo de agosto de 1957 en el que criticó el estilo de la reina de hablar y culpó a los que la rodeaban por el contenido de sus discursos: “la personalidad transmitida por las frases que se ponen en su boca es la de una colegiala pedante, capitán de equipo de hockey, un prefecto, un candidato reciente para la Confirmación”.

Según el artículo, la Corte de la Reina era demasiado clase-alta y británica – no reflejaba la sociedad del siglo XX y dañaba a la monarquía [Ref.: Radio Times].