Plinio Corrêa de Oliveira

AMBIENTES, COSTUMBRES, CIVILIZACIONES

La dulzura de la vida

en las relaciones sociales

"Catolicismo" N.º 147 - Marzo de 1963

 

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Las revistas antiguas tienen a veces un profundo encanto. Incluso —o sobre todo— cuando sólo son retazos de papel, sin fecha definida, que traen consigo jirones de un pasado remoto.

Marquis Auguste de Belloy (1815-1871)

Publicamos hoy la traducción de un artículo de “L'Illustration, Journal Universel”, de París, sobre “Los visitantes frecuentes del Café Valois”, firmado por un autor A. de Belloy cuya memoria se ha tragado el tiempo.

¿De qué época datan estas hojas? La información que nos dan es muy vaga: entre 1860 y 1870.

En cualquier caso, tienen el mérito de evocar para los lectores contemporáneos ciertos valores de convivencia social que fueron desapareciendo a medida que se constituían las grandes ciudades del siglo pasado, y de los que no queda ni rastro en el gran público de las babeles de hormigón, hierro y asfalto actuales. Valores preciosos que hacen humana la convivencia social y que son el resultado de que, en el pasado, la civilización se centraba en los bienes del alma más que en los del cuerpo. Mientras que, posteriormente, el materialismo fue moldeando cada vez más las costumbres y las instituciones.

Como incitación a reaccionar contra esta situación, que hace sufrir a tantos espíritus nobles y comprime dolorosamente tantas energías sanas, publicamos hoy un amplio extracto de este artículo.

Tras evocar los pintorescos cafés parisinos del segundo cuarto del siglo XIX, centros de refinada vida social y de una rica efervescencia ideológica, el escritor se lamenta de que hayan sido sustituidos por cafés más nuevos, de un lujo pesado y banal, y sin más expresión que la de un establecimiento en el que los clientes sólo piensan en comer o beber y los propietarios sólo en el dinero.

En contraste con este ambiente materializado, el artículo evoca los tipos pintorescos y las relaciones profundamente afables y de confianza que eran frecuentes en los antiguos cafés.

Los tipos pintorescos que se toman como ejemplo son el Commandeur Odoard de La Fère y el marqués de N., “pilliers” del Café Valois en el segundo cuarto del siglo pasado [N.C.: recordar que este artículo fue escrito en los años 60 del siglo XX).

El affaire ocurrido entre el Chevalier de Lautrec y el propietario de ese mismo establecimiento durante la Revolución Francesa ilustra la “douceur de vivre” que el ambiente del café albergaba en su día.

Con la palabra M. A. de Belloy.

 


 

LOS CAFÉS DE 1830 NO TENÍAN GRANDES PRETENSIONES ARQUITECTÓNICAS...

"¡Adiós, oh buenos tiempos! ¡Adiós, oh fisonomía afable del dueño, oh acogida sonriente y respetuosa de los camareros! ¡Adiós, oh entradas solemnes que uno iba a ver por curiosidad, — entre otras, la del Comendador Odoard de La Fère, digno y asiduo frecuentador del Café Valois!

A las doce en punto, el cañón del Palais-Royal anunciaba su llegada; aparecía en el umbral y se detenía allí un momento, recorriendo la sala con una mirada afable y segura de sí misma, y como que retomando sus hábitos con voluptuosidad. Con la mano derecha apoyada firmemente en su bastón —un bastón con pomo de porcelana blanca y azul— echa hacia atrás, con un gesto de la izquierda, su vieja capa marrón descolorida. Pero no sonreían: nunca se quitó un manto bordado de abejas o de flores de lis doradas con semejante gesto. Algunos vieron al gran Talma acercarse a estudiarlo furtivamente; pero, pobrecito, ¡no había nacido Comendador!

Echando su capa hacia atrás —era como una señal— Pierre, el camarero, en tono respetuoso y con voz de barítono, pronunciaba gravemente estas palabras:

— El Comendador Odoard de La Fère: el habitual chocolate con nata.

Y otro camarero retransmitía la fórmula sacramental a la cocina:

— El Comendador Odoard de La Fère: el habitual chocolate con nata.

El Comendador se dirigía entonces hacia el fondo de la sala, todavía sin saludar a nadie, pero dirigiendo a cada uno de nosotros una mirada que parecía decir:

— Caballeros, las damas primero.

Al llegar al mostrador, saludaba a la joven y buena Henriette, y enseguida, tras intercambiar algunas palabras —siempre las mismas— con la joven, se sentaba en una mesa, o más bien en su mesa, la del Comendador, y allí, tras saludarnos con un amistoso movimiento de cabeza, saboreaba el habitual chocolate con nata, es decir, una taza de chocolate en la que ponían la nata que había subido a la superficie en una jarra de leche hirviendo.

Y no piensen que estas pequeñas atenciones fueran privilegio del Comendador Odoard: cada uno de sus contemporáneos era mimado de la misma manera o similar.

Así, el marqués de Rivarol (hermano mayor del escritor), que apreciaba el moka puro, sin mezcla de Martinica, tenía su propia cafetera.

El Barón de Jonzac, que había pasado en Londres todo el tiempo de su emigración, alabó un día los sándwiches y los buñuelos de su anfitriona en Hay-Market: al día siguiente encontró idénticos buñuelos y sándwiches en la bandeja en la que se le servía el té, y así ocurrió a diario a partir de entonces.

El Caballero de Aï, en su merienda, a eso de las 3, mojaba una galleta de Marsella en una emulsión de avellanas. Las avellanas se molían en un pequeño almirez de ágata, con un mortero de sándalo delicadamente tallado. El Caballero, además, había fornecido estos utensilios, que se utilizaban exclusivamente para él.

... PERO CONSERVABAN UN AMBIENTE RICO EN VALORES DE CONVIVENCIA SOCIAL.

Por último, el excelente y amable marqués de N., que no estaba, como decía, entre los vencedores, se hacía guardar dos de los cuatro terrones de azúcar que le servían con su café con leche matutino. Por la noche se los traían, con un vaso, una botella de agua y una botella de agua de azahar.

Su amor propio quedaba así seguro a los ojos de todo el mundo: no omitia la consumación.

Sólo que, cosa extraña —y que el marqués nunca notaba, increíblemente distraído como era—, los dos terrones de azúcar eran siempre más grandes por la noche que por la mañana, y tan notablemente que pesaban al menos tres veces más.

Este prodigio era obra de una buena hada que mostramos hace un momento, al pasar: la hija de la casa, la demoiselle del mostrador, la buena Henriette.

¿Y cuántos otros trucos amables utilizaba para dar pequeños placeres a estos pobres y altivos clientes, cuyos melindres, por encima de todo, tenía que evitar herir? Hacía el bien con gracia y habilidad. Esta es otra de sus estratagemas:

— Puedo asegurarle, Sr. Marqués, que pagó su factura el martes pasado.

— ¿Pagué la factura? Esa es una buena.

Perfectamente, Sr. Marqués: el martes pasado, a la hora del café.

— Pero ese es sueño tuyo, mi buena chica. El martes pasado no tenía..., bueno, yo sé lo que digo.

— Entonces soy yo quien no lo sabe: gracias por su amabilidad. Afortunadamente, aquí está mi libro, que hace fe, y Ud. puede ver que su nombre está tachado. Y ahora, ¿qué me dice Ud.?

- Yo digo, yo digo que estáis pensando que soy un niño; y estoy moralmente cierto....

— ¡Ah! ¡Aquí viene papá! - Papá, el marqués de N. insiste en que no pagó su cuenta, el martes pasado por la noche, ¡a la hora de irse! Afortunadamente lo viste, ¿no es así, papá?

Y el propietario, advertido por un señal:

— ¡Ah! sobre eso, Sr. Marqués, lamento tener que contradecirle, y me siento muy avergonzado. Pero Ud. sabe que no suelo cobrar dos veces. La joven, por cierto, es una astuta que nunca se equivoca contra mí.

— Vete, eso es demasiado. Padre e hija están jugando conmigo.

— Escuche, Señor Marqués, ya que no podemos llegar a un acuerdo, dividiremos la dificultad. Nos dará nueve francos, la mitad de lo que cree que debe; pero debo advertirle que sólo los mozos se aprovecharán del error: no puede obligarme a tomar una cantidad que no me corresponde.

— ¡Está bien!, entonces quedamos así, ya que ustedes dos parecen tan seguros de sí mismos como yo... Es increíble, podría haber jurado..... de todos modos, hagan lo que quieran. Aquí hay diez francos; uno es para los camareros.

Y el marqués se alejó, mientras la buena de Henriette, conteniendo la risa con dificultad, hacía una señal a Pierre:

— Pierre, dijo, aquí hay una propina del Sr. Marqués; hazlo saber a tus colegas.

Los 10 francos cayeron ruidosamente en la urna que servía de hucha, y el marqués fue atendido con redoblado respeto y celo.

Ahí tienen, dirán tal vez los lectores, a un dueño de un café ciertamente original, pero que no podría haber hecho fortuna de esa manera.

Lo veremos más adelante, pero digamos de entrada que este excelente caballero no descuidó en absoluto su negocio: sólo lo entendió de forma diferente a la mayoría de sus compañeros, y no fue peor que ellos. Además, este sistema era hereditario en su familia, al igual que la bondad que lo originó. Véanlo por lo que sigue.

En 1789, el futuro autor de los días de Henriette era un niño de diez a doce años. Su padre, antiguo mayordomo del Príncipe de Conti, explotaba en París este mismo Café Valois, entonces más o menos desprovisto de color político e incluso local.

Entre los regulares de la casa se hacía notar, por sus nobles maneras, su bello porte y su pierna de palo, el Caballero de Lautrec, de la rama segunda, antiguo brigadier de los ejércitos del Rey, caballero de Malta, San Luis, San Mauricio y San Lázaro.

Hombre maduro, el Caballero de Lautrec vivía modesta pero decentemente con su pensión de reformado. Presentándose raramente en sociedad, era en el Palais-Royal y en el Café Valois donde se dejaba ver; también era un espíritu muy cultivado y un asiduo lector de todos los periódicos.

Privado de un momento a otro de su pensión, ¿de qué vivía el Caballero de Lautrec en una época en la que era tan difícil vivir y tan fácil morir? Nunca se supo.

Sin embargo, aquí hay algo que arroja una media luz sobre este misterio:

Una mañana, después de tomar en el Café Valois, como de costumbre, una comida muy modesta, el Caballero de Lautrec se levantó de la mesa, conversó con toda naturalidad con la propietaria detrás del mostrador, se despidió con un leve movimiento de los ojos del patrón, y se fue majestuosamente, sin decir una palabra sobre la cuenta.

Al día siguiente actuó de la misma manera, y así al día siguiente, y en los días, meses y años posteriores, sin que el dueño del establecimiento recibiera ni una sola vez una explicación por su parte ni se le ocurriera pedirla.

Sólo que, unos días después de esta singular salida, el Caballero dijo, en tono indiferente, al dueño, mientras señalaba al niño con la mirada: —Ahí está un señor que aprende muy poco con estas escuelas cerradas. Ud. debería enviarlo a mi casa todos los días entre la una y las cuatro. Le enseñaría matemáticas elementales e inglés, que hablo razonablemente bien. Esto no le será inútil, ciertamente, si un día tuviera que ocupar tu lugar. Además, no tengo nada que hacer, y estas lecciones me distraerían un poco.

- El Sr. Caballero es verdaderamente amable, mil veces amable: lo que nos propone sería, en estos tiempos, un servicio inestimable; pero no nos atrevemos a abusar de él hasta tal punto....

— Pero estoy diciendo que es a mí a quien le prestarían un servicio, interrumpió el Caballero.

Y su voz era tan inestable, a pesar de sus ojos que desbordaban autoridad, que el digno dueño del café, realmente bien dotado para apreciar este contraste, evitó por poco arrojarle su hijo a sus brazos.

— Sr. Caballero, es usted excesivamente generoso con nosotros. Mi hijo le pertenece, como yo y toda mi casa, hoy, mañana y siempre.

El 7 de diciembre de 1817, a las once de la mañana, es decir, veintiséis años exactamente, por día, por hora, después de esta conversación —que tuvo su natural secuela de lecciones—, el Caballero de Lautrec, entonces ya anciano, entró como de costumbre en el Café Valois. El antiguo propietario había muerto cinco años antes; su hijo le había sucedido. El Caballero, después de comer, y con buen apetito, se limitó a pedir la nota, mientras ojeaba el “Drapeau Blanc”.

El jefe no pestañeó; intercambió unas palabras con su joven esposa, y diez minutos después el Caballero recibía una factura de 16.980 francos por 8.490 almuerzos, contados a dos francos cada uno, uno por otro.

El anciano gentilhombre miró el total, abrió su cartera, sacó la cantidad en billetes y se los entregó al camarero con la cuenta, diciéndole que se quedara con el cambio, que ascendía exactamente a 520 francos.

Luego se levantó, probablemente sintiéndose más ligero, aunque no se le notaba nada en la cara; se acercó al mostrador, según su vieja costumbre, habló unos instantes con la propietaria, y luego se dirigió lentamente hacia la puerta.

Allí, como el dueño, con la servilleta bajo el brazo, se apartase respetuosamente para dejarle paso, le tomó la mano con gravedad y la apretó con efusión entre las suyas.

La muda escena que acabamos de describir no escapó a los ojos del Marqués de Rivarol, que llegaba en ese momento, después de poner en hora su reloj en el famoso cuadrante del Palais-Royal.

(...) Vivamente desconcertado por lo que había visto, y atribuyéndolo con razón a circunstancias muy especiales, hizo todo lo posible por obtener las explicaciones que deseaba de la excelente, sencilla y algo vanidosa esposa del propietario.

Fue el propio marqués quien, en 1834, me contó y comentó esta reconfortante historia.

En la Restauración, el Caballero de Lautrec, como heredero de uno de sus hermanos, que había muerto poco antes en Coblentz, tuvo su pequeña parte en la indemnización de mil millones. Aunque apreciable, la cantidad se consumió casi en su totalidad en la liquidación de algunos atrasos muy considerables y muy atrasados. Pero gracias a la pensión que le fue devuelta, pudo terminar sus días con una agradable tranquilidad, y siempre fiel al Café Valois, a cuyo progreso contribuyó, como explicaremos.

Ya está claro que el patrón de esta casa hospitalaria sabía ser un acreedor como pocos en la actualidad, e incluso en todas las épocas. Varios episodios tan bellos como el que hemos narrado han dignificado la vida de este buen hombre, sin mayor perjuicio para sus intereses. Este comerciante de vieja estirpe no daba a todos indiscriminadamente: tenía al mismo tiempo el tacto de la razón y el del corazón.

(...) Con el Caballero de Lautrec recuperó el principal de su crédito, y en cuanto a los intereses, de los que no se habló, recibió más que el equivalente en lecciones de tan buen profesor de inglés, de aritmética y sobre todo de buenos sentimientos.

Además, a estas relaciones nobiliarias el Café Valois pronto debió una clientela tan distinguida como selecta. Entonces adquirió un carácter cada vez más original, una ventaja considerable, una cuestión casi vital para un establecimiento de este tipo en la época en cuestión.

En efecto, el marqués de Rivarol no era hombre que desaprovechara tan buena ocasión de ser indiscreto por caridad, y como estaba bien relacionado entre los monárquicos del pasado y entre los del futuro, le fue fácil, dando publicidad a este episodio y a algunos otros, servir a los intereses de su café favorito.

Gracias a él, el señor de la casa se convirtió en una especie de curiosidad, hasta el punto de que incluso se le molestaba, tanto más cuanto que se atribuía al fervor de sus convicciones políticas, en realidad tan vagas como moderadas, lo que en él no había sido más que delicadeza innata y tradición paterna.

Sin embargo, de un modo u otro, le resultaba muy rentable: mientras el Café Lemblin se convertía en el lugar de reunión de los oficiales retirados (del Imperio) o de los transferidos a la reserva, y de algunos republicanos y liberales que no pertenecían al ejército, los “voltigeurs” de Luis XV, y la joven “garde du corps” adoptaron el Café Valois”.

“Juego de damas en el café Lamblin del Palais-Royal” - Louis-Léopold Boilly