Plinio Corrêa de Oliveira

 

Una influencia más fuerte que la de

 los medios de comunicación

 

"Santo del Dia", 14 de noviembre de 1992 [*]

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A D V E R T E N C I A

Este texto es transcripción y adaptación de cinta grabada con conferencia del profesor Plinio Corrêa de Oliveira dirigida a socios y cooperadores de la TFP. Conserva, por tanto, el estilo coloquial y hablado, sin haber pasado por ninguna revisión del autor.

Si el profesor Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia en relación al Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:

“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.

Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.

“Es inherente a la nobleza y a las élites tradicionales análogas formar con el pueblo un todo orgánico, como cabeza y cuerpo”

 

Procesión del Corpus Christi en Viena - Karl Karger - 1889

 

La nobleza puede y debe ejercer sobre toda la sociedad una influencia tan grande o mayor que la ejercida por los medios de comunicación en nuestros días. Y esa influencia proviene, particularmente, de las virtudes que los nobles deben poseer y manifestar en su actuación sobre la opinión pública.

Este hecho irrita profundamente a los líderes del macro capitalismo publicitario. En efecto, juzgan ellos que, para dirigir la opinión pública, basta poseer fabulosas cantidades de dinero, grandes máquinas impresoras, poderosos aparatos que irradian o trasmiten los hechos sensacionales a la misma hora en que ocurren, etc.

Tal idea, no obstante, no corresponde a la realidad. La televisión puede hacer propaganda, en sus novelas y en sus noticieros, de una persona totalmente inmoral, de vida disoluta, para presentarla como modelo a ser imitado por los espectadores. Sin embargo, la irradiación de una tradición estable, hereditaria e impregnada de virtudes, puede derribar el efecto de aquello que es presentado en una pantalla ante innumerables personas.

Por ahí se comprende bien el papel que la nobleza puede representar junto a la opinión pública.

El valor personal: factor decisivo de su influencia

Pero para representar bien tal papel, ¿cómo debe ser el noble? ¿Qué es lo que debe hacer?

Inicialmente, es indispensable resaltar que, para llevar adelante ese apostolado de conducir a la sociedad, el noble no necesita ser rico, pues su capacidad de influencia no depende de su dinero sino de su valor personal. La pobreza de un noble tiene la ventaja de dejar trasparecer en él lo que tiene de mejor, que no es la riqueza sino el valor personal concebido naturalmente en orden a la doctrina de la Iglesia y a la moral católica.

De hecho, lo que caracteriza a un auténtico noble, ante todo, es la práctica consciente y persuadida de su fe católica, de la cual resulta una conducta moral irreprensible, cuyo campo inmediato de acción es su propia familia. El noble está rodeado por su familia como la luna por su halo. La luminosidad de su ejemplo tiene como complemento normal y necesario el brillo que se desprende de su halo familiar.

Pero, para el bien de toda la sociedad, no basta que los nobles sean portadores de los valores que les son propios. Es necesario que las demás clases sociales distingan tales valores en los nobles cuando ellos son buenos católicos. Ahora bien, esa transparencia, ese modo especial de ser, que hace con que sus cualidades y atributos puedan ser observados y admirados por toda la sociedad, proviene de una larga tradición.

Persuadir sin oprimir y arrastrar sin forzar

Francisco José I, Franz Russ (h.), 1870

Además de una fidelidad inquebrantable a la fe católica, el noble debe poseer también ciertas cualidades que le permitan ejercer del mejor modo posible esa influencia benéfica sobre la sociedad.

Una de ellas, y de las más importantes es, en el lenguaje de Pío XII, “el prudente y delicado modo de tratar los asuntos graves y difíciles”. Según la doctrina católica, prudencia es la virtud cardinal que lleva al hombre a disponer los medios necesarios para llegar al fin que tiene en vista.

Ese trato prudente, hecho con cautela y habilidad, aliado aún al “prestigio personal, casi hereditario, en las familias nobles”, hace que los nobles consigan, aún en las palabras de Pío XII, “persuadir sin oprimir, arrastrar sin forzar”.

Y tal poder de persuasión y de atracción sobre la opinión pública es dado por una tradición inherente a la clase noble, que la hace capaz de conducir hasta la verdad sin necesidad de emplear la fuerza. Es un poder propio de la irradiación de las virtudes específicas de un noble —lógica coherente, buena argumentación, lenguaje elevado, agradable y atrayente, distinción, etc.— que lo habilitan para influir en las almas y conducirlas al bien.

La sociedad moderna, no obstante, impregnada del desprecio a los antiguos estilos de vida, al antiguo tipo humano, no suele consultar a la nobleza antes de actuar, de tomar alguna resolución importante, de realizar algún emprendimiento. Sin embargo, esto se da porque generalmente la nobleza, ya en los días de Pío XII, no estaba especialmente empeñada en hacer brillar, a los ojos de la sociedad, los valores, los talentos y las cualidades que tenía o que debería tener. Pero si los nobles se empeñasen en poseer aquellos talentos y cualidades, existe un número incontable de personas que hoy mismo sabrán reconocer y dar valor a dichos talentos y cualidades, facilitando así la misión benéfica de la nobleza sobre las demás clases sociales.

El infortunio es el pedestal de la grandeza

En los tiempos modernos, en medio del gran número de golpes que sufrió, la nobleza debería saber aprovechar esta oportunidad muy especial de mostrar su propia grandeza. O sea, tener frente al infortunio una actitud conforme a su larga tradición. Pues toda institución, vista a la luz de su propio infortunio, deja ver su propia grandeza.

De hecho, el infortunio hace con que el hombre crezca y muestre de manera más nítida sus cualidades. En una institución como la nobleza sucede lo mismo. Si ella recibe el infortunio como debe, sus cualidades —y entre ellas, muy especialmente, su grandeza— brillarán con más intensidad a los ojos de todos.

Pues el infortunio confiere grandeza a incontables situaciones. Existen trazos de grandeza en situaciones de infortunio que son de una belleza incomparable. Es muy grande el número de santos que murieron en medio de tremendos infortunios, pero envueltos en un halo de enorme grandeza. Para no hablar del ejemplo infinitamente sublime de Nuestro Señor Jesucristo, en quien el supremo infortunio de la muerte en la Cruz coincidió con el ápice de la grandeza en su vida terrena.

Así, si la nobleza tomase con espíritu de seriedad, verdaderamente católico y sobrenatural, el infortunio que sobre ella se abatió en tantas situaciones y en tantos países, su grandeza relucirá con un brillo especial a los ojos de todos en la época presente y en los tiempos futuros. Pues el infortunio es propiamente el pedestal de la grandeza.


 

María Estuardo y María Antonieta:

sublimadas por la muerte

 

La historia da ejemplos de muchos reyes y reinas que, como tales, tuvieron una actuación y un comportamiento que deja mucho que desear, tanto por sus errores como por sus omisiones, tanto en la esfera política como en el campo moral.

Tales gobernantes, sin embargo, enfrentados a una situación de infortunio, que para ellos se configuraba como la condena a una muerte violenta, supieron encararla con serenidad y espíritu de fe, transformando el cadalso en que subieron en el pedestal de su propia grandeza.

De esos ejemplos históricos, escogimos el de dos reinas, que parecen ser de los más significativos: María Estuardo y María Antonieta.

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María Estuardo (1542-1587) reina de Francia, mientras fue esposa de Francisco II, de 1558 a 1560.

Con la prematura muerte del joven y debilitado rey, regresó a Escocia para ocupar el trono de su país natal, al que tenía derecho como única hija legítima del finado rey Jaime V.

Sin embargo, su comportamiento como reina de Escocia, especialmente desde el punto de vista moral, fue bastante reprochable. No sólo introdujo en la corte escocesa las diversiones renacentistas vigentes en la corte francesa, sino que fue connivente con una conspiración que eliminó a su segundo marido, lord Henry Darnley, para poder casarse con su favorito, el conde Bothwell, cabeza de la referida conspiración. Este hecho provocó un levantamiento contra ella, que la obligó a huir del país. Imprudentemente, pidió asilo a su acérrima y encubierta enemiga Isabel I de Inglaterra, que la tuvo prisionera durante casi veinte años, terminando por mandarla ejecutar a pretexto de su supuesta participación en una conspiración destinada a matar a la soberana inglesa.

Ante la muerte, María Estuardo conservó una fidelidad total a su fe católica, de la cual nunca se apartó, incluso en sus peores momentos, y tomó la determinación de morir como católica, rechazando a todos los ministros herejes que le fueron ofrecidos. La manera como se portó frente al infortunio le confirió el halo de grandeza con que su nombre figura en la historia.

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Sobre la transformación sufrida por María Antonieta (1755-1793) frente al infortunio, así se expresó el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira:

“En pleno desmoronamiento del edificio político y social de la monarquía de los Borbones, cuando todos sentían que el piso se desmoronaba, la alegre archiduquesa de Austria, la jovial reina de Francia, cuyo porte elegante recordaba una estatuilla de Sèvres, y cuya sonrisa tenía los encantos de una felicidad sin sombras, bebía, con dignidad, con porte y con resignación cristiana admirables, los tragos amargos de la inmensa copa de hiel con la que quiso glorificarla la Divina Providencia. “Hay ciertas almas que sólo son grandes cuando sobre ellas soplan las ráfagas del infortunio. María Antonieta, que fue fútil como princesa e imperdonablemente ligera en su vida de reina, ante el torbellino de sangre y miseria que inundó Francia, se transformó de modo sorprendente. El historiador verifica, lleno de respeto, que de la reina surgió una mártir, de la muñeca una heroína…” (Cf. Catolicismo, nº 463, julio de 1989).

 

 


NOTAS

[*] Excerptas de conferencia del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira para socios y cooperadores de la TFP, en 14 de noviembre de 1992, comentando su obra Nobleza y elites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana.

Traducción de "El Perú necesita de Fátima"