Plinio Corrêa de Oliveira

Aspectos fundamentales

de la  nobleza

en una civilización cristiana

"Santo del Dia", 13 de noviembre de 1992 [*]

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San Luis IX, rey de Francia: modelo de monarca, noble, caballero y cruzado

La función más importante de la nobleza era participar en el poder del rey. Los nobles ejercían en menor medida, en el lugar donde poseían sus tierras, una misión parecida con la del rey en su reino.

Los grandes nobles eran consejeros del monarca. Cuando éste lo juzgase necesario, tenía el derecho de exigir su comparecencia a la capital del reino para la reunión del Consejo. Allí ellos estaban obligados en conciencia —lo cual en la Edad Media tenía el valor de un compromiso formal— de dar honestamente su opinión sobre los asuntos a respecto de los cuales el rey los consultaba.

También tenían que atender a las convocaciones del soberano para las guerras. El monarca convocaba a los grandes nobles, éstos movilizaban a los medianos, los cuales, a su vez, llamaban a los menores. En la guerra el gran noble tenía la obligación de arriesgarse más y destacarse más que un noble mediano o pequeño.

Fernando III, el Santo

Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aun frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del «príncipe» de Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.

San Fernando III de Castilla y León, en Año Cristiano, Tomo II,

Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 523- 531.

(in El Santo Rey don Fernando III, Por José Mª. Sánchez de Muniáin
http://www.caballerosdesanfernando.es)

Dentro de la nobleza, las funciones variaban según el caso concreto de cada noble. Los grandes nobles participaban en amplia medida del poder real, representando al rey no sólo junto al pueblo de su propio feudo, sino también junto a los nobles intermedios, hasta el más bajo escalón de la nobleza. El noble que era señor de un pequeño feudo, naturalmente participaba en grado menor del poder real.

En Francia los grandes nobles eran los duques y los pares del reino. El soberano solía considerarlos como los florones de su corona. Y también los trataba de “primos”, aunque no fuesen sus parientes. Esto indicaba una relación íntima y bondadosa del rey con la cúpula de la nobleza de su país.

Este modo bondadoso de concebir el poder y la realeza no era exclusivo del reino de Francia: se verificaba en todas las naciones europeas. Con símbolos y modos de representar diversos, ellas expresaban el mismo estado de espíritu, eminentemente católico.

El tipo humano del noble católico

Lo que distinguía más a la nobleza no era el hecho de tener posesiones, poder, un bello nombre o una historia. Lo propio del noble era representar un cierto tipo humano, tener un cierto modo excelente de hacer las cosas. Ante todo, era un cierto género de valentía.

Esto porque, siendo por excelencia la clase militar, la nobleza debía vivir para el combate, para el riesgo, para la aventura. La verdadera aventura no es el lance inoportuno, estúpido, irreflexivo, sino el riesgo calculado, grave, que tiene más posibilidades de ser infructuoso, pero al cual el noble recurría porque estaba comprometido el bien para el cual vivía.

Este bien era una vida de inmolación por algo de inmensamente mayor que él mismo, algo que admiraba y de cuya grandeza participaba por admiración. Esto porque la nobleza vivía para la fe, y viviendo para la fe vivía para la Iglesia, para el bien común de la sociedad. Lo cual nos hace comprender el perfil moral del noble: lanzarse e ir hasta el fin, hasta lo inimaginable.

Era un género de gente para quien el riesgo extremo, el sufrimiento desgarrador, aquello de que todos huyen, era algo que se podía y debía enfrentar, con tal de que hubiera una razón de virtud, de honra y, sobre todo, de fe.

Esa tendencia continua para lo más alto caracteriza, en la sociedad espiritual, a los religiosos y a los sacerdotes; por eso ellos son la sal de la tierra y la luz del mundo. En el orden temporal católico esa tendencia caracteriza al noble, que en ella tiene la misma posición del sacerdote y del religioso en el orden espiritual.

En épocas pasadas, los nobles no primogénitos —hidalgos generalmente sin títulos— tenían buenos modales, eran elegantes, sabían conversar, se presentaban con una compostura digna, pero sobre todo consideraban que el sentido de su vida era correr riesgos, incluso el de la propia vida, por la causa de la Iglesia, de la Cristiandad y del rey, y de hacerse independientes de su mayorazgo, para formar una nueva rama de la familia, con patrimonio y título propios, concedidos por el rey como premio. Era una nueva rama que florecía, que se abría en el viejo tronco familiar.

En cualquier país donde exista, la nobleza debe crear una atmósfera para el florecimiento de tipos humanos así.

Consecuencias de la pérdida de este tipo humano

El robo, la desvergüenza, la ordinariez general en que el mundo de hoy está sumergido, se explican porque en él no se encuentran más hombres como aquellos.

Hasta entre los nobles, raramente persiste un clima que favorezca tal espíritu heroico. Gangrenados por la mentalidad revolucionaria e igualitaria, muchos nobles de hoy van a buscar empleo en un banco, se casan con burguesas ricas y practican otras acciones del género.

No comprenden que el sentido de su vida no es el securitarismo sino el riesgo. Y que deberían arriesgarse y brillar en la sociedad, haciendo que el brillo del riesgo refulja sobre los hombres como fuegos artificiales.

Así, su vida se habrá justificado, como la de un tipo humano que se arriesga y está dispuesto a morir por algo que es más que él. Muy especialmente se arriesga y muere por la fe católica apostólica romana.

En la dama noble,

capacidad para el heroísmo femenino

Emperatriz María Teresa de Austria, mas grande gobernante de su tiempo. En la figura representada junto a su marido, Francisco de Lorena, y su familia. Pintura de Martin van Meytens (1756, castillo de Versailles)

Existen situaciones de infortunio, de crisis, de dificultades, en que una madre de familia, una viuda, puede ser llamada a desarrollar una energía extraordinaria que no es propia de su sexo, pero que debe existir potencialmente en la mujer bien preparada. Debe haber en ella una raíz que se desarrolla en el embate de los acontecimientos, despuntando entonces la flor del heroísmo femenino, análogo al heroísmo del hombre, pero con características propias

Existe en la historia de la nobleza —y también de la realeza, que es el ápice de la nobleza— numerosos casos de reinas, princesas y grandes damas feudales que recibieron, a raíz de la muerte del marido o por una herencia dinástica, un feudo que dirigir, o hasta un reino que gobernar, a veces en condiciones muy difíciles del punto de vista político y administrativo. Y que se mostraron enteramente a la altura de la misión.

Mujeres así son propiamente la gloria del sexo femenino en el orden temporal. Así lo fueron, por ejemplo, Isabel la Católica, reina de Castilla; Blanca de Castilla, madre de San Luis IX, rey de Francia y después regente del reino por el fallecimiento de Luis VIII; Ana de Austria, madre de Luis XIV y regente por el fallecimiento de Luis XIII; María Teresa, reina de Austria-Hungría y emperatriz del Sacro Imperio.

En todas ellas, no obstante ser mujeres, brillaron las más auténticas cualidades de un hombre de Estado.

 


NOTAS

[*] Excerpta de conferencia del Prof. Plinio a socios y cooperadores de la TFP en São Paulo sobre aspectos de su libro "Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana", Ed. Fernando III el Santo, Madrid, 1993.

Compilación y adaptación para publicación originalmente en Catolicismo N° 549, Septiembre de 1996, sin revisión del autor. Traducción al español por "El Perú necesita de Fátima". Inserción de la materia sobre San Fernando por este sitio.