TFP-Covadonga al público

 

SOBRE LA REAPERTURA DEL PROCESO

DE CANONIZACIÓN DE LOS MÁRTIRES

DEL COMUNISMO

 

"Covadonga Informa", Año VI, Nº 74-75 - Octubre/Noviembre - 1983

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Basílica de Santa María del Mar - Barcelona - después de la profanación e incendio de  17 de julio de 1936, en el inicio de la guerra civil. El fuego duró 11 días.

"El 19 de septiembre de 1938 visitó [el arquitecto] Marés el templo destrozado. No encontró ningún resto de los 34 altares laterales y absidales, había más de cien tumbas abiertas y profanadas y los sarcófagos murales de las capillas estaban rotos y abiertos. Gran parte de la nave central se hallaba llena de escombros, restos de maderas chamuscadas y bancos a medio quemar, desperdicios, (...)  y gran abundancia de esqueletos humanos."


 

El anuncio hecho por la Santa Sede, a través del prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, de reiniciar el proceso de beatificación y canonización de los mártires del comunismo en los años 1936-1939 ha provocado en España las posturas más dispares. Al respecto de los pronunciamientos eclesiásticos y civiles en contra de la reapertura de dichos procesos, la Sociedad Española de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad —Covadonga— divulgó a los medios informativos las Siguientes consideraciones:

1. La Iglesia siempre ha estimado en grado máximo su propia libertad. Esta libertad le viene del mismo mandato de Jesucristo: «Id, pues, enseñad a todas las gentes» (Mt., 28, 19).

2. En consecuencia, la Iglesia siempre se ha reservado el derecho de ejercer los actos de jurisdicción espiritual sin ninguna presión de carácter temporal. Entre estos actos, la beatificación o canonización de personas que murieron en olor de santidad figura como uno de los más característicos.

3. Así, constituye una verdadera limitación a la libertad de la Iglesia la lluvia de críticas por parte de personalidades eclesiásticas y civiles contra la anunciada reapertura del proceso de canonización de los católicos muertos durante la contienda de 1936.

En efecto, las razones alegadas por quienes combaten esta canonización son completamente inaceptables desde el punto de vista de la libertad de la Iglesia.

4. Una canonización o una beatificación no es simplemente un acto de justicia hecho por la Iglesia a ciertos hijos insignes que murieron y que ella considera dignos de este honor supremo. Hay también otras consideraciones, como la necesidad de atraer la piedad de los fieles hacia determinados intercesores, que de no ser hecha la canonización permanecerían en el olvido y, por lo mismo, en el desinterés de los fieles. La Iglesia, al canonizar o beatificar, propone al santo como ejemplo para los fieles. De no hacerse esa canonización se privaría al pueblo de modelos enormemente necesarios y valiosos.                   

5. La reapertura del proceso de beatificación y canonización de los mártires caídos durante los años de la guerra civil es un primer paso para que sean reconocidos y proclamados por la Iglesia toda una larga serie de martirios que durante el Alzamiento escribieron páginas gloriosas de la Historia de España. Este reconocimiento puede hacer un gran bien a las almas y atraer muchas gracias del Cielo.

6. Las manifestaciones de dichas autoridades eclesiásticas y civiles, preocupadas únicamente con las eventuales repercusiones políticas de esta medida, no han tenido en cuenta para nada las consideraciones antes expuestas. En efecto, se dice que esas canonizaciones dividirían a España. Cabe decir aquí que no comprendemos cuál pueda ser esta división, pues una de dos:

a) O los comunistas han evolucionado y hoy ya no harían lo que hicieron en los años de la guerra, y en tal caso no hay razón para que se sientan censurados por el hecho de que la Iglesia condene una acción que ellos también condenan,

b) O los comunistas no han evolucionado y, por tanto, los de hoy harían exactamente lo mismo que hicieron en esa época. En este caso es más que legítimo que la Iglesia procure alertar de su nocividad a la opinión pública nacional. Y sin que se pueda atribuir esta intención principal a las canonizaciones en cuestión es preciso decir que este efecto colateral tiene bastante valor.

En cuanto a nosotros, que no creemos en absoluto en ningún cambio del comunismo, nos parece que este último no hace más que reconocer su fidelidad a sí mismo manifestándose tan molesto ante esta actitud tomada por la Iglesia.

7. En estas condiciones la Sociedad Española de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad —Covadonga— protesta enérgicamente contra la oleada de críticas que han causado la noticia de la vía libre dada a las canonizaciones, al tiempo que da su más caluroso aplauso a las autoridades eclesiásticas que han comenzado a hacer justicia al permitir el proseguimiento del proceso de canonización de las víctimas del comunismo en los años 1936-39.

 

Em Segovia otra pancarta que decía: “Covadonga-TFP implora que sea acelerado el proceso de canonización de las víctimas del comunismo en los años 1936-1939”

 


 LOS MÁRTIRES DE 1936 Y LA JUVENTUD ESPAÑOLA

No hay quien no se sienta atraído a comentar la crisis de la juventud en nuestros días. En efecto, la gravedad del problema de la drogadicción, la inmoralidad, la delincuencia alarma hoy a sectores cada vez más amplios de la opinión pública.

Mientras tanto nos parece que pocos se detienen a considerar cuan degradantes modelos son presentados a nuestros jóvenes, en general, como padrones de felicidad y éxito en la vida. En lugar de los santos y héroes, que con su sangre y sus lágrimas hicieron de nuestra querida España el baluarte de la fe católica en el mundo, a nuestra juventud se le lleva a considerar con normalidad, cuando no con entusiasmo, ciertos modos de ser y de vivir completamente ajenos a nuestras tradiciones cristianas.

De ahí la preocupación de un creciente número de familias, manifestada tantas veces en cartas de protesta en los diarios contra los degradantes programas de TVE, cuando no se traduce en la constatación de las tristes consecuencias que en sus hijos tiene la grave crisis moral que atravesamos.

En enero de este año, sin embargo, hay una razón de esperanza. El Excmo. Señor Arzobispo de Madrid, Mons. Suquía, dictó un decreto introduciendo la causa de canonización o declaración de martirio de siete religiosas salesas del primer Monasterio de la Visitación asesinadas en Noviembre de 1936. A consecuencia de una denuncia, milicianos del Frente Popular les detuvieron en un sótano próximo al Monasterio y les fusilaron —sin juicio previo— en un descampado. 

[Las salesas del primer Monasterio de la Visitación asesinadas en Noviembre de 1936]

También en la parroquia de San Bartolomé, localidad valenciana de Angullent, tuvo lugar el 27 de enero p.pdo. un acto solemne, presidido por el Arzobispo de Valencia, Mons. Roca Cabanella, inaugurando el proceso de canonización del Padre Ricardo Plá, primo hermano de Mons. Jesús Plá G. obispo de Sigüenza — Guadalajara. El sacerdote fue asesinado por milicianos rojos en Toledo el 30 de Julio de 1936.

 

[Padre Ricardo Plá]

Y, finalmente, el postulador ya presentó en Roma toda la documentación sobre el martirio de las tres carmelitas descalzas del Monasterio de San José de Guadalajara asesinadas el 24 de Julio de 1936, según informa el corresponsal de Europa Press en aquella ciudad. Estos religiosos que con su vida supieron defender su fe y su pureza haciendo frente, firmemente serenos, al odio sectario del comunismo, esperan ahora el Juicio de la Iglesia para constituirse en un ejemplo contemporáneo digno de ser admirado por todos y especialmente por la juventud.

 

 

[Las tres carmelitas descalzas del Monasterio de San José de Guadalajara]

 


 

Toledo visto desde el Tajo.

Ante Dios no hay héroes anónimos

Existe un caso estremecedor, de muy pocas personas conocido. Ni vida anterior, ni costumbres, ni familia, ni amigos... Nada parece conocerse de aquel hombre muerto con la serenidad y el valor que se desprende del relato.

El hecho ocurrió en Toledo. No se sabe más, excepto el testimonio de su martirio, que por casualidad ha llegado hasta nosotros. No existen fechas exactas. Queremos decir que no podríamos asegurarlas. Es lo mismo. Aquel hombre, que la dominación marxista lo sorprendió en la ciudad del Tajo sin conocer a nadie, de paso, fue considerado desde los primeros momentos como un sospechoso. Encarcelado, un miliciano se dirigió a él en los primeros días del encierro, y le dijo:

— Como averigüemos que eres fascista, o cura, o algo parecido, te puedes preparar.

— Preparar... ¿a qué?

— Aprenderéis cómo se muere.

El miliciano descargó su fusil, a modo de estaca, sobre las espaldas del prisionero, que quedó inconsciente. No fue el último ataque de brutalidad. Fue, por el contrario, el comienzo.

Llevado a declarar, aquella burla de interrogatorio, el primero a que le sometieron, se desarrolló entre groserías inconcebibles aun para una burla de interrogatorio, entre golpes, amenazas y cuanto el lector conoce ya de los métodos empleados por los rojos.

Devuelto a la prisión, como contestara adecuadamente a las ofensivas preguntas de sus verdugos, la saña contra él alcanzó límites inverosímiles.

Y otra vez, como siempre, la trágica, la terrible insinuación:

— Blasfema.

Y aquel hombre, de un espíritu combativo extraordinario, no conforme con ser una víctima sumisa, se enfrentaba con sus enemigos respondiéndoles a la insinuación de la siguiente manera:

— Sois unos cobardes.

— ¿Sabes que te vamos a matar?

— Lo supongo. Ya os he dicho que sois unos cobardes.

Lo sacaban de la prisión y lo llevaban a la ribera del Tajo.

— Vas a morir ahogado. Blasfema, y te dejamos libre ahora mismo.

— Prefiero morir en el río.

Entonces ocurrió algo que aún ahora, al escribirlo, nos eriza los cabellos. Los milicianos se separaron un tanto del prisionero y mantuvieron un conciliábulo. Al cabo, puestos al fin de acuerdo, dos de ellos —eran, en total, seis— volvieron a la prisión. Los restantes quedaron vigilando. A la media hora los que se habían alejado volvieron trayendo consigo a otro prisionero. Enfrentaron a ambos. Uno de los milicianos se dirigió al recién llegado:

— Vas a morir, amigo. Ha llegado la hora. Te ataremos las manos a la espalda y luego estarás con la cabeza metida en el agua hasta que te ahogues. ¿Te parece bien?

El prisionero, de una mediana edad, pálido como un muerto, no respondió. Despacio, calculando bien el efecto de los movimientos que realizaban, los milicianos comenzaron los preparativos. Con un alambre le ataron las muñecas a las espaldas. Luego, también muy despacio, le ataron los pies evitándole así la menor posibilidad de movimiento.

Le arrastraron hasta el río. Comenzó a dar gritos pidiendo socorro, en la cumbre del espanto, del miedo. Los milicianos, impasibles continuaron acercándole al agua, sin darse demasiada prisa, conscientes del efecto que la escena estaba causando sin duda alguna en el protagonista de ella.

El prisionero restante miraba en silencio a aquel pobre individuo, al borde de la locura.

Llegados junto al río, un miliciano le agarró la cabeza con las dos manos y la sumergió. Pudo verse el espasmo angustioso en que se debatía el cuerpo del desgraciado. Al minuto, le libraron la cabeza del agua. Lloraba como un niño, con un llanto ruidoso y desesperado.

Fue entonces cuando un miliciano le dijo: — Blasfema, o la próxima vez estarás con la cabeza dentro del agua hasta que te ahogues.

No respondió nada el prisionero. Su angustia no le permitía hablar. Nuevamente habló el mismo miliciano:

— Tu verás lo que prefieres. Blasfema o mueres con la cabeza metida en el agua. Haz lo que quieras, pero pronto. No vamos a estar aquí una hora contemplándote.

Entonces, de súbito, el prisionero blasfemó horriblemente. A continuación, los milicianos le soltaron las ligaduras que le atenazaban y le dijeron:

— Eres libre. Vienes con nosotros después y te daremos un carné del partido.

El apóstata continuaba llorando.

Luego, los milicianos, dirigiéndose a quien, aterrorizado, había contemplado la escena, le hablaron.

— Espero que te hayas convencido de cómo actuamos. ¿Qué dices?

No hubo respuesta.

De nuevo volvieron a la carga.

— Mira bien lo que haces. Nos estás cansando. ¿Blasfemas?

Silencio.

Le introdujeron la cabeza en el río. Al minuto, idéntica operación que al anterior.

— ¿Qué dices ahora? ¿Blasfemas?

Repitieron varias veces la operación sin conseguir arrancarle no ya una palabra, sino ni un gemido. El, que en todo momento se había mostrado especialmente belicoso con sus verdugos, dando muestras de un valor raro, se callaba, de pronto. La escena anterior, la escena más lamentable que tal vez hubiese visto en toda su vida, le había decidido a sellar los labios. Su valor se mostraba ahora de otra manera.

Tras una paliza enorme, decidieron regresar a la ciudad. Pero he aquí que de pronto recuerdan al otro prisionero. Lo alzan del suelo donde se hallaba tendido como muerto.

— ¿Qué? ¿Ya se te ha pasado el miedo?

Ríen todos a carcajadas.

— Uno de ellos, el más desalmado, de catadura siniestra, se dirige al grupo:

— Yo creo que a pesar de todo deberíamos matarle. ¿Qué os parece?

El prisionero aludido se agita presa del terrible recuerdo.

— ¡No me matéis!

— Sólo si vuelves a blasfemar.

Y otra vez la horrible apostasía.

El desenlace fue rápido El miliciano que últimamente había hablado con él desenfundó una pistola y le atravesó la sien de un balazo.

El prisionero sobreviviente fue arrojado de nuevo a la prisión. Se hallaba en una celdilla, incomunicado. Todas las mañanas, al amanecer, hora del cambio de guardia, el relevo saliente le hacía una visita para apalearle. Cuatro o cinco días después se hallaba terriblemente desfigurado. Enflaquecido, temblándole de debilidad los miembros, con costillas rotas y magullamientos y heridas cubriéndole el cuerpo entero, era casi una sombra de lo que había sido físicamente sólo unos cuantos días antes. Pero, dato profundo que ahora no nos es dable desentrañar, desde que contempló como un compañero en desgracia injurió a Dios por salvar su vida, desde la impúdica escena del Tajo, no pronunció una palabra siquiera. La saña de sus verdugos llegó al delirio. No deseaban ya de él que aclarase su personalidad, que blasfemase, que se mostrase partidario de la revolución… Sólo deseaban oírle una palabra, una sola. Pues no lo lograron. ¡Que tremenda jugosidad la de aquel silencio, qué elocuente para nosotros!

Un día del cual no sabemos la fecha, un día cualquiera, le rompieron la cabeza a culatazos. Antes de morir, volvió a hablar. Dijo:

— Voy a Cristo.

Cualquier apreciación que añadiésemos, quebraría la belleza de una de las muertes más extraordinarias cuya noticia, imprecisa, vaga, llegó a nosotros de súbito, una tarde tranquila.

 

Resumido de “Los mártires de la Iglesia” de Fray Justo Pérez de Urbel (Editorial AHR, Barcelona, 1956)

 

"Patria y Fe" - Ubaldo Fuentes y Redondo - 1901

Fotografía facilitada por gentileza de la dirección del Museo del Ejército