Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana

 

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Editorial Femando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

Primera edición, julio de 1993.

Segunda edición, octubre de 1993

© Todos los derechos reservados.


NOTAS

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la segunda edición, octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Investidura del Rey Alfonso XII como Gran Maestro de las Ordenes Militares.

(Joaquín Sigüenza, Palacio del Senado, Madrid)

 

Capítulo V

Élites, orden natural, familia y tradición

Instituciones altamente aristocráticas en las democracias

Las enseñanzas de Pío XII

 

En el capítulo anterior se han considerado las enseñanzas de Pío XII respecto a la misión de la Nobleza en los días actuales. Toca ahora analizar la doctrina del Pontífice sobre el papel que corresponde a las élites tradicionales —y entre ellas, principalmente a la Nobleza— en el sentido de preservar la tradición y ser de este modo un factor de progreso, así como sobre la perennidad de estas mismas élites e incluso su perfecta compatibilidad con una verdadera democracia.

1. Formación de élites incluso en países sin pasado monárquico ni aristocrático

La formación de élites tradicionales con tono aristocrático, es un hecho tan profundamente natural que se manifiesta incluso en países sin pasado monárquico ni aristocrático: “Hasta en las democracias de fecha reciente, tras las cuales no se encuentran vestigios de pasado feudal, se ha venido formando por la propia fuerza de las cosas una especie de nueva Nobleza y aristocracia: es la comunidad de las familias que ponen por tradición todas sus energías al servicio del Estado, su Gobierno y su Administración, y con cuya fidelidad puede éste contar en todo momento.” [1] Magnífica definición ésta de la esencia de la Nobleza, que hace recordar las grandes estirpes de descubridores, colonizadores y agricultores, que durante siglos construyeron el progreso de las Américas y, manteniéndose fieles a sus tradiciones, constituyen la preciosa riqueza moral de las sociedades en que viven.

2. La herencia en la Nobleza y élites tradicionales

Hay, antes que nada, un hecho natural vinculado a la existencia de las élites tradicionales que conviene recordar: es la herencia. “Grande y misteriosa cosa es la herencia, es decir, el paso a lo largo de una estirpe, perpetuándose de generación en generación, de un rico conjunto de bienes materiales y espirituales, la continuidad de un mismo tipo físico y moral que se conserva de padre a hijo, la tradición que a través de los siglos une a los miembros de una misma familia. Su verdadera naturaleza se puede desfigurar, sin duda, mediante teorías materialistas; pero también se puede y se debe considerar una realidad de tal importancia en la plenitud de su verdad humana y sobrenatural.

“No se negará, ciertamente, la existencia de un substrato material en la transmisión de los caracteres hereditarios; para sorprenderse de ello sería preciso olvidar la íntima unión de nuestra alma con nuestro cuerpo, y la elevada proporción en que dependen de nuestro temperamento físico aun nuestras propias actividades más espirituales. Por eso la moral cristiana no cesa de recordar a los padres las graves responsabilidades que les corresponden en ese sentido.

“Pero lo que más cuenta es la herencia espiritual transmitida, no tanto por medio de los misteriosos lazos de la generación material como por la acción continua de ese ambiente privilegiado que la familia constituye; por la lenta y profunda formación de las almas en la atmósfera de un hogar rico en altas tradiciones intelectuales, morales y, sobre todo, cristianas; por la mutua influencia entre aquellos que habitan una misma casa, influencia cuyos beneficiosos efectos se proyectan hasta el final de una larga vida, mucho más allá de los años de la niñez y de la juventud, en aquellas almas elegidas que saben fundir en sí mismas los tesoros de una preciosa herencia con la contribución de sus propias cualidades y experiencias.

“Es éste el patrimonio, más valioso que ningún otro, que, iluminado por una Fe firme, vivificado por una fuerte y fiel práctica de la vida cristiana en todas sus exigencias, elevará, refinará y enriquecerá las almas de vuestros hijos” [2]

3. Las élites, propulsoras del verdadero progreso y guardianas de la tradición

Existe un vínculo entre Nobleza y tradición: aquella es la guardiana natural de ésta; es, en la sociedad civil, la clase responsable, más que cualquier otra, de mantener vivo el nexo por el cual la sabiduría del pasado gobierna el presente sin con ello inmovilizarlo.

a) ¿Son las élites enemigas del progreso?

Contra la participación de la Nobleza y las élites tradicionales en la dirección de la sociedad los espíritus revolucionarios suelen hacer la objeción de que están vueltas constantemente hacia el pasado, dando la espalda al futuro, que es donde se encuentra el verdadero progreso. Constituirían, por tanto, un obstáculo para que éste sea alcanzado por la sociedad.

Sin embargo, Pío XII nos enseña que sólo hay progreso auténtico en la línea de la tradición, y que éste sólo es real si constituye, no necesariamente un retorno al pasado, sino un armónico desarrollo del mismo, pues, rota la tradición, la sociedad queda expuesta a terribles riesgos: [3]

“Las cosas terrenas corren como un río por el lecho del tiempo; el pasado cede necesariamente su puesto y el camino al porvenir, y el presente no es sino un instante fugaz que une a ambos. Es un hecho, es un movimiento, es una ley; no es en sí un mal. Un mal sería si este presente, que debería ser una tranquila onda en la continuidad de la corriente, se convirtiera en una tromba marina que todo arrasara a su paso, como un huracán o un tifón, y que con su furiosa destrucción y violencia excavase un abismo entre lo que ha sido y lo que será. Esos bruscos saltos que da la Historia en su curso, constituyen y determinan, pues, lo que se llama una crisis, es decir, un paso peligroso, que puede conducir a la salvación o a una ruina irreparable, pero cuya solución todavía se halla envuelta en el misterio, dentro de la niebla que envuelve a las fuerzas en lucha.” [4]

La tradición evita a las sociedades el estancamiento, así como el caos y la rebelión. La tutela de la tradición, a la que alude Pío XII en este pasaje, es la misión específica de la Nobleza y de las élites análogas. Rompen con ella no sólo las que se ausentan de la vida concreta, sino también las que pecan por el exceso opuesto: ignorando su misión, se dejan absorber por el presente, renegando de todo el pasado.

Por la fuerza de la herencia, los nobles prolongan en la tierra la existencia de los grandes hombres del pasado: “Al recordar a vuestros antepasados es como si los hicierais revivir; reviven en vuestros nombres y en los Títulos que os han dejado por sus méritos y grandezas.” [5]

Esto da a la Nobleza y a las élites tradicionales una misión moral muy particular, pues son ellas las que aseguran al progreso la continuidad con el pasado:

“¿No es acaso la sociedad humana—o al menos no debería serlo—semejante a una máquina bien ordenada, cuyos órganos concurren todos ellos al funcionamiento armónico del conjunto? Cada uno tiene su propia función, cada uno debe aplicarse al mejor progreso del organismo social, debe procurar [alcanzar] la perfección, según sus propias fuerzas y su propia virtud, si ama verdaderamente a su prójimo y tiende razonablemente hacia el bienestar y beneficio común.

“Ahora bien: ¿cuál es el papel que se os ha confiado de manera especial a vosotros, amados hijos e hijas? ¿Qué función singular se os ha atribuido? Precisamente la de favorecer este desarrollo normal; aquella que desempeña y realiza en la máquina el regulador, el volante, el reóstato, los cuales participan en la actividad común y reciben su parte de la fuerza motriz para garantizar el movimiento que rige el funcionamiento del aparato. En otros términos, vosotros, Patriciado y Nobleza, representáis y continuáis la tradición.” [6]

b) Sentido y valor de la verdadera tradición

El aprecio a una tradición bien entendida es virtud rarísima en nuestros días. Por un lado, porque el ansia de novedades, el desprecio por el pasado, son actitudes de alma que la Revolución ha hecho frecuentísimas; [7] por otro, porque los defensores de la tradición la entienden a veces de un modo enteramente falso. La tradición no es un mero valor histórico, ni un simple tema para variaciones de nostalgia romántica; es un valor que ha de ser entendido, no de modo exclusivamente arqueológico, sino como factor indispensable para la vida contemporánea.

La palabra tradición, dice el Pontífice, “suena importuna a muchos oídos; desagrada, con razón, cuando ciertos labios la pronuncian. Algunos la comprenden mal; otros la convierten en falsa divisa de su inactivo egoísmo. Ante tan dramática confusión y desacuerdo, no pocas voces envidiosas, con frecuencia hostiles y de mala fe, con más frecuencia aún ignorantes o engañadas, os preguntan y apostrofan con descaro: ‘¿Para qué servís?’ Antes de responderles, conviene ponerse de acuerdo sobre el verdadero significado y valor de esta tradición, cuyos principales representantes vosotros queréis ser.

“Muchos espíritus, aun sinceros, se imaginan y creen que la tradición no es sino un recuerdo, el pálido vestigio de un pasado que ya no existe ni puede volver, que a lo sumo ha de ser conservado con veneración, hasta con cierta gratitud, relegado a un museo que [sólo] unos pocos aficionados o amigos visitarán. Si en esto consistiera o a ello se redujese la tradición, y si implicara la negación o el desprecio del camino hacia el porvenir, habría razón para negarle respeto y honores, y habrían de ser mirados con compasión los soñadores del pasado, retardatarios frente al presente y al futuro y, con mayor severidad aún quienes, movidos por intenciones menos respetables y puras, no son sino desertores de los deberes que impone una hora tan luctuosa.

“Pero la tradición es algo muy distinto del simple apego a un pasado ya desaparecido; es lo contrario de una reacción que desconfía de todo sano progreso. La propia palabra, desde un punto de vista etimológico, es sinónimo de camino y avance. Sinonimia, no identidad. Mientras, en realidad, el progreso indica tan sólo el hecho de caminar hacia adelante, paso a paso, buscando con la mirada un incierto porvenir, la tradición significa también un caminar hacia adelante, pero un caminar continuo que se desarrolla al mismo tiempo tranquilo y vivaz, según las leyes de la vida, huyendo de la angustiosa alternativa: ‘Si jeunesse savait, si vieiIIesse pouvait!’; [8] semejante al de aquel Señor de Turenne, de quien se dijo: ‘II a eu dans sa jeunesse toute la prudence d’un âge avancé, et dans un âge avancé toute la vigueur de la jeunesse’ [9] (Fléchier, Oraison funèbre, 1676). Gracias a la tradición, la juventud, iluminada y guiada por la experiencia de los ancianos, avanza con un paso más seguro, y la vejez transmite y entrega confiada el arado a manos más vigorosas que proseguirán el surco comenzado. Como lo indica su nombre, la tradición es el don que pasa de generación en generación, la antorcha que, a cada relevo, el corredor pone en manos de otro sin que la carrera se detenga o disminuya su velocidad. Tradición y progreso se completan mutuamente con tanta armonía que, así como la tradición sin el progreso se contradice a sí misma, así también el progreso sin la tradición sería una empresa temeraria, un salto en el vacío.

“No, no se trata de remontar la corriente ni retroceder hacia formas de vida y de acción propias a épocas pasadas, sino más bien de avanzar hacia el porvenir con vigor de inmutable juventud, tomando lo mejor del pasado y continuándolo.” [10]

c) Importancia y legitimidad de las élites tradicionales

El soplo demagógico de igualitarismo que atraviesa todo el mundo contemporáneo crea una atmósfera de antipatía contra las élites tradicionales, y ello precisamente en gran parte por el apego que éstas tienen a la tradición. Hay, pues, en esa antipatía una grave injusticia, siempre que dichas élites entiendan la tradición rectamente:

“Al proceder así, vuestra vocación resplandece, grande y laboriosa, ya bosquejada. Debería mereceros la gratitud de todos y haceros superiores a las acusaciones que os han sido dirigidas de una u otra parte.

“Mientras os esforzáis previsoramente en contribuir al verdadero progreso hacia un futuro más sano y feliz, sería injusticia e ingratitud reprocharos o imputaros como una deshonra la veneración hacia el pasado, el estudio de su historia, el amor a las santas costumbres, la inconmovible fidelidad a los principios eternos. Los ejemplos gloriosos o infaustos de quienes precedieron a la época presente son [para vosotros] una lección y una luz que ilumina vuestros pasos; pues se ha dicho con razón que las enseñanzas de la Historia hacen de la humanidad un hombre que camina sin cesar y jamás envejece. No vivís en la sociedad moderna como emigrados en un país extranjero, sino como ciudadanos beneméritos e insignes, que quieren y desean trabajar y colaborar con sus contemporáneos con el fin de preparar el restablecimiento, la restauración y el progreso del mundo.” [11]

4. La bendición de Dios ilumina, protege y besa todas las cunas, pero no las nivela

Otro factor de hostilidad contra las élites tradicionales se encuentra en el prejuicio revolucionario de que toda desigualdad de cuna es contraria a la justicia. Se admite habitualmente que un hombre pueda destacarse por méritos personales; pero no que el hecho de proceder de una estirpe ilustre sea para él un título especial de honor y de influencia. Con respecto a ello, el Santo Padre Pío XII, nos imparte una preciosa enseñanza: “Las desigualdades sociales, también aquellas que están vinculadas al nacimiento, son inevitables; la benignidad de la Naturaleza y la bendición de Dios sobre la humanidad iluminan y protegen las cunas, las besan, pero no las igualan. Mirad aun las sociedades más inexorablemente niveladas. Mediante ningún artificio se ha podido nunca conseguir que el hijo de un gran jefe, de un gran conductor de masas, continuase exactamente en el mismo estado que un obscuro ciudadano perdido entre el pueblo. Pero si tan inevitables desigualdades pueden aparecer ante ojos paganos como una inflexible consecuencia del conflicto entre las fuerzas sociales y el poder adquirido por los unos sobre los otros mediante las leyes ciegas que se supone que rigen la actividad humana y regulan tanto el triunfo de los unos como el sacrificio de los otros, una mente cristianamente instruida y educada no puede considerarlas sino como una disposición de Dios, querida por Él por la misma razón que las desigualdades en el interior de la familia, y destinada, por tanto, a unir aún más a los hombres entre sí en su viaje de la vida presente hacia la patria del Cielo, ayudándose los unos a los otros del mismo modo que el padre ayuda a la madre y a los hijos.” [12]

5. Concepción paternal de la superioridad social

La gloria cristiana de las élites tradicionales está en servir no sólo a la Iglesia, sino también al bien común. La aristocracia pagana se ufanaba exclusivamente de su ilustre progenitura; la Nobleza cristiana suma a este título otro aún más alto: el de ejercer una función paternal frente a las demás clases: “El nombre de Patriciado Romano despierta en Nuestro espíritu una reflexión sobre la Historia y una visión de ella aún mucho mayores. Si la palabra patricio, patricius, significaba en la Roma pagana el hecho de tener antepasados, de no pertenecer a una familia corriente, sino a una clase privilegiada y dominante, toma ella a la luz cristiana un aspecto mucho más luminoso y resuena más profundamente, pues asocia a la idea de la superioridad social la de ilustre paternidad. Es éste el Patriciado de la Roma cristiana, que tuvo sus mayores y más antiguos resplandores no tanto en la sangre como en la dignidad de protectores de Roma y de la Iglesia: Patricius Romanorum fue el título usado desde el tiempo de los Exarcas de Ravena hasta Carlomagno y Enrique III. A través de los siglos, los Papas contaron también con armados defensores de la Iglesia procedentes de las familias del Patriciado romano; y Lepanto consagró y eternizó uno de sus grandes nombres en los fastos de la Historia.” [13]

Del conjunto de estos conceptos se desprende ciertamente una impresión de paternidad que impregna las relaciones entre las clases más altas y las más humildes.

Contra ella se presentan con facilidad al espíritu del hombre moderno dos objeciones: por un lado, no faltan quienes afirman que los frecuentes actos de opresión practicados por la Nobleza o élites análogas en el pasado desmienten toda esta doctrina; por otro, muchos ponderan que toda afirmación de superioridad elimina del trato social la cordura, la suavidad, la amenidad cristiana, pues —argumentan— toda superioridad despierta normalmente sentimientos de humillación, pesar y dolor en aquellos sobre quienes se ejerce, y es contrario a la dulzura evangélica despertar tales sentimientos en el prójimo.

Pío XII responde implícitamente a estas objeciones cuando afirma: “Aunque esta concepción paterna de la superioridad social ha excitado a veces los ánimos, por el entrechoque de las pasiones humanas, hacia desvíos en las relaciones entre las personas de rango más elevado y las de condición humilde, la historia de la humanidad decaída [por el pecado original] no se sorprende con ello. Tales desviaciones no bastan para disminuir ni ofuscar la verdad fundamental de que para el cristiano las desigualdades sociales se funden en una gran familia humana; que, por lo tanto, las relaciones entre las clases y categorías desiguales han de permanecer gobernadas por una justicia recta y ecuánime, y estar al mismo tiempo animadas por el respeto y afecto mutuos, de modo que, aun sin suprimir las desigualdades, se disminuyan las distancias y se suavicen los contrastes.” [14]

Ejemplos típicos de esta aristocrática suavidad de trato se encuentran en muchas familias nobles que saben ser intachablemente bondadosas con sus subordinados sin consentir de modo alguno que sea negada ni empañada su natural superioridad: “¿No vemos acaso, en las familias verdaderamente cristianas, a los mayores patricios y patricias vigilantes y solícitos en conservar para con sus domésticos y cuantos les rodean un comportamiento conforme, sin duda, a su clase, pero libre de toda afectación, benévolo y cortés en palabras y modales, que demuestran la nobleza de sus corazones, que no ven en ellos sino hombres, hermanos, cristianos como ellos, a ellos unidos en Cristo por los vínculos de la caridad; de aquella caridad que aun en los más antiguos palacios consuela, sostiene, alegra y endulza la vida de grandes y humildes, principalmente en los tiempos de tristeza y de dolor, que nunca faltan en este mundo?” [15]

6. Nuestro Señor Jesucristo consagró la condición de noble así como la de obrero

Así considerada la condición de noble o miembro de una élite tradicional, se comprende que Nuestro Señor Jesucristo —conforme ya se ha dicho [16]— la haya santificado encarnándose en una familia de príncipes:

“Es un hecho que si bien Cristo Nuestro Señor prefirió, para consuelo de los pobres, venir al mundo privado de todo y crecer en una familia de sencillos obreros, quiso, sin embargo, honrar con su nacimiento a la más noble e ilustre de las casas de Israel, a la propia estirpe de David.

“Por eso, fieles al espíritu de Aquél del Cual son Vicarios, los Sumos Pontífices han tenido siempre en muy alta consideración al Patriciado y a la Nobleza romana, cuyos sentimientos de indefectible adhesión a esta Sede Apostólica son la parte más preciosa de la herencia recibida de sus antepasados y que ellos mismos transmitirán a sus hijos.” [17]

“También Jesucristo fue noble y nobles fueron María y José, descendientes de estirpe real” (Benedicto XV, alocución de 1917).

Cuadro de autor anónimo, de la escuela peruana del Cuzco, venerado en la sede central de la TFP brasileña en São Paulo.

7. Perennidad de la Nobleza y de las élites tradicionales

Como las hojas secas caen al suelo, así ocurre, al soplo de la revolución, con los elementos muertos del pasado. La Nobleza, sin embargo, en cuanto especie dentro del género élites, puede y debe sobrevivir porque tiene una razón de ser permanente:

“El soplo impetuoso de un nuevo tiempo arrastra con sus torbellinos las tradiciones del pasado; pero así se pone en evidencia cuáles de ellas están destinadas a caer como hojas muertas, y cuáles, en cambio, tienden a mantenerse y consolidarse con genuina fuerza vital.

“Una Nobleza y un Patriciado que, por así decir, se anquilosaran en la nostalgia del pasado, estarían condenados a una inevitable decadencia.

“Hoy más que nunca estáis llamados a ser no sólo una élite de la sangre y de la estirpe, sino, lo que es más, de las obras y sacrificios, de las realizaciones creadoras al servicio de toda la comunidad social.

“Y esto no es solamente un deber del hombre y del ciudadano que nadie puede eludir impunemente; es también un sagrado mandamiento de la Fe que habéis heredado de vuestros padres, y que debéis, como ellos, legar íntegra e inalterada a vuestros descendientes.

“Desterrad, pues, de vuestras filas todo abatimiento y toda pusilanimidad: todo abatimiento, ante una evolución de los tiempos que se lleva consigo muchas de las cosas que otras épocas habían edificado; toda pusilanimidad, ante los graves sucesos que acompañan a las novedades de nuestros días.

“Ser romano significa ser fuerte en el obrar, pero también en el soportar.

“Ser cristiano significa ir al encuentro de las penas y de las pruebas, de los deberes y necesidades de los tiempos, con aquel coraje, con aquella fortaleza y serenidad de espíritu de quien bebe en el manantial de las eternas esperanzas el antídoto contra todo humano desaliento.

“Humanamente grande es el altivo dicho de Horacio: ‘Si fractus illabatur orbis, impavidum ferient ruinae’ [18] (Od., 3.3).

“Pero cuanto más bello, seguro y feliz es el grito victorioso que brota de los labios cristianos y de los corazones desbordantes de Fe: ‘Non confundar in aeternum!’ [19] (Te Deum).” [20]

8. La ley no puede revocar el pasado

Así se entiende que, a pesar de haber sido proclamada en 1946 la República en Italia, haya mantenido el Santo Padre Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana como insigne recuerdo de un pasado del cual el presente debe conservar elementos para asegurar la continuidad de una tradición beneficiosa e ilustre:

“Es verdad que en la nueva Constitución italiana ‘no se reconocen los Títulos nobiliarios’ (salvo, naturalmente, en lo que respecta a la Santa Sede, según lo establecido en el artículo 42 del Concordato, aquellos que los Sumos Pontífices han concedido o concederán en el futuro [21]); pero esta misma Constitución no ha podido hacer desaparecer el pasado ni la historia de vuestras familias.” [22]

En la referencia explícita y directa hecha por Pío XII a la abolición de los Títulos nobiliarios por parte de la República Italiana no figura ningún juicio de valor. El Pontífice constata simplemente el hecho de la abolición, pero afirma, pari passu, con noble desenvoltura, que la Iglesia, en vez de seguir el ejemplo de la Italia republicana, reserva para sí toda la validez de los Títulos de Nobleza por ella otorgados otrora o que venga a otorgar en el futuro, y que esta validez continuaba en vigor, incluso —en virtud del artículo 42 del Tratado de Letrán [23]— en el territorio de la República Italiana, pues, evidentemente, un artículo de la Constitución Italiana no tiene poder para hacer cesar unilateralmente la validez de los Títulos pontificios de Nobleza, reconocidos por un acto bilateral como el Concordato de 1929. [24]

Así pues, continúa recayendo sobre el Patriciado y la Nobleza romana un pesado y magnífico deber, consecuencia del prestigio que amigos y enemigos han de reconocer: “Por consiguiente, el pueblo —ya esté a favor o en contra de vosotros, ya sienta hacia vosotros respetuosa confianza o sentimientos hostiles— también ahora mira y observa cuál es el ejemplo que dais en vuestra vida. A vosotros os toca, pues, corresponder a esta expectación y mostrar que vuestra conducta y vuestros actos están de acuerdo con la verdad y la virtud, especialmente en los puntos de Nuestras recomendaciones anteriormente recordados.” [25]

Considerando lo que la Nobleza romana fue en el pasado, y no viendo ese recuerdo como algo muerto, sino como “un impulso hacia el porvenir”, Pío XII, movido “por motivos de honor y de fidelidad”, [26] mantuvo en esas alocuciones un trato de especial distinción para con ella, e invitó a sus contemporáneos a asociarse a dicha actitud: “Saludamos en vosotros a los descendientes y representantes de familias que se distinguieron al servicio de la Santa Sede y del Vicario de Cristo y permanecieron fieles al Pontificado Romano aun cuando éste se hallaba expuesto a ultrajes y persecuciones. Sin duda, el orden social puede evolucionar a lo largo de los tiempos y su centro desplazarse. Las funciones públicas, que otrora estaban reservadas a vuestra clase, pueden hoy ser atribuidas y ejercidas sobre la base de la igualdad; pero aun así, el hombre moderno que quiera ser de rectos y ecuánimes sentimientos no puede negar su comprensión y respeto a un tal testimonio de reconocida memoria, que debe servir igualmente de impulso hacia el porvenir.” [27]

9. La democracia según la doctrina social de la Iglesia — Arqueologismo y falsa restauración: dos extremos a evitar

Se podría preguntar si con estas enseñanzas emitidas en una época en la que el deseo de igualdad más desenfrenado y completo vencía por todas partes, habría procurado Pío XII reaccionar contra esa tendencia igualitaria condenando la democracia.

Sobre ello caben algunas consideraciones.

La doctrina social de la Iglesia siempre ha afirmado la legitimidad de las tres formas de gobierno, tanto de la monárquica, como de la aristocrática y la democrática. Por otra parte, siempre se ha negado también a aceptar el principio de que la única forma de gobierno compatible con la justicia y la caridad sea la democrática.

Es cierto que Santo Tomás de Aquino enseña que, en principio, la monarquía constituye una forma de gobierno superior a las demás. Eso no excluye que las circunstancias concretas puedan hacer más aconsejable la aristocracia o la democracia en este o aquel Estado, y ve con especial agrado las formas de Gobierno en que se articulan armónicamente elementos de la monarquía, de la aristocracia y de la democracia. [28]

A su vez, León XIII, al explicar la doctrina social de la Iglesia sobre las formas de Gobierno, declara:

“Encerrándose en el terreno de la abstracción, se llega a determinar cuál es la mejor de estas formas consideradas en sí mismas.” [29] Sin embargo, el Pontífice no indica cuál de ellas es.

Es preciso notar, no obstante, lo categórico de su afirmación, aunque ésta parezca condicional a primera vista: “se llega a determinar”.

“Instituciones eminentemente aristocráticas, necesarias también en las democracias...”

En las fotos, aspectos de las sedes de la Reales Maestranzas de Caballería de Zaragoza, de Valencia, de  Sevilla, famosas instituciones compuestas por miembros de la nobleza española —que en otros tiempos allí se preparaban para oficiales de Caballería— y que no sólo se distinguen por sus valiosas obras de asistencia social, sino también por el alto padrón cultural de sus actividades. Abajo, los maestrantes de Granada en la procesión del Corpus, en 2013, y una Litografia de F. Van Hallen  con las corridas de toros, en las que los nobles se ejercitaban en las artes ecuestres (De izquierda a derecha, de arriba abajo).

De hecho, lo que el Pontífice afirma es que encontrar cuál es la forma intrínsecamente mejor de gobierno es posible mientras quiera el pensador mantenerse en el mero terreno de los principios abstractos. En efecto, añade: “Se puede afirmar igualmente, con toda verdad, que cada una de ellas es buena siempre que sepa dirigirse directamente a su fin, es decir, al bien común para el cual está constituida la autoridad social. Conviene añadir, por fin, que desde un punto de vista relativo tal o cual forma de gobierno puede ser preferible por adaptarse mejor al carácter y costumbres de esta o aquella nación.” [30]

Falta ahora descubrir cuál sería, según el pensamiento del Pontífice, esta forma de Gobierno, considerada mejor en el campo de los meros principios abstractos.

Para responder esta pregunta, es necesario tomar en consideración la encíclica Aeterni Patris, del 4 de agosto de 1879, sobre la restauración de la Escolástica conforme la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Entre otros muchos encomios a la obra del gran Doctor de la Iglesia, pueden mencionarse los siguientes:

“Consta que casi todos los fundadores y legisladores de las Órdenes religiosas han mandado a sus miembros que estudien la doctrina de Santo Tomás y se adhieran a ella del modo más escrupuloso, tomando cuidado para que a nadie le sea lícito separarse impunemente en lo más mínimo de las huellas de tan grande varón. (...)

“Pero, lo que es más, los Romanos Pontífices Nuestros predecesores han elogiado la sabiduría de Tomás de Aquino con excepcionales encomios de estima e importantísimos testimonios. (...)

“Por cierto, de estos juicios de los Pontífices máximos sobre Tomás de Aquino, por decirlo así llega al auge el testimonio de Inocencio VI: Su doctrina (la de Tomás) posee, en comparación con todas las demás, excepto con la canónica, precisión en las palabras, orden en la exposición, verdad en las sentencias, de tal manera que nunca se verá a quienes la siguen desviarse del camino de la verdad, y quien la impugne siempre será sospechoso de error. (Sermón sobre Santo Tomás) (...)

“Pero la mayor gloria, exclusiva de Tomás, (...) consiste en que los Padres de Trento, quisieron que estuviera sobre el altar, en el propio centro del cónclave, junto con los libros de la divina Escritura y los decretos de los Pontífices Máximos, la Suma de Tomás de Aquino, para que de ella se obtuviesen consejos, raciocinios y respuestas.” [31]

No es de suponer que el pensamiento de León XIII difiriese del de Santo Tomás en esta materia. En ese sentido, es digna de especial atención la siguiente frase del mismo Pontífice: “No hemos querido jamás añadir nada, ni a las apreciaciones de los grandes doctores sobre el valor de las diversas formas de gobierno, ni a la doctrina católica y tradiciones de esta Sede Apostólica sobre el grado de obediencia debida a los poderes constituidos.” [32]

Además, siendo la democracia el gobierno del pueblo, y siendo el concepto de la doctrina católica sobre pueblo profundamente diferente del concepto neopagano corriente —según el cual por pueblo se entiende solamente la masa— se ve claramente que el propio concepto católico de democracia difiere profundamente de lo que en general se entiende como tal. [33]

Ante la avalancha igualitaria, Pío XII —sin entrar en preferencias políticas— procura tomar en consideración la tendencia democrática tal y como existe y guiarla de tal modo que se eviten daños para el cuerpo político-social.

Es lo que hace ver cuando, al reorganizarse la Italia de la posguerra, da a la Nobleza romana el siguiente consejo: “Ahora bien, generalmente todos admiten que esta reorganización no puede ser concebida como un puro y simple retorno al pasado. No es posible un semejante retroceso. El mundo, aun con un paso muchas veces desordenado, inconexo, sin unidad ni coherencia, no ha dejado de andar. La Historia no se detiene, no puede detenerse; avanza siempre, prosiguiendo su curso, ordenado y rectilíneo o confuso y sinuoso, hacia el progreso o hacia una ilusión de progreso.” [34]

En la reconstrucción de la sociedad, así como en la de un edificio, hay dos errores extremos a evitar: el uno, hacer una reconstrucción meramente arqueológica; el otro, levantar un edificio enteramente diferente, es decir, hacer una reconstrucción que no sea tal. Afirma el Pontífice:

“Así como la reconstrucción de un edificio que debe servir para usos actuales no se puede concebir de un modo arqueológico, tampoco sería posible llevarla a cabo según diseños arbitrarios, aunque fuesen teóricamente los mejores y más deseables; hay que tener presente la imprescindible realidad, la realidad en toda su extensión.” [35]

10. Las instituciones altamente aristocráticas son también necesarias en las democracias

La Iglesia, en efecto, no pretende destruir la democracia, pero desea que sea bien entendida y que sea nítida la distinción entre el concepto cristiano y el concepto revolucionario de democracia.

Con respecto a eso, es oportuno recordar lo que Pío XII enseña sobre el carácter tradicional y el tono aristocrático de la democracia verdaderamente cristiana:

“Ya en otra ocasión hemos hablado Nos de las condiciones necesarias para que un pueblo pueda considerarse maduro para una sana democracia. Pero, ¿quién puede conducirlo y elevarlo a esta madurez? Muchas enseñanzas sobre ello podría extraer, sin duda, la Iglesia del tesoro de su experiencia y de su propia acción civilizadora. Mas, vuestra presencia aquí Nos sugiere una particular observación. La Historia nos atestigua que allí donde está vigente una verdadera democracia la vida del pueblo se halla como impregnada de sanas tradiciones que es ilícito derribar. Representantes de estas tradiciones son antes que nada las clases dirigentes, o sea, los grupos de hombres y mujeres o las asociaciones que, como suele decirse, dan el tono en el pueblo y en la ciudad, en la región y en el país entero.

De ahí que en todos los pueblos civilizados existan y tengan influencia instituciones eminentemente aristocráticas en el sentido más alto de la palabra, como son algunas academias de vasto y bien merecido renombre. También la Nobleza es de este número: sin pretender ningún privilegio o monopolio, es —o debería ser— una de aquellas instituciones; institución tradicional fundada sobre la continuidad de una antigua educación. Cierto es que, en una sociedad democrática como quiere ser la moderna, el simple título del nacimiento no es ya suficiente para gozar de autoridad y crédito. Para conservar, por lo tanto, dignamente vuestra elevada condición y vuestra categoría social, es más, para aumentarlas y enaltecerlas, debéis ser verdaderamente una élite, debéis cumplir las condiciones indispensables en el tiempo en que vivimos y corresponder a sus exigencias.” [36]

Una Nobleza o una élite tradicional cuyo ambiente sea caldo de cultivo para la formación de altas cualidades de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad, y que funde su prestigio en los méritos de cada sucesiva generación, no es, pues, para Pío XII, un elemento heterogéneo y contradictorio con una democracia verdaderamente cristiana, sino un precioso elemento de la misma. Se ve así hasta qué punto la democracia auténticamente cristiana difiere de la democracia igualitaria pregonada por la Revolución, en la cual la destrucción de todas las élites —y entre ellas especialmente la Nobleza— es tenida por condición esencial de autenticidad democrática. [37]


NOTAS

[1] PNR 1947, pp. 370-371.

[2] 1) PNR 1941, p. 364 ¾ Es tan grande la importancia de los párrafos que acaban de ser citados que merecerían ser destacados en negrita de principio a fin. No lo hacemos para no sobrecargar el aspecto visual de estas páginas.

[4] PNR 1944, pp. 177-178.

[5] PNR 1942, p. 345 — Respecto a ello Rivarol, el brillante polemista francés contemporáneo y adversario de la Revolución de 1789, afirmó: “Los nobles son monedas más o menos antiguas que el tiempo ha transformado en medallas” (M. Berville, Mémoires de Rivarol, Baudouin Frères, París, 1824, p. 212).

[6] PNR 1944, p. 178.

[7] El término “Revolución” es usado en este libro con sentido igual al que se le atribuye en el ensayo del mismo autor, Revolución y Contra-Revolución (link!). Designa un proceso iniciado en el siglo XV que tiende a destruir toda la Civilización Cristiana e implantar un estado de cosas diametralmente opuesto. Constituyen etapas del mismo la Pseudo-Refoma, la Revolución Francesa, el Comunismo en sus múltiples variantes y en su sutil metamorfosis de los días presentes.

[8] ¡Si la juventud supiera! ¡Si la vejez pudiera!

[9] Ha tenido en su juventud toda la prudencia de una edad avanzada, y en una edad avanzada todo el vigor de la juventud. Se refiere a Enrique de Latour d’Auvergne, Vizconde de Turenne, Mariscal de Francia (1611-1675).

[10] PNR 1944, pp. 178-179; cfr. Capítulo VI, 5, a; Documentos VI.

[11] PNR 1944, p. 180 ¾ No se imagine el lector que Pío XII omite con este sabio consejo los graves peligros resultantes de la sobrevaloración de la técnica moderna. En efecto, he aquí lo que enseña en ese sentido:

“Parece innegable que la misma técnica, llegada en nuestro siglo al apogeo de su esplendor y eficacia, se transforme por circunstancias de hecho en un grave peligro espiritual. Parece comunicar al hombre moderno, postrado ante su altar, un sentido de autosuficiencia y de satisfacción de sus aspiraciones de conocimiento y poderío ilimitados. Con sus múltiples usos, con la absoluta confianza que en ella se deposita, con las inagotables posibilidades que promete, la técnica moderna despliega en torno al hombre contemporáneo una visión tan vasta que llega a ser confundida por muchos con el propio infinito. En consecuencia, se le atribuye una autonomía imposible, la cual a su vez se transforma, en el pensamiento de algunos, en una concepción equivocada de la vida y del mundo, designada con el nombre de ‘espíritu técnico’. Pero, ¿en qué consiste exactamente esto? En considerar como el más alto valor humano y de la vida extraer el mayor provecho de las fuerzas y de los elementos de la naturaleza; en fijarse como finalidad, prefiriéndola a todas las demás actividades humanas, los métodos técnicamente posibles de producción mecánica y en ver en ellos la perfección de la cultura y de la felicidad terrena” (Radiomensaje de Navidad de 1953, in Discorsi e Radiomessaggi, vol. XV, p. 522).

[12] PNR 1942, p. 347.

[13] Marco Antonio Colonna, el Joven, Duque de Pagliano (1535-1584). San Pío V le confió el mando de las doce galeras pontificias que participaron en la batalla. Se batió con tanto heroísmo y pericia que fue recibido triunfalmente en Roma a su vuelta. PNR 1942, pp. 346-347.

[14] PNR 1942, pp. 347-348.

[15] PNR 1942, p. 348.

[16] Cfr. Capítulo IV, 8.

[17] PNR 1941, pp. 363-364; cfr. Documentos IV.

[18] Si el mundo se deshiciera en pedazos, sus ruinas le herirían, pero él permanecería imperturbable.

[19] ¡No seré confundido eternamente!

[20] PNR 1951, pp. 423-424.

[21] Cfr. Capítulo II, 1.

[22] PNR 1949, p. 346.

[23] Cfr. Capítulo 11,1.

[24] A propósito de la abolición radical y sumaria de una tan antigua y benemérita institución como la nobleza —realizada evidentemente bajo la fuerza de impacto del igualitarismo radical que sopló en tantos países después de la segunda y primera Guerras Mundiales— es preciso lamentar que no hayan sido tomadas en absoluto en consideración estas enseñanzas de alta sabiduría proferidas por Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica (I-II, q. 97, a. 2) bajo el título “Si la ley humana ha de modificarse siempre que se presente un bien mejor”:

“Está establecido en las ‘Decretales’ que ‘es un absurdo y una afrenta detestable permitirse quebrantar las tradiciones que de antiguo hemos recibido de nuestros antepasados’.

“Respondo diciendo que, como hemos dicho, la ley humana se modifica rectamente solo cuando mediante esta modificación se busca el bien común; pero la propia modificación de una ley es en sí misma un detrimento del bien común, porque la costumbre ayuda mucho a que sean cumplidas las leyes, de tal modo que lo que se hace en contra de una costumbre común, aunque sea de sí leve, se ve como grave. Por eso, cuando se modifica una ley, disminuye su poder represivo en la medida en que la costumbre es suprimida, y por eso nunca debe modificarse la ley humana, sino cuando el bien común sea compensado por una parte tanto cuanto por la otra se le perjudica. Esto sucede en realidad, o bien cuando del nuevo decreto emana una utilidad grandísima y evidentísima; o bien en caso de extrema necesidad, cuando la ley vigente contiene una injusticia manifiesta o su cumplimiento es extremamente nocivo. Por eso dice el jurisconsulto que ‘para establecer nuevas normas, es necesario que su utilidad sea evidente, para que justifique el abandono de aquello que se ha considerado equitativo durante mucho tiempo’.”

[25] PNR 1949, p. 346.

[26] 1950, p. 357.

[27] 1950, p. 357.

[28] 3 Para una correcta comprensión de lo aquí expuesto respecto a la Doctrina de la Iglesia y el pensamiento de Santo Tomás de Aquino sobre las diversas formas de Gobierno, es de capital importancia la lectura de los textos pontificios y del Santo Doctor transcritos en el Apéndice III y acompañados por comentarios del autor.

[29] 4 Au milieu des sollicitudes in ASS XXIV [1891-92] 523.

[30] Ibídem.

[31] ASS XII [1894] 109-110.

[32] Carta al Cardenal Matthieu, 28/3/1897 in La paix interieure des Nations, Desclée & Cie, 1952, p. 220.

[33] cfr. Capítulo III.

[34] PNR 1945, p. 274.

[35] Ibídem.

[36] PNR 1946, pp. 340-341.

[37] Sobre la legitimidad y necesidad de que exista la Nobleza en una sociedad auténticamente católica, véase el sustancioso esquema —transcrito y comentado en el Apéndice IV de este libro— publicado bajo el título de “Aristocracia” en un importante homiliario elaborado bajo la dirección del Cardenal Ángel Herrera Oria.