NOTAS
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Algunas partes de los
documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.
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La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las
alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por
la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua
Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.
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El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a
partir de la segunda edición impresa, octubre de 1993. Se agradece la indicación
de errores de revisión.

CONCLUSIÓN
En el clímax
de la crisis religiosa, moral e ideológica del mundo actual: un momento
propicio para la acción de la Nobleza y las élites tradicionales
A pesar de la
estupenda vitalidad que los pueblos europeos han demostrado tener tras
haber sido sacudidos en nuestro siglo por dos guerras mundiales, es
necesario
reconocer que la recuperación de los efectos producidos por la
última exigió de ellos mucho tiempo y un oneroso esfuerzo.
A lo largo del
periodo en que Pío XII pronunció sus quince alocuciones al Patriciado y
a la Nobleza romana (de 1940 a 1958),
se
llevaba
lentamente
a cabo la reconstrucción
económica
de Europa,
comenzada
al final del conflicto, y
de modo muy natural, el desvelo paterno del Pontífice le llevó a hacer
múltiples referencias a esa situación crítica en aquellos sus memorables
discursos.
En la década
siguiente, sin embargo, el ritmo ascensional de la recuperación europea
se acentuó sensiblemente. En ella se operaron los famosos “milagros
económicos” denominados corrientemente
milagro alemán, milagro italiano,
etc. Esa sucesión de “milagros” habría de prolongarse, de modo que, por
ejemplo, el reciente florecimiento económico de España y Portugal —hasta
entonces naciones poco favorecidas en el Continente Europeo— aún puede
ser incluido de algún modo en esa serie de “milagros”.
Con este impulso
de prosperidad —cuyo auge Pío XII, fallecido en 1958, no llegó a ver,
pero al cual entonaba en 1965 la constitución conciliar
Gaudium et Spes un himno de
salutación y júbilo— el cuadro general de Europa fue sensiblemente
modificado.
La Historia dirá
algún día con precisión cuál fue el papel de la Nobleza y de las demás
élites tradicionales en este resurgimiento o, en otros términos, tal vez
permita
valorar la repercusión de las notables directrices de Pío XII en
la conducta que estas clases hayan tenido a favor de la restauración
económica de Europa.
Sin
precipitarnos a enunciar aquí un juicio preciso sobre ello, nos parece
que este papel fue considerable, aunque proporcionado en cada país a los
medios de acción de la aristocracia y de las respectivas élites.
Lo cierto es que
cuando en 1989 la Rusia soviética y los demás países del Este europeo
comenzaron a dejar patente la trágica extensión del fracaso a que les
había arrastrado la dictadura del proletariado y el capitalismo de
Estado, las naciones europeas, los Estados Unidos y otros países
movilizaron para ayudarles, con sorprendente
rapidez, enormes sumas... cuya restitución —aunque sea sólo la de una considerable parte de las
mismas—
no se
debe
esperar que ocurra algún día. De este modo, las
grandes naciones democráticas, en realidad orientadas y enriquecidas por
la iniciativa privada, dejaban ver implícitamente a toda la humanidad el
contraste para ellas triunfal entre el Oeste y el Este.
Cuánto se
engañarían, sin embargo, quienes ante el cuadro aquí sumariamente
bosquejado
imaginasen que, por el propio efecto de la prosperidad
readquirida, las
diferentes
crisis heredadas por las naciones del Oeste en las
anteriores décadas de este siglo y agravadas más tarde por nuevos
factores estaban resueltas.
Las fatuas tesis
de que la prosperidad es siempre el principal sustentáculo del orden y
del bienestar de los pueblos, y la pobreza la causa más importante de
las
diferentes
crisis que atraviesan se desmiente fácilmente ante lo sucedido en la
Europa de la posguerra.
En 1968, cuando
el proceso de cicatrización y de reflorecimiento del Viejo Continente
estaba ya muy avanzado, estalló la terrible crisis de la Sorbona.
Revelaba ésta la presencia entre la juventud de una torrencial y
disolvente influencia de ciertas filosofías que hasta entonces eran
tenidas, en general, como manifestaciones de extravagancia de ciertos
“elegantes” de los ambientes de la cultura y de la
jet-set.
La extensión de
las repercusiones del “fenómeno Sorbona” a la juventud vanguardista de
Europa y del mundo, demostró la profundidad de la fisura así abierta. El
deterioro general de las costumbres, ya deplorado por Pío XII, encontró
precisamente en esa atmósfera de riqueza y extravagancia un ambiente tan
propicio que la crisis moral y cultural de Occidente ha llegado a crear
para el mundo libre una situación más grave que la de las crisis
anteriores, mera o preponderantemente económicas; y esto hasta tal punto
que el crecimiento de la prosperidad ha podido ser apuntado a justo
título por observadores lúcidos y sobradamente documentados como un
importante factor en el trágico agravamiento de la crisis moral.
[1]
Esta situación
se ha visto, a su vez, acentuada por la crisis de una gravedad
estrictamente sin precedentes que atraviesa la Iglesia Católica, columna
y fundamento de la moralidad y del buen orden en las sociedades.
[2]
A estas
perspectivas se han venido a sumar posteriormente dos importantes
acontecimientos: la guerra del Golfo Pérsico y la victoriosa oposición
de los pueblos bálticos —entre los que se destaca por su gloriosa
resistencia el heroico pueblo lituano— a favor de su independencia. La
importancia de este segundo acontecimiento no puede ser subestimada sin
caer en un grave error, ya que puso en juego principios fundamentales de
la moral y del orden internacionales, y despertó en la conciencia de los
pueblos una justa y enfática conmoción, como bien lo demuestra la
entusiasta recogida de firmas organizada por las
Sociedades de defensa de la
TFP en 26 países, que
alcanzó la impresionante cifra de 5.212.580 adhesiones.
[3]
*
*
*
En el momento en
que este trabajo llega a su término, graves incógnitas rodean a la
humanidad por todas partes. La situación mundial
bosquejada
por Pío XII ha
sido alterada principalmente por el hecho de que los problemas
económicos de Occidente se han visto atenuados en considerable medida
por efecto de los referidos “milagros”; pero al mismo tiempo, dos
grandes crisis se han venido acentuando continuamente desde entonces
hasta ahora: la crisis interna de lo que otrora fue el imperio de más
allá del Telón de Acero; y la crisis —también interna— de la Iglesia
Católica; crisis dolorosa, esta última, que se relaciona con aquello que
tienen de más esencial los problemas aquí tratados, pero sobre la cual
nos abstenemos de extendernos, pues su gravedad y amplitud exigirían
seguramente
una
obra aparte, de muchos volúmenes...
En cuanto a la
primera, sus grandes rasgos son bien conocidos en el mundo entero. En el
momento en que escribimos, las naciones que antes constituían la URSS se
encuentran disgregadas; las fricciones entre ellas se van acentuando,
agravadas notoriamente por el hecho de que algunas poseen los medios
para desencadenar una guerra atómica.
No es improbable
que, una vez desencadenada una situación bélica en el interior de la ex
URSS, ésta venga a envolver a las más importantes naciones de Occidente,
lo que, a su vez, podría acarrear consecuencias de envergadura
apocalíptica. Una de ellas podría fácilmente ser la migración hacia
Europa Central y Occidental de poblaciones enteras acosadas por el miedo
a los riesgos de la guerra y por el hambre, tan
urgente
en la
actualidad. Esta migración podría revestir, entonces, un carácter
crítico imprevisiblemente grave.
¿Cuáles serían
los efectos de ese éxodo sobre naciones como las del Mar Báltico,
colocadas hasta hace poco bajo el yugo comunista? ¿Y sobre otras como
Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria, de las cuales
sería por lo menos muy arriesgado afirmar que ya han escapado totalmente
del yugo comunista?
Para completar
este cuadro sería
necesario
tomar en consideración la posible reacción del
Magreb ante una Europa Occidental puesta ante problemas de tal magnitud;
y tener también en cuenta las circunstancias específicas del África
Septentrional y la profunda influencia ejercida allí por la inmensa
oleada fundamentalista que recorre los pueblos del Islam, de los cuales
el Magreb es parte integrante.
Así pues, ¿quién
puede predecir con seguridad
hasta donde
todo este conjunto de tramas conducirá al mundo, y especialmente al mundo cristiano?
Hasta el
momento, este último aún no está envuelto en el triple drama de las
invasiones del Este —que se anuncian pacíficas—, de las probablemente
menos pacíficas de más allá del Mediterráneo, y de una eventual
conflagración mundial. No obstante, ya se vislumbra el funesto final del
largo proceso revolucionario, cuya línea general se ha procurado resumir
en el último capítulo de este trabajo.
Pese a haber
encontrado en su camino innumerables obstáculos, tal ha sido —a partir
de la confluencia histórica en la cual la Edad Media declina y muere, el
Renacimiento surge en sus alegres triunfos iniciales, la revolución
religiosa del protestantismo comienza a fomentar y preparar de lejos la
Revolución Francesa, y muy de lejos la Rusa de 1917...— el carácter
inflexible de la andadura victoriosa de dicho proceso, que se diría
invencible la fuerza que lo ha movido y definitivos los resultados
alcanzados por él.
“Definitivos”
parecerán, efectivamente, esos resultados si no se hace un análisis
atento de la índole de ese proceso.
A primera vista,
parece eminentemente constructivo, pues levantó sucesivamente tres
edificios: la pseudo-Reforma protestante, la república
liberal-democrática y la república socialista soviética. Sin embargo, su
verdadera índole es esencialmente destructiva: él es la destrucción; él
derribó a la tambaleante Edad Media, al desvaído Antiguo Régimen, al
apopléjico mundo burgués, frenético y perturbado; bajo su presión se
encuentra en ruinas la ex URSS, siniestra, misteriosa, podrida como una
fruta que ha caído hace tiempo del árbol.
Hinc et nunc,
¿no es verdad que son ruinas los mojones que señalan efectivamente la
trayectoria de este proceso? Y, de la más reciente de esas ruinas, ¿qué
está resultando para el Mundo sino la exhalación de una confusión
general que promete a cada momento catástrofes inminentes,
contradictorias entre sí, que se deshacen en el aire antes de
precipitarse sobre los mortales y, al hacerlo, generan la perspectiva de
nuevas catástrofes aún más inminentes, aún más contradictorias, las
cuales quizá se desvanecerán, a su vez, para dar origen a nuevos
monstruos, o quizá se convertirán en realidades atroces, como la
migración de hordas enteras eslavas del Este hacia el Oeste, o la de
hordas mahometanas avanzando desde el Sur hacia el Norte?
¿Quién lo sabe?
¿Quién sabe si esto ocurrirá? ¿Quién sabe si ocurrirá
sólo (!) esto? ¿Si no habrá
aún algo más y peor?
El cuadro es,
sin duda, desalentador para todos los hombres que no tienen Fe; por el
contrario, para quienes la tienen, desde el fondo de este horizonte
suciamente confuso y torvo una voz, capaz de despertar la más alentadora
confianza se hace oír: “Por fin,
mi inmaculado Corazón triunfará” .
[4]
¿Qué confianza
podemos depositar en ella? Nuestra respuesta, dada por Ella misma, cabe
en una sola frase: “Soy del
Cielo”
[5]
Hay, por tanto,
razones para esperar. ¿Esperar qué? La ayuda de la Providencia para todo
trabajo ejecutado con clarividencia, rigor y método para alejar del
mundo las amenazas que, como
otras
tantas espadas de Damocles, cuelgan
sobre los hombres.
Es necesario,
pues, orar, confiar en la Providencia y actuar; y para que esta acción
se desarrolle es de la mayor conveniencia recordar a la Nobleza y a las
élites análogas la misión especial —y primada— que les corresponde en
las actuales circunstancias.
Quiera la Virgen
de Fátima, patrona singular de este agitado mundo contemporáneo, ayudar
a la Nobleza y a las élites congéneres a tomar en la debida
consideración las sabias enseñanzas que les dejó Pío XII. Estas les
señalan una tarea que el Papa Benedicto XV calificó expresivamente como
“sacerdocio” de la Nobleza.
[6]
Si se entregan por entero a ella, es seguro que quienes hoy las componen
y, más tarde sus descendientes, quedarán algún día sorprendidos con la
amplitud de los resultados que habrán obtenido para sus respectivos
países, para todo el género humano, para la Santa Iglesia Católica,
sobre todo.
NOTAS
[3]
Una delegación compuesta por once
miembros de las diversas
sociedades de defensa de
la
TFP y
presidida por el Dr. Caio V. Xavier da
Silveira, director del
bureau-TFP de París, estuvo en
Vilna, capital de Lituania, para
entregar personalmente el día 4 de
diciembre de 1990 al presidente Vytautas
Landsbergis los microfilmes de esa
monumental recogida de firmas. La
delegación se dirigió a continuación a
Moscú, donde entregó, el día 11 de
diciembre, en la oficina de Mijail
Gorbachov en el Kremlin, una carta en la
que se afirmaba:
“En nombre de más de cinco millones de
firmantes, queremos pedirle formalmente
que elimine todos los obstáculos que
impiden que Lituania adquiera su total
independencia; acción ante la cual la
opinión pública mundial y la Historia se
mostrarán reconocidas”.
[4]
Palabras de Nuestra Señora en Fátima,
durante la aparición del 13 de julio de
1917 (Memórias
da Irmã Lúcia, Postulação, Fátima,
3ª ed., 1978, p. 150).
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