“Legionario”, 4 de junio de 1939, n.º 351, p. 5. (*)
Santa Isabel de Portugal – Francisco de Zurbarán – Museo del Prado
Notas biográficas
Santa Isabel era hija del rey Pedro III de Aragón. Su santidad ya era grande y, siendo aún una niña, ya era apreciada por sus virtudes. Todo el tiempo libre que le dejaba su vida de princesa lo dedicaba a actos de caridad con los pobres y de piedad. La iglesia era el lugar donde gustosamente pasaba, cuando podía, horas enteras rezando. A los 8 años tomó la resolución de rezar diariamente el Oficio Divino, perseverando en ello durante toda su vida. Desde niña ayunaba todos los sábados y en vísperas de las fiestas de María.
Todo su exterior denotaba su gran amor por la virtud de la pureza. A pesar de ser muy inteligente, su actitud siempre modesta atraía la simpatía y la admiración de todos.
A los 12 años, fue dada en matrimonio al rey de Portugal. Al no tener libertad para elegir su vocación, se sometió serenamente a las obligaciones impuestas a las personas de su condición y se dispuso a continuar en la labor de su santificación.
Tres veces al año ayunaba durante 40 días, alimentándose solo de pan y agua. Su vida era extremadamente metódica, dividida entre sus obligaciones de estado, la oración y algún trabajo útil. Nadie la vio nunca ociosa. Era muy asidua en la recepción de los sacramentos y muy cuidadosa en su recepción.
Cuanto más santa es una persona, mayor es el número de amigos que se consideran buenos e insisten en alejarla de sus deberes. A ellos siempre les respondía: «¿Puede haber mayor utilidad y necesidad de oración que en la edad en que los peligros y las pasiones se presentan con mayor fuerza?».
Solicitud de la Reina Santa Isabel para con los pobres y sus milagros
Solía decir siempre: «Dios no tuvo otro motivo para hacerme reina que proporcionarme los medios para socorrer a los necesitados». Y todos los días la Santa Reina iba en busca de un enfermo o un pobre en quien pudiera ejercer su caridad.
Dios la recompensó con el don del milagro. Una pobre mujer, cubierta de úlceras, recuperó la salud con un abrazo de la reina. Tenía la costumbre de lavar los pies a trece mujeres todos los viernes, en memoria de lo que se había hecho con los apóstoles. En una ocasión, una mujer se presentó con un pie carcomido por un horrible cáncer para que la reina se lo lavara. No solo se lo lavó con todo cariño, sino que se inclinó y lo besó, como solía hacer. Dios la recompensó enseguida y, para no permitirle besar la repugnante llaga, la curó inmediatamente. Entre los muchos enfermos curados por la Santa Reina, se cuenta una mujer ciega de nacimiento.
El rey, su esposo, no podía considerarse precisamente virtuoso. Isabel se entristecía mucho por sus desmanes, pero nunca se quejó. Sus oraciones fueron escuchadas y tuvo la alegría de observar la lenta conversión de su marido.
Sin embargo, el rey recibió la calumniosa denuncia de que la reina tenía en su escudero no un simple ayudante en la distribución de sus limosnas. Como para él los actos poco honestos no eran algo fuera de lo común, creyó en la calumnia y ordenó al calero de la corte que arrojara al horno, donde se cocía la cal, al escudero que viniera a preguntarle si el trabajo ya estaba hecho. Entonces llamó al escudero de la reina y, como si recordara en ese momento una medida que había olvidado, le ordenó que buscara al calero y le preguntara si el trabajo ya estaba hecho.
El paje se dispuso a cumplir la voluntad del rey, pero al pasar por la capilla, oyó la señal de la entrada de una misa y pensó que la orden del rey podía esperar un poco.

Como el rey y el escudero que había denunciado al otro estaban muy curiosos por saber el resultado de la operación, el joven pidió permiso para ir a preguntar al calero cómo había transcurrido la escena. Sin embargo, como venía de parte del rey, dijo la contraseña sin saberlo. Así fue agarrado y arrojado al horno, a pesar de sus protestas. Poco después llegó el paje de la reina y oyó del calero que realmente el servicio ya estaba hecho. Como él no sabía nada, se dirigió tranquilamente al rey y le dijo que el calero le había respondido que sí. Don Dionisio, muy sorprendido al ver en su presencia a quien debía estar muerto, le preguntó cuidadosamente qué había sucedido y reconoció el brazo de la Providencia protegiendo la inocencia.
Don Dionisio se arrepintió mucho de la ligereza con la que dio crédito a la calumnia y con la que cometió aquel asesinato, y el remordimiento de esos dos pecados fue el primer paso para su conversión.
Sin embargo, ese remordimiento no le impidió volver a dar crédito a los rumores de que la reina apoyaba a su hijo Alfonso, que se había rebelado. Sin examinar la cuestión, el rey prohibió a la reina la entrada al palacio, asignándole como residencia una sencilla casa de campo. Dios, sin embargo, le demostró claramente la inocencia de su esposa, por lo que Don Dionisio pasó a tratarla con toda consideración.
Poco después, cayó gravemente enfermo y fue atendido por la propia reina, que ya había cuidado a tantos enfermos mucho menos ilustres. Arrepentido de sus pecados, murió el mal marido de esta reina santa, dejándole al menos el consuelo de haber muerto en el Señor.
Isabel se retiró inmediatamente al convento de las Clarisas en Coimbra, convento que ella misma había construido. Pero la superiora no quiso recibirla, mostrándola ser su lugar en el mundo.
Hizo dos peregrinaciones a Compostela. La segunda la hizo a pie, en compañía de dos sirvientas, viviendo las tres únicamente de limosnas.
Su última labor fue evitar una guerra entre su hijo, el rey, y un soberano vecino. Poco después, enfermó y murió tras recibir de rodillas los últimos sacramentos.
Trescientos años después de su muerte, su cuerpo fue encontrado en perfecto estado. Desde entonces, Dios se digna hacer grandes milagros en la tumba de su sierva.
Solicitud de la Reina Santa Isabel para con la Nobleza empobrecida
En la vida de Santa Isabel, reina de Portugal (1274-1336), leemos los siguientes hechos que manifiestan un trazo edificante de su carácter:
“Ponía particular cuidado en auxiliar a aquellas personas que, habiendo vivido según la ley de la Nobleza, con hacienda, se veían decaídas, aumentándoles la necesidad y miseria el embarazo de pedir. A esos pobres los socorría con gran generosidad y no menor secreto y recato, para que recibiesen el beneficio sin el contrapeso de la vergüenza.
“Para los hijos de los hidalgos pobres tenía en su palacio bolsas especiales, con las que se criaban de acuerdo a su elevada posición. Daba dotes para que se casaran las doncellas pobres de buen parecer, y se holgaba de componerles ella misma el tocado nupcial con sus reales manos. Tenía recogidas muchas otras huérfanas, hijas de sus vasallos particulares, y las educaba junto a sí; cuando contraían matrimonio las proveía de abundante dote y las adornaba con sus joyas el día de la boda; y para que esta delicadeza de su bondad no acabase con su muerte, instituyó un fondo en su monasterio de Santa Clara para dotar a las huérfanas nobles, y dejó dispuesto que una parte de las joyas que legaba a ese convento se prestasen a las citadas doncellas para su adorno de bodas.” (**)
NOTAS
(*) Este post es una adaptación por este sitio del artículo del Legionario de 1939 y de una cita de la obra «Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al patriciado y a la nobleza romana», Parte III, Documentos III, n.º 2
(**) J. Le Brun, Santa Isabel, Rainha de Portugal, Livraria Apostolado da Imprensa. Oporto, 1958, pp. 127-128.